Capítulo 40
Pendragon iba andando por el pasillo con un mal humor que no recordaba haber tenido desde hacía mucho tiempo. Interrogar a sospechosos era una de las tareas del oficio que más le desagradaban. Odiaba hacerse el tipo duro, porque tenía que asumir una personalidad que difería mucho de la imagen que tenía de sí mismo, y siempre le inquietaba meterse en el papel y luego no poder quitárselo de encima. No quería convertirse en la persona que fingía ser en la sala de interrogatorios. Había otros polis que parecían entrar y salir del personaje como el que se cambia de camisa, pero a él se le antojaba poco natural. Tal vez, rumió, ésa era una de las razones por las que nunca había pasado de ser inspector jefe. La actuación de ese día le resultaba particularmente penosa, pues su corazonada había resultado ir muy desencaminada. Absorto como iba en sus pensamientos, no oyó al policía uniformado cuando lo llamó por primera vez.
—¿Señor? —repitió el subinspector Scratton.
Pendragon salió de su ensoñación.
—¿Subinspector?
—Señor, acaba de llamar el agente Smith. Han encontrado el cuerpo de un perro cerca del canal de la calle South, a un kilómetro y medio de aquí más o menos.
—¿De un perro? —Pendragon parecía no entender nada.
—¿Se acuerda de que el martes le dije que teníamos tres denuncias de perros desaparecidos? De aquella señora mayor que estaba saliendo…
—Sí, sí —recordó Pendragon—. Ya me acuerdo. Tenía un spaniel, ¿no?
—Así es, señor. Smith me ha dicho que el que ha encontrado es un chucho, así que no puede ser el de la señora. Pero ojo al dato: afirma que lo han envenenado. No hay heridas visibles, y tiene las encías cubiertas de una baba verdosa. No ha dado más datos. Ah, y había una jeringuilla al lado del cuerpo.
Pendragon iba a zanjar el asunto con un chascarrillo —en plan, una jeringuilla al lado del canal en esa parte de Stepney es casi de postal—, pero se detuvo. Al otro lado del pasillo se oyó una puerta y vio salir a Turner de la sala de interrogatorios número 2. Se fue hacia él.
—¿Has terminado con Turnbull?
Turner asintió.
—Bien. —Se volvió hacia Scratton y añadió—: Subinspector, encierre al sospechoso, haga el favor. Turner, vente conmigo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Jez mientras bajaban de tres en tres los escalones hasta el aparcamiento.
—Un perro envenenado.
—¿Un qué?
Pendragon le puso al tanto mientras se subían en el coche patrulla. El subinspector enmudeció y se puso a mirar por la ventanilla del copiloto.
—¿Qué has averiguado sobre Murano Glass y nuestro encantador señor Gregson? —le preguntó Pendragon cuando se incorporaba a Brick Lane.
—Pues poca cosa, jefe —dijo, girándose para mirar a su superior—. Ninguno de los trabajadores tiene antecedentes serios. El del almacén, Daniel Beatty, se dio alguna vuelta que otra con un coche robado cuando era un chaval, pero, bueno, ¿y quién no? Tanto Alec Darlinghurst como su madre están limpios. Por no tener, no tienen ni multas de aparcamiento. Sidney Gregson y su esposa volaron a Niza el 23 de mayo, un día antes del robo. No hay ni un miserable indicio para inculpar a ninguno.
—En realidad no me sorprende —repuso Pendragon—. De todas formas le voy a decir a Mackleby que le pida a todos los que estén involucrados en la investigación que se sometan voluntariamente a una prueba de frotis de ADN. Nunca está de más.
Volvieron a callar. Turner se quedó contemplando el paso de los edificios conforme dejaban atrás la avenida principal y giraban por una pequeña bocacalle. Pendragon paró el coche al final, donde una hilera de barrotes blancos metálicos separaban la calzada de una franja de césped pisoteado. Algo más allá, un sendero de barro reseco iba a parar a un camino de sirga que bordeaba el canal. Tras un breve paseo llegaron a una alambrada oxidada. Distinguieron la recia figura del agente Smith con su impermeable amarillo estridente, acompañado de otras tres personas en medio de otro tramo de tierra lleno de grandes trozos de cemento, montones de latas de gasolina y matojos desgarbados de hierbajos por aquí y por allá.
El perro yacía en una pose lastimosa, sobre un tramo de gravilla; tenía los ojos abiertos y de un blanco lechoso, pero había pocos signos exteriores de degradación. El pelaje marrón estaba apelmazado y grasiento, y exudaba un hedor penetrante a orina.
—Han sido un par de chiquillos los que se han encontrado al pobrecillo —los informó el agente Smith cuando Pendragon y Turner llegaron a la altura del animal—. He metido la jeringuilla en una bolsa y, en la medida de lo posible, he intentado que nadie contamine la escena, señor.
—Bien hecho, Smith —reconoció Pendragon, que se agachó y miró de cerca las manchas verdes que tenía el perro en las encías—. Vale, le diré a alguien que venga a llevárselo. Smith, ¿puede mandar a toda esta gente a casa? No sé qué necesidad tienen de estar aquí merodeando. Subinspector… —Miró a Turner—. ¿Subinspector?
Jez alzó la vista y Pendragon se fijó en que se había puesto muy pálido y tenía lágrimas asomándole a los ojos.
—¿Cómo puede haber gente que haga cosas así?
—Venga —le respondió el inspector—, vámonos.
Deshicieron el camino andado entre la inmundicia. Pendragon desplegó el móvil y pulsó la marcación rápida para contactar con la comisaría.
—Páseme con el inspector Grant, por favor.
—¿Jefe?
—Turner y yo estamos volviendo del canal que hay al lado de la calle South. Supongo que le habrán contado ya lo del perro, ¿no?
—Sí, Scratton acaba de enseñarme el informe. Lo encontró Smith, ¿no?
—Exacto. Se ve claramente que ha sido envenenado.
—¿Está seguro?
—Pues mire, inspector, no —replicó Pendragon—. Pero está pasando algo raro y parece demasiada coincidencia que informasen de la desaparición del primer perro justo antes del asesinato de Middleton.
—¿Cómo? ¿Cree que el asesino practica antes con perros?
—No sé qué pensar a ciencia cierta, Grant. Hay muchas preguntas que no tienen respuesta. Este perro murió anoche como muy tarde, así que ¿quién sabe?
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Inspector?
—Sí, perdón, señor, estaba cavilando.
—De acuerdo, escúcheme: quiero que peinen hasta el último descampado, parque, orilla de canal y callejón del barrio. Que todo el mundo deje lo que esté haciendo. Quiero que encuentren el resto de los perros desaparecidos antes de que acabe el día.
—No se preocupe. Por cierto, señor, ha surgido algo.
—¿El qué?
—Hemos recibido una llamada justo antes de la suya. De Max Rainer.
—¿De Rainer?
—Asegura que lo atacaron anoche cuando estaba saliendo de la oficina. Un porrazo en la cabeza. Al parecer se ha pasado media noche en el ambulatorio y está que trina. Quiere ver a los culpables entre rejas.
—¿Qué fue, un atraco? ¿Le han robado algo?
—Por lo visto no. La cartera estaba intacta.
Habían llegado ya al coche patrulla. Pendragon se puso al volante.
—Vale —siguió diciéndole a Grant—. Quiero que me informen en cuanto encuentren algo. —Cerró el teléfono y giró la llave en el contacto.
Max Rainer se mostró mucho más cordial que durante la primera visita a su piso. Abrió la puerta con una bata larga de seda sobre un pijama con pinta de caro. Tenía un trozo grande de esparadrapo en la frente y llevaba en una mano una bolsa de frío pegada a la sien derecha, y en la otra, un vaso de whisky. Cuánto teatro, pensó Pendragon para sus adentros mientras Rainer los invitaba a pasar al salón.
—Le agradezco mucho que haya podido venir, inspector jefe. —Le dedicó a Pendragon una sonrisa apagada y miró de reojo al subinspector Turner, que estaba contemplando un cuadro que había en la pared—. Por favor, siéntense. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? —dijo alzando su vaso.
—No estando de servicio, lamentablemente —se excusó Pendragon.
—Es una lástima. Se trata de un whisky de malta buenísimo, un Macallan de treinta años.
—Yo tomaría un vaso de agua, si puede ser —dijo Turner sin cortarse un pelo.
Pendragon sonrió fugazmente a su subinspector mientras Rainer arrastraba los pies hasta la cocina.
—Bueno, cuéntenos qué pasó —le dijo Pendragon una vez que Rainer hubo vuelto con un vasito de agua para Turner.
—Fue cuando estaba saliendo de la oficina. Serían las nueve pasadas; me había quedado a adelantar algo de trabajo. Los demás se habían ido hacía horas. Estaba cerrando la puerta principal del estudio, en el vestíbulo de la primera planta, cuando oí un sonido detrás de mí, pero antes de poder girarme sentí un dolor espantoso en la nuca, me tambaleé y en la caída me golpeé la frente con la puerta.
—¿Y no vio a nadie?
—No.
—¿Y cuándo volvió en sí?
—A las 12:03. Cogí un taxi y me fui por mi cuenta al Hospital de Londres. Me han tenido ingresado hasta por la mañana. Una contusión, claro, y aparte me han dado cuatro puntos… aquí. —Se señaló la frente—. Y siete aquí, por detrás.
—¿Tiene alguna idea de quién pudo ser?
—Esperaba que me lo dijeran ustedes —repuso Rainer recuperando su acritud habitual.
—Por lo que sé, no le robaron nada. La cartera estaba intacta.
—Así es.
—Entonces es posible que lo atacara alguien con motivos para estar resentido.
Rainer no dijo nada.
—Señor Rainer, ¿no sospecha usted de nadie? ¿No tiene enemigos?
—Que yo sepa, no.
Pendragon miró de reojo a Turner, que estaba concentrado en su libreta.
—En fin, es que su socio, Tim Middleton…
—Sí. Vale. Sé lo que va a decir, la tumba de Tim todavía está fresca y a mí me atacan sin motivo aparente: es extraño, estamos de acuerdo… —Hizo una pausa, se levantó y fue hasta el mueble bar, donde se echó otro trago generoso del buenísimo Macallan. Al volver se confesó—: Me han estado chantajeando.
Pendragon y Turner lo miraron de hito en hito.
—¿Desde cuándo? —reaccionó Pendragon.
—Desde hace unos tres meses. No tengo ni idea de quiénes son ni de por qué lo hacen. Pero me da la impresión de que saben una barbaridad de cosas sobre mi pasado y no tendrán reparo alguno a la hora de utilizar esa información.
—¿Puede profundizar, por favor?
—No, no puedo, inspector jefe. Es irrelevante.
—¿Eso cree? Pues yo diría que es muy relevante. Resulta que a Tim Middleton también lo estaban chantajeando… antes de ser asesinado.
Rainer se puso lívido y le dio un buen trago al whisky.
—Antes de titularme en Arquitectura —se apresuró a responder—, estuve dando clases particulares por mi cuenta. Chavales y chavalas de dieciséis, diecisiete años que se estaban preparando para los exámenes de secundaria. Y yo…, pues tuve una relación breve con una de esas chicas. Tenía diecisiete años, todo dentro de la ley.
—¿Qué es lo que pasó, señor Rainer?
Suspiró y alzó la vista al techo.
—Se quedó embarazada y la obligué a abortar en una clínica clandestina. Murió de sepsis, y nunca lo reconocí ante su familia. —Rainer miró fijamente a ambos policías—. ¡Pero eso fue hace treinta años, por el amor de Dios! No me explico cómo puede saberlo alguien.
—Pues es evidente que alguien lo sabe —replicó Turner, sosteniéndole la mirada a Rainer.
El arquitecto vació el vaso y dijo:
—¿Y qué tienen pensado hacer?
—¿Está dispuesto a hacer una declaración completa y darnos acceso a todas sus cuentas?
—¡No! —Rainer empezaba a arrastrar las palabras.
—¿Tiene alguna carta, correo electrónico o cualquier otra cosa del chantajista?
—No, me contactan por teléfono. Me han llamado tres veces. La última vez fue hace más de un mes, para comunicarme que doblaban la cuota.
Pendragon se levantó y dijo:
—Bueno, en tal caso, no hay mucho que nosotros podamos hacer.
—¿Qué quiere decir con que no hay mucho que puedan hacer? —le increpó Rainer—. ¡Esto es intolerable! ¿Acaso no tienen forenses, expertos en ADN y en huellas?
—Señor Rainer, ¿qué pruebas espera que encontremos en el escenario del crimen? Le golpearon en la cabeza por detrás; no vio a nadie. La herida la tiene ya limpia y cerrada con puntos, como es natural. Seguramente su atacante llevaba guantes y no habrá dejado rastro alguno de ADN. Podemos mirar las cámaras de vigilancia que hay cerca de sus oficinas, pero yo diría que las probabilidades de ver algo útil serían…, pues…, nulas. La única posibilidad real de llevar a buen puerto nuestra investigación es intentar localizar al chantajista. Para ello necesitamos seguir un rastro de papel que empieza con sus detalles bancarios y con una declaración meticulosa por su parte, con nombres, fechas, detalles sobre sus… indiscreciones de hace treinta años.
—No estoy dispuesto a hacer eso.
—Muy bien —contestó Pendragon—. Si cambia de parecer, ya sabe dónde estamos. No hace falta que nos acompañe a la puerta.