Capítulo 5

Venerable Colegio Inglés de Roma,

enero de 1589

Soy el padre John William Allen, y mi relato comienza en enero del año del Señor de 1589.

La historia ha conocido muchas épocas convulsas, pero cualquiera de mis semejantes que sea como yo, hombre de fe arraigada, estará convencido de que vivimos los peores tiempos que pueda recordar la humanidad. Mientras esto escribo, una guerra se libra entre católicos y protestantes, una guerra que hunde sus raíces en el cisma creado por el demonio de Lutero y el vasallo del diablo, Enrique VIII, hace ya medio siglo.

Por toda Europa los hombres luchan por imponer su visión de Dios. Y, sin embargo, la única fe verdadera, la fe de san Pedro, la fe del propio Cristo, prevalecerá, lo sé. Se ha derramado sangre, sangre a raudales; pero la hay de dos clases, la del fiel y la del hereje, y solo la primera es pura: únicamente es pecado derramar dicha sangre.

Llevaba cinco años estudiando en el Venerable Colegio Inglés de Roma, donde me formaba para ser misionero jesuita, cuando, a finales de mayo de 1588, recibimos desde París la noticia de que el buen pueblo católico de la ciudad se había levantado en armas contra el vil «pacificador» protestante, el rey Enrique III. Tras la huida del soberano, el gobierno de la ciudad recayó en un grupo de nobles, el Consejo de los Dieciséis. Al cabo de unos días el gran católico francés, el duque de Guisa, sería recibido en París con todos los honores, a su vuelta del exilio.

La paz reinó durante un tiempo; de hecho, Europa entera gozó de una calma que llevaba años sin conocer. Tiempo después, pocos días antes de Navidad, nos llegó la noticia de que el 23 de diciembre el duque de Guisa y su hermano, el cardenal de Guisa, habían sido engañados por el traidor de Enrique y habían acabado asesinados a manos de los secuaces del rey: les atravesaron el corazón en la sala del consejo del castillo de Blois, donde habían sido citados.

Cuando me enteré de la noticia supe al punto que había llegado mi hora, que pronto sería recompensado por mi devoción y se me ofrecería la oportunidad del martirio. Había pasado cinco años imbuyéndome de las enseñanzas de la única fe verdadera y aprendiendo a instruir a mi vez; había sido formado para expresar el sentir de mi corazón y el ardor de lo más profundo de mi alma, para convertir a los indecisos y hacer regresar a los católicos descarriados al redil. Estaba preparado.

Recuerdo la reunión en el aula magna del colegio en la que el superior de mi orden, el propósito general Acquaviva, nos convocó para contarnos la noticia del asesinato de mi señor de Guisa. Recuerdo el murmullo, la quietud, y cómo me recorrieron el cuerpo la rabia y la amargura hasta el punto de paladearlas en la boca.

Esa noche todo reposo me eludió, y cuando caí en la inconsciencia del sueño no habría podido decir si soñaba o solo recordaba, pues, en las horas oscuras que preceden al alba, los rincones de mi celda se llenaron de sombras indescriptibles y dejé de distinguir entre el sueño y el mundo real.

No paraban de atormentarme las mismas imágenes: el poblado de Tyburn, al oeste de Londres, en una mañana ventosa y húmeda de abril, cinco años antes. La ejecución de un misionero jesuita, Henry Wittingham.

Todo empieza con un alboroto de la muchedumbre que puebla las gradas de madera a un lado del llamado Árbol de Tyburn, las tres horcas donde habían conocido la muerte tantos hombres y mujeres durante años y años. El gentío murmura cuando de repente la carreta entra en escena y unos cuantos de los presentes empiezan a pitar y a gritar. El cortejo penetra en la plaza con el prisionero enganchado al tiro y arrastrado por el suelo, con un calzón lleno de sangre por única vestidura. Va restregando la cara por la tierra. Cuando lo levantan, la muchedumbre ve el rostro ensangrentado, hinchado y amoratado de Wittingham. Ráfagas de lluvia azotan la escena. El verdugo ayuda al condenado a ponerse en pie en la carreta aparcada junto al patíbulo. Pasan una soga por la cabeza del hombre y tiran de los caballos.

Wittingham se tambalea y patalea. El gentío grita excitado. Una mujer y dos hombres corren a tirarle de las piernas con la esperanza de acelerar su fin, pero en cuanto son vistos cuatro guardias fornidos se los llevan a rastras. Sueltan al hombre jadeante y lo bajan al suelo. A continuación es llevado a un estrado de madera donde le atan las muñecas y los tobillos.

Otro murmullo. Hasta los sonidos de la naturaleza parecen aplacarse: el viento amaina y la lluvia remite. El prisionero tiene la cara cubierta de sangre aguada y la boca entreabierta. La mayoría de los dientes están partidos. Le amordazan la boca abierta, le quitan el calzón y lo tiran al barro que hay delante del estrado. El verdugo agarra los genitales de Wittingham y, con un corte limpio, lo castra. La sangre brota a borbotones, sale disparada y empapa el jubón de cuero del verdugo. El cuerpo de Wittingham sufre espasmos, se le arquea la espalda y, a pesar de la mordaza, sus gritos resuenan como metal contra metal. Tras tirar a un cesto la carne seccionada, el verdugo se agacha para coger a Wittingham por el pelo y hacer palanca mientras pasa su acero a lo largo del torso desnudo del hombre.

Wittingham ya no se mueve, está paralizado por la conmoción. Pero sigue con vida. El verdugo mete la mano por el boquete y la saca llena de vísceras grises y viscosas. Va tirando y cortando, mostrando tramos de intestinos al viento antes de tirarlos al cesto. Cuando acaba se enfrasca en la tarea de quitarle el corazón al condenado. Corta alrededor del órgano, seccionando arterias y venas. Solo el ajusticiado sería capaz de decir cuándo dejó de latirle el corazón. Las piernas y los brazos del preso todavía se retuercen cuando el órgano vital es alzado en el aire. El verdugo lo echa en la montaña de carne del chirrión. El lúgubre silencio que se ha hecho es solo interrumpido por el aleteo de un cuervo que se posa en el filo del cesto y mira con voracidad la maraña roja y gris de despojos humanos.

—¿Padre John? —preguntó una voz, antes de llamar a la puerta—. ¿Padre John? —repitió, y añadió—: El propósito general quiere hablaros.

Mis ojos se abrieron como un resorte y los horrores de la noche se esfumaron al instante. Volvía a estar en mi diminuta habitación de muros de piedra. La voz, la del hermano Giovanni, provenía del otro lado de la puerta de roble, a apenas unos pasos de los pies de mi estrecho camastro. Me levanté de un salto y fui a abrir, sintiendo ya una punzada de emoción en el estómago.

Giovanni llevaba una vela en la mano. La llama parpadeó despavorida por la corriente y arrojó haces de luz y oscuridad sobre la cara redonda y benéfica del religioso, quien dio media vuelta y me guió. Aunque el corredor estaba completamente a oscuras, salvo por el chorro de luz que arrojaba la vela pelada, después de cinco años en el colegio, me sabía el camino de memoria. Fue entonces, en la oscuridad, mientras seguía al bueno del padre Giovanni, cuando por fin me desperté del todo y fui consciente de que mi sueño no había sido pura fantasía, sino un recuerdo. Lo que presencié aquel día bajo la lluvia de Tyburn había sido lo que me había llevado hasta allí, hasta donde me encontraba en ese momento. Había visto con mis propios ojos cómo trataba la zorra real, Isabel, a sus súbditos. Aquella vivencia fue el punto de inflexión que me llamó a Roma y a la Gran Causa. Al dejar Inglaterra, no obstante, le di la espalda a muchas cosas; mis familiares eran buenos católicos de Suffolk, aunque no muy militantes. En su ingenuidad, lo único que deseaban era la paz entre todos los credos. Cuando me trasladé a Roma me vi obligado a cortar todos los lazos con mis familiares; no volvería a ver ni a mis padres ni a mis dos hermanos menores.

El pasillo se abría a un amplio vestíbulo. El padre Giovanni apagó la vela, la dejó sobre una repisa y al cabo me hizo una seña para que lo acompañase. El corredor era ancho y el mármol blanco estaba revestido por una costosa alfombra de lana roja. De las paredes colgaban retratos enormes, una sucesión de papas que se remontaba a muchos siglos atrás. Por las ventanas pude ver que fuera seguía oscuro y estaba todo envuelto en un silencio tan absoluto que oía mi propia respiración. Al final del corredor había unas puertas dobles de recio roble y, a cada lado, un guardia con librea vaticana; ambos con la mirada al frente, ni se inmutaron cuando el padre Giovanni golpeó el roble. Las puertas se abrieron.

Con anterioridad solo había estado una vez en aquella sala, el día en que, un año atrás, tras completar mi formación, me recibieron en la orden jesuita. Se trataba del sanctasanctórum del director del colegio, Claudio Acquaviva, el quinto general de la Compañía de Jesús. La orden había sido creada casi sesenta años atrás por el pío Ignacio de Loyola, quien nos enseñó que los jesuitas eran los misioneros elegidos por Dios, y que nuestro papel consistía en servir los elevados y misteriosos designios de Nuestro Señor todopoderoso. Se nos decía que la Compañía tenía muchas misiones, pero ninguna más importante que la de devolver a los herejes a la única fe verdadera.

El propósito general, una figura minúscula en medio de una estancia amplísima, estaba sentado ante un enorme escritorio donde estudiaba unos papeles. Llevaba una sotana negra sencilla y un bonete del mismo color en la cabeza. Un hombre alto y esbelto con ropas eclesiásticas estaba de pie ante el escritorio, cabizbajo y con las manos unidas por delante. Esa espalda la conocía.

El hermano Giovanni salió sin hacer ruido y yo avancé lentamente hacia la mesa. Solo cuando estuve a la altura de la otra figura togada pude mirar de reojo al hombre, que no me devolvió la mirada. Distinguí, sin embargo, su contorno perfilado por la tenue luz: la nariz recta y larga, la curva suave de su cráneo afeitado. Era Sebastian, el padre Sebastian Mountjoy, mi amigo más íntimo del colegio, un hombre que había sido ordenado el mismo día que yo. Sabía que albergaba el mismo fervor religioso que yo, un ardor que consumía nuestros pensamientos durante el día e impregnaba nuestros sueños de noche. Habíamos compartido muchas horas de contemplación espiritual y debate. Era tres años mayor que yo y provenía de una familia muy rica de Herefordshire, católicos comprometidos que llevaban largo tiempo luchando contra la reina inglesa. Pese a proceder de ambientes muy distintos, éramos gemelos espirituales.

El propósito general Acquaviva levantó la vista de los papeles. Era un hombre pálido y enjuto, con calva natural. Tenía la piel de la coronilla más suave que un bebé y la luz de los enormes candelabros que había a ambos lados de la mesa se reflejaba en ella. De ojos castaños claros, su mirada era serena y amable. Cuando nos pareció que iba a hablarnos, se produjo un movimiento detrás de su silla. Una silueta encapuchada surgió de la oscuridad cerrada para gran asombro de Sebastian y mío. La figura se acercó a la mesa y, cuando el propósito general alzó la mirada, el hombre se retiró la capucha para dejar al descubierto un rostro rudo: pómulos prominentes, ojos negros y pequeños y pelo gris muy corto.

Me hinqué de rodillas en el suelo. La figura extendió una mano y movió los dedos.

—Hijos míos —intervino el propósito general—, ha sido el padre Belarmino quien ha querido convocaros aquí esta mañana.

Me sentí intimidado. Belarmino era posiblemente el hombre más poderoso de la Iglesia. Muchos creían que su poder superaba incluso al del papa Sixto. Como teólogo personal del pontífice y padre espiritual del Colegio de Jesús, su influencia alcanzaba hasta el último rincón del Vaticano. Sin embargo, el padre Belarmino era un gran inquisidor con una reputación temible por toda Europa: había devuelto a la fe a muchos herejes a punta de espada o por la purificación del fuego.

—Dejaré que sea el buen padre quien os lo explique todo —concluyó su intervención el propósito general.

La voz de Belarmino me resultó más aguda de lo esperado, pero su discurso era el de un hombre que hacía tiempo que había perdido todo asomo de duda en sí mismo; el de alguien que esperaba que aquellos a los que hablaba lo obedeciesen sin más, que jamás lo cuestionasen y que le mostrasen únicamente servilismo y adulación.

—Sois prestes buenos y honestos, y sé por vuestro historial y por la recomendación personal del propósito general que estáis consagrados al martirio —empezó a hablar—. Habéis venido desde Inglaterra para ser formados aquí y regresar a vuestro país a difundir la palabra de la única fe verdadera, para servir como misioneros y salvar almas.

Apenas me atrevía a parpadear y por la postura rígida de su cuerpo supe que Sebastian experimentaba el mismo miedo que yo. A la luz de las velas los ojos negros del padre espiritual del colegio eran pozas impenetrables.

—La del misionero es una causa noble. Sois conscientes, como todos lo somos, de que hemos perdido muchos hombres honorables en esta lucha. Si os reconocen a vuestro regreso a Inglaterra, os arrestarán de inmediato por traición y es posible que conozcáis la muerte del traidor. Sé, no obstante, que esta perspectiva no os asusta; es más, os satisface la idea de entregar vuestras vidas por la obra del Señor.

»Sin embargo, algunos hemos decidido que es posible hacer más para salvar a Inglaterra; que podríamos hacer más, mucho más, por salvar las almas de vuestros compatriotas. Hay quienes pensamos que ya han muerto demasiados hombres buenos como mártires, hombres que han vertido más sangre aún en las manos de esa zorra inglesa que se sienta ilícitamente en el trono. Por eso hemos decidido que es hora de erradicar el mal… desde la raíz.

Fue en ese momento cuando empecé a comprender por qué nos habían llevado allí. Miré de soslayo a Sebastian, pero no logré captar su atención. Belarmino habló de nuevo.

—Vuestra misión será la más peligrosa que haya emprendido jamás la Compañía. Desde el momento en que abandonéis este edificio seréis espiados: los enemigos de la Iglesia están por doquier. Partiréis hacia la pequeña población de Créteil, que está unas pocas millas al sur de París. Allí encontraréis una posada llamada Le Lapin Noir, cerca del centro. Hablad con el dueño y decidle que buscáis a monsieur Gapair. Tanto el posadero como monsieur son de confianza. De momento asumiréis la identidad de mercaderes ingleses. Hemos preparado los documentos y los pasaportes.

Hizo una pausa y nos miró fijamente con aquellos ojos negros e indescifrables.

—Hay una cosa más. —Sacó una cajita de debajo de la sotana y abrió la tapa. En su interior había un anillo de oro con una gran esmeralda redonda—. Vais a necesitar esto —nos dijo al tiempo que me tendía la joya.