—No soy perezosa para levantarme —me explicó—. Pero el día amaneció gris industrial y ése es un color que retrasa mucho la colocación de los huesos. Los huesos se acurrucan para dormir cada uno a su manera y donde más les gusta y por la mañana hay que darles tiempo para que vaya a encajarse cada uno en su sitio y con su tendón. Luego hay que probar, con lentitud y cautela, que el ensamblaje haya sido el correcto. La verdad es que los huesos conocen sus coordenadas de memoria, y casi nunca se equivocan; saben ubicarse en el plano general del esqueleto gracias a la información genética que llevan ellos de por sí desde que nacemos. O desde antes incluso. Desde mucho antes: según las últimas especulaciones, puede que la lleven a cuestas desde antes de que los agujeros negros empezaran a perder su guerra con las galaxias. O al revés, a ganarla, porque el universo, en siendo como es curvo, no tiene ni pies ni cabeza. Pero el cuerpo humano sí que los tiene y eso es lo que cuenta y por eso hay que darles tiempo a los huesos, evitando en lo posible los peligrosos levantones. Un tiempo que debe ser mayor en los días en que amanece sin sol a la vista, con el cielo cubierto de nubes tan sucias, tan parejas, que no se distingue el borde de una del principio de la otra. Ese cielo no les sirve ni a los pintores más tristes; sólo les serviría, de servir a alguien, a los fabricantes de colchones del ejército, para relleno.

Sonrió. Cambió el peso de su cuerpo al otro pie y siguió hablándome:

—Y cuando la ciudad en la que amanece así se llama Reus y la ventana del hotel da a un patio irreciclave en macetas andaluzas de geranios porque nació ya para almacén de pilas de metro y medio de cajas de Coca-Colas y cervezas, entonces, el tiempo que necesitan los huesos, en segundos, hay que multiplicarlo al menos por siete. Porque a la armazón del cuerpo no le apetece ir a mirar fuera. Te duermes sabiendo lo feo que es el patio y, cuando te despiertas y le exiges al cerebro un informe inmediato de dónde estás, irremediablemente lo recuerdas. De ahí que, al tiempo objetivo de recomposición general, haya que añadirle el tiempo subjetivo de la falta de ganas de levantarte. Falta de ganas y desazón casi amarga ante la realidad de tener que ir a trabajar a lugares tan desgraciados. Si alguna vez tuvo gracia la ciudad de Reus, ¡virgen santa!, que me perdonen sus habitantes, pero ya no debe quedar nadie capaz de recordarlo.

Y así me habló desde el principio. Tenía gracia para enristrar pensamientos y no le daba apuro expresarse bien.

—Aunque no sé por qué sigo quejándome después de veinte años. Hace diecinueve y medio que descubrí que mi trabajo, mientras siguiera siendo el mismo, rara vez me llevaría a ciudades con encanto; ni mis dietas a hoteles con el tal. Sabe dios que odio con todo el resentimiento de mi corazón esas guías turísticas para caballeretes de ricito engominado y piel color de acabar de dejar el caballo en las cuadras de su cortijo. No los llamo yupis porque yupi es una palabra imprecisa, como casi todas las palabras demasiado nuevas. Las palabras, como los tornillos que vendo, necesitan un mínimo de vueltas de rosca para agarrar bien. También vendo, lógicamente, las tuercas que acompañan a los tornillos. Nosotros, Tornisa de Navalcarnero, vendemos tornillos que agarran para siempre, como la palabra «señorito». Perderán sus cortijos por haraganes (es decir, en nuestro caso, cederá la plancha metálica a la que se agarran), trabajarán de ejecutivos o de simples comerciales (es decir, se oxidarán los elementos ensamblados), puede que haga un siglo que no les quedó de herencia ni la silla de montar con las iniciales de la familia (es decir, acabará la máquina en un desguace), pero el tornillo de tornisa seguirá firmemente enroscado, aunque sólo sea sobre sí mismo, sin nada entre él y su fiel tuerca abrazándolo. Es así porque un tornillo de tornisa es matemáticamente más tornillo que cualquier otro: dos vueltas más de rosca en el mismo espacio que las otras marcas. De eso se trata todo en esta vida: más por menos, situación ideal de competitividad perpetua. O, al menos, más por lo mismo, situación bastante correcta todavía en el mercado sin fronteras. Eso lo dijiste tú ayer en tu conferencia. Y eso le pasa a la palabra «señorito» y la imagen mental que se nos representa de ella en relación con ciudades, hoteles o amaneceres con vistas a patios llenos de geranios: que está muy lejos de la obsolencia dinámica de palabras que, como yupi, pretendieron agarrar con menos vueltas de rosca de las necesarias. Así se lo explico yo a mis clientes (bueno, no así exactamente, claro, pero con argumentos por el estilo) y así he conseguido durante años ser la que más factura de la empresa.

Había ironía en todo lo que decía, y tanta, que costaba saber si ella estaba o no de acuerdo con lo que ella misma planteaba.

—Sí, el caso es que soy muy autodidacta. Cincuentona y autodidacta, o sea, imagínate: perro viejo. No he asistido nunca a cursillos de formación ni de ventas ni nada de eso. En tantos años de profesión, éste es el primero que hago. (Y porque me han pillado a traición. Porque una se va haciendo vieja y pierde reflejos). De hecho, yo no entré en la empresa como vendedora, sino como secretaria, sólo que, en cuanto el jefe se dio cuenta de que muchas veces era yo, modestia a parte, la que hacía la venta en el tiempo que un cliente tardaba en entrar a su despacho o en el tiempo en que tenía que entretenerlo por teléfono hasta que podía pasar la llamada, pues me ofreció ser comercial. Bueno, qué «comercial» ni qué leche, comerciales nos llaman ahora, pero somos viajantes, los «jodíos viajantes» de toda la vida de dios… (Esto es un chiste, perdona, me río yo sola, acordándome, pero verás… Viene de un caso real que me contaron. Resulta que va una periodista a hacer un reportaje a una residencia de ancianos, de esas residencias que usan de modelo porque tienen más jardín que las demás y un montón de actividades; un reportaje de los de cámara al hombro y en directo, de los de ir andando entre gente que finge que no ve ni la cámara ni el foco ni los cables, gente que finge que no se inmuta ante semejante despliegue, mientras sigue haciendo sus cosas normalmente, todo muy espontáneo, sí, sí, con tal de hacer creer que se cuenta la vida cotidiana del personal, qué pena, a mí me da una tristeza muy grande imaginar las horas que llevarán acicalando a las agüelillas para dejarlas presentables, o las horas que se habrán tirado las limpiadoras sacando lustre al pasillo para treinta segundos se conexión… o, si entran en la cocina de un restaurante famoso, yo pienso siempre en la de horas de estropajo de aluminio que hay detrás de cada cazuela para que luego no salga en pantalla más que el jefe, diez segundos y con las manos cruzadas a la espalda, diciendo que lo mejor para esta época del año es elegir platos ligeros, porque agosto no es buen momento para el cocido… Total, que va esta chica intrépida, periodista de guerra en espera de conflicto, hablando micrófono en mano, de sala en sala de la residencia de ancianos, asilo adelante en realidad, hasta que, de pronto, frena en seco y le mete la alcachofa en la boca a una vieja que está sentada por allí como por casualidad, y le pregunta, con ese tonillo de cariño sobreentendido y con el plural ése de persona con puesto importante que habla con suborninados o con niños:

»—¿Qué, abuela, cómo estamos?

»—Yo bien, hija, muy bien.

»—Veo que estamos muy atareadas… a ver, póngalo usted así para que lo vean nuestros telespectadores, ¿qué estamos haciendo esta tarde, por ejemplo?

»—Pues ya lo ve usted, «terapia ocupacional» le dicen ahora —contesta la vieja, meneando la labor como le han di-cho—, pero que es ganchillo, el jodio ganchillo de toda la vida de dios… —Y así tal cual me contaron que salió al aire la frase entera). ¿Qué te parece?

»—Tiene gracia, sí —le concedí.

»—Pues eso soy yo, que lo sepas: jodia viajante. Pasé de puta secretaria a jodia viajante. Y el que me ofreció cambiar de puesto fue él, el dueño de la empresa, a cada cual lo suyo; entre otras cosas porque a mí nunca se me hubiera ocurrido plantearme la vida de hotel en hotel, más sola y aburrida que un ajo, ni siquiera para ganar más del triple de lo que ganaba como secretaria, era más del triple entre base, pluses, dietas y comisiones. Y es que, cuando el jefe es dueño, los prejuicios sexistas cuentan menos que las cuentas. Ahora hasta va por ahí presumiendo de haber sido el primero en España que le dio a una mujer una cartera de clientes para vender tornillos. Lo que no quita para que su mujer siga llamando a las sucesivas secretarias de su marido para preguntarles, a ellas, si su marido piensa ir o no a comer a medio día. Me consta que su mujer se ha ido sincerando con todas como en su día se sinceró conmigo:

»—Chica, es que él no me llama nunca para decírmelo —te explica—, pero luego viene y me monta una bronca si no le tengo algo preparado —y tú, conociéndolo a él, te crees perfectamente que se la monte—, y como estamos los dos solos y las cosas que él come a mí no me gustan, pues chica, acabo teniendo que tirar la comida y es una lástima. Y lo que yo le digo, ¡qué te costará llamarme!, pues que si quieres… que no tiene tiempo, dice.

»Yo la conozco: su mujer es delgada como un fideo y tiene cara de querer ganarse, a fuerza de no comer, la estima de las vecinas del barrio de ricos en el que viven desde que lo son ellos también; lo son ya para siempre y hace tiempo, definitivamente ricos. Definitivamente, porque este jefe mío es gárrulo antiguo de pueblo y a éste no le pillan las vacas flacas con el riñon al aire. Cada beneficio en mano, se ha ido comprando una casa aquí, una parcela allá, un edificio, unos bajos comerciales… y ésos, por muy «inmuebles» que sean, como dice él, son bienes que no se disuelven. Y es que «La Flaca» (así la llaman en la empresa, con tanta agudeza como tienen para poner apodos, ya ves tú, los que se dedican a ponerlos), La Flaca, digo, antes del segundo mes que lleves de secretaria de su marido, ya te ha puesto en antecedentes de todo, de lo que tienen y de lo que no tienen todavía.

»—Pues ya son dieciséis —te cuenta—, entre apartamentos y pisos de más de tres dormitorios, sin contar los locales y los solares.

»O te suelta aquello de:

»—Pues es que no pudimos tener hijos. Pero yo sé (porque ni te imaginas todos los análisis que me hice, mientras que él se negó siempre a hacerse ninguno) que es él el que no puede y eso es lo que lo tiene amargado.

»O te lo mezcla todo en un popurrí perfecto de sus temas favoritos:

»—Pues salimos a discusión diaria, unas veces por unas cosas y otras por otra. Hartita me tiene. Yo no sé cómo lo aguantas tú (…). Pues yo soy muy devota de la Virgen Blanca, y a mí no me quita nadie que es ella la que está haciendo ahora tantos milagros en Guadalajara, en el pueblo ese al que se han ido a vivir tantos famosos y gente influyente (…). Pues el otro día, en la peluquería a la que voy, que es una de las mejores de Madrid (si no la mejor, por lo que te cuesta…, pero sí, chica, qué quieres que te diga, a ésa voy yo, y no pienso dejar de ir ¡Pero si no tenemos hijos! ¿Para quién querrá este hombre que guardemos el dinero?), pues que me encontré allí con la L…, la mismísima, que es dienta también, y ¿sabes lo que te digo?, que estaba mucho más estropeada que cuando sale en las revistas, o sea que eso de que las espían con las cámaras a traición, tururú. (…). Pues no será porque no le he dicho veces que adoptemos a uno, pero, chica, este hombre es de los que, si no es de su sangre, no quiere saber nada de niños; «que te los pueden dar con SIDA y tú ni lo sabes», eso dice, cuando yo sé que eso no es así; y, ¡bueno!, ni le hables de que sea chinito o algo así, con lo guapos que son. «De crios», dice él, «pero luego crecen.» (…). Pues ahora venden el chalé del final de nuestra manzana, el que fue de los G…, los primos hermanos de los consuegros del rey por parte de la mayor, y ya está él pensando en comprarlo también; pero, chica, piden una fortuna, y la verdad. Pues lo venden con muebles y todo, y te aseguro que por dentro es una auténtica divinidad, y todo porque, ya sabes, esa gente, cuando se muda, se muda de verdad, con todas las consecuencias, y amueblan casa de nuevas cada vez; a ver, claro, porque lo que te va bien para un estilo de casa, que es lo que a este hombre no le entra en la cabeza, pues no te va para nada, pero para nada, en otra, eso hay que reconocerlo.

»(Yo, a “La Flaca”, la llamo también “La Pues”). Y te parecerá un tópico, La Flaca, que la flaca sea así y que hable así, pero es que es así ella, tal cual. Así todos los días de la semana de todos los días del año: La Pues y sus llamadas. Hace veinte años que es así. Todas son de quejas y de información sobre lujos. Las quejas son siempre sobre el marido y te las da a ti, que eres la secretaria, porque da por descontada tu complicidad de padecedora conjunta. Pero a ti no se te ocurra cometer la ingenuidad de ampliárselas con el testimonio de las tuyas porque, después, en cualquiera de sus trifulcas, de ellos dos, se las arroja ella a la cara de él, envueltas en tu saliva, y la que va de patitas a la calle eres tú. Vieja historia, viejo automatismo que toda secretaria debería conocer, pero estas evidencias no las enseñan ni en las academias de taquimeca de antes, aquellas que estaban en los oscuros primeros de la Gran Vía o de la Puerta del Sol, ni en los modernos centros de FP; qué te voy a decir que no sepas tú: en todas partes siguen enseñando vaguedades. Ahora son ya vaguedades muy prácticas, incluso muy útiles, porque ya no queda tiempo para prólogos, pero siguen siendo vaguedades. En ninguna parte enseñan estrategias vitales, que al final es de lo único que se trata… ¿o no?».

—Pues sí. Tienes razón —le contestaba yo—. Te enseñan a inventar anuncios, en mi caso, suponiendo que eso se pueda enseñar, pero no te enseñan trucos para conseguir que el cliente los apruebe, cuando sí, efectivamente, al final es de lo único que se trata.

Pero le contestaba con desgana (al principio, el primer día que hablamos, cuando me llevó literalmente del brazo a tomar un café con ella en uno de los intermedios del dichoso cursillo de técnicas de venta que me comprometí a dar para Lobster en Toledo; éramos las dos únicas mujeres allí y se debió de sentir sola), hasta con suficiencia le contestaba yo, como quien considera un ripio lo que al otro, entusiasmado, le parece un hallazgo poético, o un lugar común lo que al otro una original reflexión filosófica. Y si yo avalaba sus comentarios trayéndolos a ilustrar ejemplos de mi propia vida, no era más que por ser amable con ella, sólo para demostrarle que la estaba escuchando.

Sin embargo, eso fue así sólo al principio. Luego, a medida que avanzaban nuestras conversaciones, todo fue cambiando. Y vaya si cambió todo: como que probablemente hoy todavía no me doy cuenta de hasta qué punto.

—Pero, bueno —seguía ella—, esto viene a lo que te estaba contando, a cuando volví de Reus el otro día antes de tiempo con la excusa de que se me había olvidado que tenía una boda por la tarde aquí, en Madrid. Pues entre la mañana que amaneció, con la pereza que me daba levantarme tan pronto, y entre que no tenía nada clara tampoco la tontería que iba a hacer, todavía estaba desayunando y pensando si no sería mejor volver a llamar a la oficina y decir que había decidido no ir a la boda esa de las narices. Pero al final vine a Madrid a hacer lo que tenía que hacer. Y es que hace unos meses entró en el que fue hace tanto tiempo mi puesto de secretaria una chica que, no sé por qué, desde la primera vez que la vi, me cayó especialmente bien. De hecho, es la única de todas las que han pasado por ahí en tantos años con la que se me ha ocurrido hacer la excepción de advertírselo. Para eso me vine, para llevármela a comer a medio día y advertirle de cómo van las cosas en la empresa y de lo que estaba a punto de venírsele encima. La saqué del polígono y del bareto donde comen los de la empresa y me la llevé a un restaurante de Navalcarnero-centro. Porque era muy urgente decirle cuatro cosas. Sobre todo una era cuestión de horas, incluso, porque me di cuenta de que estaba a un tris de meter la pata. Pero era también la más delicada y tenía que dejarla para el final, para el postre.

»La primera advertencia que le hice es la que acabo de contarte a ti, la de cuidadito con darle la razón a La Flaca sobre su marido.

»—Y número dos —le digo a la chica (bueno, no tan chica, yo creía que era más joven, pero en esta comida me dijo que tenía veintisiete años)—: si al jefe se le ocurre promocionarte para vendedora, tú dile que tienes novio y que estáis ya pensando en casaros.

»—Pero no tengo novio… —me dice.

»—Pues te lo inventas —le digo yo.

—No hace falta, no creo que me lo proponga. Yo no valgo para vendedora.

»—Eso pensaba yo, y mira.

«—Vale, pero no es mi caso; yo es que de verdad no valgo. De todas formas, a ti no parece que te vaya tan mal… —me suelta, como de pasada—. Bueno, no sé, yo lo digo por lo que veo de las comisiones en la nómina a final de mes…

»—Tú hazme caso y aparca ese tonillo de no fiarte de mí, anda, que lo que te estoy diciendo te lo estoy diciendo de corazón —le explico yo.

»Porque era verdad y porque no le pegaba nada a esta muchacha ir ya de resabiada por la vida. O eso pensaba por mi cuenta yo, que no la conocía de nada.

»—Oye, no; que no es que no me fí… —Empieza ella a excusarse, pero yo no la dejo, porque ya sabes que estas cosas, para que hagan efecto, es mejor dejarlas de lado cuanto antes y continuar hablando como si nada.

»—Si te gusta viajar —seguía yo—, hazte azafata. Porque lo mío no es ir de viaje, es ir a las misiones, que lo sepas. De polígono en polígono y todos son como hospitales de campaña en mitad del desierto. Tú no te haces idea de lo que es pasarte la vida buscando direcciones del tipo de calle 7 M, sector 3, Polígono Sur. No es ya que no vengan en los callejeros provinciales, que los tengo todos, es que, cuando aparcas en verano a la solanera, o, según, con un frío de arrepentirse en invierno, porque los polígonos son todos esteparios y tienen un clima tan extremo, que te cagas siempre, o de frío que no lo resiste un cristiano, o de calor… pues cuando por fin aparcas, te digo, y sales del coche y entras en la nave, nunca sabes si lo que te vas a encontrar debajo de las uralitas transparentes del techo, transparentes no, llenas de mierda, porque tienen mucha más vocación de tejas que de cristales, y dan una luz como si te bañaran de lodo con ella, yo no sé cómo las ponen todavía en los techos tan altos sabiendo que no las van a poder limpiar nunca, no sabes si lo que te vas a encontrar debajo, digo, son colchones o latas de encurtidos. Una vez fui a parar a una fábrica ¡de aros de sujetador!… te lo juro… y tampoco sé por qué los llaman aros cuando son medias lunas… Millones, tú piensa en lo poco que abultan y aquello era una nave: millones de pares de aros de sujetador… Y antes de que abriera yo la boca, el encargado, el jefe o quien fuera, ya se me venía de frente y diciéndome desde lejos de todo menos bonita porque tenía que haber estado allí el lunes y era jueves. Pero con muy malas maneras. Malas de verdad, ofensivas. Cuando por fin me dejó hablar, le dije que se confundía de persona y de empresa, que yo sólo había parado allí un momento para preguntar una dirección. Se disculpa («se disculpa» es mucho decir, se justifica más bien explicándome el malentendido), me dice dónde está la industria que busco y yo me voy, cruzo aquella inmensa nave, salgo a la calle, cruzo la calle y, cuando voy a subir otra vez al coche, aparca detrás de mí uno, un nene, que sale muy trajeado, con chaqueta de esas de una sola fila de botones, me da los buenos días y empieza a cruzar la calle para entrar en la nave de la que acabo de salir. Y yo lo paro en seco y le digo, pero seria, eh, muy seria, con una cara de mala hostia…:

»—Oiga, perdone, usted tenía que haber estado aquí el lunes, ¿no?

»—Sí, bueno, es que…

»—Y hoy es jueves, ¿no?

»—Sí, bueno, verá usted…

»—¿Es jueves? ¿Sí o no?

»—Sí, lo que pasa es que…

»—Pues mire, ya no hace falta que venga usted más por aquí. Ni hoy ni nunca más. No, no, ahórrese las disculpas que tengo mucha prisa. Sencillamente: ya no necesitamos que venga usted más por aquí. Acabo de dejar encargado que se lo dijeran a usted en cuanto apareciera, si es que aparecía. Pero mire, me alegro de ser yo quien se lo diga personalmente. Por cierto, me llamo Yolanda Pérez, y soy la dueña.

»El tío se quedó de piedra, pero aun así, un segundo después de la primera sorpresa, todavía intentó darme explicaciones:

»—Lo siento mu…

»—Ya le digo que puede ahorrarse las excusas porque no pienso trabajar con gente tan poco seria. Y lo siento, tengo mucha prisa, ya ve usted que me iba. Adiós muy buenas.

»Y como me pareció que iba a seguir, que todavía no abandonaba, ya no dije ni una palabra más. Lo que hice fue señalarle con mi índice la puerta de su coche. Un gesto claro, demasiado claro, un poco duro quizá precisamente por lo que tiene de evidente, pero el caso es que fue efectivo, porque por fin dio un bufido y se subió al coche pegando un portazo. Arrancó y se fue de allí cagando leches. Yo también me subí a mi coche y me fui.

»—¿No me digas que hiciste eso? —me soltó la chica, que no sabía si reírme la gracia o mantenerse a distancia de una terrorista.

»—Claro que sí. A veces me dan prontos como ése. Se me ocurre una idea y no puedo resistir las ganas de verla escenificada. Pero no te creas que soy una loca peligrosa. No lo hice para fastidiar al colega viajante, qué va. Lo hice para fastidiar al energúmeno de dentro. No te puedes imaginar la clase de cosas que me dijo. Era uno de esos pavos engreídos, soberbio, autoritario, maleducado, un machacador, qué sé yo… un fascista, en una palabra. Menuda mierda de tío. Con lo que me dijo a gritos, te aseguro que, si llego a ser yo de verdad la viajante, me doy la vuelta y que le den por culo. Por lo visto había perdido no sé qué y no sé cuánto por el retraso de tres días. Así que me lo puso a huevo: «¡Pues ahora sí que vas a esperar sentado!», pensé en cuanto vi llegar al muchacho aquel, con cara de acelerado, el pobre. Además, te aseguro que le ahorré al chaval una humillación por la que no debería pasar nadie.

»—¿Y qué hubiera pasado de haber sabido el comercial que tú no eras la dueña de la empresa? ¡Menudo trago! —me preguntó ella.

»Y ahí me di cuenta de que no me reprochaba del todo lo que había hecho. Cuando una persona pregunta por los detalles técnicos de una maldad, y no por los detalles morales, es que no le parece tan condenable.

»—¿Por qué un mal trago? De haberme pillado, le habría dicho que era una broma de colega a colega y que la broma venía muy a cuento porque yo sí que sabía en propia carne lo que le esperaba en cuanto entrase ahí. Y ya está. Pero es que, además, eso que dices no podía pasar. No existía esa posibilidad. Cuando una persona, y más una mujer, dice con esa seguridad y ese mando que es la dueña de la empresa, es que es la dueña. Eso seguro. Y si tú, que no eres más que un viajante, conoces a otro como el dueño, entonces es que hay dos dueños y tú no lo sabías, o es que el que va de dueño contigo no es más que el encargado, o es el marido, incluso. El caso es que no se te ocurre poner en duda lo que acaba de decirte esa señora con tanta contundencia. Es así. Sencillamente. Mira, las relaciones humanas, las reacciones de la gente ante la gente, son más científicas, más predecibles de lo que imaginamos. El peligro no estaba ahí si lo piensas, sino justo en el otro lado. El único peligro estaba en que yo me hubiera equivocado al suponer que él era el que esperaban; y podía no serlo. Así que, precisamente por eso, empecé como empecé. Lo primero que hice en realidad, lo primerito, fue preguntárselo.

»—Ya lo entiendo. Qué gracia, claro, tienes razón: se lo preguntaste, claro que sí, qué gracia —me dijo ella, sonriendo por fin al caer en la cuenta.

»Había conseguido que sonriera, sí, que era de lo que se trataba, por eso le conté la anécdota, porque quería que se relajara y perdiera sus recelos conmigo y se sentara menos derecha en la silla.

Yo también acababa ahora, como la secretaria, de caer en la cuenta: «¿no tenía usted que haber estado aquí el lunes?», y sonreí ya, por eso, abiertamente, ante aquella audaz vendedora de tornillos. Me divertía la anécdota y me divertía esta aparente casualidad de estar yo entendiendo lo mismo al mismo tiempo que la secretaria de su empresa. Pero se me cruzó una sospecha por la mente: me preguntaba si el paralelismo entre la secretaria y yo era de verdad casual o lo había buscado ella, si no estaría utilizando conmigo las mismas tácticas que con aquella chica, si no pretendería de mí que yo también me relajase ante ella y sonriera…

»—¿Lo ves? Es que tú tienes gracia para hablar —me dice la muchacha, pero sin mirarme, miraba los cuadros del mantel de la mesa—, y te atreves a hacer lo que haga falta, y conoces a la gente, mientras que yo me moriría de vergüenza si tuviera que hacer algo así.

»—Es que no tienes que hacer algo así —le digo.

»—Ya, claro, me refiero a que me moriría de vergüenza si tuviera que vender algo. Te lo digo porque como antes me has dicho que no se me ocurriera meterme a vendedora…, y es que a mí ni se me ha pasado por la cabeza, porque no valgo, de verdad que no valgo. O sea, que si querías hablar conmigo para decirme…

»—Mejor para ti, entonces —abrevié yo—, si te parece que no vales. Pero no, no era eso lo más importante que tenía que decirte. Quería, sobre todo, advertirte de algo… y esto sí que es urgente y crucial para que no metas la pata sin remedio en esta empresa… algo que tiene que ver con Lázaro Romero, el administrador… Cuando descubras, que lo descubrirás, seguro que sí, algo que… bueno, no puedo decirte el qué, algo muy gordo, ya lo verás, sobre él, cuando lo descubras, no se te ocurra ir a decírselo al jefe.

»—Cuando descubra qué.

»—No te preocupes, ya lo sabrás cuando lo descubras —le dije, como si me creyera que no lo sabía, aunque tenía mis razones para estar segura de que ya lo había descubierto.

»Pero es que, en estos asuntos, es mejor actuar como una buena madre: no obligar a la chiquilla a que te diga la verdad desde el principio ni ponerla tampoco tan contra la pared que tenga que decirte una mentira, porque, en ese caso, se empeñará en mantener la mentira y ya será imposible que te diga la verdad ni siquiera luego, cuando por fin descubra que no corre ningún peligro diciéndotela.

»—¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí, tres meses? —seguía yo, a lo mío—. Bueno, pues tranquila, porque no tardarás mucho en descubrirlo, es cuestión de tiempo. Hay secretarias que han tardado más y las hay que han tardado menos, depende de lo espabilada que fuera cada una, pero siempre acaban descubriéndolo. Y cuando lo descubras, y esto es lo que quería decirte, ten en cuenta que te pasarán dos cosas. Al principio, te tirarás mucho tiempo dándole vueltas a la cabeza, pensando si tienes que decírselo al jefe o no. Y te convencerás de que, al fin y al cabo, a ti te importa un bledo y que no vas a ir por la vida de acusica y que mejor te callas. Pero luego, con el tiempo, como la cosa es gorda, ya te digo, y como Lázaro Romero te irá cayendo cada vez peor y peor, bastante peor que el jefe, pues un día decidirás que esas cosas no se pueden callar y te armarás de valor y te darás un bañito de sentido de la responsabilidad y entrarás a decírselo al jefe de la mejor manera posible… y ese día la cagarás. Porque no hay manera ni buena ni mala de decirle eso al jefe ¿A qué le achacas tú que en esta empresa duren tan poco las secretarias? Ninguna llega al año. Pues por una de estas tres cosas que te he venido a advertirte: o porque se confían con la flaca o porque acaban diciéndole al jefe lo de Lázaro. Sobre todo por esas dos porque la verdad es que, lo de convertirse en vendedora, sólo me ha pasado a mí. Por el momento. Porque, por lo que he visto de ti, he pensado que podría pasarte a ti también, digas tú lo que digas. Pero bueno. En todo caso, a mí, lo digo por mí, en mala hora se me ocurrió aceptar, desde luego.

»—¿Y por qué no lo dejas entonces y vuelves de secretaria?

»—Noto… Otra vez te ha salido ese tonillo de voz que… ¿qué pasa, no me crees?

»—No, yo no, yo…

»—Pues no lo dejo porque ahora tengo ya muchos gastos. Ahora no me alcanzaría con el sueldo de secretaria, es así de sencillo. En mala hora se me ocurrió comprarme un piso de familia, tres dormitorios tiene, y tres cuartos de baño, a ver para qué quiero yo tanto cubículo. Y piscina y sauna y zonas ajardinadas y un guardia de seguridad y todos esos gastos comunes que en realidad aprovechan sólo los que tienen hijos. Aunque pueda pagarlo, porque lo estoy pagando, en el fondo es un quiero y no puedo; ése es el virus de Madrid, aparte de lo cara que está la vivienda, se nos junta también el quiero y no puedo general. Yo empiezo el mes con menos ciento treinta mil pesetas, es decir, que empiezo debiendo lo que ya sería un sueldo normal para una sola persona en cualquier oficio. Eso para empezar. Y luego está el coche… Porque en esas liquidaciones mías que ves tú, está incluido el gasto de coche, pero muy por lo bajo, porque gasto un coche cada tres años y no termino de pagar uno cuando ya tengo que comprar otro… O sea, que no lo dejo por dinero, qué quieres que te diga. Y a lo mejor también porque lo de ir a las misiones a evangelizar acaba creando adicción. No es que te acabe gustando, ni mucho menos, todo lo contrario, lo que digo es que te vuelves adicta y luego no hay cura para esto. No hay centros de rehabilitación para las misioneras de la religión oficial, ¿sabes? Para las de las sectas sí, pero como ésta resulta que es la buena, la única religión.

»—¿Y por qué no se le puede decir nada al jefe de eso que dices? —me pregunta al fin, al cabo de un rato, después de que yo ya llevaba tiempo hablando a propósito sin parar y de cosas que sabía que a ella no le interesaban… Todo, para obligarla a que fuera ella la que volviese al asunto principal.

Y ella, la vendedora de tornillos, siguió contándome su conversación con la joven secretaria, sólo que yo volví a preguntarme, y cada vez me quedaban menos dudas, si no estaría haciendo ahora lo mismo conmigo. Si no estaría hablándome a mí también de vaguedades, a la espera de algo de mí o de poder avisarme de algo a mí también. Si no sería aquello una táctica para algún logro estratégico que yo no adivinaba. A fin de cuentas —ahora repasaba la secuencia de los actos—, fue ella la que se acercó a mí en un intermedio del primer día de cursillo, y se puso a hablar conmigo y me llevó a tomar café y me dijo que mi charla no había estado nada mal, que había dicho cosas interesantes. Que era la única de los que dábamos el cursillo que había dicho algo que mereciera la pena. Me lo dijo así, no que mi charla hubiera estado bien, sino que no había estado nada mal, pero a mí me halagó mucho oírlo, quizá demasiado para venir de una desconocida. Pero es que ella era claramente mayor que yo y tenía un aspecto especial, un personaje un poco extraño, parecía distinta de todos los demás. Y no porque fuera allí la única mujer; su diferencia con los otros parecía más bien de alma que de cuerpo. Ya me había fijado en ella cuando estaba sentada, escuchándome. Me llevó a tomar café y me reí tanto con las cosas que me contaba, como lo del brillante que se compró en Amsterdam, por ejemplo, que luego, en otro de los intermedios, cuando me propuso que comiéramos juntas por ahí, fuera del caserón, a parte de la gente del cursillo, acepté encantada y hasta llegamos con casi media hora de retraso a las sesiones de la tarde, de lo bien que lo pasamos. Así que, de pensar, muy al principio del primer café, que era una señora simpática y tal vez muy voluntariosa, pero un poco simple en el fondo; de creer que al fin y al cabo detrás de su raro aspecto no había más rareza que un físico singular; de tratar de regañarme a mí misma por haberme dejado impresionar como una tonta ante el simple comentario de cumplido de una alumna, de pensar así, pasé, en las siguientes conversaciones, a darme cuenta de que hacía mucho tiempo que no me enganchaba tanto oír hablar a una persona, y de nada en realidad, y que sólo una persona muy inteligente puede conseguir con tan pocos materiales una atención tan prolongada. Pensaba en lo poco que se parecía ella a esas cotorras, tan autoconvencidas de la gracia que tienen, que a los diez minutos te han puesto la cabeza como un bombo de contarte «cosas divertidas». Pensaba en lo poco que se parecía ella a una de esas mujeres cincuentonas, asoli-tariadas crónicas, que eligen víctima para charlar y no la dejan hasta que la destrozan porque en el fondo de su sadismo saben que para ellas nunca hay segunda vez con la misma pieza. Pensaba en lo poco que le pegaba a ella haberme elegido a mí por casualidad o para nada.

Y recuerdo que, concretamente esta narración suya de la comida con la secretaria, la seguí hasta el final, y con verdadero interés; no tanto porque me intrigasen mucho los hechos que contaba, sino más bien porque me asombraba su modo de estar pendiente de las reacciones ajenas, su modo de explicarlas y valorarlas, y de actuar en consecuencia.

—… que me hice la tonta, vaya, sólo por maldad, sólo por el placer de ver el rodeo que tenía que dar la chica para hacerme la pregunta. Por eso la toreé un poco:

»—¿Cómo dices?

»—Pues que por qué no se le puede decir nada al jefe de eso que dices que tengo que descubrir sobre Lázaro Romero —me repite ella, toda inocente.

»—O sea, que ya lo sabes, ya lo has descubierto… —le digo.

»—Yo no sé nada, te lo pregunto porque como has dicho tú que…

»—Sí que lo sabes, sí, vaya si sí.

»—¿Y por qué crees que lo sé?

»—Porque está claro, mujer, no seas boba… Pues, por ejemplo, porque no me has insistido mil veces en que te dijera de qué iba lo que tenías que descubrir, ni siquiera has negociado conmigo que te diera una pista… y porque, en cuanto he cambiado de tema, has vuelto tú, pero no para preguntarme el qué, qué es lo que tienes que descubrir, que sería lógico, sino el porqué no puedes decirlo… Por eso y por más detalles que no vienen de ahora, sino de estos días atrás, cada vez que hablábamos por teléfono. Así que vamos, anda, reconoce que lo sabes…

»—Es que yo no sé lo que sabes tú tampoco…

»—¡Bien! Chica lista. Y, además, prudente. Bien. Eso está bien —le dije, pero le mentí. No me parecía bien que fuera tan prudente; lo suyo tiraba ya más a calculadora que a sensata, y empezaba a desilusionarme su falta de confianza en mí.

»—No, lista no. Es que hablar así, sin saber de qué se habla, es muy difícil —dijo después, con esa suficiencia de la gente que «sabe estar».

»—Que no, que sí, que tienes razón. Que esto no tiene ni pies ni cabeza. Y que haces muy bien, me imagino, no fiándote de nadie.

»Entonces me callé y ya no dije nada más. Supongo que se daría cuenta de que yo no pensaba seguir hablando del asunto. Así que tuvo que retomarlo ella:

»—Pero lo que sí podrías contarme tú, si quieres, es por qué no se le puede decir al jefe lo que sea que sea…

»—Pues porque no —dije; y muy tajante, porque pensaba abreviar. Pero enseguida decidí concederle otra oportunidad. Una es blanda. Y no me había hecho un viaje de quinientos kilómetros para cogerme ahora pelillos a las primeras de cambio—: Porque hay gente que no quiere saber ciertas cosas. O mejor dicho, no es que no quieran saberlas, claro, porque las saben, de hecho; lo que no quieren es que las sepan los demás. O mejor todavía, lo que no quieren es vivir al lado de alguien que ellos saben que lo sabe también. ¿Entiendes?

»—Ya, es como esos que saben que su mujer les engaña y un día viene un amigo, en plan amigo, a decírselo, y lo que hacen es dejar de ver al amigo, ¿no?

»—Justamente, eso es. Te irías a la calle antes, incluso, de que terminara el contrato de prueba.

»—Ya. Pero lo que no entiendo es por qué el jefe no echaría también a Lázaro, que es de lo que se trata, de que lo eche.

»—¿Qué quieres decir? ¿Que no te importaría que te echaran si con eso consiguieras que echaran al Romero también? ¿No te importa que te echen?

»—Claro que me importa.

»—Pues entonces no hace falta que entiendas por qué la única que se iría a la calle serías tú. Lo que hace falta es que me creas cuando te digo lo que te digo, y que es por tu bien si quieres conservar el trabajo, ¿o no quieres?

»—¡Claro que quiero, ya te lo he dicho!

»—Pues eso. Y como a ti te da igual lo que veas… ¿o no te da igual?

»—¿A mí? Completamente. Me importa un rábano, ya ves tú. Si no le importa a él, que es el dueño, me va a importar a mí… —hizo una pausa durante la que no logró, sin embargo, espantar la mosca—. Pero es que…

»—Pero es que… ¿qué?

»—Que no entiendo cómo una persona, sabiendo lo que pasa, si es que de verdad el jefe sabe lo que pasa…

»—Lo sabe —le repetí yo con paciencia—. Ya te lo he dicho. Sobre eso no tengas dudas. Lo sabe perfectamente. Mira, de todas las secretarias que han pasado por aquí antes que tú, y yo he conocido a unas cuantas, todas, menos dos, te lo estoy diciendo, se han ido a la calle por ese motivo. Por decírselo. O sea que, fíjate si lo sabe. Y lo peor es que se han ido, además, sin olerse que era por eso en realidad.

»—¿Y las otras dos?

»—Bueno, a una la echaron directamente por inepta. Y a la otra… sé que no fue porque llegara a descubrir lo de Lázaro, no le dio tiempo, sino por lo de la amante del jefe, por lo de las confidencias con La Flaca, porque llegó a decirle a La Flaca que su marido tiene a una querida en uno de sus pisos y que él mismo se autopaga el alquiler para que aparezca en la contabilidad.

»—Vaya…

»—Sí, es que es un hombre muy de los de antes. Pero lo del piso también lo sabías tú ya, no digas que no, porque eso se averigua mucho antes que lo otro.

»—Me refería a que aquí te echan a la calle por menos que…

»—No, tampoco es eso. Piensa que una secretaria que va contando por ahí, a tu mujer o a quien sea, tus secretos, tus secretos precisamente, pues no es buena «secretaria». Yo también la despediría.

»—Sí, bueno, sí, a lo mejor tienes razón, hay que reconocer que… Pero oye, una cosa, perdona… perdona que te lo pregunte, no es que no te crea, de verdad que no es por eso, pero…

»—¿Pero?

»—Bueno, pues… perdona, pero ¿cómo sabes tú que las echaron por eso?

»¿Así que la chica volvía una y otra vez a sus recelos? Ya no me cabía duda de que era precavida en exceso. No sé si merecía que le dijese nada. Decidí hacerla sufrir un poco entreteniéndome en la parte que menos le interesaba.

»—El caso de la que se fue de la lengua con La Flaca me lo sé porque me lo dijo la misma Flaca. Sigue llamándome después de tantos años, soy su más antigua confidente. Me llamó cabreadísima (que no llorando, por cierto) para contarme que se había enterado de que su marido tenía una amante, y cómo se había enterado, claro, porque se lo había dicho su secretaria. Y parece que con todos los detalles contables, además. Se agarró un rebote… que hasta le puso un detective… Y tú dirás: si le puso un detective, será porque pensaba reunir pruebas para divorciarse. Pues no. Las reuniría, me imagino, más que nada porque el otro es de los que lo niegan todo incluso si lo pillan en la cama. Supongo que las querría para echarle más leña al fuego en las broncas que tienen. Porque una cosa está clara: la Flaca y el jefe no se separarán nunca, eso seguro. Y la que echaron por inepta… bueno, ésa se fue a la calle porque de verdad no daba pie con bola, no se enteraba de nada, pero de nada, y mucho menos de los secretos.

»—Yo me refería a las otras —me dice, ¡como si yo no lo supiera!—; me refería a que cómo sabes tú que las echaron por lo de irle al jefe con lo del Romero si dices que ni ellas mismas supieron que era por eso.

»—¡Uy, clarísimo! —le contesté.

»Sin embargo, me pareció que la segunda parte de su pregunta era inteligente: «si dices que ni ellas mismas supieron que era por eso». En cierto modo, esa pregunta me confirmó mi intuición de que sí que merecía la pena, a pesar de todo, salvar a esta mujer, que les daba mil vueltas a sus antecesoras. Y entonces dejé de hacerla sufrir con el suspense y con mi empeño de madrastrona de conseguir que se ganara el favor que le estaba haciendo yo, la mayor, la marisabidilla.

»—Te lo explico-le digo—. Mira, ¿te das cuenta de la cantidad de veces que tengo yo que hablar contigo por teléfono?, ¿hasta cuatro y cinco veces al día cuando estoy fuera? Contigo y con Lázaro Romero, es con quienes más tengo que hablar. (Con «Lazarito», como lo llaman en el taller. ¿No has visto que se compra zapatos con alzas, como Aznar?, y es que todo lo que tiene de bajito y renegrío, lo tiene de cabrón; está amargado por no haber sido alto, rubio y con ojos azules. Y la gente con complejos tan tontos es muy peligrosa en cuanto caza pelota, en cuanto tiene poder). Y como todo el mundo sabe que Lazarito y yo nos llevamos a matar…

»—¿Y con quién no se lleva mal ese hijo…?

»—… de puta, sí, aunque pobrecita su madre, sí. Es un energúmeno, y además está tan seguro de su puesto en la empresa, que no tiene miedo, y el miedo es lo único que podría parar a esta clase de individuos, porque son unos cobardes, ¿sabes?; gallitos, pero cobardes… Total que, como todo el mundo sabe no nos podemos ni ver, y como todas las secretarias empiezan por odiarlo desde el primer día y acaban yendo a un cursillo para aprender budú al cabo del primer mes, pues conmigo pasa como con La Flaca, que yo me quejo a ellas de lo soplapollas que es ese cabrón y ellas acaban por darme la razón y muchos más ejemplos de las cabronadas que hace y que yo no veo porque no estoy aquí con él todos los días.

»—Ya, pero tú no haces como La Flaca, imagino, que vas y le sueltas al jefe lo que decimos, o a Lázaro mismo…

»—Pues claro que no. No me refería a eso. (Aunque también. Porque yo pienso: ¡Dios mío, como se confíen a La Flaca lo mismo que se confían a mí, ya verás lo que les pasa!, por eso, porque no es lo mismo). Pero bueno, a lo que íbamos: que, como ellas me van contando sus penas y se desahogan conmigo de las putadas que les hace Lazarito, pues yo voy viendo el proceso. Al principio, son sólo quejas y explicaciones de las muchas que va haciendo éste por ahí, a unos y a otras, hasta que un día, de pronto, les notas un cambio en la voz y en la forma de referirse a él. Están como contentas y ya no es el hijo de puta ése contra el que no te queda más remedio que aguantar y callarte, sino el hijo de puta ése al que un día de éstos, se va a enterar, se le va a caer el pelo, vamos-hombre-ya-está-bien… Van apareciendo frases así y del tipo ¿Sabes lo que te digo?, que el que ríe el último ríe mejor. Sí, o aquello de… pues mira, aguanto porque aguanto, porque quiero, porque el día que se me hinchen las narices… Esto oigo, ¿me explico?, y enseguida pienso: «Buenooo, ya lo sabe, ya lo ha descubierto. Ahora viene la maduración de la idea, después viene la toma de decisión (o la necesidad de venganza, si quieres; supongamos que es una necesidad), luego, la entrada al despacho del jefe a contárselo, y, poco tiempo después, el despido». El despido, sí, y no se lo esperan, se quedan boquiabiertas. Primero porque saben que han estado cumpliendo bien y, después, porque no se lo creen tampoco teniendo en cuenta el enorme favor que se supone que le hicieron hace poco al jefe diciéndole lo que hace Lazarito y cómo lo hace. Y también porque el jefe se cuida muy bien de despedirlas dándoles todas las razones empresariales que te puedas imaginar y otras cuantas más, y sintiéndolo de todo corazón, claro, sobre todo después de lo muy agradecido que les está, claro sí, precisamente, por el gesto de responsabilidad hacia la empresa que han tenido. Y mira tú qué ironía, ésa es la prueba que les da él de que para él está siendo, justamente por lo agradecido que les está, una de las decisiones más dolorosas que ha tenido que tomar en su vida… Este ha sido vendedor antes que fraile y las muy pazguatas de ellas salen de su despacho sin ninguna rabia y más que convencidas de que, si las despide, es verdaderamente porque no puede ser de otra manera. Tú fíjate, a una le dijo que es que estaba a punto de firmarse un contrato con unos alemanes que se iban a quedar con toda nuestra producción y que, sintiéndolo mucho, lo que necesitaban con urgencia era una secretaria bilingüe de alemán. La pobre mía vino a advertírmelo, a mí especialmente, porque cayó en la cuenta de que, cuando se firmara ese contrato, los vendedores no íbamos a tener mucho sentido. Cayó en la cuenta de eso y no cayó en la cuenta de que lo que le había contado él no podía ser más que mentira, porque el cateto este que tenemos de jefe en el fondo es un tío listo y nunca en la vida se le ocurriría venderle toda la producción a un sólo cliente.

»—¿Y por qué no? —me interrumpe de pronto ella, incrédula—. ¿Cómo no va a querer tener la suerte de que alguien le asegure que le compra todo lo que produce?

»—Pero, mujer, eso sí que es obvio… —le digo yo, un poco bruscamente, la verdad. Pero es que una se va haciendo vieja, ya te digo, y además de volverse más exigente con casi todo, con la gente, con la comida… se vuelve una más impaciente, en general. Cada vez tolero menos tener que explicar lo evidente ¿No te pasa a ti?

—A veces —le contesto, con un laconismo del que enseguida me arrepentí.

—Bueno, tú eres mucho más joven. Pero lo peor del asunto es las consecuencias que tiene perder la paciencia: que lo que pierdes en realidad es la humildad. A fuerza de ver cómo los más jóvenes o los más inexpertos se asombran ante las evidencias más evidentes, tú acabas convenciéndote de que sabes muchísimo, de que eres poco menos que genial… ¿No te parece un proceso de degradación, algo muy triste?

Afortunadamente, no esperó a que le contestara, siguió su relato:

—Pues porque si le vendes todo a uno —me veo explicándole yo a la muchacha—, al principio puede que el uno te compre al precio que le pones, pero dos minutos más tarde, cuando ya has perdido tu cartera de clientes, el que pone el precio es el otro y te ahoga y te ahoga hasta que te deja sin respiración. Es lo que hace El Corte Inglés; por eso le llaman por ahí, por esos polígonos, no El Corte, sino El Hachazo Inglés… Pero qué más da eso, qué nos importa. Déjame que termine de explicarte cómo sé lo que sé. Lo sé porque veo el proceso y los pasos son siempre los mismos. Fíjate si lo sabré bien, que hasta he llegado a prever el día exacto en que por fin habían decidido entrar a hablar con el jefe. Que son muchas llamadas al día, que tú lo ves, que son muchas horas de hablar aunque sea por teléfono; y muchos años… Ese día, el día que toman la decisión, se les pone en la voz un tono de victoria, de satisfacción, de venganza a punto de cumplirse… o de justicia, si quieres, lo admito, un tono justiciero. Ese día siempre te dicen algo que lo delata todo… Mira, no te preocupes, tú tranquila, que a éste ya se la ha acabado el chollo. Lo que yo te diga. Este no sabía con quién se las estaba jugando… Y cosas así. Por cierto, que yo no sé qué tendrán los refranes, que vienen que ni pintados para estos asuntos de las amenazas, las venganzas, los augurios… Esa es otra pista, otro síntoma: desde que se enteran, empiezan ya a hablar con refranes: donde las dan, las toman; el que a hierro mata, a hierra muere; a todos los cerdos les llega su… Y tú vas viendo el proceso hasta que finalmente llega el día en que aparece el del San Martín, efectivamente, y yo ese día, te lo aseguro, colgaba el teléfono con un nudo en la garganta, de verdad.

»Y, entonces, me callé, ahora sí, me quedé como pensativa. Y ella también se calló y, al cabo de un poco, me dice por fin:

»—Ya veo. Ya me doy cuenta. Por eso me has traído a comer contigo. Porque yo estaba ya en la fase de se va a enterar éste de lo que vale un peine… ¿No? Pues te lo agradezco de verdad. Porque me ha faltado esto, pero lo que se dice esto, eh, para entrar a hablar con él esta mañana mismo.

»—Me he venido de Reus sin ver al otro cliente con la excusa de que tenía una boda esta tarde…

»—Una boda, sí ¿Y no la tienes?

»—Que yo sepa, no. Es que ayer, cuando hablamos por teléfono, me dio esa sensación. Incluso dudé si quedarme a dormir o coger el coche inmediatamente para estar aquí a primera hora de la mañana. Pero estaba muy cansada y me lo pensé mejor, pensé que con el listado que tenías que preparar para ReuSA, no ibas a tener tiempo en toda la mañana.

»—Y así ha sido, tal cual. ¡Jopé, tía, lo sabes todo! —me suelta.

»Y lo que te decía, que una envejece ganando fe en los halagos y haciéndose adicta a las demostraciones. Eso de que envejecemos hacia la sabiduría es mentira. Pero no acaba ahí la cosa. Luego veo como si le rondara por la cabeza una pregunta que no se atreve a hacerme…

»—¿Qué? ¿Qué estás pensado? —la animo yo.

»—Nada…

»—Dilo, mujer.

»—Pues… que tampoco entiendo ahora por qué has hecho esto por mí y no por las otras…

»De sobra me di cuenta de que me lo preguntaba tímidamente y con los ojos en el tenedor, o sea, que no era que le resolviera una sospecha lo que buscaba ya, sino que le dijera alguna cosa agradable. Sin embargo, lo que yo le contesté fue:

»—¿Las otras…? Tú piensa que por lo menos un par de casos o tres se te escapan antes de que te des cuenta de que un proceso es un proceso. Primero tienes que descubrir que lo es, que es un proceso, y que por eso tiene siempre los mismos pasos y el mismo final… Y bueno, luego, yo tampoco quiero meterme mucho en la vida de la gente, allá cada cual, no suelo hacerlo, de verdad, aunque ahora te lo parezca.

»Eso le dije, en lugar de lo que ella quería oír, que además era la verdad, que lo hacía porque me caía bien, mejor que cualquiera de las otras. Pero es que me dio miedo ser demasiado amable con ella porque estas jovencitas, después, en cuanto te descuidas, se te cuelgan a la chepa. Pretenden que medio las adoptes en el nuevo mundo que es la empresa, donde no tienen madre. Padre sí, todos los tíos se empeñan en ser sus padres, una chica joven en una empresa tiene que soportar padres hasta de su misma edad, pero madres no hay. Porque no hay mujeres en este tipo de empresas como la mía y porque las pocas que hay no quieren hacer el papel. A lo mejor están ahí trabajando precisamente porque no les gusta el papel de madres. Y no me extraña porque es un papel demasiado complicado. Y demasiado sentimental para mí, me pilla ya muy mayor.

—Y tu joven protegida —le pregunté yo cuando me pareció que había terminado la narración de su parábola de salvamento— ¿no te hizo la pregunta clave? ¿La pregunta del millón? Porque en todo eso que cuentas del tal Lázaro, de sus manejos, y de que tu jefe los conoce, los que sean, y no lo despide y prefiere despedir a las secretarias para no tener testigos de que no lo despide, en todo eso, hay un punto que podría ser el más interesante de todos, y ése no me lo has explicado.

—¿Ah, sí? ¿Cuál? —me preguntó ella a su vez, y me pareció que contenta por el interés particular que yo mostraba.

—No, esta vez piensa tú —le dije—, te hago yo lo mismo que tú a esa chica, piensa qué puede ser algo muy interesante de esa historia que no has aclarado…

—Pues… no sé… como no sea saber qué hace Lázaro o por qué el jefe no despide a Lázaro…

—No, eso no, porque eso está claro. Al menos para mí, que tengo un caso parecido en mi agencia: no lo despide porque es el que lleva las cuentas y sabe demasiado como para enfrentarse a él así porque sí; me imagino que prefiere dejarlo robar controladamente, siempre que no se pase… ¿O me equivoco?

—No, no te equivocas.

—No va por ahí, así que venga, sigue pensando…

—No caigo… De verdad que no caigo…

—¿Te rindes?

—Me rindo.

—La pregunta es… bueno, la pregunta eres tú… por lo menos a mí es lo que más interesa saber de todo lo que has contado… Tu caso… Si tú fuiste secretaria también (y doy por hecho que no tardarías mucho en descubrir el pastel; tú antes que las demás, seguro), entonces tú también debiste encontrarte ante la misma tesitura que ellas: decírselo o no decírselo a tu jefe para vengarte de Lázaro… ¿o no? (A no ser que el tal Lázaro no estuviera todavía en la empresa cuando tú eras secretaria…).

—Sí que estaba, sí. Y ya se lo montaba lo mismo que ahora.

—Pues entonces eso es lo interesante: saber qué hiciste tú. Por lo pronto está claro que a ti no te echaron… Pero ¿fue por callarte? Ahí es donde tengo yo la duda, porque (en fin, no te conozco, pero así, a bote pronto) tampoco te pega lo de callarte; no te pega nada que decidieras dejar al otro campando a sus anchas.

—Bueno-bueno, la creata, cómo hila de fino… —esto dijo de mí como si yo no estuviera delante y en clave de admiración sincera, lo que me produjo un súbito acceso de pudor y alegría—, hay que tener cuidado contigo, ¿eh?

—¿Te pongo en un aprieto? Perdona, no me lo digas si no quieres.

—Qué va. Nada de aprieto. Además, me gusta que pienses que no soy de las que se callan… Y tienes razón en que esa parte no te la he contado, pero porque pensaba que no…, pero, no sé, si de verdad te interesa…

—Lo que más.

—Bueno, pues lo primero que hice fue tantear al jefe, porque no me terminaba de cuadrar que él, con lo suyo que es para lo suyo, no se hubiera dado cuenta también; y mejor que yo. Tantear, pero sin demasiada prudencia tampoco. O sea, tantear dejándole claro que me refería a Lázaro, aunque no lo mencionara, y dándole de antemano la razón a él, como jefe, sobre lo poco conveniente que sería echar a ciertas personas. Vine a decirle algo así como que estaba segura de que él sabía todo lo que pasaba en su empresa, y que todo era «todo»: lo que se veía y lo que no se veía; y que no me cabía duda de que él mejor que nadie sabría lo que le convenía o no le convenía hacer con cada empleado. Le hice ver que yo comprendía que, a veces, una persona que dirige tiene que fingir que no ve algo, aunque lo vea claramente, con tal de no empeorar las cosas dándose por enterado… Porque yo también era de la opinión de que, a veces, darse por enterado, es empeorar la situación… ¿me sigues?

—Perfectamente.

—Con lo cual él me agradeció las dos cosas: la comprensión, por un lado, y la fidelidad, por otro, porque se dio cuenta de que no me había callado tampoco, que hubiera sido lo más fácil. O sea, que supo que también a mí me fastidiaba que Lázaro Romero robara dinero, no sólo a él, y que yo también vigilaba, no sólo él.

—No me extraña que tu jefe te tenga en lo más alto de su consideración, menudo coco…

—Sí, él piensa que, para ser mujer, valgo casi tanto como un hombre… Pero bueno, otra cosa quería contarte, ya que te interesa: la otra parte del asunto: Lázaro. Porque, por un lado, estaba mi postura con el jefe, pero, por otro, estaba mi postura con Lázaro, que no tenía por qué ser la de callarme. Ni mucho menos. Todo lo contrario. A renglón seguido me fui a hablar con él y le dije: «Esto, esto y esto tengo sabido y documentado, ¿lo ves?, sé perfectamente lo que haces, cómo lo haces y por cuánto sale lo que haces. En tu mano está que me lo guarde o que lo cante a los cuatro vientos para que, no sólo el jefe, sino toda la fábrica se entere de que eres un ladrón. En cuanto me des por culo más de la cuenta a mí o a la gente que me cae bien a mí, estoy largando, ¿te enteras?». Y es que Lázaro no tenía por qué saber que yo ya había averiguado (para mi disgusto, porque estaría encantada con quitarlo de en medio) que el jefe sabía sus líos y que saberlo no significaba que fuera a echarlo. A estas alturas, Lázaro sigue convencido de que el jefe no sabe lo que hace. Y por lo mismo, sigue temiéndome más que a una vara verde.

—Genial… Impecable… —le dije, aprobando no sólo su astucia, sino, en el fondo, su idea de haber venido a rescatarme a mí de entre todos los de aquel curso—. Seguro que eres muy buena jugando al ajedrez…

—No sé jugar, ése es un juego muy fino; yo a lo único que juego es a las damas.

* * *