Capítulo 15

París, febrero de 1589

—Vosotros habéis dudado de mis intenciones —dijo Agripa—, pero también yo, hasta que vi el anillo, no supe con certeza si erais quienes decíais ser.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Sebastian.

—Porque no es la primera vez que lo veo. Sé a quién perteneció y sé que ha estado bajo la custodia del Santo Oficio desde hace casi un siglo. En mi juventud viví en la corte del papa Borgia, Alejandro VI, donde trabajaba como alquimista personal de su hija, Lucrecia Borgia. ¿Os sorprende? —Con una sonrisa velada Agripa añadió—: No debería. De joven tuve que valerme de benefactores para sobrevivir, y ella era por entonces la mujer más poderosa del mundo. Estaba emponzoñada, claro; algunos la creían malvada sin redención, pero si ella era así, toda su familia también. No era la peor, aunque tal vez su conducta resultase más chocante simplemente por el hecho de que pertenecía al sexo débil.

—Pero no lo entiendo —intervine—. ¿Qué tiene que ver todo eso con nuestra misión?

El anciano suspiró y nos miró con cierto hastío:

—Por lo que veo no entendéis gran cosa, ¿verdad?

Aquel comentario me sentó muy mal y pude notar también la ira de Sebastian. Agripa, sin embargo, se limitó a sonreír con una de sus sonrisas de complicidad.

—Venid conmigo y os lo explicaré.

Nos condujo a través de un angosto corredor con puertas cerradas a ambos lados; él iba abriendo el paso y alumbrando con una antorcha. Al llegar al fondo del pasillo bajamos por una escalera de caracol muy estrecha. Las sombras parpadeaban por las paredes y la llama danzante de la antorcha exageraba las siluetas humanas mientras nuestras pisadas resonaban sobre los peldaños de piedra. Debimos de dar unas doce vueltas antes de que Agripa se detuviese ante una pesada puerta de madera.

—No temáis por lo que veréis aquí dentro —dijo, con la cara iluminada por dibujos cambiantes de luz—, pues domino el terreno.

La habitación apestaba, despedía un horrible hedor animal. Al principio no comprendía de dónde provenía el olor, y Sebastian parecía igual de desconcertado. Sin embargo, en ese momento los ojos empezaron a acostumbrarse a la escasa luz y, al mismo tiempo, oí un gruñido bajo y el arañar de unas garras contra la piedra. Un oso de al menos siete pies de alto se irguió sobre las patas traseras y aplastó una montaña de zurullos. Estaba sujeto por unos grilletes en los tobillos y por un grueso collar de acero encadenado a una argolla en la pared. Horrorizados, Sebastian y yo retrocedimos de un respingo. Era un oso pardo, con una franja de piel más clara por el torso. Tenía los ojos más oscuros que el pelaje, acuosos y pesarosos. Aunque llevaba un bozal, una gran lengua roja le colgaba entre los dientes rotos. Era una visión espantosa, y me embargaban sentimientos encontrados: el miedo estaba por encima de todos, pero también experimentaba piedad y perplejidad.

Agripa ni se inmutó; con la antorcha en la mano a la altura de la cabeza, contemplaba en silencio al desdichado animal.

—No temáis —nos tranquilizó el alquimista—. A esta bestia le aterra el fuego y sabe que le puedo herir de muerte antes de que él logre siquiera hacernos un rasguño.

—¿A qué viene todo esto? —exclamé, sin dejar de mirar el oso con recelo—. ¿Por qué tenéis a este noble animal encerrado aquí en la penumbra, revolcándose en su propia inmundicia?

—Pronto lo entenderéis —dijo Agripa.

Y antes de que pudiera comprender qué tramaba, dio un paso adelante, alzó con la mano libre un canuto estrecho de madera y sopló con fuerza. De la punta salió algo volando que surcó el aire a la luz de la antorcha. El oso emitió un gruñido. Una especie de dardo, parecido a los que yo hacía para jugar de pequeño, sobresalía del vientre peludo del animal, que miraba aturdido el artefacto. Poco a poco el pobre bicho se balanceó hacia delante y hacia atrás hasta caer desplomado. Rezongó y blandió una pata enorme delante de mis propias narices. Me eché hacia atrás justo a tiempo, antes de que la garra cortara el aire a solo unos centímetros de mi cara. Las cadenas que lo tenían amarrado tiraron de él y se vio propulsado hacia atrás hasta chocarse contra la pared. El animal echó chispas por los ojos y dejó escapar un terrible gemido agónico, un sonido de furia y derrota. Se encogió y se deslizó por la pared, con las patas separadas y la mirada vacía.

Me quedé paralizado, no podía por más que mirar el pobre animal mientras Agripa se acercaba a él y sacaba una ampolla de cristal de debajo del manto.

El bicho no dejaba de temblar. Tenía los ojos vueltos, con un blanco casi iridiscente a la luz de la llama parpadeante. Agripa no dejaba entrever miedo alguno. Cogió la cabeza del animal por el pellejo y la echó hacia atrás. Al oso le dieron vueltas en las cuencas los ojos. El mago introdujo por los labios babeantes de la bestia el vial, que se llenó de espuma y saliva. Lo tapó y lo devolvió a su sitio bajo el manto.

—Ya está —dijo sin la menor muestra de emoción y, acto seguido, se dirigió a la puerta.

Por temor a que nos dejase allí encerrados, Sebastian y yo salimos tras él a toda prisa y nos quedamos mirando mientras cerraba de un portazo. Sin lograr poner orden alguno en la espiral de pensamientos que nos asaltaban, lo seguimos por las escaleras de vuelta al laboratorio.

—En el nombre de Dios, ¿qué habéis hecho ahí abajo? —exclamó Sebastian, que temblaba y tenía la cara empapada de sudor por el esfuerzo.

—Os he puesto en el buen camino, joven. Eso es lo que he hecho.

Sebastian se quedó mirando al alquimista sin saber qué aducir.

Agripa se inclinó para remover el fuego.

—Soy alquimista, padre Mountjoy. Lo mío son las sustancias y las fuerzas extrañas, igual que lo vuestro son las plegarias y los textos bíblicos. Roberto Belarmino os entregó el vehículo para vuestra misión y yo os daré la sustancia para que funcione.

Nos quedamos mirando en silencio al alquimista, que en ese momento introdujo el vial en una especie de brazo metálico y lo puso al calor de la lumbre.

—En los largos años que llevo en este mundo he aprendido mucho —dijo—. He conocido a numerosos hombres y mujeres ilustres. He tenido buenos maestros. Fue el gran Leonardo da Vinci quien descubrió el poder de la cantarella.

—¿La cantarella? Ese nombre me suena —dije.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Agripa, que se volvió para examinar mi rostro—. Muy pocos han oído hablar de ella, joven. Se ha guardado en el más absoluto secreto. Aunque tal vez queden sombras del pasado en algunos sitios de Roma, quién sabe.

»La cantarella es un veneno, el más mortal que se haya conocido jamás. No tenéis por qué conocer los ingredientes y, desde luego, tampoco os revelaré la fórmula. Baste con decir que Leonardo, y más tarde mi señora Lucrecia Borgia, conocían a muchos mercaderes, muchos viajeros que visitaban lugares exóticos del mundo y volvían a Italia con sustancias extrañas. Entre otras cosas trajeron consigo resinas de tierras pobladas de vegetación suntuosa, serpientes enormes y gente con la piel del color de la pez.

»Leonardo, el redomado investigador, descubrió la fórmula de la cantarella cuando yo era todavía un crío. No era su intención crear un veneno, fue una derivación de sus investigaciones. Buscaba un conservante para la carne, algo que le ayudara en sus experimentos anatómicos. Tiempo después, cuando trabajó para la familia Borgia en el año 1499, Lucrecia, por entonces una acólita de las artes oscuras de diecinueve años, lo sedujo hasta conseguir que le revelase el secreto. Comprendió enseguida el potencial de la sustancia y se sintió aún más encantada cuando Leonardo le contó su teoría de que la potencia del veneno se podía multiplicar por cien si se pasaba por el cuerpo de un animal y se refinaba con sus humores naturales.

Agripa hizo una pausa, retiró el vial de las llamas y lo miró al través, a la luz del fuego. Satisfecho con lo que veía, lo dejó en un soporte que había sobre la mesa.

—Leonardo se negó en redondo a probar semejante teoría y se despidió del servicio de la familia Borgia; un acto de arrojo que un hombre de menor valía no se habría atrevido ni a considerar. Pero poco importó: Lucrecia ya sabía lo que había que saber. Aunque yo apenas era un niño, fui introducido en su círculo por mi gran don para la filosofía natural. Me gusta creer que le ofrecí mucho a Lucrecia Borgia. Fui su amanuense, la ayudé en sus primeros experimentos para refinar la cantarella. Yo la doté del rigor filosófico del que carecía. Utilizamos gatos, perros y, en dos ocasiones, osos, hasta que adquirimos la técnica perfecta. Esto —concluyó cogiendo la ampolla del soporte— es cantarella refinada. Una sola gota mata en el acto.

—¿Y el anillo? —pregunté.

—Como os he dicho, es el vehículo. Ésta… —dijo mirando el líquido del vial— es la sustancia. Es mi ofrenda, mi contribución a la misión. Utilizaréis el anillo y el veneno para matar a esa zorra inglesa, Isabel Tudor.

—Pero ¿por qué recurrir a medidas tan elaboradas? ¿Qué tiene de malo una simple espada? Esa mujer también sangra, como cualquier otra.

—No podéis fiaros de una espada, joven. Con el acero se puede herir y no llegar a matar. Y creedme, Isabel tiene muchos enemigos. Otros antes que vosotros lo han intentado y han fracasado utilizando armas vulgares. El anillo y el veneno son fáciles de camuflar y son infalibles. Un arañazo y la reina hereje de Inglaterra morirá en cuestión de segundos.