Estos cuadernos míos, ya llevo cuatro, no tienen ni orden ni sentido. No son un diario, porque la persona que escribe un diario es más constante que yo, que lo mismo cojo hebra un día y me paso varios escribiendo sin parar casi ni para comer —como ayer y anteayer— que me olvido de la tarea y pasan semanas sin que me apetezca reanudarla. Tal vez sean eso que acabo de escribir a vuelapluma, sin darme cuenta: una tarea. La que me impongo para tratar de entender mejor el origen de cierta zozobra general que siento de vez en cuando (Zozobra: «Inquietud, aflicción y congoja del ánimo, que no deja sosegar, o por el riesgo que amenaza, o por el mal que ya se padece». Es una palabra madura ya, y bellísima, que ha ido siempre muy bien vestida, además, con la ropa que mejor le quedaba).

Pues una tarea, entonces. Una tarea que, al principio, recién estrenada mi condición de ociosa, me cundía más. Luego, a los dos meses o así, la dejé para empezar de una vez en serio a escribir algo que acabara pareciéndose a un guión, con Pepe Arcaron como personaje principal; es decir, que la dejé por otra, con muy buen criterio y buenas intenciones, pero hoy sé que con poco provecho final, la verdad. Luego, a los tres meses de dejar la agencia, me tocó cumplir con lo del cursillo de Toledo y, desde entonces, desde que conocí a mi extraña vendedora de tornillos, no sé exactamente qué he estado haciendo ni para qué. La culpa es sólo mía. Me dedico a romper papeles y a quedar con ella; a quedar con ella y a romper papeles. Un día escribo algo parecido a una escena de ficción; otro día quedo a comer con ella y charlamos; otro día voy al cine y, otro, rompo los papeles. También quedo con mis amigos de siempre, hablo, río, como, duermo, me levanto, paseo, voy a ver exposiciones, escribo, rompo papeles, leo, veo la tele… Pero todo así, sin orden ni finalidad.

Quizá la única constante en mi vida de los últimos meses sea la presencia regular de esta mujer, efectivamente. Desde que nos conocimos, hemos quedado a comer prácticamente cada vez que ella ha estado en Madrid, es decir, todos los fines de semana, y algún día entresemana también, si venía a dormir a su casa, de paso entre una ruta y otra.

No tardé mucho en decirle, fue casi al principio, que había dejado la agencia y agarrado el dinero del despido y los dos años de paro para dedicarme a escribir guiones de películas. Le hizo mucha gracia; yo diría que le hizo mucha ilusión oír un plan así. Me llamó valiente y me dio ánimos. Me pidió que le dejara cosas que tuviera escritas, «para saber de dónde partes», me dijo, «y en qué te basas para tomar una decisión así». Pero yo le contesté que no, que ni hablar, que si leyera ahora algo mío, lo más seguro es que acabara por aconsejarme continuar con los anuncios.

Pero ahora que la conozco mejor, ahora, cuando hago memoria sobre nuestros primeros encuentros, el recuerdo me escuece. Su entusiasmo, desde el principio, conmigo, y mi estúpido distanciamiento, desde el principio, con ella. Me escuece porque no me conocía yo tan torpe y engreída.

Como cuando me dijo:

—¿Así que piensas escribir guiones? Pues a mí me encantan las películas de terror, a veces son las que tienen los guiones más originales, ¿a ti no te gustan?

—La verdad es que no es un género que me fascine —le respondí yo, y todavía me chirría en los oídos la palabra «fascine».

Sonó, la frase entera, como un gallo cursi en mitad de un aria apasionada y sincera, sonó como la palabra «fenomenal» referida lo mismo a un cuadro que a un fular de complemento. «¿Le gusta la exposición, Alteza?». «Es fenomenal», contesta la infanta, mientras se echa al hombro, de donde no tenía que habérsele resbalado, qué lata, un fenomenal fular comprado esta misma mañana en una de sus tiendas favoritas de París, una tienda fenomenal, muy cercana a su domicilio… «La verdad es que es un género que no me fascina», le dije, como si estuviera diciéndole «me parece fenomenal que tengas esos gustos, pero te agradecería que me excluyeras de cualquier supuesta simpatía contigo en ese terreno».

—Pues a mí me encantan —siguió ella, sin ofenderse—, y, si yo supiera escribir guiones, escribiría uno de terror, uno en el que los ancianos, sobre todo las ancianas de una de esas residencias que te contaba el otro día de terapia ocupacional fueran las protagonistas. Yo que ellas crearía un grupo terrorista, una organización secreta que se dedicara a hacer justicia contra sus familiares y sus cuidadores y los funcionarios de ambulatorio y contra todos los que dicen «¿Cómo estamos hoy, abuela?», en lugar de «¿Cómo está usted, señora?»… Sería una película salvaje y estupenda, ¿no te parece? Las ancianas designadas para cada venganza saldrían de una bolsa de labor, las viejas siguen guardando sus labores en una bolsa de tela, y en la bolsa estarían sólo los nombres de las que ya han pasado la edad de ir a la cárcel si las pillan… Porque lo malo de las películas de terror es que los guionistas no se preocupan de los móviles de los asesinos, o son del ultramundo, muertos resucitados o extraterrestres, o son unos desquiciados imposibles de los que no ha habido nunca. Por eso me gustó aquella película, no por buena, una en que los niños de una isla se cargan a los mayores, no sé si la has visto… Porque, dentro del género, esas películas por lo menos son realistas, si se les puede llamar así, me gustan porque cogen la realidad, la vida cotidiana, y le dan la vuelta para convertir en horripilante lo que seguramente es horripilante de por sí, sin necesidad de darle la vuelta, ¿me explico?

Cada vez que ella hacía una pausa de verdadera expectación, no retórica, y me miraba a los ojos esperando una respuesta, yo procuraba meterme en situación lo antes posible y decirle algo, lo que fuera, aunque no me parara a pensar bien el qué, con tal de que viera que la estaba escuchando, al menos:

—Sí, bueno, es que a mí esas películas sí que me gustan, pero yo no las llamaría de terror…

—Vale, llámalas como quieras —me dijo—, el nombre es lo de menos, lo que importa es que me entiendas —me aclaró, con una lógica palmaria.

Y lo que yo vengo a confesar aquí ahora es que fui muy torpe, mucho, al principio, despreciando el torrente de conversación que es esta mujer. No hago más que darle vueltas a aquel principio nuestro, pero es porque todavía tengo la esperanza de que, exprimiéndolo, tal vez pueda sacarle alguna gota más de sustancia. Me gustaría entender por qué estuve tan ciega.

Estuve ciega, desde luego, si la tomé, como en una carrera de taxi, por el conductor justiciero arregla mundos, ciega si la tomé por poco sofisticada. En lugar de verme a mí como la sufridora que había elegido una plasta para no aburrirse en aquel cursillo, hubiera debido darme cuenta de que una mujer como ella nada tenía de charlatana ni seguramente tenía por costumbre hablar tanto con una desconocida y debería de haberme preguntado, pero con auténtica curiosidad, por qué hablaba tanto precisamente conmigo. Lejos de esto, cuando le pregunté por qué había venido a buscarme, precisamente a mí, para que tomáramos café, no albergaba ninguna curiosidad cierta, sólo las ganas bobas de recibir un elogio:

—Porque, de los profesores del cursillo —me repitió—, tú eres la única que ha dicho algo sensato.

—¿Ah, sí? —le insistí yo para que me ampliara el halago aún más.

—Sí. Tú por lo menos has dicho cosas sensatas, y las has explicado muy bien, además. Me he reído con los ejemplos que ponías, nos hemos reído todos. Y eso es porque tú no eres como los ejecutivos esos, amigos tuyos.

—No son amigos míos.

—… el de la chaqueta a lo Mao, por ejemplo, el que ha hablado de cómo deben plantearse por escrito, previamente, los objetivos de la entrevista con un cliente, el de «los esquemas de máximos y mínimos de consecución de objetivos», o algo así, pero dicho en inglés, ese que va de guapito por la vida con su Audi TT, que ya habrás visto dónde lo aparca (lo habrás visto porque para eso lo aparca ahí, para que se vea bien), no sé si será amigo tuyo, pero a mí me ha parecido un gilipo…

—Gilipollas, dilo tranquila.

—Bueno, en realidad todos estos cursillos son una estupidez, si me permites que te lo diga, por eso yo siempre me he negado a que me traigan aquí a engordar con clembuterol, como al ganado. ¿Puedo ser sincera contigo?

—Sí.

—Pues deberían estar prohibidos. No son más que un sacadineros de las empresas de corbata a las empresas de polígono… Tú me entiendes, ¿a que sí?, sí, seguro que sí… Un sacadineros o un pagacomisiones a los corruptos.

—El del Audi TT no es amigo mío. No lo conocía. Da clases en la Autónoma de Barcelona.

—Algo más hará que dar clases, digo yo. Ese es como la chica del diecisiete. Además, tiene el colodrillo lleno de virutas de gomina, que menos mal que son negras, porque son igualitas que los caracolillos de mantequilla que nos ponen en el restaurante para engañar la espera… grasas limpias las dos, mantequilla y gomina, la vaselina también es una grasa limpia, pero grasas a fin de cuentas, tan grasas, que gusta pensar en un mes de agosto a la solanera de la siesta en la hondonada de Córdoba… Lo veo, al caballerete, con la espaldera de la camisa blanca llena de chorretones y me consuelo. Porque lo de ir a vender a los polígonos no tiene nada que ver con lo que dice ese del pelo engrasado, ¿sabes?

—Es como ir a las misiones, decías, ¿no? —ésta era yo, autosuficiente, sobrada.

—O como era antes lo de ir a las guerras. Te haces mercenaria de un señor, te pones a su servicio con tu armadura y tus caballos (sobre noventa caballos llevo yo, por mi cuenta) y sales al mundo a conquistar plazas. Entras en un territorio, vences y pactas con el general de los conquistados las condiciones y los tributos que se paga por ellas, le dejas la enseña de tu señor, en forma de membrete y logotipo y leyenda en el escudo, y te marchas a la conquista de cualquier otra plaza. El señor, que se queda siempre en la corte a atender sus otros intereses, paga luego a sus mercenarios según el mérito de cada uno; a unos el diezmo y a otros la mitad de un quinto, pero, al final, a todos les paga lo mismo en realidad: la mitad de muy poco, que acaba siendo casi nada cuando terminas de darle de comer al caballo… —y, como al llegar aquí, yo ya me había distraído, ella cortó en seco—. Lo que pasa es que esta clase de metáforas se han quedado un poco rancias, ¿no? ¿Tú cómo lo ves?

—Pues… bueno, no; no sé… —balbuceé yo, porque, efectivamente, me había pillado. No sólo la falta de atención, sino un mohín de desprecio ante esta manía, una habilidad exhibicionista que tiene alguna gente de verbo fácil, de encadenar una metáfora de cabo a rabo hasta que se convierte en una alegoría tan perfectamente adecuada como insulsa.

—Déjalo, no importa. No digo más que tonterías —dijo, bajando los ojos. A ella se le ensombreció la cara y a mí se me encogió un poquito el corazón.

Pero no tardó dos segundos en recuperar su buen ánimo:

—Digo muchas tonterías, pero una cosa es cierta: no me gusta decirlas delante de cualquiera… así que… la pregunta que yo me hago es: ¿Qué haces tú aquí? Porque no te pareces a ésos.

—Soy una de ellos.

—No digas tonterías tú también. Ni por lo más remoto. No te conozco, pero tengo ojos en la cara.

¿En qué se basó ella desde el principio para tenerme esa simpatía? ¿Qué me vio que no tengo?

El caso es que seguimos hablando y hablando, durante el cursillo y después del cursillo, y, poco a poco, fui acostumbrándome a su manera de explicarme lo suyo. Incluso fui acostumbrándome a su físico. Ahora, cuando la veía aparecer por el restaurante, ya no me resultaba tan extraño como las primeras veces.

Porque mi vendedora de tornillos tiene un cuerpo, por decirlo así, fue ella la que lo dijo así, «irregular».

—Aunque, bueno, ¿tú has visto que un esqueleto humano tenga alguna clase de regularidad, aparte de la simetría vertical? —me comentó—. Pues no, la única regularidad que tiene es que resulta verticalmente simétrico. Pero, eso, como todos los animales. Todos, incluso los insectos, son vertical-mente simétricos. Hasta los peces. ¿Y tú sabes por qué? Porque yo no lo sé. Para mí es un misterio. Pero quitando esa simetría vertical, por lo demás, el ser humano es un conjunto de lo más desastrado. Piensa en las serpientes sin embargo. Las serpientes sí que son regulares; son regulares a lo alto y a lo ancho. Las partas como las partas. Hasta la lengua la tienen bífida. A lo mejor por eso son la representación del demonio para los creyentes. Por su perfecta regularidad. Porque no hay nada que les moleste más a los creyentes que la armonía de la naturaleza. ¿Tú no serás creyente verdad? —me interrogó dando por hecho el no que le hice con la cabeza—. Porque cualquier orden en la naturaleza les molesta. Les molestan todas las leyes naturales. Porque necesitan una naturaleza siempre caótica para darle sentido a su Dios. Cada nueva ley natural que se descubre, una circunscripción electoral menos para su dios. Así que todas-todas, hasta las leyes más tontas, les molestan, hasta la de la Gravitación Universal les jode… ya ves tú qué puede importarles a ellos que un vaso tenga que caerse en ciertas circunstancias… pues no: cualquier santo de ellos, levitando, se la salta; no ya sólo el gran jefe andando sobre las aguas, sino un santo cualquiera, incluso de segunda fila. Y es que tratan de ridiculizarla aunque no les perjudique especialmente, sólo por eso, porque es una ley natural.

Tenía unas piernas largas que debían adivinarse muy delgadas bajo sus pantalones: pantalones siempre amplios, de los que llevan raya y necesitan cinturón, pero no de hombre, sino de los que eligen para sus viajes las viejecitas felices europeas; pantalones de jubilada, de mujer que no los llevó nunca en su juventud; pantalones que permiten el medio tacón y una cierta coquetería, luego, en la blusa. Piernas largas y sí, tal vez demasiado delgadas para admitir pantalones de pitillo, o falda. Piernas que terminaban en una cintura ancha, sin embargo, y metida en una o dos rodajas propias de la edad; una cintura proporcionada al dictado del medio siglo, pero capaz, a cambio, de esconder modosamente cualquier atisbo de barriguita.

Luego, a partir de la cintura, a partir de esas líneas que, desde los pies, habían prometido longitudes de esbeltez, todo se reducía de pronto, sin embargo, como en un encogido de lavadora, achicando el proyecto original hasta dejarlo en altura media de española nacida antes de los potitos. Su tronco, sin llegar a la deformidad, rompía bruscamente las proporciones, o quizá, para afinar mejor, las volvía más humildes, menos pretenciosas, lo dicho: más de andar por casa.

También el tamaño del pecho, por la holgura de la blusa, como sus caderas o el diámetro de sus muslos por la del pantalón, debía ser adivinado. Podría aventurarse que sus tetas no eran pequeñas y que, si estaban tan cerca de la cintura, no era tanto porque se le hubieran derramado con los años, sino más bien por el fenómeno antes descrito, el de acelerar en el tronco el resumen de toda ella hasta la desembocadura en el cuello.

El cuello volvía a ser de nuevo largo y estrecho. Un cuello elegante de los que en las fotos de carné, las que obvian el cuerpo que hay por debajo, la hacían comparable a la Audrey Hepburn de sus años más rectos; verdaderamente un cuello de ave noble de estanques versallescos, sustentado en dos firmes tendones y un apetecible hoyuelo, el cuenquito perfecto para un solitario y austero brillante, engarzado mínimamente en oro blanco, que ella nunca se quitaba desde aquella tarde de compras en Ámsterdam cuando tiró de visa como nunca para autorregalárselo…

—Me lo compré hace años —me contó de él cuando le dije que me gustaba mucho, por decirle algo amable, la primera vez que tomamos café juntas, durante el cursillo—, en uno de esos viajes organizados, ya sabes, de los de «No me discutas, cariño; está claro, mira: si hoy es Martes, esto Bélgica». (¿No has visto esa película?). Creo que es la única apariencia de joya que me he comprado en mi vida. Digo yo que sería cuando me di cuenta de que no iba ya por el camino de poder esperar que me lo regalase un marido o un amante fino. Fue uno de esos viajes en los que siempre te tocan de amigas dos catalanas, siempre, ¿te has fijado?, nos tocan siempre porque vamos solas y ellas se dan cuenta y te abordan enseguida con lo de «Oye, en lugar de apuntarnos a la visita con la agencia, si somos tres, nos podemos coger un taxi, porque, repartiendo los gastos, nos sale más barato ir por nuestra cuenta». Siendo dos no, pero siendo tres sí, así que te necesitan —y como yo me reía y le decía que sí con la cabeza, ella amplió el comentario—. Es que es verdad, a mí por lo menos me pasa siempre, por mucho que cambie de viaje o de agencia, siempre me tocan mi Montse y mi Nuri; cambian de cara, pero para mí son ya como de la familia. Y es que las catalanas viajan más, no te lo digo, como parece, por el tópico del dinero, viajan más solas, se valen más por ellas mismas, se organizan mejor… No sé, pero, para una vez que me tocaron que eran canarias, te digo que yo que de menos a mi Montse y a mi Nuri. Y no me quejo, que conste, yo me alegro de que vengan a mí, yo las comprendo. Hay que comprender que no pueden entrarle a una pareja, porque las parejas van a lo suyo; ni a un hombre solo tampoco, primero porque no hay, porque son poquísimos los hombres que viajan solos, y después porque, aunque los hubiera, salen mucho más caros, y ellas lo saben, así que, aunque hubiera uno, ellas me prefieren siempre a mí.

—A ver… ¿cómo es eso de que los hombres salen más caros? —Le ayudé yo, que, con apenas conocerla, ya había tomado la actitud de ser generosa con ella (quizá más bien condescendiente, para mi vergüenza) y darle los pies para continuar que hacía años que no le daba a nadie. Entonces vi, me gustó ver que, en los tres meses que llevaba fuera de la agencia, quizá había empezado ya a recuperar cierta parte de humanidad que había estado a punto de perder sin darme cuenta… Condescendiente con ella, sí, perdonavidas todavía, pero humana ya, de nuevo.

Y es que yo, de jovencita, era una persona normal, educada, y no le regateaba a nadie una pregunta de hilo de interés sobre lo que estuviera contando; al contrario, solía estar pendiente de las interrupciones de los demás para devolver, en su momento, la palabra y el protagonismo a la persona que lo había perdido antes de terminar, por haberse aventurado en una narración tal vez más larga de lo permitido. Pero eso era antes, al principio, antes de que los altos ejecutivos me volvieran una de ellos, igual de cicatera, igual de rata y cruel, siempre cortando con el cuchillo de cercenar lucimientos ajenos bien afilado.

Antes de corromperme, efectivamente, detectaba enseguida, como un mal olor, a las personas que no te preguntan con tal de no concederte ni ese mínimo interés siquiera, no vayas tú a creerte que les interesa lo que estabas diciendo; prefieren someter su curiosidad, que, de todas formas, es siempre escasa. Yo tengo para mí que es gente envidiosa, en general, arribista y poco clara, gente dura, gente para quien la máxima emoción expresable es un remedo de risilla de doblaje, mil veces ensayada para que tenga la medida justa. Y no se me ocurrió que estuviera volviéndome como ellos. Una cree, equivocadamente, que la facultad de detectar una enfermedad y saber diagnosticarla con detalle nos protege de padecerla.

Al encontrarme con esta mujer, tan sin contaminar todavía, ella no, de esos manejos turbios que dirigen las conversaciones, a pesar de su trabajo de trato con la gente y a pesar de ser diecisiete años mayor que yo, me llevé, no sólo una sorpresa por el hecho mismo de que quedara gente así, sino una alegría muy personal, porque me renovó el disfrute de la charla inútil, gratuita, limpia; esa en la que los tópicos sobre hombres o sobre catalanes sí que caben porque se está entre amigos que sabemos que nunca serán cómplices de las maldades para las que fueron acuñados; entre amigos y no entre comisarios del término medio, del universal relativo y de las largas listas de consideraciones inventadas exclusivamente para poder reprimir al que olvide una sola de ellas. A mí no me cabía la menor duda de que ella no tenía su opinión sobre los hombres hecha de tópicos ni sobre las mujeres catalanas. Por eso la conversación pudo seguir su cauce despreocupado y feliz. Muy distinta habría sido ésta, y puede que hasta nuestra relación, si yo, a las primeras de cambio, hubiera intervenido, superstición en mano, vade retro, para espantar fantasmas que no existían: «¿Cómo te atreves a decir eso de las catalanas?, yo misma me siento catalana y me resulta ofensivo lo que dices». La viga en el ojo ajeno, la condena preparada sólo porque nos encanta condenar, aunque sea teniendo que fingir que nos creemos él, sin embargo imposible, enraizamiento del pecado.

—Pues porque los hombres beben más y te hacen gastar más, en general. Claro, mujer, tú ponte en la mentalidad de mi Montse y de mi Nuri. Cuando te fichan, no es sólo por los taxis. Piénsalo: viaje organizado, media pensión, lo que significa que hay que hacer por lo menos una comida diaria fuera. Y las dos lo tienen ya más que comprobado: si repartes una cuenta de restaurante entre tres, tu parte sale siempre más barata que si la repartes entre dos. Se pide un primero y se reparte entre tres, que no es lo mismo que entre dos; y una botella de vino entre tres y un postre entre tres. Pero ¿qué pasa con los hombres? Como es verano, se piden una cerveza nada más entrar, como si la cervecita en Europa costase lo mismo que en España. Y como a ellos no se les echa en cara que tengan un poco tripa, pues les parece poco un primero, y tienen razón, porque saben que con uno, entre tres, se quedan lampando, así que se piden dos primeros. Y dos primeros entre tres, sale a más que un primero entre dos. O sea, un pan como unas hostias. Llegamos al postre y, bueno, como el postre dulce no va con ellos, pues menos mal, parece que, en el postre, no ponen objeción, uno para tres; pero, ay, tremendo error, porque, a cambio, te guardan una sorpresa final: como están en Europa Central y en Europa son muy buenos los aguardientes secos, pues van y se piden con toda la jeta un orujillo que cuesta una pasta. En realidad, lo de que en esos países son muy buenos los licores de frutillas del bosque es una excusa, porque lo que verdaderamente les pasa es que no saben renunciar a sus costumbres españolas ni cuando salen fuera. Beben vino y alcohol como si estuvieran al mismo precio de aquí, y eso la Montse y la Nuri lo saben. Igual que saben que le llaman comistrajos a toda la carta en cuanto no se parece a la nuestra y, en consecuencia, acaban pidiendo un solomillo a la plancha, le llamen turnedó o como le llamen, lo más sencillito, dicen, cuando resulta que es también lo más caro. O sea que, aunque la figura del hombre que viaja solo no exista en la práctica, aunque en la práctica no es más que una hipótesis, si resultase que alguna vez se materializara, daría igual, porque tú ten por seguro que la Montse y la Nuri preferirán acercarse a mí. Es más, afinando más, porque se puede afinar más: eliminadas las parejas de entrada y los hombres por experiencia, si hubiera que elegir entre varias mujeres solas, también es seguro que me elegirán a mí… ¿Ves por qué? —y se mostró a sí misma para que juzgara yo—: Creen que como poco. Y se equivocan, desde luego. Lo que pasa es que yo respeto las reglas del juego, para no darles el viaje, y me ciño al único primero y al postre único; casualmente la cerveza no me gusta y nunca pido licores con el café… ¿qué te parece?

—Que eres una joya.

—¿A que sí? Bueno, pues me acuerdo que las dos que me tocaron el año de este brillante, eran tan agarradas tan agarradas, que no veas la cara de asombro que pusieron cuando entré en aquella joyería de Ámsterdam señalando el brillan-tito del escaparate. Era un asombro de esos beligerantes, de los que te piden, te exigen, que les des una explicación, y más vale que sea buena, a semejante derroche. Yo les dije que me lo compraba porque en el fondo no me salía tan caro. Menos de la mitad que el banquete de comunión de mi hija y prácticamente lo mismo que el traje para ese solo día y los accesorios: guantes, rosario, libro de nácar, recordatorios, fotografías… Entonces la Montse y la Nuri se miraron extrañadas y me dijeron que ellas habían entendido que yo estaba soltera y que no tenía hijos. Y yo les contesté que sí, que era verdad que no tenía hijos y que por eso precisamente. Pero no lo pillaron a la primera, así que les expliqué que, a la edad que tenía yo, mi supuesta hija, de haberla parido, estaría ya a punto de tener que hacer la Primera Comunión y, por lo tanto, a punto de suponerme un gasto mucho mayor que el de este diamantillo. Vamos, que no estaba invirtiendo yo en mi capricho tonto más que otras en los suyos, es lo que venía a decirles. Pero mis amigas tardaron en reírme el chiste, no creas, primero porque se retrasaron mucho, ya te digo, en entenderlo, y luego porque dudaron todavía un rato más sobre si tenía gracia o no… Al final, y como pasa tantas veces en la vida, cuando vieron que ni podían quitarme de la cabeza por mi bien la idea de comprármeló ni las razones que yo les daba les servían de mucho tampoco, pues empezaron a dárselas ellas mismas, sólitas, las buenas razones, las que sí valían, las que no había encontraba yo: que un diamante es para siempre, que es una inversión, que estábamos en donde menos valían, o eso se decía, que las piedras siempre se revalorizan

Por lo alto de la pequeña joya que era su cuello, se extendía hacia afuera, como un balcón señorial, una barbilla honorífica, ganada valientemente en batalla contra las hechuras escuetas de su boca y sus dientes; bonita boca pequeña, muy bien perfilada en mitad de la meseta del mentón y de las cumbres de su nariz. Una nariz poderosa, sin embargo, diseñada como la de los perseguidos por su raza; una nariz de pueblo elegido por Dios para poblar campos de concentración o las maderas de los violines o los mostradores de las joyerías de quince metros cuadrados o los estudios de cine de la América del Norte. Una nariz que, según me contó su dueña, dos veces peligró ser desdibujada por un cirujano y que, si logró permanecer faxímil, fue sólo gracias al miedo que nuestra vendedora de tornillos ha tenido siempre a los anestesistas, sean éstos drogadictos o no.

Y sobre la nariz, por fin, dos inmensos y pavorosamente profundos ojos verdes; verdes de verdad, verdes como las aguas dulces que se tiñen de sus riberas; verdes y traslúcidos, verdes y generosos con la noche para la que guardan luz durante todo el día, iluminadores ecológicos que acumulan sol y transparencias en unas baterías celosamente guardadas en los rincones más secretos de su cerebro. Con la vida de esos ojos, nuestra vendedora de Tornisa de Navalcarnero hacía olvidar a capataces y administradores que su cuerpo era, efectivamente, demasiado «irregular» para hacer bien ese trabajo en los tiempos esculturales que corren.

Sin embargo, después de este intento de describirla físicamente, me doy cuenta de que todas estas palabras, aunque las hile yo con artimañas, no consiguen presentarla. Salvo lo último, sus ojos, que fue siempre lo primero que vi y durante mucho tiempo lo único, todo lo demás podría muy bien no pertenecerle y ella seguiría siendo la misma. (No por verdes y luminosos, esos ojos suyos, dicho sea de paso, son menos inquietantes y llamadores a su abismo que los de Nolde).

En todo caso, quizá algunos movimientos de su cuerpo la expresen mejor. Movía las manos como una de esas mujeres a las que no les adivinas la infancia porque se han desprendido de ella de una manera eficaz y de verdad supera-dora, como lastre conscientemente arrojado por la borda de la cesta del globo amniótico. Tan increíble sería en sus labios una confesión de infancia feliz en pueblo tranquilo, como otra de una infancia terrible en los arrabales de una metrópoli de veras demasiado urbana. ¿Que cómo mueven las manos las mujeres sin infancia? Pues escasean, pero hay mujeres así, que llaman al camarero como si ellas no tuvieran historia, o como si, mejor dicho, su historia nunca las hubiera tenido a ellas. Se nota en cómo llaman al camarero, en cómo encienden un cigarrillo y, muy especialmente, en cómo se sientan al volante de su coche. En los tres gestos demuestran una seguridad de personas mayores innatas, natas maduras, nacidas ya con edad para hacer esas cosas desde el primer momento: calostros y meter primera; chupete y levantar la mano una sola vez, en el momento exacto en que el camarero de restaurante de menú del día —ese que se especializa precisamente en no mirar para no ser requerido— está al descubierto y debe aceptar que han hecho diana en él; sonajero y una precisión milimétrica en la colocación del mechero para que una fracción de segundo sea suficiente surtidor de llama, chas, y toda la redonda corona del cigarrillo queda incendiada, no se puede encender un pitillo en menos tiempo, chas, milésimas y listo, continúa su charla sin que haya habido ni siquiera una pausa de respiración.

Además, ella misma nunca me habla de su infancia, no tengo casi ninguna referencia: señal, no de que la oculte, sino de lo poco que le importa. Un punto de referencia ¿para qué?, es la infancia. ¿Qué explicaría en su caso haber tenido uno, cinco o ningún hermano, un padre rico o severamente popular, una madre consentidora o enferma de los nervios? Si esos hechos son referentes para la mayoría de nosotras, no lo son para un manojo de mujeres especiales que dan la sensación, no de que no tienen historia, ya digo, sino de que no la necesitan. Y, por lo mismo, dan a la vez la sensación de ser perfectamente capaces, si un día se fajan con alguien en un pulso de tú a tú, de contar sus recuerdos sin adulteraciones y desde donde sea preciso… Para ellas, todo, hasta eso tan difícil de no hacerle trampas a la memoria, no es más que ponerse.

Lo más parecido a un recuerdo de cuando era pequeña que me ha contado, vino a propósito de una parada que hizo hace no mucho, en su pueblo. Me gustaría saber reproducir lo que me dijo con su misma rara precisión para enhebrar ideas dispares, me dijo:

—De joven, puede que alguna vez llegara a pensar que mi existencia era inútil, que yo era una inútil, una mujer-hombre-persona inútil. Pero nunca me imaginé que volvería a pensarlo de mí ahora que soy vieja. Las reflexiones tempranas (pamplinas de cerebro virgen, ya sabes, sucedáneos de los recuerdos por venir), esas reflexiones sobre la utilidad o inutilidad son más propias, sí, creo yo, de la juventud y de sus excesos de actividad y expectativas, que de la madurez. Pero es que las cosas se han puesto de pronto mal para mí. O no ha sido de pronto, sino paulatinamente, como sucede todo lo cotidiano en el universo, y yo no me he dado cuenta. El caso es que mi trabajo de viajante me aburre ya sin remedio. Tanto me aburre, que últimamente no hago más que pensar en mi otra cara, en mi vida privada; y es peligroso ponerse a mirar un vacío tan profundo como ése. Te lo digo yo. Pienso: no soy ni madre ni amante de nadie que de verdad me interese… Y si ahora tampoco me entretiene mi trabajo… ¿qué me queda?

—Yo tampoco soy ni madre ni amante de nadie que de verdad me interese y ya no me queda ni el trabajo.

—Pues eso. Tú me entiendes entonces… —Pero lo pensó mejor y se corrigió enseguida—: Aunque no. Porque a ti te queda todavía lo de querer ser artista. En eso estás. Y a mí no. Yo no tengo ni la más remota idea, ni una pista siquiera, de cuál pudo ser el talento que en mí se desperdiciara. Además, ¡qué pereza ponerme ahora a desenterrar cualquier sueño antiguo, suponiendo que lo tuviera! Sinceramente, creo que si alguna vez ambicioné alguna clase de quimerilla adolescente, ya la he olvidado. El ser más bien feíta, y no del todo la más aplicada de la clase, creo yo que ayuda, desde el principio y a tiempo, a no hacerse una demasiadas ilusiones en la vida. La rubita aquella que se aprendía de memoria todas las canciones de Marisol para convencernos de jugar al escenario durante el recreo (nosotras, el coro, claro, y, ella, con un mango del diábolo empuñado como micrófono, la solista), aquélla seguro que se abrasaba el pelo con agua oxigenada. Y, con envidia (que también pone amarilla la cabeza), se abrasaba las esperanzas, seguro, porque soñaba con ser niña prodigio. Por guapa. Precisamente por guapa. Por parecerse a una guapa, le dio por soñar su suerte. Porque, por muy buena actriz que resultara ser aquella vieja pellejuda de Furtivos (a la que siempre le he dado un aire y ahora empiezo seriamente a parecerme), nadie, ninguna niña, soñó nunca ser como ella. A nadie le frustró no conseguirlo. La rubita aquella, además, la que me tocó a mí, se llamaba (yo no sé cómo se llamaría la tuya, porque todas tuvimos la nuestra), pero ésta se llamaba de verdad, en el Registro, no era un diminutivo ni un apócope, Marieta, y un nombre como ése, en un pueblo en el que más de una se llamaba todavía María Isidra o Jacinta, es toda una licencia para concebir derechos sobre un futuro radicalmente contrario al de las Petras o Fuencislas. Hace dos semanas, por casualidad, pasé por mi pueblo. Diré mejor: por el pueblo en el que me criaron. Y decidí pararme a tomar café; pero no creas que me paré llevada por la nostalgia, no, sino por un espíritu científico. Me paré con la intención de observar mis reacciones ante los estímulos y tomar nota de ellas lo más exactamente posible, y no con la idea de regodearme en mis recuerdos, que no son recuerdos que propicien el regodeo. Tampoco lo son, es cierto, que despierten agujas en el estómago. Son recuerdos normalitos, vulgares y corrientes, sin los picos de las grandes gráficas, las que miden catástrofes o euforias. De todo el pueblo, sólo me apeteció volver a un sitio, ni a la que fue la casa de mis padres, ni al cementerio donde están los dos ni a la ermita de las afueras contra cuya pared norte perdí la virginidad sin que me quedaran ganas de grabar ningún nombre por el camino verde que va a ella. Volví a mi escuela. Al patio de mi colegio. Y me di cuenta, ahí sí, de que todavía reboto, como el eco de los gritos, en los pilares de los soportales del patio de mi colegio. Son los pilares los que suben y bajan las voces a las aulas. Los de hormigón. El alma es conductora, el esqueleto mantiene en pie; la carne, sin embargo, y los ladrillos, aislan y se rinden al primer temblor. Voy a cumplir cincuenta y un años. Ahora, la tierra que saco de mí cuando excavo es arena porosa y seca. Y la pesadilla es no poder asirla. (Qué misterio de Santísima Trinidad ni qué ocho cuartos, señor catequista, ¿a quién le interesa contar los granos?). Lo devastador es no poder asirla.

»Y me acordé de Marieta, te digo, de sus ínfulas, con la misma incredulidad sobre sus posibilidades de éxito que cuando salíamos al recreo. Pero esta vez con un ingrediente nuevo en el aliño, la ternura. La ternura, sí. Porque la incredulidad que en aquellos recreos me sabía a vinagre de burla y recelo, me supo el otro día, rodeando las vallas de la escuela, a hierbabuena tierna de comprensión y solidaridad. No la he vuelto a ver desde que teníamos catorce años, pero supongo que ha estado engordando y acumulando líquidos en las piernas, y arrugas en el cuello, como todas. Ahora sé que si la viera ahora mismo, la abrazaría y procuraría hablarle sólo de cosas agradables para hacerle olvidar la realidad mortal a la que nos acercamos las dos, cada vez en peores condiciones. Nosotras dos. Como las demás del coro. Como todas. O no. Qué digo. Puede que no como todas. Puede que ella y yo sigamos siendo tan distintas como empezamos siendo. Puede ser que ahora, como entonces, siga siendo yo más valiente que ella. Porque yo sigo sin necesitar esperanzas para vivir… —eso me dijo mi vendedora de tornillos.

Y si al principio de conocerla, sin darme cuenta, y aunque me reía mucho, en el fondo me permitía el lujo de mirarla por encima del hombro cuando me lanzaba algunos razonamientos que a mí me parecían, ya lo he dicho antes, poco más que tópicos, muy pronto, y del mismo modo, sin darme cuenta, sus comentarios empezaron a parecerme raramente lúcidos. Poco a poco, sus ideas se me fueron haciendo profundas y noté que me repercutían dentro. No sé cómo, en cuanto nos separábamos, en cuanto las sacaba del presente en primer plano, adquirían dimensiones de originalidad auténtica, de originalidad sin imposturas, sin adornos. De vez en cuando revelo en blanco y negro, así que puedo poner un paralelismo con el revelado de fotografías: me pasó como cuando has hecho un negativo fijándote en una parte de la escena y, a la hora de positivar, descubres que hay en él, a los lados de lo que a ti te pareció importante, o por debajo o por arriba, otro encuadre, otro mundo de luz y sombras más interesante que el que tú decidiste ver. Y entonces le das a la manivela para que la ampliadora suba por su riel con la incertidumbre de no saber si la casualidad habrá mantenido con foco lo que tu torpeza despreció.

Quedábamos para comer y después de dejarla, después de no importa qué conversación con ella, yo volvía a mi casa invariablemente con la urgencia de releer lo que había escrito, como si hubiera caído de pronto en algo (aunque no supiera bien en qué), y tuviera que corregirlo inmediatamente antes de que se me olvidara. Me cargaba, sin que me temblase la mano, escenas enteras que había tardado en escribir una semana. Y hasta personajes que tenía prácticamente construidos después de varios meses. Y lo curioso es que lo hacía alegremente, sin que me doliera, como quien tira basura o despeja una mesa de restos de comida. Descubrí que había una relación de causa-efecto entre las cosas de las que hablábamos y las purgas que yo hacía en mis folios. Sólo que tardé algo en descubrirlo porque, como diría ella, se tarda un tiempo en descubrir que un proceso es un proceso.

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