Desde que mi entrañable vendedora de tornillos ya no está conmigo, siento como si mis visceras más íntimas hubieran estado macerándose por dentro, como un adobo que requiere su tiempo para coger sabor. Me gustaría decir que como un vino, que necesita carne animal para ganar cuerpo propio.

No ha sido como pensé; pensé que el miedo a que encontrara a alguien y se enrollara y se le pasaran las ganas de mí, se haría, con el tiempo, un monstruo cada vez más ensañado conmigo, y que la incertidumbre y la ansiedad me llevarían a romper el trato y a salir corriendo a buscarla. Pero no. Con el tiempo, noto que he ganado en tranquilidad; y en confianza en un no sé qué que me garantiza que ella estará deseando igual que yo que termine el castigo que nos puso. Pedagogía de la pérdida.

Ahora sé, casi con certeza, que el abismo que se me abre a mí en el vientre cuando pienso en ella, es el mismo insondable vértigo que debe de estar padeciendo ella cada vez que se acuerda de mí. Estas cosas se saben. Yo creo que sí.

Sin embargo, traidora mente que no controlamos, tampoco dejo de pensar en mis fantasmas del deseo, en mi modista de Atenas y en mi profesora de filosofía de la acera de enfrente. No son mujeres reales, como ella, ni siento la tentación de que lo sean: son pensamientos y sensaciones; son corriente eléctrica fluyendo por sus superconductores, los que tienen tendidos dentro de mí; y se activan cuando quieren.

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