Capítulo 24

El subinspector Turner vivía en un piso de protección oficial en un callejón sin salida de Mile End Road. Incluso bajo la brillante luz del sol, las torres de pisos tenían un aspecto sombrío. La casa de Turner estaba en la cuarta planta del edificio Malibu House, un bloque de siete pisos construido a mediados de la década de los sesenta. Mientras le daba al botón del ascensor, Pendragon se preguntó si los de Urbanismo se habían creído muy graciosos, o si en realidad aquel nombre ridículo e inapropiado había surgido del convencimiento real de que estaban construyendo un paraíso en potencia. Fuera como fuese, los excrementos de paloma y el humo de los coches habían acabado riendo los últimos.

El ascensor llevaba varios meses averiado y, como nadie había ido a repararlo, Pendragon tuvo que subir por las escaleras. Al igual que el resto del edificio, estaban hechas de bloques de hormigón visto; llenas de grafitti, apestaban a cerveza y a orina. Oyó el llanto de un bebé y al momento una voz ronca de hombre que gritó algo ininteligible. Los sonidos de las distintas cadenas de televisión se superponían en una marabunta horrible. Al llegar a la cuarta planta dobló por una galería. Contó al menos media docena de antenas parabólicas fijadas al techo, todas apuntando hacia la calle, por encima del aparcamiento. Una mujer con obesidad mórbida y un triste resto de tabaco de liar que le caía de los labios fruncidos colgaba una prenda grisácea en un tendedero improvisado. El inspector jefe le dedicó una sonrisa amistosa mientras intentaba pasar por su lado. Por mínima respuesta obtuvo una mala cara. Unas pocas puertas después llegó al 451, llamó y se volvió para ver cómo la mujer gorda lo escrutaba con desconfianza.

La puerta se abrió y a Pendragon le sorprendió encontrarse ante él a una mujer en silla de ruedas. Era de una delgadez extrema e iba vestida con un chándal de nailon negro; los ojos, en cambio, le brillaban y rebosaban vida. Cuando sonreía se le iluminaba la cara. Pendragon comprendió que en otros tiempos había sido una mujer de gran atractivo.

—Está bien, no se preocupe, ha llamado a la puerta correcta, querido —le recibió la mujer.

Pendragon vislumbró a Jez Turner apostado al fondo del pasillo, tras la mujer.

—Perdone, yo ya… —empezó a decir Jez.

La mujer le tendió la mano al policía:

—Eileen Turner. Usted debe de ser el inspector jefe Pendragon. Espero que se quede a tomar una taza de té con nosotros.

—Mamá, tenemos prisa. El jefe se ha desviado para venir a recogerme —dijo el joven subinspector.

Pendragon sonrió y miró de reojo a Turner, que parecía avergonzado. Por lo general, la primera reacción del inspector habría sido rechazar gentilmente la oferta y esgrimir cualquier excusa, pero por alguna extraña razón en aquella ocasión la respuesta fue otra:

—Me encantaría, muchas gracias.

Jez se le quedó mirando sin salir de su asombro.

—Pase usted a la cocina entonces, inspector jefe.

Eileen Turner se desplazó en su silla en pos de su hijo, que había corrido a escabullirse en la cocina. Cuando Pendragon los siguió, un labrador negro se levantó de una cesta y se fue tras él meneando la cola. El policía se agachó para acariciarle la cabeza.

—Éste es Beckham —le dijo Jez—. Está ya viejo. Le puse el nombre cuando era un cachorro, el año en que Beckham debutó con Inglaterra. Después de lo que pasó en el Mundial del 98 dejó de gustarme el nombre, pero no tardó mucho en ganarse de nuevo mi favor. —Le alborotó el pelo al perro y lo besó en la coronilla.

—Siéntese, haga el favor —le dijo Eileen. Su hijo la ayudó con las tazas—. Bueno, ¿y cómo se porta mi niño, inspector?

—Tutéeme, por favor —repuso Pendragon—. ¿Que cómo se porta? Es un orgullo para el Cuerpo —afirmó imperturbable.

Eileen miró a su hijo de reojo y sonrió radiante.

—Me alegro de que así sea. La vida no nos ha tratado muy bien. Jez ha tenido que trabajar muy duro. —Le pasó una taza y un platillo de porcelana al inspector jefe, que se fijó en la cara de ansiedad de su subordinado. Le dio un sorbo al té antes de dejarlo sobre la mesa.

—Muy rico.

Beckham estaba junto a Pendragon y dejaba que juguetease con él. Eileen fue con su silla hasta el otro lado de la mesa y Jez le puso su té delante antes de apoyarse contra la encimera de la cocina al lado del fogón para beberse el suyo.

—Jez me ha contado lo del asesinato de la obra. Qué horror —comentó la madre, entre sorbo y sorbo de té—. Nunca entenderé que alguien pueda hacer algo así.

—No creo que haya mucha gente que haga esas cosas, señora Turner.

—Si yo te tuteo, tú también tendrás que hablarme de tú, es lo justo —le dijo con una sonrisa.

—Tienes razón…, Eileen. Con el tiempo he acabado aceptando el hecho de que la gente encuentra todo tipo de razones extrañas para matar.

—Que por lo general tienen que ver con dinero.

—La mayoría de las veces. O, al menos, cosas relacionadas con dinero: droga, juego, lucha de poder.

—¿Y el crimen pasional es cosa ya del pasado?

—Depende de a qué le llames pasional —intervino Jez—. El dinero es algo pasional para mucha gente.

—No me refería a eso, Jez, querido —le contestó su madre—. Me refería a los crímenes pasionales que se ven en las películas antiguas.

—En la vida real, el asesinato no tiene nada de romántico —opinó Pendragon—. Es siempre algo repulsivo y turbador, sea por los motivos que sea.

—Ya, seguro que tienes razón —concedió. Luego le dijo a su hijo—: Jez, anda, trae las pastas, querido. El inspector jefe parece hambriento.

Pendragon rió:

—Es muy amable por tu parte, pero la verdad es que tenemos que ir yéndonos.

Eileen se dispuso a protestar, pero su hijo le puso una mano en el hombro.

—Mamá, no podemos seguir con la cháchara, lo siento. —La besó en la mejilla y ella le apretó la mano.

—Ten cuidado —le dijo mientras la puerta de la calle se cerraba tras ellos.

Ya en la escalera Jez quiso disculparse ante su jefe:

—Sé lo que está pensando. A nosotros también nos parece horrible este cuchitril. Pero dentro de un año ya no estaremos aquí. Estoy ahorrando para dar la entrada de un piso.

—Me alegro por ti, subinspector —dijo Pendragon, que empezó a tutear a su subordinado.

—Quiere saber lo que pasó, ¿verdad?

Pendragon lo miró sorprendido.

—Fue hace seis años, un accidente de tráfico. Mi padre murió y mi madre se quedó parapléjica.

Llegaron a la planta baja y atravesaron la explanada de cemento que daba a la carretera.

—Una auténtica pena… Qué tragedia —logró articular Pendragon—. Tu madre es una persona encantadora, y se nota que está sola.

—Hago lo que puedo, señor. Estábamos a punto de dejar este agujero cuando pasó lo del accidente. —Turner señaló la mole gris de Malibu House sin volver la vista atrás. Se le veía compungido. Pendragon pulsó el mando del coche y las puertas se desbloquearon con un chasquido y un parpadeo de luces—. La otra cara de la moneda es que actuó como la patada en el culo que necesitaba. Antes era un poco tarambana. Pero míreme ahora. —Esbozó una sonrisa cautivadora—: ¡Soy un orgullo para el Cuerpo!

Acababan de arrancar cuando sonó el móvil de Pendragon. Era Rob Grant:

—Señor, tenemos novedades.

—Dime.

—El esqueleto ha reaparecido por arte de magia.

—¿Dónde?

—Cerca de Frimley Way. Es una larga historia.

—Bueno, pues espero que sea buena, inspector. Estaré allí dentro de cinco minutos.

Habían encontrado el esqueleto en una escombrera a menos de cincuenta metros de la obra de Frimley Way. Pendragon aparcó al final de la calle y fue con Turner hacia un grupito que se había congregado en torno a una escombrera amarillo oxidado. Los policías de la Científica ya habían llegado, aunque ese día no había ni rastro de Colette Newman. Habían extendido un gran rectángulo de lona sobre el suelo de gravilla. Dos hombres con monos de plástico estaban dentro de la escombrera, encaramados en montañas de residuos domésticos e intentando tirar de un cable que se había enganchado en un barril de gasolina oxidado. Colocaron otra lona dentro de la escombrera y maniobraron con mucho cuidado para trasladar el esqueleto. Poco a poco fueron alzándolo por encima del borde hacia otros dos compañeros que esperaban con las manos tendidas. Vickers y Thatcher estaban a un lado, contemplando el trasiego. Se pusieron firmes cuando vieron acercarse a Pendragon seguido de Turner.

—Jefe —lo saludó Vickers, que al igual que Thatcher ignoraron adrede a Turner, que estaba algo por detrás de Pendragon con una sonrisa socarrona en la cara.

—Póngame al día, subinspector.

—Recibimos una llamada de una señora que vive en el número 7 de la calle Alderney, justo allí enfrente. —Señaló hacia la izquierda—. El collie de la familia había llegado a la cocina con medio cráneo en la boca. El subinspector Thatcher y yo acabábamos de llegar a la comisaría, así que nos vinimos para acá corriendo. Nos pusimos a inspeccionar las calles y los callejones de las inmediaciones, y hace media hora nos encontramos con esto. —Señaló hacia la escombrera.

—¿Y ya inspeccionaron este mismo callejón hace dos días?

—Sí, señor. La escombrera estaba aquí, pero el esqueleto no.

—¿Están seguros?

—Desde luego —afirmó Thatcher con rotundidad—. Turner, por Dios, haz el favor de borrar esa sonrisa estúpida de la cara…

Pendragon se volvió y vio la inocencia personificada en el subinspector.

—Muy bien, subinspectores —les dijo a Thatcher y Vickers—. Es evidente que alguien está jugando con nosotros. Regresen a la comisaría y hagan sus informes. Nosotros nos quedamos aquí.

Pendragon y Turner fueron hasta donde habían colocado el esqueleto y ambos se agacharon junto a los huesos.

—Ningún anillo —apuntó el inspector jefe.

—A lo mejor lo ha mangado alguien que ha visto el esqueleto al pasar por la escombrera, jefe.

—Es posible pero improbable.

Pendragon se puso en pie y se disponía a volver a la calle principal cuando vio acercarse a Fred Taylor. El periodista iba acompañado de un fotógrafo que Pendragon reconoció de sus dos encuentros con la prensa a las puertas de la comisaría de Brick Lane.

—Vaya, estupendo —masculló entre dientes.

—Este debe de ser el dueño del metatarso —comentó Taylor mientras se acercaba dedicándole una sonrisa gélida al policía—. Eme, e, te, a, te, a, erre, ese, o. —Hizo ademán de ir hacia donde los de la Científica colocaban los miembros y el cráneo del esqueleto sobre la lona, pero Pendragon extendió el brazo para detener a Taylor.

—Estamos en la escena de un crimen, señor Taylor. Está terminantemente prohibido el paso al público.

Taylor era experto en sacar punta a las cosas. Se volvió para encarar a Pendragon y dijo:

—Ah, ¿conque la escena de un crimen, inspector jefe? Perfecto, eso era todo lo que quería saber. —Le hizo un gesto al fotógrafo, que disparó una ráfaga de instantáneas.

Pendragon sintió cómo se apoderaba de él la rabia y dio un paso hacia ambos hombres, pero se contuvo. Thatcher y Vickers seguían cerca de la escombrera.

—Subinspectores, ¿les importaría escoltar a estos caballeros hasta su coche? —pidió cortésmente.