Capítulo 45

Turner ya tenía la sirena puesta antes de salir del aparcamiento, así que se plantaron en la casa de Rainer en The Barbican al cabo de cuatro minutos exactos. Pendragon pidió refuerzos a la comisaría y un equipo armado se desplazó hasta la zona.

Cogieron el ascensor y corrieron por el pasillo hasta el 402. Turner blandía una porra.

—Tira abajo la puerta —le ordenó Pendragon.

—¿De verdad?

—¿Tú qué crees?

Chachi.

Turner dio dos pasos hacia atrás y cargó contra la puerta, que se resquebrajó, pero no llegó a abrirse. Pendragon le dio dos patadas junto a la cerradura. Turner volvió a embestirla con el hombro hasta que por fin cedió. La puerta se abrió hacia dentro con la madera de alrededor del cierre astillada y uno de los pomos colgando.

Pendragon pulsó el interruptor de la luz y un halógeno cálido iluminó el pasillo. Al fondo se encontraba el salón donde habían estado en dos ocasiones. Turner se detuvo ante la puerta de la habitación, alargó la mano y encendió las luces. Antes de entrar se deslizó al otro lado del marco de la puerta: todo despejado. Las cortinas estaban descorridas y el neón del centro Barbican inundaba la estancia.

Turner entró lentamente en la cocina, siempre con la porra por delante, mientras que Pendragon se dirigió hacia el comedor que partía del salón. Estaba medio a oscuras, la única iluminación era la que se filtraba de la habitación de al lado. En medio de la pared del fondo había una puerta estrecha con una rendija de luz por abajo. Pendragon fue hasta ella de puntillas, giró el pomo y la empujó suavemente hacia él.

La habitación parecía más bien un pasillo, estrecha como era, en paralelo al comedor. Por la pared opuesta se sucedían las estanterías desde el suelo al techo, llenas todas ellas de una extraña miscelánea de objetos: filas de libros encuadernados en cuero, una calavera, instrumental de laboratorio, frascos de productos químicos, botes con líquidos de colores vivos. Al darse la vuelta se vio ante una pared cubierta de arriba abajo de imágenes de una única mujer; algunas eran reproducciones de retratos antiguos de Lucrecia Borgia, pero había otras originales que se veía claramente que eran obra de un artista mediocre, del propio Rainer, caviló Pendragon. Al fondo del cuarto había un espejo alto y, al lado, una cómoda de cuyos cajones sobresalían telas vistosas: sedas y terciopelos. Encima del mueble habían dejado un vestido de terciopelo rojo y un corpiño y, justo delante, en el suelo, un par de escarpines dorados. Por la pared de enfrente del espejo, colgadas de perchas, se alineaban varias pelucas —una morena, una rubia—, en largas corrientes de pelos que caían hasta el suelo. Al lado había un postizo de rizos rubios adornado con una diadema rematada por una perla.

Pendragon se giró cuando entró Turner. El subinspector se quedó mirando a su alrededor boquiabierto mientras su jefe avanzaba por el espacio estrecho y estudiaba el contenido de las estanterías. Al lado del espejo había un banco de trabajo con el tablero lleno de vasos de precipitados, pipetas y un aparato de destilación: un amasijo de cilindros de cristal y tuberías de goma; y junto a todo esto, un cuaderno que Pendragon cogió y hojeó. Turner leyó por encima del hombro de su jefe. Aunque estaba escrito en una especie de código, destacaba un símbolo, el AsO3 —la fórmula química del trióxido de arsénico—, así como un nombre en latín, Abrus precatorius, que Pendragon conocía por ser la denominación científica de la planta de la que se refinaba el ácido ábrico.

—Vaya, veo que han encontrado mi guarida.

Pendragon y Turner se giraron en redondo. En la puerta estaba Max Rainer, con el disfraz completo y la peluca de nuevo en su sitio. En una mano llevaba una daga con aspecto de ser antigua.

—Esto es como piedra, papel o tijera, ¿no le parece, subinspector? —comentó con aire desenvuelto—. Creo que la daga le gana por puntos a la porra. —El tono de voz cambió entonces, se recrudeció—: Suéltela.

Turner miró de reojo a Pendragon, que asintió. El subinspector dejó caer la porra al suelo.

—Apártela con el pie.

Turner obedeció.

—Estupendo. Siento no poder ofrecerles asiento, pero aquí es donde trabajo.

—Señor Rainer… —empezó Pendragon con calma.

—No… —siseó Rainer—. Me llamo Lucrecia Borgia, y no me venga con lloriqueos. —Bajo la luz tenue sus ojos eran negros e infinitos.

Aunque desorientado por unos segundos, Pendragon no tardó en recobrarse:

—¿No se da cuenta de que la partida ha terminado? Hay un equipo armado ahí fuera. Les he dicho que entren si no hemos salido dentro de diez minutos. Y, mientras, no tengo más que llamarlos dándole a la marcación rápida con esto. —Alzó el móvil—. Aparecerán al cabo de menos de treinta segundos.

Rainer se echó a reír.

—Vamos, escúchese, so fantoche. Dele a su botón de marcación rápida de pacotilla, venga, traiga a sus soldaditos. Para cuando lleguen estarán cubiertos en su propio vómito y en sangre.

—Está bien —intentó apaciguarlo al tiempo que ponía las manos en alto—. ¿Qué es lo que quiere?

—¡A él! —Rainer agarró al subinspector Turner, le dio la vuelta y le retorció con fuerza el brazo por detrás de la espalda. Jez gimió de dolor.

Rainer llevó el cuchillo hasta la garganta del joven y derramó un poco de sangre. Un hilo rojo se deslizó por la hoja.

—Vale —gritó Pendragon—. ¡Suéltelo! Cójame a mí de rehén.

Rainer volvió a reír.

—No quiero nada de usted. —Y fulminó a Pendragon con la mirada. Le habían brotado gotas de sudor por la frente y se le estaba empezando a correr el maquillaje. Un reguero verde le bajaba por la mejilla y la pintura blanca le rebosaba por el mentón—. Bueno, eso no es del todo cierto. En realidad quiero que me escuche, quiero que le quede bien claro lo inteligente que he sido y lo mucho que la divina Lucrecia me ha ayudado.

Pendragon separó los brazos, con las palmas hacia arriba.

—Bien —respondió sin perder la calma—. Está bien. Pero suelte antes al subinspector Turner, ¿de acuerdo?

—No.

A Jez las gotas de sudor le corrían por las sienes y por el cuello.

—Oh, no, no, no, inspector Pendragon. De eso ya puede olvidarse. Bueno, ¿por dónde empiezo? ¡Ay, pero qué buena suerte, por favor! El destino, claro. ¡Mi sino! —exclamó Rainer. Alzó la vista hacia el techo por un momento antes de volver sus ojos oscuros en Pendragon—. Fue Tim Middleton quien me abrió la puerta —prosiguió—, Tim, ese cabrón degenerado al que le gustaba tontear con chiquillos. Hasta las diosas actúan de maneras inescrutables, por lo que se ve. Verán, yo siempre he estado obsesionado con Lucrecia Borgia. Le construí este santuario. He estudiado todo lo que he encontrado sobre ella. Yo lo sabía todo sobre el anillo legendario. Cómo se perdió y cómo podía dar con él.

—Pero no tiene sentido tanta coincidencia —terció Pendragon sin cambiar el tono.

Rainer se detuvo y lo miró con inquina.

—Puede ser, inspector jefe. Pero la buena fortuna visita a aquellos que cuidan de sí mismos, a los que están mejor preparados. Como he dicho, hice un estudio muy concienzudo sobre la familia Borgia y todo lo relacionado con ella. ¡La de horas que habré pasado en bibliotecas y colecciones privadas de toda Europa! Y entonces va y me llega el amigo Timmy con las fotografías del esqueleto. Supe al instante que era lo que había estado buscando, aunque no daba crédito.

»Esa noche nos colamos en la obra. No me costó mucho convencer a Middleton para que me ayudase; yo sabía bastante sobre él, como recordarán. Y sí, era yo quien lo estaba chantajeando. Tim tenía una herencia nada desdeñable que le había dejado su anciano padre. Y, bueno, yo necesitaba financiar mi investigación y aumentar mi colección. Ah, y ya que estamos, para que no queden cabos sueltos, inspector jefe, a mí nunca me han chantajeado y nunca he dejado preñada a una adolescente. Solo estaba jugando con ustedes. —Rainer rió con sorna y al instante se le oscureció el rostro—. Por desgracia, las cosas en la obra, el sábado pasado, no fueron del todo según lo previsto. El guardia de seguridad apareció justo cuando estaba llevándome el anillo. Hubo un forcejeo… y me vio la cara.

—O sea, ¿que lo mató usted?

—Evidentemente. Lo tiramos en lo que creímos que era un conducto de residuos. ¡Y resultó que no! —La risa de Rainer era ya enfermiza—. A Middleton, como era tan capullo, empezó a entrarle el pánico y supe que iba a acabar yéndose de la lengua. Se lo advertí…

—O sea, ¿que también lo mató usted?

—¡Va a dejar de interrumpirme de una puta vez! —Rainer volvió a rajar a Turner y una segunda línea roja apareció en el cuello del policía—. En el anillo estaba inscrita la receta de la cantarella. Yo ya lo sabía, ni que decir tiene. No perdí un segundo, a fin de cuentas llevaba muchísimo tiempo soñando con ese día. He estado preparando venenos durante años. Sabía que la base de la cantarella era el arsénico, pero el resto de los componentes no podía ni imaginármelos. Ya había conseguido un poco de arsénico de un fabricante de vidrio local, y cuando supe qué otras sustancias químicas necesitaba, me colé en el Departamento de Biología Vegetal del Queen Mary y fabriqué el veneno. Sí, ya sé lo que quiere preguntarme ahora…, lo de los perros, ¿verdad?

Pendragon asintió con un cabeceo mínimo.

—Por eso adoro tanto a Lucrecia. Es que era tan… hermosamente cruel… Verá, la cantarella no es un veneno normal y corriente; a falta de una expresión mejor digamos que «se potencia». Lucrecia descubrió que si se le administra el veneno sin refinar al animal, este muere rápidamente, pero su cuerpo procesa el veneno y luego es posible extraer el producto refinado de la sangre o de la espuma de la boca, de la saliva. Los perros potenciaron el veneno. —Se carcajeó en éxtasis—. ¡Un genio! ¡Un puto genio de la hostia!

Pasados unos instantes se calmó. De repente, pareció consciente de que el tiempo estaba corriendo.

—Así que sí, inspector jefe Pendragon, yo maté al pequeño Timmy. Le pinché con el anillo de Lucrecia, la Divina, justo antes de que empezase su discurso absurdo. Aunque estaba tan borracho que no se dio ni cuenta. Y luego me cargué a Tony Ketteridge porque era la única persona que podía darme problemas una vez que me había deshecho de Tim. Tony y yo nos conocíamos desde hacía tiempo. Él sabía de mi afición por los Borgia, así que sospechó que me había llevado el anillo y, como ustedes le estaban presionando tanto, era inevitable que acabase diciendo algo que me incriminase, aunque no comprendiera qué estaba tramando yo ni cómo.

—¡Y por eso te pudrirás en el infierno!

El grito les hizo pegar un respingo a todos. Pendragon miró hacia la puerta. Rainer se giró, sin apartar el cuchillo del cuello de Turner. Pam Ketteridge estaba ante ellos con un revólver en la mano derecha.

—Suelta al muchacho —le ordenó con voz temblorosa.

Los tres hombres la miraron conmocionados. Ninguno se movió.

—¿Estás sordo, Rainer?

—Soy Lucrecia Borgia —gruñó, y cortó por tercera vez a Turner, que jadeó.

—He dicho que lo sueltes, Rainer, ¡mamarracho, que eres un mamarracho! O te juro que te vuelo la cabeza. —Pam Ketteridge, ruborizada, echaba chispas por los ojos.

Rainer retrocedió.

—¡Pero ya, desgraciado!

El arquitecto bajó el cuchillo.

—Tíralo lejos —dijo Pam, con la voz algo más calmada.

Rainer le clavó la mirada, con los ojos apretados y los músculos de la mandíbula contraídos como por reflejo. Con un suspiro de resignación tiró el cuchillo al suelo. Turner se zafó del arquitecto, se apartó y se llevó las manos al cuello rajado, sin dejar de fulminar a Max Rainer con una mirada de odio puro.

—Señora Ketteridge —dijo Pendragon alargando las palabras—. Tengo que confesarle que estoy un tanto sorprendido.

Pam volvió sus ojos de Rainer a él.

—Sí, me hago cargo, inspector jefe.

—¿Qué está pasando aquí?

—He venido a llevarme a este… desperdicio humano al infierno —respondió.

Pendragon ladeó la cabeza y la miró inquisitivo. Rainer estaba rígido como una vara, contemplando a la viuda de Tony Ketteridge.

—Yo estaba allí esa noche. Lo vi todo.

—¿En la obra? —indagó Pendragon.

—Seguí a mi marido a las dos de la mañana. Fue a esa hora, y no a las nueve y media como les dije. Me olía que estaba teniendo una aventura. Fui tras él sin que se diese cuenta y lo vi entrar en la obra. Había enterrado una bolsa debajo de un montículo de tierra. Tony estaba a punto de guardar el esqueleto cuando apareció él con otro hombre. —Señaló con la cabeza en dirección a Rainer—. Los dos le vimos coger el anillo cuando él y el otro estaban allí abajo con el obrero indio. Hubo una pelea y Amal Karim le quitó el pasamontañas a Rainer y todos le vimos la cara. Él y Middleton (porque seguro que era él) persiguieron a Karim por toda la obra y mi marido, que en paz descanse, volvió a salir y se llevó el esqueleto…

—¿Por qué no recurrió a nosotros? —le preguntó Pendragon.

—¿Es que no lo entiende, inspector jefe? Toda la historia habría terminado saliendo a la luz y habrían arrestado a mi Tony. Además, esto no es asunto suyo, es obra del Señor, y yo soy su vehículo.

La viuda dio un paso hacia Rainer, que reculó hasta la librería; luego cogió al arquitecto del brazo y le puso la pistola contra el cuello. Conmocionado, a Rainer le flaquearon las rodillas. La señora Ketteridge se sacó un trozo de cordel del bolsillo.

—Haga el favor de atarle las muñecas con esto —le ordenó a Turner, quien vaciló un instante antes de adelantarse.

—Apriételo todo lo que quiera, joven —añadió Pam.

—Mire, ¿esto es realmente…?

—Que te calles, Rainer —le espetó, la voz transida por la emoción—. Ni se te ocurra…, es que ni se te ocurra decir una palabra. —Comprobó que el cordel estaba bien apretado y al cabo le dijo a Pendragon—. Voy a tener que llevarme su móvil.

El policía la taladró con la mirada.

—Por favor, inspector. Solo hay una persona a la que quiero hacer daño.

Pendragon se llevó la mano al bolsillo y la viuda retiró por un segundo su mano del brazo de Rainer al tiempo que le apretaba más la pistola contra el cuello, para asegurarse de que no hacía nada. Cogió el teléfono de Pendragon y se lo metió en el bolsillo.

—Y el suyo.

—Señora Ketteridge, por favor —le rogó Pendragon—. ¿No podemos hablarlo?

—¿Qué es lo que quiere que hablemos, inspector jefe? Ya intenté matar al pecador y no lo conseguí. Ahora…

Rainer se retorció y dijo:

—¿Fuiste tú? ¿Tú me golpeaste en la cabeza?

—El Señor guiaba mi mano, igual que ahora. Pensé que te había matado, pero cuando me enteré de que solo te había noqueado, Dios hizo que me diese cuenta de algo importante: no puedo matarte sin más, tengo que llevarte ante Nuestro Señor. Por eso Él te salvó. Tengo que demostrarle que he obrado por Él. Y luego te mataré.

—Señora…

—No, inspector jefe Pendragon —bufó Pam Ketteridge—. No. Por favor, déjeme hacer la obra del Señor. —Estaba retrocediendo hacia la puerta.

Rainer miró con gesto desesperado a los policías mientras la mujer tiraba de él. Al poco captora y cautivo se habían ido.

Turner fue el primero en llegar a la puerta, que no cedió.

—Seguramente habrá puesto una silla contra el pomo —dijo Pendragon—. Quita, déjame. —Se adelantó un paso y le dio una patada a la puerta, que se abrió y dejó a la vista el comedor.

Atravesaron corriendo el salón y el pasillo. No quedaba rastro de la señora Ketteridge ni de Rainer. Del rellano al otro lado de la puerta llegó un fuerte ruido metálico. Pendragon avanzó lentamente pegado a la pared del pasillo con Turner a su lado. Llegaron a la puerta y vieron a tres agentes armados salir del ascensor y a otros cuatro por las escaleras. Dos de los agentes se agacharon y apuntaron con sus pistolas directamente a los policías de paisano. Pendragon y Turner subieron las manos como por instinto. Los agentes se relajaron entonces y bajaron las armas.

—¿Qué es lo que pasa? —espetó Pendragon. Y luego, girándose en redondo, reparó en una señal de salida de emergencia al fondo del pasillo—. ¡Han huido por ahí! —le gritó a la unidad armada—. Un hombre y una mujer. La mujer es la señora Pam Ketteridge: el hombre, Max Rainer. Él va vestido de mujer. La señora Ketteridge tiene un arma de fuego y lo ha tomado como rehén. ¡Vamos! —Se volvió para ver cómo estaba Turner—. Subinspector, ¿estás bien?

Turner se presionaba el cuello con la mano.

—Solo son un par de arañazos, no es nada.

—Bien. ¡Vamos allá!