Capítulo 21

Stepney, martes 7 de junio, 12:30

El inspector jefe Pendragon estaba absorto en la pantalla del ordenador escribiendo torpemente en el teclado.

—Me cachis en… Ya se ha vuelto a quedar colgado el chisme este —musitó.

Turner rodeó el escritorio.

—¿Qué hace? ¿Está intentando guardar el archivo?

—Sí, intentando es la palabra.

Los dedos de Turner volaron sobre las teclas.

—Ya está. Es como una mujer…, hay que tratarlo con tacto.

—Ah, ya veo, ¿y usted entiende de eso?

El subinspector sonrió con timidez.

—Tengo información sobre Middleton que puede ser interesante.

—¿Y eso?

—Se me ocurrió que antes de nada lo mejor era comprobar las finanzas de nuestro hombre. Por supuesto he tenido que vérmelas con los del banco, como siempre, pero he hecho un par de llamadas y he conseguido acceder a la cuenta, bueno, a las cuentas en realidad…, una docena por lo menos.

—¡Una docena!

Turner sacó un fajo de folios de una carpeta y se los tendió a su jefe.

—A primera vista no hay nada fuera de lo normal. Cantidades bastante pequeñas en ambas, transferencias regulares, la nómina, recibos de la casa, la hipoteca, las letras del coche. Pero luego me he percatado de un patrón.

Pendragon extendió los folios por el escritorio y fue mirando uno tras otro.

—Sí…, cantidades similares todos los meses desde cuentas distintas, como unas mil libras cada vez.

—Y el dinero se distribuye de forma arbitraria desde seis de las cuentas de Middleton hasta al menos otras tres de segundas personas. Al principio creí que se trataba de movimientos legales.

—No, si fuesen gastos fijos de grandes cantidades, algún plazo de la hipoteca o algo así, iría a una cuenta, o como mucho a dos. Estamos ante un arreglo privado pensado para pasar desapercibido. ¿Algo más?

—Pues sí, la verdad es que sí. He consultado los archivos centrales y el señorito Middleton tiene antecedentes.

Pendragon arqueó las cejas.

—Pasó un tiempo a la sombra en Escocia: pornografía infantil y abuso sexual de una menor.

La cara del inspector no se inmutó al comentar:

—Un caramelito para cualquier chantajista.

—Sí, e ideal para cargarse una relación si sale a la luz la verdad.

—Ya se olía usted que Sophie Templer ocultaba algo.

Pendragon se levantó y se puso a pasear por delante de la mesa.

—Rob Grant sugirió que el personal de Rainer y Asociado no sentía mucha simpatía por Middleton. Está claro que no era Don Carisma, pero a lo mejor algún pajarito les había contado algo.

Turner se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, sí, su pasado podría ser nuestro móvil, pero eso tampoco nos ayuda mucho a la hora de saber quién lo hizo…, podría haberlo hecho cualquiera.

—Estamos de acuerdo, pero al menos es un principio. Creo que va siendo hora de que nos acerquemos a ver a Max Rainer. Tal vez pueda arrojarnos alguna luz sobre el pasado escabroso de Tim Middleton. Al fin y al cabo, es «amigo de la familia».

Salieron del despacho de Pendragon; estaban recorriendo el pasillo que daba a la salida principal cuando la comisaria Hughes asomó la cabeza por la puerta del suyo.

—Jack, ¿podemos hablar un segundo?

—Nos vemos en el coche —dijo Turner, que siguió andando.

Pendragon se olió que pasaba algo al ver que la comisaria no le invitaba a sentarse. La mujer volvió detrás del escritorio y se quedó de pie con los puños apoyados en la mesa. Fue en ese momento cuando Pendragon reparó en el periódico que tenía abierto ante ella.

—Doy por hecho que no lo ha visto todavía —dijo la comisaria, que prácticamente le tiró el diario encima.

El policía sintió cómo se le iba el color de la cara. Era el periodicucho local, el Gazette. Por encima de una fotografía en la que aparecía él mirando con cara de pocos amigos a los objetivos, el titular decía a voz en grito: «LO DEJARON… POR OTRA». El artículo empezaba así:

El detective inspector jefe Jack Pendragon, quien apenas lleva unos días en la comisaría de Brick Lane, tiene tantos esqueletos guardados en el armario que bien podría unirse a unos feriantes y gestionar un castillo del terror. Reciente es su salida por la puerta de atrás de la Policía de Thames Valley, y reciente es también la puerta que le enseñó su mujer tras quince años de matrimonio. Jean Pendragon se separó de su marido el pasado enero y en la actualidad reside con su amante, la directora de un colegio de Kidlington, Sarah Milligan. La feliz pareja no ha podido hacer declaraciones, pero fuentes cercanas a los Pendragon nos han relatado cómo el matrimonio empezó a hacer agua cinco años antes, cuando desapareció Amanda, su hija de nueve años, cuando iba camino de su escuela en el barrio de Headington, en Oxford. La niña nunca fue encontrada. Según los archivos…

Bajó el periódico y miró a los ojos a su jefa.

—Esto es una vergüenza. ¿Cómo se atreven?

Hughes apenas podía controlar su propia rabia.

—Jack, no está usted entendiendo la cuestión.

—¿Y cuál es, si se puede saber?

—¿Me lo pregunta en serio? Pues la cuestión es, detective inspector jefe, que la han tomado con usted. ¿Se puede saber qué coño ha hecho para ponerse a la prensa en su contra?

—Yo no he… —En ese momento recordó el encuentro en las escaleras a la salida de la comisaría—. Ay, la madre que…

—¿Qué?

—Ayer tuve un encontronazo con unos periodistas.

—¿Un encontronazo? —La comisaria arqueó una ceja. Se había sentado y tenía los brazos sobre el escritorio, con las manos entrelazadas.

—Estaba saliendo del edificio cuando me pusieron en la cara cámaras y grabadoras. Quizá no fui todo lo cordial que debiera.

—¡Salta a la vista!

—Pero esto es ridículo. Lo que han escrito es una calumnia, a mí no me echaron de…

—Jack, a mí eso me es indiferente, es más, me da exactamente igual. Lo único que me importa es no poner en nuestra contra a los medios locales. Son nuestros aliados, Pendragon.

El inspector la miró sin dar crédito.

—¿Aliados? En Oxford…

—Eso tampoco me importa —lo interrumpió, subiendo la voz varios decibelios—. Esto no es Oxford, aquí trabajamos según mis normas, y yo quiero que tengamos a la prensa informada, ¿entendido?

Jack no respondió.

—¿Entendido o no, inspector jefe Pendragon?

—Sí, señora. ¿Cómo han sabido lo de Jean?

Hughes suspiró y sacudió la cabeza:

—Me cuesta creer que alguien de aquí se haya ido de la lengua.

—¿Qué quiere decir? ¿Cómo iba a saberlo alguien de aquí?

—Jack. —A la comisaria se le relajó ligeramente la expresión—. Ese tipo de cosas no permanecen mucho tiempo en secreto.

—No, se ve que no —contestó entre dientes—. Y ha sido todo un detalle sacar el tema de mi hija.

—Sí, ahí se han pasado de la raya.

—Pero no importa, ¿verdad? Hay que ser amable con la prensa.

La comisaria Hughes bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas. Pendragon se fijó en que las yemas se le habían puesto blancas. Al volver a alzar la cabeza, su jefa aparentaba una estudiada cara de impavidez.

—Quiero que dé una rueda de prensa —le ordenó—. Encárguese usted de organizarla, pero quiero que sea hoy.

Pendragon arrojó el periódico al escritorio y salió del despacho.

Un agente uniformado estaba acompañando hasta la salida a una viejecita en el momento en que Pendragon se dirigía hacia allí. Ya había alcanzado la puerta cuando el subinspector de guardia lo llamó:

—¿Señor?

Pendragon se detuvo y respiró hondo antes de volverse para mirar.

—¿Subinspector?

—Perdone que le moleste, inspector jefe. Esta señora —señaló a la anciana— ha denunciado la desaparición de su perro. Un spaniel.

Pendragon lo miró sin salir de su asombro. El subinspector Scratton captó el escepticismo de su superior y prosiguió:

—Ya, ya lo sé. En otro caso no le habría…, pero es que…, es la tercera que viene esta semana.

El inspector jefe apoyó un codo sobre el mostrador de la entrada y se llevó dos dedos al puente de la nariz. De repente sintió un gran cansancio.

—Muy bien, subinspector. Tengo que irme corriendo. Dele los detalles al inspector Towers, ¿de acuerdo?

Pendragon salió a la luz vespertina del sol y vio a Turner sentado al volante del coche más cercano. Volvía a hacer bochorno y resultaba difícil ignorar el olor de las alcantarillas.

—Ahora resulta que tenemos a un secuestrador fantasma de perros por ahí suelto —dijo Pendragon en un hilo de voz—. Creo que este tiempo está empezando a hacer mella en la gente.

Max Rainer tenía su piso en la cuarta planta de un edificio recién restaurado de los años veinte de la calle Turnmill, en la zona de The Barbican, a diez minutos en coche de la comisaría. A través de un vestíbulo de paredes blancas flanqueado por palmeras en maceteros de granito negro se accedía a un original ascensor con puerta corredera y un tramo de escaleras de piedra a un lado. El ascensor los dejó en un pasillo muy amplio. El lienzo en blanco de las paredes estaba profanado por dos enormes fotografías en sepia del edificio original en obras en las que albañiles con boinas transportaban espuertas de ladrillos y empujaban carretillas. En cada planta había cuatro pisos; el de Rainer era el número 402.

El arquitecto estaba al teléfono, riendo, cuando abrió la puerta unos centímetros. Se le cambió la cara al ver a los policías. Tras ventilar la llamada lo más rápido que pudo, colgó el teléfono.

—Inspector jefe…

—Pendragon.

—Claro, claro. ¿A qué debo este honor? —Rainer miró al inspector y después le dio un repaso de arriba abajo a Turner.

—Pasábamos por aquí. Nos preguntábamos si nos podría dedicar diez minutos.

—Bueno, yo…

—Estupendo. —Pendragon se adelantó, y a Rainer no le quedó más remedio que abrir la puerta y dejar entrar a los dos hombres en su piso.

Tenía muebles caros. Junto a un gran ventanal de tres hojas había una tumbona Le Corbusier. Cortinas antiguas de terciopelo negro, suelo de palisandro, estanterías de vidrio con objetos exóticos y selectos, sofá de cuero desgastado y una lámpara de pie art decó. Rainer los invitó a sentarse. Turner tomó asiento en la otra punta del sofá donde estaba el arquitecto, mientras que Pendragon se quedó de pie y se dedicó a dar vueltas por la estancia.

—Por desgracia tengo una cita dentro de veinte minutos, inspector jefe —terció Rainer—. Como podrá comprender, la muerte de Tim nos ha conmocionado a todos, y, en consecuencia, tengo un montón de asuntos laborales y personales que atender. Desde luego estoy dispuesto a ofrecerles toda la colaboración posible en su investigación, así que si les parece bien podríamos saltarnos la ceremonia del té con pastas. —La cara de Rainer, ya de por sí arrugada, parecía más contraída de lo habitual. Tenía los ojos marrones inyectados en sangre y cercados por ojeras profundas. Pendragon y Turner sabían por los archivos que ese año había cumplido los cincuenta y seis. Ese día parecía mayor.

Pendragon hizo un gesto de condescendencia con la mano y dijo:

—Lo entiendo perfectamente, señor Rainer. Pero pensé que estaría dispuesto a ayudarnos a encontrar al asesino de Tim Middleton.

—¿Al asesino? ¿Ya es oficial?

—Sí.

—¿Cómo podría ayudarlos? —preguntó Rainer preocupado.

—¿Hasta qué punto era íntima su relación con Tim Middleton?

La pregunta pareció sorprenderle un poco.

—Yo apreciaba su trabajo…, lo respetaba. Lo conocía desde hacía bastante, pero tampoco se podría decir que fuésemos amigos.

—Aunque sí que les unían lazos familiares. ¿Estoy en lo cierto?

—Estudié en Cambridge con el padre de Tim, Greg. Remábamos juntos; y fui su padrino de boda en 1976.

—¿Y contrató a Tim para hacerle un favor a la familia? —sondeó Pendragon.

—En absoluto —contestó Rainer—. Tim es…, era…, un arquitecto muy bueno, buenísimo. Antes de entrar a trabajar con nosotros estuvo varios años en un estudio de mucho renombre.

Pendragon fingió ignorar ese dato. El silencio se hizo en la sala mientras el policía se dedicaba a examinar los objetos de los estantes de cristal.

—¿Y qué me dice de los antecedentes del señor Middleton? —preguntó por fin.

La sorpresa de Rainer pareció bastante genuina.

—Vamos, señor Rainer —le instó Pendragon, de pie frente al sofá. Acto seguido se dirigió a su subordinado—: Subinspector, tal vez usted pueda refrescarle la memoria al señor Rainer.

Turner hojeó su libreta y leyó:

—El 6 de junio de 1997 el señor Tim Middleton fue arrestado en Edimburgo. El 18 de octubre de ese mismo año fue sentenciado a seis años de cárcel por dos cargos de abuso sexual de un menor y tres cargos de posesión y distribución de pornografía infantil. Lo soltaron por buena conducta el 12 de marzo de 2001.

Rainer se pasó una mano por su escaso pelo negro.

—Bien, sí, Tim cometió un delito. Alguien de Meadhams (el estudio de arquitectos de Harrow para el que trabajaba) se enteró de su pasado. Le «dieron puerta», como suele decirse. En aquellos días, el padre de Tim, Greg, sufría una enfermedad terminal…, cáncer de hígado, y murió al poco tiempo. No es que me sintiese muy cómodo con las… inclinaciones de Tim, pero era un arquitecto muy bueno. Créanme, si alguna vez hubiese sospechado de que volvía a delinquir, yo habría…

—Ésa no es la cuestión ahora, señor Rainer.

—No, no, por supuesto. Pero resulta evidente que creen que puede estar relacionado con su muerte.

—Todavía es pronto para decirlo, pero tenemos que investigar todas las vías. ¿Nos podría contar algo sobre la vida privada del señor Middleton? —Pendragon apartó una silla, se sentó y apoyó los codos sobre las rodillas al tiempo que entrelazaba los dedos.

—La verdad es que no. Éramos compañeros de trabajo, poco más. Apenas tenía relación con él.

—¿Conocía a sus amigos?

—No.

—¿Tenía la sensación de que frecuentaba, quizá, malas compañías, o de que estaba metido en algún tipo de lío?

Rainer se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación.

—Como le he dicho, inspector jefe, apenas tuve contacto con Tim más allá de la oficina. Era ya mayorcito, yo no le vigilaba.

—Ya. Y dígame, ¿cree que alguien más de la empresa conocía el pasado del señor Middleton?

Rainer se puso tenso y contestó:

—¡Más me valdría que no! Yo, desde luego, no he abierto la boca. ¿Qué le lleva a pensar eso?

Pendragon hizo oídos sordos.

—¿Y la empresa va bien?

—Sí, tenemos una lista de proyectos bastante extensa. ¿Por qué?

—¿Incluido el de Frimley Way?

—Sí. Y, por supuesto, me enteré de lo de la muerte del albañil. Una desgracia.

—¿Era Tim Middleton quién llevaba ese proyecto? —preguntó Turner.

La mirada de Rainer pasó de Pendragon al subinspector.

—La cosa no funciona así. Trabajamos como un equipo en todos los proyectos.

—Pero ¿no tiene un jefe de proyecto o algo así?

Rainer tuvo que asentir.

—¿Y Frimley Way era de Middleton? —siguió presionando Turner.

—Era el encargado del proyecto, sí. ¿Adónde quiere ir a parar?

Turner miró a los ojos a Rainer.

—Solo estoy intentando encajar las piezas del puzle, señor. Forma parte del oficio.

—Bien, subinspector —contestó Rainer gélidamente—, entonces sabrá disculparme. Yo también tengo un oficio, y reunirse con clientes forma parte de él. —Miró la hora y luego a Pendragon—. Inspector jefe, lo siento, pero tengo una cita.

—Qué actitud más rara, ¿no? —comentó Turner mientras bajaban en el ascensor.

—Bueno, yo no diría tanto, subinspector. A mí Rainer me parece la típica persona excitable. Además, el duelo afecta a la gente de formas muy distintas.

De vuelta a Brick Lane, Turner dejó el coche en el aparcamiento y vio antes que Pendragon al grupo de periodistas que esperaba en las escaleras de la comisaría.

—Ya estamos todos.

Pendragon se apeó por el lado del copiloto y caminó con aplomo hacia los escalones. Ignorando las grabadoras, se abrió camino a través de la multitud. Una vez en lo alto de las escaleras se volvió para encarar la manada de periodistas:

—Me gustaría informarlos de algunas novedades —anunció al tiempo que bajaba la vista hacia los periodistas y fotógrafos congregados allí.

Se oyó el chasquido de las cámaras y un par de periodistas comprobaron que sus grabadoras digitales estuviesen funcionando. Pendragon distinguió a Fred Taylor hacia el fondo del grupo y lo fulminó con la mirada.

—Ha habido dos muertes recientes vinculadas con la obra que tiene la constructora Bridgeport en Frimley Way —comenzó—. Un obrero llamado Amal Karim fue asesinado a golpes en la madrugada del sábado. Ejercía de vigilante nocturno en la obra. Su cuerpo se encontró en la pista de baile de una discoteca cercana. Nuestro equipo de la Policía Científica ha constatado que el ataque se produjo en el tejado de la discoteca y que el cuerpo fue lanzado por un conducto de ventilación que da justo encima de la pista.

»La segunda muerte ha sido la de un arquitecto de la empresa Rainer y Asociado. El fallecido se trata de Tim Middleton, el asociado en cuestión, y uno de los arquitectos encargados de la urbanización de Frimley Way. El señor Middleton murió el domingo en un restaurante de la ciudad. De momento se desconoce la causa de la muerte, pero la unidad forense de la Policía está tratando de esclarecerla. Por ahora no tenemos ninguna prueba que vincule ambas muertes, ni siquiera podemos asegurar si el señor Middleton fue asesinado o no. —Pendragon hizo una pausa para sondear las caras que tenía ante él.

—¿Y el cuerpo que se desenterró en la obra, inspector jefe Pendragon? ¿Qué puede contarnos al respecto? —Era Fred Taylor quién hablaba.

Pendragon respiró hondo, haciendo tiempo para organizar sus ideas.

—Creo que ha habido un malentendido, señor Taylor —replicó—. No hay ningún cuerpo.

—Mis fuentes me han dicho lo contrario.

—Ah, sus fuentes. Sí, bueno, entonces siento decirle que sus fuentes le están despistando. En el trascurso del reconocimiento de la escena del crimen nuestro equipo de Criminalística desenterró un hueso humano, un metatarso de la mano derecha. ¿Quiere que le deletree «metatarso», señor Taylor?

Un par de reporteros rieron.

—¿Un hueso humano? —preguntó otro periodista.

—Sí, pero se trata de un hueso muy, muy antiguo.

—Pero de otra víctima de asesinato… y en el mismo emplazamiento —insistió Taylor.

—No se sabe. En el caso de que fuese una víctima de otro asesinato, el crimen debió de ocurrir hace muchísimo tiempo —contestó Pendragon—. El hueso tiene, por lo menos, cien años.

Los periodistas se pusieron a hablar todos a la vez. Al cabo de un momento, Pendragon levantó la mano y se apaciguaron.

—Siento decirles que ésta es toda la información que manejamos de momento. Les mantendremos informados de cualquier novedad que surja.

—Inspector jefe, ¿tiene algo que comentar sobre el hecho de que hayan puesto en el candelero su vida privada?

—Sin comentarios —respondió, y se dispuso a entrar en la comisaría.

—¿Sin comentarios, inspector? ¿No desea responder? —le presionó Taylor.

Pendragon se detuvo un instante y se pasó la mano por la frente. Acto seguido empujó la puerta y entró con paso decidido en el edificio.

Eran casi las 19:30 cuando regresó a su piso. Se sentía agotado, y no solo por las exigencias del trabajo; contener la frustración y la rabia que experimentaba por dentro también era agotador. Siempre había visto a los medios con recelo. El recuerdo de la intrusión de la prensa cuando su hija desapareció era especialmente amargo. Los diarios de Oxford habían aireado la ironía que suponía que un policía veterano no pudiese hacer nada por proteger a su propia hija. Había sido de una crueldad increíble, una obscenidad que les había causado un daño profundo tanto a él como a su mujer. Su matrimonio habría acabado derrumbándose incluso sin ese lastre añadido, pero nunca había llegado a perdonarle a la prensa aquel insulto, y desde entonces siempre se había mantenido a cierta distancia de los periodistas.

Y ahora las patrañas de un periodista local le habían hecho regurgitar la misma bilis. Vale, que se burlasen si querían de que Jean le hubiese dejado por una mujer. Eso podía soportarlo. Pero ¿lo de Amanda? Seguía viéndola tan claramente en su cabeza… Ahora ya sería una adolescente. Y tal vez lo fuera. A lo mejor vivía sana y salva en otra parte, con otras personas, y algún día regresaría a su vida. Sin embargo, hacía tiempo que había decidido no pensar conscientemente en eso, eran pensamientos demasiado angustiosos y destructivos. No, la única forma de mantener la cordura era imaginar que su hija estaba muerta. Hacía tiempo. En paz.

Tras la desaparición de Amanda se dedicó en cuerpo y alma a su trabajo, otro factor más para la disolución de su matrimonio. Por irónico que pudiera parecer, aparte de ofrecerle una distracción muy necesaria, su dedicación al deber no le hizo mucho bien a nadie. A pesar de cumplir de sobra con su trabajo y del respeto de sus colegas, no volvió a ver un ascenso. En otros tiempos había sido ambicioso, estaba llamado a hacer grandes cosas —comisario principal, tal vez, o incluso general—, pero de buenas a primeras se le cerraron todas las puertas y su carrera se estancó.

Después Jean decidió levantar el campo e irse. Pendragon llegó un día bien entrada la noche a su casa y se encontró con que su mujer se había llevado la ropa del armario, había cogido algunos objetos personales y le había dejado una nota breve. Aunque había hecho lo que había podido para mantenerlo todo en secreto, como era de esperar la historia salió a la luz. Su situación en la comisaría de Headington se volvió insostenible. Aprovechó unos meses que le debían de vacaciones para irse a Irlanda y perderse por los campos de Derry, donde bebió Guinness en pubs de pueblo y anduvo treinta y pico kilómetros al día.

De regreso a Oxford pidió los papeles del divorcio, presentó su dimisión y alquiló su casa. Por medio de un viejo amigo de la época de la academia le ofrecieron el puesto en Brick Lane. De primeras no las tenía todas consigo, no sabía si aceptarlo o no. Se había criado a un tiro de piedra de la nueva comisaría, pero apenas había aparecido por allí desde que se licenció en Oxford hacía veinticinco años. Parte de él dudaba sobre la conveniencia de volver al sitio en el que había crecido. Habían cambiado tantas cosas en su vida desde que había recorrido por última vez aquellas calles, él había cambiado tanto… De hecho, apenas guardaba ya ningún parecido con el mocoso que había jugado por Mile End Road en pantalones cortos, con las rodillas siempre magulladas y cubiertas de polvo de jugar a la guerra en un solar abandonado en el que habían caído bombas de la Luftwaffe veinte años antes de que él naciera.

Repasó con la mirada su piso desarrapado y suspiró. Acababa de poner el Sunday at the Village Vanguard de Bill Evans en el tocadiscos cuando oyó un golpecito en la puerta. Bajó el volumen de la música y fue a responder. Sue Latimer estaba al otro lado con una botella de whisky decorada con un lazo azul.

—Un pequeño presente en agradecimiento —le dijo dándosela.

—¿Por qué?

—Por ser mi caballero andante.

Pendragon rió y cogió la botella.

—No tenías que haberte… —Se dio cuenta de que Sue estaba escrutando la habitación, por detrás de él—. Entra. —Abrió la puerta del todo y la hizo pasar delante de él—. Lo siento, ya sé que la casa no es para echar cohetes. ¿Quieres beber algo?

—¿Tienes vino? —preguntó mientras inspeccionaba la estancia—. Me encanta Bill Evans.

—¿De verdad? —dijo Pendragon al tiempo que se dirigía a la cocina americana.

—Pareces sorprendido.

—Ah, no, bueno, es que…, creía que hoy en día no lo conocía mucha gente. El jazz no está precisamente de moda.

—Yo me crié con él. Antes cantaba en un grupo.

—¿En serio?

—Bueno, en plan aficionados y eso, nada del otro mundo. Pero nos lo pasábamos bien.

Pendragon se había quedado de pie sonriéndole con una copa en cada mano.

—¿Te vas a tomar las dos? —le preguntó Sue.

El policía le tendió una.

—Salud. —Alzó la copa—. La verdad es que no tenías que haberme comprado la botella; me temo que no fui de gran ayuda.

—Qué tontería. A saber lo que habría pasado si no hubieses llegado justo en ese momento. Por suerte solo he perdido el bolso.

Pendragon se encogió de hombros y dijo:

—Le he encargado a uno de mis subinspectores que lo investigue, pero sin haber visto la cara del ladrón no cabe esperar gran cosa. ¿Has cancelado las tarjetas de crédito?

—Sí, claro, y por suerte solo tenía un par de billetes pequeños en el bolso. De todas formas, lo del whisky no era solo para darte las gracias; pensé que te vendría bien para animarte.

Pendragon la miró inquisitivo.

—He leído el periódico esta mañana.

—Vaya…

—Hay que ver lo bajo que puede caer la prensa amarilla.

—Sí, bueno. El daño ya está hecho, e impreso.

Se produjo un silencio momentáneo. El policía rellenó la copa de Sue y fueron a sentarse al sofá.

—Bueno, puede que el periódico haya sacado a la luz mi vida privada y haya difamado sobre ella… Pero, bueno, aparte de que te gusta el jazz y de que cantas, no sé nada sobre ti.

—Bueno, entonces ya sabes lo más interesante —contestó la mujer—. Soy de Sheffield, tengo cuarenta y… tantos años. —Esbozó una sonrisa pícara y le dio un trago al vino—. Doy clases en el Queen Mary College, de psicología. Estuve casada… doce años… Me divorcié hace tres. Sin hijos. Voilà!, la apasionante biografía de la doctora Sue Latimer.

Pendragon sacudió la cabeza y vació la copa.

—¿Qué?

—No, nada.

La mujer le sostuvo la mirada un segundo.

—Que es una pena que te tengas en tan poca estima. Yo hago lo mismo, creo que son daños colaterales del divorcio.

—Puede ser —concedió Sue—. Aunque he de decir que por entonces me sentí liberada. Pero ¡eh, que la psicóloga soy yo! —Rió y luego consultó su reloj.

—¿Tienes que ir a alguna parte? —le preguntó el policía a Sue, que se apuró su copa.

—Eso me temo. Tengo una clase con los del nocturno. Los pobrecillos tienen que aguantarme después de salir del banco o la oficina.

—Ya estás otra vez.

Sue sonrió y dijo:

—Genio y figura…

La acompañó a la puerta; cuando hizo ademán de tenderle la mano, Sue se inclinó hacia él y le besó en la mejilla.

—Ah, casi se me olvida —le dijo ya en el umbral—. ¿Podría tentarte con una cena en mi casa mañana por la noche? Una cosa sencilla, eso sí. No soy Delia Smith.

—A Dios gracias —respondió Pendragon—. Y, sí, me encantaría.

—¿A las ocho y media?

—Allí estaré.