Capítulo 20
París, marzo de 1589
Nos quedamos en casa del alquimista otros dos días con sus noches. Quería asegurarse de que las atenciones que nos había prodigado funcionasen y de que no se pasara el efecto de las pociones que nos había administrado y de las sustancias químicas que había empleado para cambiarnos pelo y tez. El tiempo, que había vuelto a empeorar, tampoco propiciaba nuestra partida.
La mujer a la que vi nada más recobrar el sentido nos cuidó con primor. Se llamaba Catherine y era sobrina bisnieta de Cornelio Agripa. Era una muchacha afable y cordial de apenas diecisiete primaveras, como supe más tarde. Su rostro me conquistó desde el momento en que puse los ojos en ella, pese a encontrarme en un estado enfermizo y debilitado. Cuando recuperé del todo la visión, su belleza aumentó con creces. En mi cabeza todavía aturdida veía a Catherine con el semblante de una Madonna; sus andares, su voz, su comportamiento prudente, todo ello llevaba a pensar que de verdad hubiese escapado de un cuadro. Aun así me costaba reconciliar esa imagen con el hecho de que ejerciese de amanuense de su tío, de que lo ayudase en lo que a mí se me antojaban artes diabólicas.
Durante nuestra última velada bajo el techo de Agripa no pude evitar plantearle la cuestión. Sebastian dormía en el cuarto de al lado, y Catherine vino a traerme una pócima que tenía que tomar como parte del régimen de su tío.
—¿No teméis por vuestra alma, señora? —le pregunté sin rodeos.
Por un momento pareció desconcertada, y a punto estuvo de irse, pero algo la retuvo. Le hice una seña para que viniese a sentarse junto a mí en la cama.
—Vos no lo entendéis, padre —dijo tras reflexionar—. Mi tío no es un hombre malo.
—¿No me diréis, Catherine, que sus obras son obras de un buen cristiano?
—Mi tío es un buen católico y muy devoto.
—Pero las artes oscuras y el sendero hacia el Señor están reñidos. Y vos lo sabéis.
—Mi tío no es ningún nigromante.
La miré con escepticismo. Ella se sintió ofendida y se puso tensa.
—Mi tío cree que la búsqueda del saber y de la comprensión de la naturaleza no debe verse coartada por la estrechez de miras de los hombres.
—La Iglesia considera la alquimia una herejía.
—En la Biblia nada se dice de que esté mal confeccionar pociones o estudiar filosofía natural para extraer conocimiento del mundo que ha creado el Señor.
—Puede que la Biblia no sea un libro de longitud infinita, pero sí lo es de sabiduría infinita —le repliqué, molesto a mi vez—. Por eso necesitamos a los líderes de la Iglesia, y por eso el Señor habla por boca del Santo Padre de Roma. Hay muchas cosas que interpretar y sobre las que arrojar juicios. No todo nos viene dado, y tampoco nos beneficiaría que así fuese.
—Así pues, que un alquimista sea un hereje o no depende únicamente de si es o no un auténtico creyente. Se trata ni más ni menos que de una cuestión de motivación, y a mi tío lo mueve el bien.
—Creéis que elaborar venenos y cometer asesinatos es… —En ese instante me detuve al percatarme de lo que estaba diciendo.
Catherine me miró con una extraña mezcla de piedad y lástima en los ojos.
—El propio padre Belarmino ha dejado muy claro qué está bien y qué está mal a ese respecto, padre John. Nuestro deber es llevar a los herejes a la única fe verdadera, ya sea persuadiéndoles, ya sea matándoles, cuando al alma descarriada se le presenta una última oportunidad de redención. Matar a un hereje no es asesinato, es bondad.
—Sí —dije tras un silencio prolongado—. El propio Belarmino nos guió hasta vuestro tío. Lo siento, no he hecho bien al calumniarle y cuestionar su fe. Vuestro tío es siervo del Señor, igual que nosotros, y debe utilizar todo su talento en beneficio de la obra de Dios, igual que hago yo. Y si al débil de espíritu le parece que cometemos un pecado mortal para propiciar un bien mayor, que así sea. En el Día del Juicio el Todopoderoso lo entenderá… y perdonará.
Poco recuerdo del trayecto entre la casa de Cornelio Agripa y el puerto de Calais, y de la travesía marítima que le sucedió he erradicado por completo toda memoria. Siempre he temido el mar y lo he abominado. Desde crío, cuando jugaba en la playa con mi familia, cerca de nuestro hogar en Suffolk, he desconfiado de lo arbitrario y primitivo de las olas, de la fiereza y el desamparo del agua.
Conforme nos aproximamos a Dover, un barco aduanero apareció a uno de nuestros flancos y nos escoltó hasta el puerto. Si bien nuestra llegada me llenó de ansiedad, no puedo negar que el puerto de Dover resulta una visión impresionante. Aunque los alrededores tienen ya sus años, el puerto hace solo poco más de una década que terminó de construirse. Desde los muelles se extienden dos grandes embarcaderos que parecieron arrastrarnos a su interior como si fuesen fauces. Cuando atracamos, ya era de noche. Solamente se veían unas cuantas luces en la ciudad, al noreste de donde nos encontrábamos, y un fuego que nunca llegaba a apagarse en uno de los extremos del muelle.
Cuatro aduaneros subieron a nuestra nave. Registraron todo el barco y comprobaron la carga: un surtido de especias y sedas procedentes de Génova y una serie de jaulas con un amplio abanico de aves exóticas que el capitán afirmaba que venían de la mismísima China. Los aduaneros se quedaron maravillados ante el hermoso plumaje de los pájaros, en todos los tonos del arco iris; eran además ruidosos, graznaban, chillaban e incluso imitaban palabras humanas como si estuviesen poseídos por demonios.
Albergué la esperanza vana de que los aduaneros se sintieran tan intrigados por las aves exóticas que acabasen pasando por alto nuestra presencia. Aparte de la tripulación de veinte miembros, solo estábamos un puñado de pasajeros, entre ellos, Sebastian y yo. Pero, como no podía ser de otra manera, al final a todos nos interrogaron y nos exigieron que les enseñásemos nuestros papeles.
Habíamos viajado a París bajo el disfraz de simples mercaderes, comerciantes de seda que iban a asistir a una feria en Montmartre. Pero, aparte de darnos un rostro nuevo, el maestro Agripa nos había confeccionado una historia completamente nueva: nos convirtió en mercaderes ingleses que habían estado en Europa investigando la posibilidad de importar una sustancia llamada «calamina». Dicho material era esencial en la elaboración del cobre, una mercancía cuya importancia estaba creciendo por toda Europa. El alquimista se había decantado por esta historia por lo rebuscado del tema y porque, además, nos ahorraría tener que entrar en detalles sobre el comercio de la seda y las importaciones de especias.
Funcionó: cuando uno de los agentes de aduanas nos preguntó por nuestro trabajo, no tardamos nada en aburrirle con nuestro entusiasmo por las propiedades de la calamina. En cuanto al anillo y al veneno que Agripa había destilado, temía que nos causaran problemas mayores. Con todo, el consejo del alquimista sobre el anillo había sido bastante sencillo: «Lucidlo», nos había dicho con una sonrisa artera. Y eso hice, ponérmelo. Aunque la esmeralda grande y redonda era algo ostentosa, conseguí consumar el engaño. El veneno dio más problemas, en cambio. Sebastian lo llevaba bajo su manto y, cuando nos sometieron a la humillación de un registro detallado, encontraron la ampolla. Sebastian, no obstante, había preparado su historia con esmero. El pequeño vial contenía un tratamiento italiano para la gota, de gran hedor y pestilencia, advirtió a los aduaneros, quienes prefirieron dejarlo estar.
Los agentes fueron concienzudos en su trabajo, es innegable, y éramos perfectamente conscientes de que muchos de ellos trabajaban también como espías para Walsingham. Siempre al acecho del contrabando, estaban en comunicación directa con la red de espionaje del secretario principal. Se mostraban ansiosos por atrapar a simpatizantes de Felipe II y a misioneros católicos como Sebastian y yo. La cautela por parte de los ingleses había aumentado sobremanera en los últimos meses, pues apenas había pasado medio año desde que los españoles habían visto a su orgullosa armada humillada por la de Isabel I en aquellas mismas aguas.
Hasta bien entrada la madrugada no dejaron que nuestro barco prosiguiese viaje, de modo que el amanecer despuntaba sobre Londres cuando pasamos por la orilla septentrional del Támesis y nos trasladamos a una chalana que nos llevó hacia el oeste por el río y por debajo del Puente de Londres.
Si bien había vivido en aquella ciudad varios años antes de partir hacia Roma, pese a lo relativamente corto de mi ausencia Londres me pareció muy cambiada. Desde el río observé construcciones nuevas, así como restos de las antiguas, reformadas y ampliadas. El propio Puente de Londres rebosaba de vida. A cada lado se alineaban grandes mansiones y había construidos edificios hasta por encima del agua, aunque la mayoría con un aspecto un tanto precario. También a las orillas del Támesis se habían levantado edificios tan pegados al agua que sus plantas superiores colgaban por encima del río.
La chalana atravesó la orilla sur y la zona conocida como Southwark. Las casas estaban igual de pegadas entre sí, tanto era así que, con una separación de apenas medio metro, costaba imaginar cómo la gente podía transitarlas. Hasta que nuestra embarcación atracó no pudimos distinguir los callejones estrechos y oscuros que separaban las casas colgantes de madera.
Eché la vista atrás, hacia la orilla norte, y vi la luz naranja del amanecer trayendo consigo un nuevo día a aquella ciudad espléndida. Londres se extendía ante mí: al oeste, el río describía una curva y pasaba por Westminster; al este, la Torre de Londres se erguía sobre tejados cochambrosos. Justo delante se desplegaba una gran concentración de inmuebles: herrerías, tabernas, hornos, velerías, curtidurías, zapaterías y burdeles, todo ello un único elemento interconectado de vida humana aglutinada en apenas unas pocas millas cuadradas. Por encima del conjunto acechaba la enorme estructura monolítica de San Pablo, la iglesia que en otros tiempos fue el epicentro de la vida católica de la ciudad. En esos días, sin embargo, estaba poseída por la religión nueva, había sido usurpada por herejes que se hacían llamar creyentes. La visión del edificio seguía despertando el asombro, con su gran torre cuadrada superando con mucho cualquier otra construcción de la ciudad. «Vivirá por siempre jamás —pensé para mis adentros mientras me apeaba de la chalana—. Será lo último que quede en pie en esta tierra y, con la ayuda de Dios, yo contribuiré a devolverle su auténtica finalidad, ser lugar de culto de la única fe verdadera».
En cuanto Sebastian y yo pisamos tierra firme sentí una gran sensación de alivio. Sé que los hombres han de atravesar los mares, pero yo, en concreto, no. Me gusta que mis pies estén bien plantados sobre tierra seca y firme. Dos siervos localizaron nuestras bolsas entre la montaña de bultos que había en la proa de la chalana y nos las bajaron al muelle. Les di un cuarto de penique y entonces vi que se nos acercaba una muchacha; tenía aspecto de pertenecer al pueblo llano, por su atuendo humilde de vasto kersey, una mezcla de lanas grises y marrones. Tenía el cabello moreno cubierto casi por completo por una mugrienta capucha marrón oscura. El rasgo que más destacaba en ella eran unos ojos verdes y sagaces. Respiraba entrecortadamente.
—Os pido perdón, caballeros —dijo con una voz que denotaba un ligero acento irlandés—. Me han retenido ciertos asuntos domésticos. —Al ver nuestros rostros de perplejidad, miró alrededor un instante antes de añadir—: Me esperabais, ¿no es así? Monsieur Gapair me envió una nota en la que me decía que necesitabais fonda. ¿Habéis cambiado de planes?
Sebastian y yo comprendimos al mismo tiempo lo que nos estaba queriendo decir.
—No, no —intervino Sebastian—, por supuesto que no. —Mi amigo cogió mi bolsa y casi me arrastra a mí con ella.
La chica se rió, pero al instante se reconvino a sí misma:
—Lo siento, señor.
—No hay nada que sentir. —Le sonreí—. ¿Cómo os llamáis?
—Ann, señor. Ann Doherty.
—Muy bien, Ann, os seguimos.
Southwark empezaba a cobrar vida. Desde el mismo borde del agua se extendía un mercado a lo largo de una vía que daba a la calle Kent. Estaban aprovisionando los tenderetes con toda suerte de verduras, pescados y panes. Oí un grito a mis espaldas y a punto estuve de chocarme con un muchacho que tiraba de una carreta cargada de patatas embarradas. Dobló tras una esquina y desapareció por una callejuela.
Aquel barrio era conocido por ser el distrito con peor reputación de toda la ciudad. Aunque yo mismo había vivido en una barriada bastante humilde —Chepside, al norte del río—, mis vecinos y yo teníamos por unos pobres desdichados a quienes se veían obligados a vivir en Southwark. La principal razón de la mala fama de la zona era la proliferación de burdeles, tabernas y casas de juego. Era, por tanto, un lugar despreciado por los hipócritas que se hacen llamar puritanos, la peor raza de la nueva religión.
Conforme caminábamos por las calles iluminadas, recordé haber leído un panfleto publicado por uno de esos paganos: era tan inmune a las alegrías de la vida que se había ofendido con la sola visión de aquellos que vivían y trabajaban en Southwark. Si la memoria no me falla, despotricaba contra las maldades de uno de los teatros que se habían abierto en el barrio y decía algo como: «Había baile, música, burla y regocijo, todo aquello que el rebaño descarriado disfruta pero el pastor deplora». Yo también creía en el decoro y la moderación, pero no perdía el tiempo escribiendo tales desvaríos.
Con todo y con eso, tampoco habría escogido aquel barrio para mi estancia si hubiese podido elegir. Southwark era un lugar peligroso y violento donde siempre había que estar alerta a los rateros, y donde el número de maleantes superaba con creces a aquellos que ejercían un trabajo honrado para pagarse un techo. Existían, sin duda, buenas razones para que tan pocos londinenses, pensé con una sonrisa, viviesen a ese lado del Támesis, pues había ni más ni menos que cuatro cárceles entre las lindes de aquel barrio pequeño.
Ann caminaba a buen paso y estaba bien familiarizada con los modales de la calle. Aunque era una mujer de aspecto frágil, se la veía bastante avispada y cautelosa, lo suficiente para desalentar a quienes albergaban malas intenciones. Torcimos por una callejuela y fuimos trazando nuestro camino hacia el sur por un remolino de calles. Las casas estaban en un estado bastante precario. Había niños harapientos jugando bajo las sombras de aquellas covachas, viéndoselas y deseándoselas para esquivar excrementos de perro y restos de comida.
Al cabo de un rato había perdido toda orientación, ya no sabía si nos estábamos alejando del río o, por el contrario, habíamos dado la vuelta. Ann, en cambio, conocía el terreno que pisaba e iba mirando hacia atrás a cada tanto para asegurarse de que la seguíamos. Si la hubiésemos perdido de vista, dudo mucho que ni Sebastian ni yo hubiésemos sabido volver al río, y menos aún que nos hubiésemos librado de ver nuestros gaznates abiertos en algún callejón oscuro.
Todos oímos el sonido antes de saber de dónde procedía. Ann fue la primera en reaccionar; sin duda reconoció las voces y al instante se precipitó hacia ellas por una callejuela. Nos apresuramos en pos de nuestra guía y fuimos a dar a un patio en el que nos encontramos una visión de lo más confusa.
Dos hombres con el uniforme de la Guardia Real, uno de ellos con la espada desenvainada, salían de una casa llevando a rastras a un joven que se desgañitaba a gritos, aunque era imposible saber qué estaba diciendo. No tardó en hacerse evidente que, o bien se trataba de un retrasado, o bien estaba poseído por demonios.
Ann había llegado junto al chico y había abordado a uno de los guardias; lo atosigó hasta el punto de golpearle el pecho con las manos. El guardia, aturdido por un momento, soltó al chico. El muchacho aprovechó la oportunidad e intentó escabullirse, pero el otro guardia fue más rápido: le puso la zancadilla y el chico cayó de bruces en un charco de barro. Mientras intentaba incorporarse, su arenga enloqueció aún más. Distinguí unas cuantas palabras: «Que el Señor me proteja…, demonios…, la Santa Madre me cuida».
El guardia que esquivaba los puños voladores de Ann Doherty le ganó la partida: la agarró por la muñeca cuando la tuvo a la altura de sus ojos y le retorció hacia atrás el brazo, lo cual provocó los gritos de la joven. Hice ademán de correr a auxiliarla, pero Sebastian me retuvo con fuerza. Lo miré a los ojos, sintiendo cómo la rabia se apoderaba de mí, pero su semblante era igual de fiero, de modo que decidí contenerme.
El guardia que tenía al chico inmovilizado por un brazo volvió a tirarlo de buenas a primeras contra el barro.
—Venga —urgió a su compañero—, este mequetrefe no merece la pena. —Acto seguido le propinó un puntapié al chico en la barriga, mientras el otro guardia le asestaba un puñetazo en la cara a Ann, que cayó hacia atrás, tropezó con el chico y aterrizó con todo su peso sobre un charco turbio—. En el futuro mantén a raya a este bribón sarnoso —espetó el primer guardia, y al cabo ambos se marcharon pavoneándose.
Fui corriendo a ayudar a Ann a ponerse en pie mientras el chico se las apañaba por su cuenta.
—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté—. ¿Por qué estaban aquí esos hombres?
A pesar de estar llena de barro y tierra, y de tener sangre saliéndole de la boca, Ann no se amilanó. Los ojos le ardían de frustración y furia. Se zafó de mí y se dio media vuelta. La detuve e hice que me mirase a la cara:
—¿Qué es lo que está ocurriendo?
Las lágrimas le asomaron a los ojos:
—Venían a por Anthony —dijo entre sollozos ahogados—. Tendrían que pasar por encima de mi cadáver para llevárselo.