Capítulo 33
Stepney, jueves 9 de junio, 15:30
—Perdone que se lo diga, jefe, pero esa cosa apesta —dijo Turner antes de abrir la ventanilla de su lado del coche mientras salían de Mile End Road en dirección sur, hacia el río.
Pendragon meneó la cabeza con desdén y le dio otro bocado a su bocadillo de pan de baguette.
—Créeme, Turner, está riquísimo —insistió con la boca llena. Estaba muerto de hambre y había tenido la buena suerte de encontrar una tienda estupenda con bocadillos gourmet a menos de cien metros de la comisaría.
—¿Qué tiene? Huele igual que el aliento de mi perro.
Pendragon hizo una mueca y dejó la baguette en el envoltorio sobre su regazo.
—Qué encanto. Pues lleva exquisito jamón de Parma y queso brie. He encontrado el sitio ideal para almorzar.
—Va a engordar un quintal al mes si se mete eso entre pecho y espalda.
—Es bastante probable. Anda, cuéntame, ¿qué has averiguado sobre las zapatillas?
—No mucho, me temo. Solo hay dos sitios en todo el país que utilicen hilo de oro para sus zapatillas de ballet de gama alta, y ninguno las fabrica en tallas de hombre. Luego he buscado fabricantes de zapatillas de fantasía. Escarpines, los llaman. Versace los vende por más de mil libras el par, ¿se lo puede creer? Todos los sitios que he mirado los importan de Italia y Francia, pero cuando me he puesto a indagar resulta que en realidad las hacen en Tailandia. Mano de obra barata. A saber el margen de beneficio que se llevan, ¿verdad?
—O sea, ¿que esa línea de investigación no ha resultado fructífera?
—Creo que no, jefe. A no ser que a usted se le ocurra otra forma de abordarlo. Quienquiera que comprara esas zapatillas puede habérselas agenciado en una docena de sitios en Londres en los últimos treinta años. O puede haberlas comprado en el extranjero. Creo que estamos ante una vía muerta.
—Sí, es probable que tengas razón —admitió Pendragon—. Por cierto, ¿tienes idea de adónde vamos?
Ahora el que miró con desdén fue el subinspector, y Pendragon volvió entonces a los deleites de su bocadillo. Pocos minutos después aparcaban en Commercial Road, delante de un pequeño complejo industrial con naves y edificios de oficinas de poca altura y exterior utilitario de ladrillo visto que lindaban con un pequeño camino de acceso. Murano Glass UK tenía su sede en uno de aquellos edificios, a la derecha, casi al final de la carretera. La fachada consistía en un par de persianas metálicas cerradas y una puerta roja lisa a un lado. Pendragon llamó al timbre y un intercomunicador rezongó y escupió una voz de mujer que dijo:
—Murano Glass.
—Inspector jefe Pendragon. Les han llamado de la comisaría esta mañana. Vengo a ver al director, al señor Sidney Gregson.
Se produjo un zumbido y la puerta se abrió. Pendragon encabezó la marcha por un pasillo muy iluminado. Al fondo asomó la cabeza una mujer que saludó a los dos policías.
—He avisado al señor Gregson. Estará aquí dentro de un momento —los informó mientras pasaban a la sala—. Tomen asiento, hagan el favor.
Turner acababa de coger una revista de deportes de motor que había en una mesita baja cuando la puerta se abrió para dejar paso a Sidney Gregson. Era un hombre elegantemente vestido de cuarenta y pico años, con perilla y unas gafas rojas bastante anchas. Llevaba «bohemio acaudalado» pintado en la frente.
—Caballeros —los saludó con una sonrisa.
Pendragon se presentó y se dieron la mano. Gregson se giró cuando Jez se acercó.
—Subinspector Turner.
—Por favor, vengan por aquí.
Lo siguieron fuera de la habitación, con Turner a la zaga. Al mirar alrededor sorprendió a la secretaria dedicándole a la espalda de Gregson una mirada funesta. Entraron en un despacho muy elegante y el dueño cerró la puerta tras de sí. Una pared estaba colmada de vitrinas con exóticas esculturas de cristal, mientras que el fondo lo presidía un robusto escritorio de roble blanqueado y la pared izquierda estaba ocupada por un sofá afelpado. Gregson se acomodó en una enorme silla giratoria de cuero, pero se abstuvo de ofrecerles asiento a los policías. Cogió un pisapapeles de cristal y se puso a juguetear con él pasándoselo de una mano a otra.
—Gracias por recibirnos con tan poco tiempo, señor Gregson —dijo Pendragon.
—La persona que fijó la cita mencionó que estaban ustedes investigando los asesinatos de Stepney. Anoche vi un reportaje por la televisión. No me explico qué es lo que pueden querer de nosotros, inspector jefe.
—Dos de las víctimas han sido envenenadas. Los exámenes preliminares indican que uno de los componentes principales del veneno utilizado es el arsénico.
El director frunció el ceño y repuso:
—¿Y han pensado directamente en los fabricantes de vidrio? —En su voz había un repunte sarcástico.
Pendragon decidió al instante que no le gustaba mucho Sidney Gregson.
—Tanto el arsénico como sus derivados son sustancias controladas —terció el inspector jefe—. Como sabrá, no puede llegar cualquiera y comprarlas en una tienda.
—Eso es bien cierto, inspector. ¿Cree entonces que su envenenador trabaja aquí?
Pendragon lo miró desconcertado y respondió:
—En absoluto. Pero el arsénico tiene que haber salido de algún sitio. ¿Han robado algún producto químico de su fundición?
—Puedo contestarle con un rotundo no —respondió Gregson con voz engolada, parando por un segundo el balanceo del pisapapeles—. Pero ¿quiere que lo verifique con el encargado del almacén, para que nos aseguremos?
—Eso sería de gran ayuda.
—Vayamos.
Doblaron hacia la derecha al salir del despacho, en dirección opuesta a la recepción, y bajaron un tramo de escaleras. Una puerta batiente daba a la zona de la fundición, un espacio relativamente pequeño pero rebosante de actividad. Un grupo de trabajadores molían una especie de polvo con la ayuda de grandes morteros junto a una pared; al lado tenían una máquina de gran tamaño que semejaba una enorme procesadora de alimentos. Un horno ocupaba casi todo el centro de la planta y, en la embocadura, había un hombre fornido con un recio delantal de cuero, guantes protectores y una careta puesta. Sostenía en las manos una larga vara de metal al final de la cual surgía una pompa anaranjada de cristal fundido. Cuando Gregson y los dos policías pasaron a su lado, el trabajador se echó hacia delante y se puso a darle vueltas rápidas a la vara metálica. El vidrio fundido se transformó, cambió de forma como si fuera toffee derretido. Pasado el horno, otro hombre con el mismo atuendo pero con la careta sobre la cabeza vertía una sustancia de un color brillante en un gran tubo de metal.
—Hacemos todo tipo de copas de alta calidad —les explicó Gregson—. Sobre todo, de vino. Aunque también aceptamos encargos de particulares, figuritas, jarrones y esas cosas. Somos una empresa pequeña pero especializada, solo producimos unos pocos miles de piezas manufacturadas al año.
—¿A cuánta gente tiene en nómina? —le preguntó Turner justo cuando entraban por una galería acristalada que recorría toda la fundición, bien aislada de los peligros del horno.
—A catorce —contestó Gregson—. Administrativos y transportistas incluidos. Contamos con tres maestros vidrieros. El tipo que ven allí es Tom Kanelly, casi una celebridad en el mundillo. Y el hombre que le da vueltas a eso que parece melaza es Francesco Donalti. Es lo que llamamos un «trabajador del metal caliente». Es uno de los mejores coloristas del mercado, de hecho, trabajó en Murano durante diez años. Tenemos mucha suerte de tenerlo con nosotros.
Al final de la galería había una puerta con un cartel en el que ponía: «Almacén de productos químicos. Solo personal autorizado». Era un cubículo sin ventanas lleno de arriba abajo de estanterías de metal y con un único banco de trabajo bastante espartano en el centro. Había un hombre con un mono blanco sentado ante un ordenador. Se levantó al ver entrar a Gregson.
—Alec, ¿dónde está Daniel? —le preguntó Gregson, que añadió dirigiéndose a los dos oficiales—: Daniel Beatty es el encargado. Éste es Alec, que viene a echarnos una mano un par de días a la semana. —El tono de Gregson era despectivo. A continuación le dijo a Alec—: Éstos son el inspector jefe Pendragon y el subinspector Turner. Creen que hemos estado abasteciendo de arsénico a indeseables.
Alec tendría veintipocos años. Usaba gafas de pasta y se peinaba su grasiento pelo con la raya a un lado.
—¿A-a-arsénico? —tartamudeó—. Nno-nno lo usamos mmu-mmucho.
—Tampoco hace falta tanto para matar a alguien.
Alec se sonrojó.
—Nnno. Es ve-ve-verdad.
—Bueno, ¿y dónde está Daniel? —repitió la pregunta Gregson en tono impaciente.
—Ha salido a co-co-comer.
Gregson consultó su reloj y exhaló un suspiro.
—Vale, Alec, ¿podrías confirmarles a estos caballeros que no hemos extraviado trióxido de arsénico?
—Sí. Di-di-digo, nno.
—Mire esto, inspector —dijo Gregson señalando una caja de cristal grueso con una cerradura con combinación. Dentro solo se veía una colección de frascos marrones. En la parte de delante de la caja había un letrero: «Peligro. Sustancias controladas. Extremen las precauciones. Solo personal autorizado. Nivel Hazchem 2»—. Aquí es donde guardamos los productos químicos más peligrosos. El trióxido de arsénico no es solo un veneno, además es extremadamente cancerígeno. El único que sabe la combinación es Daniel…, y yo, claro está.
—¿Podemos echarle un vistazo al inventario? —le preguntó Turner.
—Oh, vamos, por Dios.
—No creo que sea para tanto, señor Gregson. Seguramente lo tendrán todo computarizado —insistió Pendragon.
—Sí, muy bien. Alec, ¿puedes buscarles los archivos?
El muchacho le dio a un par de teclas y al cabo de unos segundos hizo aparecer la pantalla que buscaba. Gregson le dio un codazo para que se apartara y se puso delante del ordenador.
—Aquí lo tienen. Nos llegó una partida de cincuenta kilos de trióxido de arsénico proveniente de Toulouse en marzo. Como ha dicho Alec, usamos relativamente poco. El vidrio de alta calidad no tiene tanto arsénico como el barato. Aquí tienen los usos diarios de abril y mayo. Nos llegó una segunda partida el 23 de mayo. Echen un vistazo. Está todo apuntado.
Turner estudió las cifras un momento y luego le hizo un gesto afirmativo a Pendragon.
—Bueno, muchas gracias, señor Gregson. No lo molestaremos más —dijo el inspector jefe.
Gregson los acompañó hasta la entrada principal del edificio.
—Me alegro de que no hayamos podido serles de más ayuda. Ya sabe a lo que me refiero —dijo, y cerró la puerta.
—Un encanto de persona —comentó Turner mientras atravesaban una pequeña zona de aparcamiento camino del coche.
—¿Inspector jefe Pendragon?
Ambos policías se volvieron a la vez. La secretaria de la empresa de vidrios caminaba hacia ellos, sin dejar de mirar hacia atrás.
—Tengo que darme prisa —susurró—. Sé por qué han venido. Sí que nos robaron…, hace dos semanas. Él estaba en uno de sus viajecitos.
—¿Se refiere al señor Gregson? —preguntó Turner.
—Evidentemente.
—¿Por qué no informaron?
—Sí que avisamos. Yo misma. Llamé a la comisaría de Limehouse el 25 de mayo.
—¿Y creyó que no debía decírselo a su jefe? —quiso saber Turner.
—¿Nació así de listo o se lo hace? —espetó la secretaria a modo de respuesta. Turner se quedó mudo—. Alec es hijo mío. Él es…, en fin, es muy brillante, pero tiene problemas. Gregson se cree que es retrasado. Solo le dio el trabajo para que yo no me fuese de la lengua. Vamos, subinspector, no se haga el sorprendido —dijo poniendo una sonrisa burlona—. Las mujeres como yo aprendemos a utilizar todas las armas de nuestro arsenal. —Miró un instante hacia atrás—. Dan nos cubrió e hicimos una colecta para reparar el cierre, que había sido forzado. Miren…, tengo que irme.
Pendragon la cogió por el codo y la agarró sin hacer casi fuerza.
—Perdone, pero ¿cómo se llama?
—Lydia. Lydia Darlinghurst.
—Lydia, estoy algo confundido. Tuvieron un robo… ¿Cuándo…? ¿El día 24?
—Sí.
—¿Y lo único que se llevaron fue un poco de trióxido de arsénico?
—Sí.
—¿Cuánto desapareció?
—Solo un frasquito de cien gramos.
—Tendremos que contrastarlo con nuestra gente de Limehouse.
—Contrástelo, inspector jefe, no le miento. —Volvió a mirar hacia atrás para luego taladrar con la mirada a Pendragon—. No dirá nada, ¿verdad? Ya tiene lo que quería. Si ese cabrón se entera…
Pendragon se tocó la nariz y soltó el codo de Lydia. Sin más palabras, la mujer volvió corriendo al edificio.
—Vaya, qué maraña más enmarañada hemos tejido —observó Pendragon, citando a Walter Scott, mientras abría la puerta del coche patrulla.
El inspector jefe llegó a la sala de reuniones diez minutos antes que el resto. Llevó consigo una taza recién hecha de su mezcla boliviana preferida y se puso a ojear la entrada de la familia Borgia en la Wikipedia. Turner fue el primero del equipo en aparecer.
—Señor, no puede uno bajarse cosas del iTunes en horas de servicio —bromeó al ver a Pendragon en el ordenador.
—Intentaré recordarlo, subinspector.
—¿Qué hace?
—Pues siguiendo tu ejemplo de esta mañana y buscando información sobre los Borgia. ¿Te acuerdas de que los mencioné ayer, después de ver al profesor Stokes? ¿Recuerdas su teoría sobre el anillo episcopal que perteneció en otros tiempos a la familia?
—Sí, claro. Pero, bueno…, ¿qué tiene eso de particular?
Pendragon suspiró y se recostó en su silla con la taza encima de las rodillas cruzadas.
—Pues que no pertenecía a una familia antigua cualquiera, subinspector. Los Borgia…
Turner tenía cara de no entender nada.
—Por el amor de Dios, ¿para qué me molesto en pagar los impuestos? ¿Qué ha quedado del sistema educativo? Los Borgia han sido una de las familias más célebres de la historia, con una influencia que alcanzó su cumbre a finales del siglo XV. El cabeza de familia, Rodrigo Borgia, se convirtió en el papa Alejandro VI. Su hijo era César Borgia… ¿Le suena de algo? ¿No? ¡Por supuesto que no! Era lo que se llamaba un señor de la guerra, y bastante sanguinario. De hecho los Borgia fueron una especie de mafia del Renacimiento, superricos y muy, pero que muy desagradables. Y puede que la peor de todos fuese la hija del papa, la hermana de César, Lucrecia: malcriada, cruel, ninfómana y asesina…
Turner pareció repentinamente interesado:
—Ah, ¿cómo una especie de Paris Hilton psicópata del Renacimiento?
—¿Paris qué?
—¿Se está cachondeando? —Turner miró a Pendragon sin dar crédito.
Al inspector le sonó el teléfono.
—¿Inspector jefe Pendragon?
—Ah, buenas tardes, doctora Newman.
—Acabo de hablar con el profesor Stokes.
—Ah, sí, tendría que haberla avisado, lo siento. Se me olvidó.
—Afirma que usted le dijo que podía obtener muestras del esqueleto.
—Yo no dije tal cosa —repuso Pendragon, haciendo una mueca jocosa a Turner.
Entre tanto aparecieron la subinspectora Mackleby y el inspector Rob Grant y se sentaron.
—Pero él…
—Doctora Newman, ¿me permite que la interrumpa? El profesor Stokes nos ha sido de mucha ayuda y tiene unas ideas muy interesantes sobre el esqueleto. Me preguntó si podía tomar prestado uno de los huesos. Creo que habló de una…
—Una falange proximal. Sí, ya lo sé.
—¿Hay algún problema en concreto en permitir que Stokes le eche un vistazo?
Se produjo un silencio al otro lado de la línea.
—Además, si usted tiene el resto del esqueleto… —añadió Pendragon esperanzado.
—De acuerdo, inspector jefe —concedió la doctora Newman en el más crispado y oficial de sus tonos. Luego, algo más amable añadió—: Como un favor personal para usted, el profesor Stokes podrá tener el hueso veinticuatro horas. ¿Le parece suficiente?
—Muchas gracias —dijo Pendragon, que se quedó mirando el teléfono, desconcertado, antes de colgar.
El equipo se sentó en un semicírculo irregular, con Pendragon en una silla delante de la pizarra digital, justo en el foco de atención.
—¿Quiere usted empezar, Rob? —preguntó, mirando al inspector Grant, que tenía a Roz Mackleby sentada a su lado.
Grant se aclaró la garganta.
—No le voy a engañar, no hemos sacado mucho en claro, señor. Nos hemos pasado una hora con Pam Ketteridge, y le seré franco: me he ido de esa casa igual que entré. Detesto tener que estar de acuerdo en algo con el subinspector Turner —añadió, mirando de reojo a Jez—, pero tiene razón: la señora está como una puta regadera.
—Y usted, subinspectora, ¿está de acuerdo? —Pendragon fijó la mirada en Mackleby.
—Bueno, le contaré los hechos, señor. Ella estaba en la cama cuando asesinaron a su marido. Hay huellas suyas por toda la cocina, como cabría esperar. No hay ningún indicio de ADN que apunte a que mató a Tony. No hay huellas dactilares de ella en él. Y, lo que es más importante, ningún arma homicida. Dicho lo cual, es la única sospechosa que tenemos, y con un buen móvil: un matrimonio infeliz, ni más ni menos.
—Ya, pero luego está todo ese rollo religioso —comentó Vickers.
—Eso ya lo hemos hablado, Terry —se quejó Mackleby—. No va en contra de la ley llenar la casa de crucifijos.
Vickers meneó la cabeza, pero no dijo nada.
—También está el asunto del esqueleto —sugirió Ken Towers.
—¿Qué pasa con eso? —gruñó Grant.
—A lo mejor se enfadó tanto por lo que Tony había hecho con los restos que…
—Bah, tonterías —le cortó Grant—. No, el único móvil posible habría sido que hubiese descubierto lo de la amiguita de su marido. La putilla esa… ¿Cómo se llamaba?
—Hannah James —dijo Pendragon en voz baja, mirando al vacío, antes de volver la vista hacia Mackleby—. ¿Sacó usted el tema de la amante?
—No quería cebarme con la miseria de la pobre mujer. Pero el inspector Grant sí que le hizo algunas preguntas capciosas.
Pendragon miró de reojo a Grant, que volvió a intervenir.
—Le pregunté si alguna vez había sospechado que su marido mantuviese una aventura.
—¿Y cómo reaccionó?
—Se rió.
—Una mujer muy segura de sí misma.
—Muy loca, más bien.
—Vale —dijo Pendragon—. Vamos a tener que citarla y hurgar un poquito más. Quizá debamos contarle lo de Hannah, a ver cómo reacciona. Ken, ¿cómo te ha ido en Bridgeport Construction?
—No muy bien, señor, la verdad. He interrogado al jefe de Ketteridge, y al jefe de su jefe. Ambos tienen coartadas que he comprobado. Están limpios. La empresa tiene más de trescientos empleados, y de ellos veintiocho están vinculados de algún modo con el proyecto de Frimley Way: construcción, gestión, administración. La empresa cuenta con peritos propios, ingenieros de estructuras, y tipos que tratan con el Ayuntamiento para cuestiones de licencias y vistos buenos. Al parecer, a los únicos externos a los que contratan son a los arquitectos.
—Lo que nos lleva a Rainer y Asociado. Pero no tienen nada que ver directamente con Karim ni Ketteridge, salvo que su estudio diseñaba el edificio que iba a ir en Frimley Way —intervino Pendragon. Dirigió la mirada a Vickers y Thatcher, que estaban sentados juntos en una de las mesas en medio del semicírculo—. Venga, díganme que tienen algo bueno que contarnos.
—Va a ser que no, jefe —contestó el subinspector Thatcher—. Ni el más mínimo rastro del anillo.
Pendragon cruzó los brazos en el pecho y se quedó mirando el suelo.
—Vale, vámonos a casa —dijo con un suspiro—. Tal vez no nos venga mal a todos consultar todo esto con la almohada.
Pendragon salió el último de la sala de reuniones y torció por el pasillo que daba a la recepción y a la puerta principal. Vio a la comisaria Hughes estrecharle la mano a un hombre alto con uniforme de mandamás. Pendragon lo reconoció al instante como el jefe de la división, el comandante Francis Ferguson. La comisaria se volvió, cabizbaja, y fue hacia Pendragon, a quien solo miró a la cara cuando estuvo a unos pasos.
—Ah, a usted quería yo verle —dijo, y le señaló su despacho.
Rodeó el inmaculado escritorio dándose importancia y se sentó. Sin esperar a que le ofreciese asiento Pendragon se acomodó en la silla del otro lado de la mesa. De repente se sintió tremendamente cansado.
—Ése era el comandante —aclaró, sin que fuese necesario.
—Ya me he dado cuenta.
—Estoy en la lista para un ascenso. Ha venido solo a darme unos consejos.
—Enhorabuena —contestó Pendragon con todo el entusiasmo que pudo reunir.
—Gracias. Pero hay un problema, Jack. El comandante se está poniendo un poco nervioso con lo que los medios han bautizado como «los asesinatos de Mile End». Si no soluciona usted este caso rápidamente, me puedo ir despidiendo del puesto de comisaria principal. Y no me apetece en absoluto…, Jack.
—Estoy haciendo todo lo que puedo. Todos lo hacemos.
—Y entonces, ¿qué pasa?
Pendragon suspiró y se pasó los dedos por la frente.
—Parece evidente que los tres asesinatos están relacionados. El esqueleto es el eslabón común, pero no tenemos ni la más mínima idea de cuál es la relación. A Middleton y a Ketteridge los mató la misma persona, de eso no cabe duda, pero ha sido muy profesional. Los de la Científica no tienen nada con lo que seguir trabajando; no hay arma homicida, ni huellas ni ADN.
Hughes tenía los dedos presionados contra la barbilla.
—¿Y no hay nadie en el punto de mira? —preguntó.
—No.
—¿Qué me dice de Pam Ketteridge?
—Cualquiera diría que la tiene usted tomada con la señora —contestó Pendragon con frialdad—. Es un ama de casa con cierta demencia. Dudo mucho que hubiese podido pegarle una paliza de muerte a Amal Karim.
—Pero sí que pudo envenenar a las dos últimas víctimas. Estaba justo en el lugar del crimen de Tony Ketteridge. Sin coartada. Y si sabía lo de su marido con la prostituta, podía tener un buen móvil.
—Es cierto, señora, pero no tenemos ninguna prueba. ¿Y qué pasa con Karim? Ha de haber un vínculo entre las tres muertes…
Llamaron a la puerta y un agente joven apareció en el umbral.
—Disculpe, señora. Es que antes he visto entrar al inspector jefe Pendragon y ha llegado un fax urgente para él. —Avanzó unos pasos por la habitación y le tendió dos hojas de papel de fax al policía.
—¿De qué se trata? —le preguntó Hughes en cuanto el agente cerró la puerta.
—El análisis de Toxicología de Ketteridge. Una copia casi idéntica del de Middleton. —Le tendió los papeles a su jefa.
—Los mismos cuatro componentes: arsénico, cantaridina, ácido ábrico y oleandro. ¿Ha averiguado algo más sobre ellos?
—Ésa sí es una línea de investigación que se nos ha abierto, al menos un poco. El doctor Jones me dijo que la cantaridina era fácil de encontrar por Internet, a pesar de ser ilegal. Esta tarde hemos dado un paso adelante gracias al arsénico. Se robó un frasco de cien gramos de trióxido de arsénico de una pequeña fábrica de vidrio a menos de dos kilómetros de aquí. Veneno suficiente para matar a cien personas.
—¿No dieron parte?
—Sí, a la comisaría de la zona, la de Limehouse.
—¿Podría ser el ladrón uno de los empleados? ¿O el propietario?
—Es posible, aunque el dueño estaba fuera del país cuando se produjo el robo. Turner lo está corroborando. Hubo ciertas maniobras de encubrimiento en la fundición de vidrio. El jefe es bastante detestable, y no es que sea, digamos, muy popular entre el personal. Cerraron filas y no le contaron nada del robo para proteger al hijo de la recepcionista, un muchacho que trabaja en el almacén.
—Es todo un poco raro, ¿no le parece?
—No mucho. Si conociese a los personajes implicados, vería que tiene bastante sentido. El dueño, Gregson, se cree alguien. El chico al que habrían culpado, y despedido sin duda alguna, es… vulnerable.
—¿Vulnerable?
—Tiene un ligero autismo, diría yo. Tartamudeaba bastante. —Mientras las palabras salían por su boca, Pendragon pensó en su propio hijo, Simon, en cómo su increíble talento para las matemáticas se contrarrestaba con la incapacidad para comunicarse fácilmente con la gente.
—De acuerdo. Tal vez no esté de más que Turner investigue un poco más en la fábrica de vidrio. Nos quedan entonces las otras dos sustancias químicas del veneno, el oleandro y el ácido ábrico. En su informe decía que ambas provienen de plantas exóticas. Supongo que habrá contactado con el jardín botánico de Kew.
—En cuanto supimos que era eso lo que había matado a Middleton. Turner ha sondeado al personal, pero nada. También ha llamado al de Chelsea, y al botánico de la zona, el Queen’s Park. Todos dicen que no les falta nada. Aunque, para serle sincero, señora, tampoco nos sirve de mucho. Cualquiera podría colarse allí y robar un par de hojas o de semillas. Jones me dijo que para elaborar el veneno solo hacían falta cantidades mínimas de dichas sustancias.
—Y habrá ido al Departamento de Biología Vegetal del Queen Mary, supongo.
Pendragon la miró desorientado.
—¿No ha ido?
—No tenía conocimiento de…
—Bueno, pues ya lo tiene, inspector —le contestó Hughes fríamente.
Pendragon se levantó. Cuando ya estaba saliendo por la puerta, la comisaria le anunció:
—Dispone de cuarenta y ocho horas para conseguir algo, inspector jefe Pendragon. Si no, me veré obligada a apartarle del caso.
Jack se sintió como entumecido mientras dejaba atrás la comisaría y recorría el breve camino en coche que lo separaba de su piso en Stepney Way. Qué mala suerte, iba meditando, no llevar ni una semana en un puesto nuevo y que te caiga encima un caso tan complejo y enrevesado. Empezó a llover al llegar al aparcamiento. Para cuando alcanzó el portal corriendo desde el coche había comenzado a diluviar. Se disponía a subir las escaleras, pero se le ocurrió una idea mejor.
—Vaya, dichosos los ojos —le dijo Sue Latimer después de abrir la puerta y hacerle pasar.
—Siento no haber dado señales de vida —respondió—. Ha sido…, no sé…
Sue meneó la mano, quitándole importancia.
—No te preocupes, ya has venido. ¿Una copita de vino?
—Me encantaría.
Se quitó la chaqueta mojada y se sentó en el sofá. Sue se acercó y le tendió una copa de tinto.
—Salud.
—Bueno, ¿y cómo va?
Pendragon suspiró y dijo:
—No muy bien, la verdad. Sue, la otra noche me estabas hablando sobre lo que llamas transferencia, la idea esa de que el asesino necesita el anillo, pero justo entonces tuve que salir corriendo.
—¿Otro asesinato?
—Sí. Modus operandi idéntico. Pero la Policía Científica no ha encontrado nada.
—¿Nada de nada?
—Lo preguntas como si ya supieses la respuesta.
—Tranquilo, confía en mí…, soy psicóloga.
Pendragon rió y le dio un sorbo al vino antes de decir:
—Sue, quiero pedirte dos cosas.
—Dime.
—¿Estarías dispuesta a venir media hora a la comisaría para hablar con mi equipo…, para contarles tus ideas sobre la transferencia? Así podré obtener el visto bueno para que accedas a la información sobre la investigación que no es de dominio público… Tendrías un papel oficial.
La psicóloga pareció sorprendida.
—Bueno, sí. No es mi especialidad, pero…
—Me da la impresión de que sabes de lo que hablas. Y además, me has dicho que confíe en ti…
—Touché. Muy bien, haré lo que pueda para ayudar. ¿Y lo segundo?
—¿Vendrías a cenar conmigo el sábado por la noche?