Capítulo 38
Londres, marzo de 1589
Aunque estaba muy cansado, Edward Perch me insistió para que hablásemos enseguida y trazásemos un plan. Salimos de la habitación de Edmund y lo seguí hasta un pequeño despacho situado al fondo del pasillo. Había pocos muebles: un escritorio grande sembrado de papeles y, en la pared opuesta, un par de sillas viejas. Ordenó a un criado que fuese a por vino y algo de pan. Hasta que no mencionó la comida no me di cuenta del hambre que tenía.
El despacho estaba en la parte trasera del Jardín del Oso, lejos de las gradas y el ruido de las masas. Edward era muy diligente y metódico. Despejó la mesa y me señaló una silla.
—Hace tiempo que sé de vuestra misión —empezó—. Tengo gente que trabaja para mí en Francia. Gran parte de nuestro negocio se desarrolla entre París y Londres, aunque eso no debe importaros. —Hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Tengo infiltrados en la red de Walsingham y estoy convencido de que sabemos mucho más de los tejemanejes y los planes del secretario principal que él de los nuestros.
—Luego, ¿solo sabéis de mi trabajo por los espías de París?
—Por supuesto que no. También me he carteado con el propio Roberto Belarmino. Antes ya he ayudado a otros hombres enviados a Inglaterra como meros misioneros. Sin embargo, estoy al tanto del reciente cambio en la política del Vaticano. Su Santidad ha perdido a demasiados hombres buenos. Por mucho que desprecie a Francis Walsingham, he de admitir que sus métodos son extremadamente eficaces. Está claro que debemos extirpar la mala hierba de raíz. La reina debe morir.
Se hizo un silencio profundo, solo alterado por un murmullo apenas audible del gentío del ruedo, en la parte principal del edificio. Edward me preguntó entonces:
—¿Podría ver el anillo?
Alcé la mano y él acercó una vela:
—Qué excepcional, ver algo que una vez adornó la mano de Lucrecia Borgia —comentó en voz baja. Luego se apresuró a volver a su silla tras la mesa—. Pongámonos manos a la obra. Ann ha traído el veneno de su casa.
Debió de ver el alivio en mi cara porque me dijo:
—Es una joya de chica. En fin, le he dado muchas vueltas a cómo proceder. La reina se encuentra ahora mismo en Hampton Court, pero parte pasado mañana, de viaje a York. Si queremos actuar, debe ser mañana por la noche. Todavía quedan cinco horas para que salga el sol. Debéis descansar hasta el amanecer. Ya lo tengo todo dispuesto. Esto es lo que tendréis que hacer.
No se oía nada en el cuartillo que me habían asignado bajo las ahora vacías gradas del Jardín del Oso. El ruido de la matanza y el griterío había cesado, pero nada podía enmascarar el hedor. El olor del miedo y la muerte habían impregnado aquellas paredes durante años. Se quedaría allí para siempre, pensé para mis adentros, o al menos hasta que tiraran abajo el edificio.
No tenía noción alguna del tiempo, y poca conciencia del paso de las horas y los minutos. Me tendí en unas parihuelas y clavé los ojos en el techo blanco abuhardillado. Sin embargo, poco a poco fue tomando forma en la oscuridad una ventana pequeña junto a la puerta y el cielo negro dejó paso a los tonos grisáceos que preceden al alba. Debí de adormecerme, pues lo siguiente que oí fue el canto de un gallo. Me incorporé y me froté los ojos.
En ese momento sonó un golpecito suave en la puerta. Ann entró con una palangana de agua hirviendo y un paño.
—Se está convirtiendo en una costumbre —le dije al verla dejar la palangana en la mesita y el paño doblado a los pies de la cama.
—Es un placer, padre —contestó con gravedad.
Se dispuso a marchar, pero vaciló.
—¿Qué sucede, Ann? No te vayas, habla conmigo.
Se sentó a los pies de mi lecho con las manos en el regazo.
—No tenéis por qué seguir adelante con vuestra misión. Nadie os juzgaría si…
—Puede que así sea —la interrumpí con una sonrisa—. Pero yo sí me juzgaría, y sé que decepcionaría al Señor.
—Pero…
—No hay peros que valgan, Ann. Nada temo. Sé que estoy obrando en nombre del Señor. Y sé que si muero en el intento es porque así lo quiere Dios. Porque ésos son sus planes para mí.
—Pero las cosas han cambiado, padre. Sebastian ha muerto. —Se santiguó al decir esto último—. Y los pursuivants… han destruido nuestro círculo. Se llevaron a dos de mis amigos, y el maestro Byrd escapó de milagro. El padre Garnet también está detenido.
—Estaba enterado de lo del padre Garnet, me lo dijo Edward. Pero nada sabía de tus amigos. Lo siento mucho.
—No lo sintáis. Todos conocemos los riesgos.
—Entonces también has de saber que soy consciente de los peligros a los que me enfrento, Ann. Los conozco desde que empecé mi instrucción en el Vaticano. Creo que mi fin es servir a Dios lo mejor que pueda.
—Entonces nada puedo añadir.
—Puedes desearme suerte —le sugerí.
Sonrió y me dijo:
—Haré algo mejor que eso, padre John. Estaréis siempre en mis oraciones. Y necesitaréis esto. —Me dio la pequeña ampolla con el veneno.
—¿Y qué harás ahora?
—¿Yo? Pues seguir con lo mío. Los pursuivants tienen sus sospechas, desde luego, pero ninguna prueba. Estoy segura de que algún día me tenderán una trampa, o me traicionarán, y sufriré las consecuencias. Pero iré al cadalso con la conciencia tranquila y el corazón henchido de orgullo.
Me acerqué a ella y le cogí de la mano.
—Eres una mujer muy valiente. Que el Señor te bendiga y te guarde.
Me quedé mirándole las manos por un momento. Cuando alcé la vista no pude disimular las lágrimas que asomaban a mis ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Sebastian. Parece que hasta ahora no he querido creer que estaba muerto.
Mi angustia fue en aumento conforme avanzó el día. La mayor parte del tiempo la pasé a solas con mis pensamientos, mortificándome con los dolores pasados y los temores futuros. Ann me trajo las comidas y, a última hora de la tarde, Edward Perch vino con un papel en el que había dibujado un plano detallado del palacio de Hampton Court.
Tras su marcha cavilé sobre el plan que había ideado y no pude evitar dudar de mí mismo. Recé durante horas, le rogué al Señor que me diera las fuerzas que necesitaba para desempeñar mi misión. Sin embargo, peor incluso que cuando dudaba de mí mismo era cuando cuestionaba mi fe en los que me ayudaban. ¿Cómo podía estar seguro, por ejemplo, de que Edward Perch no me traicionaría? Había hablado de su fe, de su compromiso con el Santo Padre de Roma, pero ¿cómo saber que no esperaba una recompensa económica por su trabajo? Los hombres como él solo actúan movidos por el oro. Me había dado a entender que su recompensa era ganarse el cielo, y tal vez dijese la verdad. Quizás estaba siendo injusto con aquel hombre. Pero, al igual que había cuestionado la moral de Cornelio Agripa, me costaba mucho erradicar las dudas que me inspiraba un hombre que, al fin y al cabo, vivía de la extorsión, del juego y de la prostitución. ¿No habría de ver el homicidio —qué digo, el regicidio— de la misma manera? Simple y llanamente, una forma de hacer dinero.
Rezaba con tanto anhelo que no me fijé en que la luz declinaba en el cuarto y la ventanilla de al lado de la puerta enmarcaba un cielo azul oscuro veteado por el rojo del ocaso. Me estaba levantando cuando se abrió la puerta y apareció Edward Perch.
—Es la hora —me dijo, y escrutó mi rostro con la mirada alerta del hombre que vive su día a día en los márgenes más frágiles de la sociedad, de quien solo confía en su instinto.
Me tendió una bolsa pequeña con ropa: blusa y calzas negras y un gorro oscuro.
—Poneos esto —me dijo—. Os ayudará a pasar desapercibido. En la bolsa tenéis otra muda de ropa y una daga. No podemos arriesgarnos a que llevéis otra arma mayor hasta que lleguéis al palacio, pero debería bastar. ¿Habéis preparado el anillo?
Asentí y le entregué la ampolla que había traído Sebastian desde París.
—Únicamente voy a necesitar una dosis.
—Solo me queda desearos suerte.
—No necesito suerte —le respondí secamente—. Tengo a Dios de mi lado. —Luego, con la sensación de haber sido demasiado ingrato, añadí—: Pero os doy las gracias, señor. No habría podido llegar tan lejos sin vos. —Saqué un papel doblado de debajo de la blusa—. Aquí tenéis el dibujo del palacio. Lo he memorizado lo mejor que he podido.
Un hombre vestido de negro nos esperaba en la puerta. Llevaba una antorcha que iluminaba el pasillo.
—Éste es Martin Fairweather —dijo Edward Perch—. Podéis confiar en él. Ha sufrido las torturas que son tan del gusto del secretario principal.
Perch me estrechó la mano, se persignó y se fue.
—Seguidme —me ordenó Martin Fairweather.
Era una noche nublada, sin luna alguna que iluminara los lúgubres callejones y pasajes colgantes de Southwark. El Jardín del Oso estaba muy cerca de la orilla del Támesis. Salimos por una puerta trasera cuando la muchedumbre empezaba a congregarse en la entrada principal para el espectáculo nocturno. Seguí a Fairweather en silencio hasta el río, confiándome a Dios.
Un breve tramo de escalones gastados nos llevó hasta el mismo borde del agua. En la penumbra apenas logré distinguir un pequeño bote que cabeceaba en el oleaje. Un hombre con la cara oculta por las sombras nos ayudó a subir y nos explicó por señas que nos tumbásemos y nos cubriésemos con unos costales. Sentí cómo la embarcación surcaba la corriente al tiempo que empezaban a caer unos grandes goterones de lluvia que apedreaban la superficie del agua y traspasaban la arpillera.
Aunque sabía que no nos separaban más de cuatro leguas del palacio real en Hampton, la travesía por el río se me hizo una eternidad. La lluvia era incombustible y el nudo de angustia que tenía en el estómago me producía náuseas. Pese a la helada que caía estaba cubierto de sudor y la gruesa tela de los sacos mojados me irritaba la cara y las manos. Sentía mordeduras de chinches por todo el cuerpo. Por fin el bote disminuyó la marcha y oí el roce de los carrizos contra el casco y un golpe sordo al chocar contra la orilla. Me aventuré a apartarme el saco de la cara y a mirar a un lado, a la oscuridad.
El barquero se agachó y avanzó por el bote hasta donde estábamos.
—De aquí no paso —susurró.
Tras lanzar nuestras bolsas a la orilla, Martin y yo nos metimos en el agua, que nos llegaba hasta el pecho y estaba tan helada que me cortó la respiración. Tuve que intentarlo varias veces antes de lograr trepar por la orilla fangosa, y solo gracias a que Martin me empujó.
El barquero se cercioró de que estábamos a salvo en tierra firme antes de, sin mediar palabra, regresar con su bote a Southwark y desaparecer en la noche. Nos cambiamos rápidamente de ropa, metimos la mojada en las bolsas y las atamos a una piedra grande antes de ocultarlas entre los juncos. Ahora íbamos vestidos de guardias: calzas rojas, guerrera de cuero y gorguera blanca.
—Solo hay que seguir un poco más río abajo para llegar al palacio —musitó Martin—. Yo iré delante. En la muralla exterior hay una verja de hierro secreta, al este de los edificios principales. Si los chicos de Edward se han ganado bien el sueldo, deberíamos encontrárnosla abierta. Una vez dentro no nos costará mucho encontrar el acceso al palacio. Nadie se fijará en dos guardias anónimos más.
El terreno era abrupto. La nieve se había asentado y la lluvia recién caída solo la había fundido en parte. El barro de debajo llevaba semanas helado y duro como una piedra. Al otro lado de una pradera de césped y de una alameda atisbamos el palacio por primera vez. Ya lo había contemplado desde el río antes, pero nunca lo había visto tan de cerca. Era imponente: muros de ladrillo que se alzaban entre jardines nevados y grandes chimeneas rectangulares que se erguían en la noche encapotada. En el ala este del edificio había unas cuantas luces amarillentas, en las ventanas superiores: ésas eran —lo sabía por el croquis que me había dado Edward Perch— las habitaciones privadas de la reina.
Mientras pudimos fuimos caminando al resguardo de la sombra de los árboles, hasta alcanzar el muro exterior de piedra. En la penumbra no se veía gran cosa, pero Martin prosiguió hacia el este y pronto dimos con la verja que buscábamos. Daba la impresión de que llevaba años sin utilizarse. La forja era un encaje oxidado y los goznes rechinaron en cuanto Martin la empujó. No se abrió más de unos centímetros, pero había sitio suficiente para colarnos entre la verja y el muro de piedra.
Un seto alto crecía en paralelo al muro y, entre el ramaje intrincado, logramos ver que al otro lado se extendía un parterre de césped que llegaba hasta un camino de grava; más allá, justo antes de las paredes del propio palacio, había un arriate con flores.
Vi que Martin se había agachado y buscaba algo en la tierra, por debajo del seto. Con las rodillas hincadas en el suelo escarbaba con la daga. Le oí maldecir y le vi sacudir la cabeza. Pero entonces vislumbramos un resplandor de metal en la débil luz, y mi acompañante se inclinó aún más y empezó a cavar con entusiasmo renovado. Tras extraer algo de debajo de la superficie se puso en pie con una pica de guardia entre las manos. Me la dio y volvió a hurgar en la tierra hasta que dio con una segunda arma: una espada con su vaina y su cinturón.
—Los muchachos han hecho un buen trabajo —me dijo—. Ahora ya tenemos los uniformes al completo. Vamos, es por aquí.
Martin salió el primero de entre los setos y me hizo señas para que lo siguiese. Nos cuidamos de sacudirnos los trozos de barro seco que se nos habían pegado a las botas y de quitarnos cualquier resto de tierra de las rodillas. Una vez que llegamos al camino, marchamos con todo el aplomo que pudimos reunir hasta la primera entrada que vimos, una gruesa puerta de roble que daba a un corredor oscuro.
Oímos voces al fondo del pasillo y vimos una pálida luz proveniente de una puerta entornada, a nuestra izquierda. A ambos lados las habitaciones formaban parte de las cocinas. Al final del todo, una escalera de servicio conducía al comedor principal.
Dejamos atrás las cocinas a paso rápido; correr habría llamado la atención e íbamos bien de tiempo. No muy lejos se estaba desarrollando un drama. Oí el rapapolvo de un cocinero a un subordinado seguido de ruido de ollas, imprecaciones y un chillido. Un hombrecillo rollizo abrió una puerta de golpe y casi choca conmigo. Me hice a un lado justo a tiempo para evitar la colisión. Pareció ignorar por completo nuestra presencia y se alejó pisando con fuerza, entre improperios y maldiciones.
Las escaleras eran estrechas y cerradas. Nos quedamos en el primer rellano y dejamos atrás un pasillo que recorría una zona abovedada. Las habitaciones de la reina estaban justo por encima de nuestras cabezas, en la segunda planta, pero sabía que todavía no podíamos arriesgarnos a subir. En lugar de eso me puse en cabeza y proseguimos la marcha hasta una majestuosa escalera en un extremo de la planta. Bajamos los escalones apoyando la pica en cada peldaño conforme descendíamos.
Por las escaleras fuimos a dar a una amplia galería con puertas que conducían en todas las direcciones. Un lacayo se dirigía a toda prisa a las puertas principales que había al fondo. Dos hombres con atuendo de panaderos llevaban lo que parecían pesadas cestas de mimbre e iban acompañados de un guardia que los condujo hasta las escaleras de servicio. Había otros dos más al final del vestíbulo. Como habíamos llegado antes de lo previsto, decidimos apostarnos al pie de las escaleras.
Pasamos varios minutos observando las idas y venidas de la servidumbre de palacio. Saltaba a la vista que los criados rara vez tenían un momento de descanso. Aunque hacía horas que habían servido la cena, y la reina debía de estar ya durmiendo en sus aposentos, el personal de cocina estaba dejando todo listo para el día siguiente, mientras que los comerciantes hacían sus rondas de última hora de la noche para que todo estuviese en orden por la mañana temprano.
Acababa de volverme para mirar de reojo a Martin, que estaba justo enfrente de mí al otro lado de las escaleras, cuando el interludio de angustia llegó a su fin. Dos hombres con uniforme de guardia irrumpieron por las puertas de la calle.
—¡Fuego! —gritó alarmado uno de ellos—. ¡Corred, a la torre norte!
Un hombre pasó a toda prisa a nuestro lado; de repente, se paró en seco y giró sobre sus talones. Se notaba que era un guardia veterano, por su cara curtida y una cojera pronunciada; era una prueba de que llevaba largo tiempo al servicio de la reina.
—¡Venga! —nos gritó—. ¿A qué estáis esperando?
Corrimos tras él por el pasillo. Los dos guardias que estaban antes apostados al fondo habían seguido a los hombres que habían dado la voz de alarma. Cuando nos acercábamos al fondo del pasillo, el guardia veterano dobló la esquina a la velocidad del rayo y Martin y yo nos metimos bajo un arco estrecho; a punto estuvimos de tropezar el uno contra el otro en las escaleras de piedra que surgían del hueco. Me agarré del pasamanos y Martin chocó contra mi espalda, clavándome la empuñadura de la espada en la cadera y haciéndome gritar de dolor.
Cuando regresamos al pasillo, Martin en cabeza, nos encontramos frente por frente con el guardia que nos había gritado órdenes apenas unos momentos antes. Tenía la espada desenvainada.
—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que os pasa? —chilló.
Aterrado, bajé mi pica, amenazante. El guardia retrocedió y se puso a la defensiva. Martín, por su parte, desenfundó su espada y avanzó hacia el hombre.
—¡Marchaos! —me gritó.
Titubeé un segundo antes de echar a correr hacia las escaleras, con mis botas resonando contra el suelo de mármol mientras aligeraba el paso. Un hombre apareció por una puerta a mi izquierda. Primero me miró a mí y luego a la escena que se desarrollaba en el vestíbulo. Sin dudarlo le hundí la pica en el pecho. Se cayó hacia atrás con la cara petrificada por la sorpresa y el terror. Retiré la lanza y salí corriendo. Ya a los pies de la escalera me volví para mirar y ver cómo el viejo guardia tiraba la espada de Martin y le obligaba a retroceder hasta la pared a punta de cuchillo. Vacilé entre subir las escaleras sin mirar atrás y volver a ayudar a Martin; pero la decisión la tomaron por mí.
El guardia acorraló a Martin contra la pared con la daga, le atravesó el abdomen con la espada y la alzó hacia su corazón haciendo palanca. Martin resolló y empezó a ahogarse en su propia sangre. Con desprecio en su rostro, el guardia se le acercó aún más, clavándole la hoja de acero con todas sus fuerzas. Pero el desprecio se desvaneció para ser sustituido por una expresión de asombro. De las narices del guardia rodaron dos hilos de sangre y el hombre cayó hacia atrás con una daga clavada en el pecho. Martin volvió la cabeza hacia mí con un gesto de dolor.
—Corred —balbuceó antes de resbalar por la pared.
Subí los escalones de tres en tres. Una vez que llegué arriba, torcí a la izquierda y corrí todo lo rápido que pude por la galería tapizada. Desde la distancia llegaban gritos y un vago olor a quemado. Al fondo de la galería, una segunda escalera conducía a la planta superior. Me frené para andar con paso tranquilo e intenté aparentar calma, pese al miedo que me corroía por dentro. Fui avanzando por la galería de la segunda planta hasta que tuve ante mí las puertas que daban a las habitaciones privadas de la reina. A un lado había un guardia apostado.
—¿Qué está pasando? —me interrogó—. Me han ordenado que espere aquí. Simon ha dicho algo de un incendio. Ha ido a ver qué averigua.
Me encogí de hombros y volví de repente la cara hacia la izquierda como si hubiese visto algo raro. El guardia siguió mi mirada y lo golpeé con el asta de la pica en la cabeza. Se tambaleó, medio aturdido y, antes de que pudiera gritar, le clavé la daga en el cuello. La deslicé y le rebané la garganta. Cayó al suelo como un peso muerto y la sangre me salpicó la guerrera de cuero.
Abrí la puerta y entré. La pequeña antesala tenía el suelo cubierto por una alfombra persa y las paredes pintadas con murales, escenas de una procesión ateniense. La puerta que había al otro lado de la sala se encontraba entreabierta. Me pegué a la pared y observé el cuarto vecino por la pequeña rendija entre la puerta y el marco. Una muchacha estaba disponiendo un vestido largo sobre una banqueta alargada y en un espejo colgado en la pared se veía el resto del cuarto. La chica me oyó y se giró en redondo. No tendría más de diecisiete años y era de una belleza exquisita, con unos enormes ojos castaños tristes y unos gruesos labios color rubí. Tenía el pelo peinado con gracia en tirabuzones alrededor de su bonita cara y en dos finas trenzas que le colgaban a ambos lados y se unían por detrás. Corrí hasta ella y logré taparle la boca antes de que pudiese emitir sonido algo. Forcejeó y me encajó una patada en la entrepierna que me provocó un terrible dolor en el abdomen. Blandió una mano, me clavó las uñas en la mejilla y me la arañó, levantándome carne y piel. Ahogué un grito y le rodeé el cuello con un brazo. Me mordió la palma y apretó los dientes, pero no retiré la mano. No sabía qué hacer, no podía arriesgarme a dejarla inconsciente sin más y atarla. Me sentía poseído, la furia me quemaba las entrañas y me embargaba un deseo enloquecido de hacer lo que fuese para matar a la reina. Le retorcí el cuello a la chica y se oyó un chasquido. La dejé en el suelo, lacia y sin vida.
La puerta del dormitorio de la reina estaba cerrada. Giré el pomo y recé para que los goznes estuviesen bien engrasados. Lo estaban. La puerta se abrió hacia dentro sin hacer ruido. La única luz que había en el cuarto provenía de un magnífico candelabro de oro que ocupaba una hornacina cerca de las ventanas que daban a los jardines más soberbios de Inglaterra.
La habitación estaba presidida por una enorme cama con dosel. Los cuatro barrotes de roble estaban tallados y de la madera surgían las caras de extraños seres de las profundidades del sueño. Los acompañaban ninfas, lobos, cazadores, venados y gárgolas. De los postes colgaban unas suntuosas cortinas drapeadas de terciopelo que cubrían tres lados de la cama; en la parte más cercana a mí, en cambio, una envoltura de una seda finísima formaba un parapeto transparente. En la cama yacía la reina de Inglaterra. Estaba boca arriba, con la cabeza alzada sobre una montaña de almohadones y los brazos por encima de las sábanas. Roncaba ligeramente. De repente se movió y me quedé paralizado. Se dio la vuelta, de cara a mí, echó un gas y volvió a ponerse boca arriba.
Me adelanté y retiré la cortinilla de seda. Por fin pude verle el rostro. Parecía mucho mayor de lo que me había imaginado. Tenía la cara curtida y arrugada, pero sus párpados eran como gasas, muy delicados y algo jaspeados. Giré la tapa del anillo y vi surgir el pincho cuando la esmeralda retrocedió. Y entonces me detuve.
El tiempo pareció hacer un alto. El silencio del cuarto me sumió en un miedo repentino. Estábamos en una cápsula, aislados del mundo. La realidad no lograba penetrar en mí. Volví a mirar a su majestad la reina Isabel Tudor. Se me antojaba totalmente indefensa. Aquella no era la mujer que dominaba un reino, que ostentaba tal poder que despertaba el miedo en el corazón de los hombres, que reinaba por derecho divino. Aquella no era la soberana que había despachado a la Armada Invencible. La figura sobre la cama no era más que una anciana, de carne y hueso, como cualquier otra.
Me incliné, alcé la mano por encima del borde de la cama, cerré los ojos y me impulsé hacia delante.
Lo primero que noté fue el sonido… ¡un zumbido! Una corriente de aire junto a mi brazo… y luego el dolor. Abrí los ojos de par en par y vi cómo la hoja me cortaba la mano y mis dedos caían sobre la cama. La sangre salió a borbotones y salpicó la cara horrorizada de la reina Isabel, que al parecer se había despertado para vivir una pesadilla en el mundo real.
No pude gritar, no salía sonido alguno. Noté que había alguien a mi lado. Me cogió del brazo y sentí la punta de una espada presionándome la garganta. Se disponía a hundir la hoja.
—¡No! —gritó la reina, con la cara más pálida que la de un muerto.
—Pero… ¡Majestad!
—He dicho que no, William.
Logré girar la cabeza cuando me apartó la hoja del cuello. Y allí, con el brazo de la espada tenso y firme, en línea con su barbilla prominente, estaba Anthony.
Cárcel de Newgate, Londres, marzo de 1589
Y así he llegado al final de mi confesión, pues de eso se trata en realidad este triste relato, de la confesión de un asesino frustrado.
Al otro lado de la celda oigo el sonido de las botas y el tintineo de las llaves cuando los guardias llegan para llevarme a mi ejecución.
En estos momentos siento una extraña calma. Ay, tened por cierto, sin embargo, que he conocido muchas noches de terror en las que he visto mi sino. Ya he sentido en mis sueños la hoja del verdugo destripándome. Muchas han sido las veces que he deseado morir por las torturas recibidas. Pero la habilidad del médico real me ha negado ver las puertas del Cielo… de momento. Y ahora albergo una nueva esperanza; pues, aunque sé que fracasé en mi misión de matar a la zorra Tudor, aun así serví a mi Señor con cada fibra de mi cuerpo, con todo mi corazón, mi alma entera. Y me gustaría creer que Dios perdonará mi fracaso y me recibirá en el Cielo con los brazos abiertos.
Aquí en prisión he oído todo tipo de cosas terribles. Mi guardia se ha complacido en contarme cómo murió Ann Doherty, y cómo Edward Perch lloró igual que un chiquillo cuando el verdugo le pasó la soga por el cuello. Lo último que me ha contado es que la propia reina asistirá a mi ejecución. Bueno, ya se verá.
Y mi Némesis…, ¿qué ha sido de él? Anthony ha resultado ser pariente de Walsingham. Por lo que me ha ido diciendo mi carcelero he sabido que, para perfeccionar el papel que tuvo en mi caída, tomó lecciones ni más ni menos que con el mayor artista dramático de Londres, Edward Alleyn. Pese al dolor y la rabia no puedo negar la destreza del muchacho, que Dios lo maldiga.
Ay, el tintineo se acerca. Y ahí va la puerta. Temo que mi tiempo se haya agotado para nada. ¿Cuáles han de ser mis últimas palabras? ¿Expresar mi rabia a voz en grito y salpicar de bilis estas páginas? Creo que no, pues salgo ganando en realidad: pronto me encontraré con el Señor y me reuniré de nuevo con Sebastian, con Ann y con el resto de los mártires que han muerto por la única fe verdadera. Pues tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.