Capítulo 42

Stepney, sábado 11 de junio, 19:00

De los altavoces surgían las notas iniciales del kirie de la Missa Papae Marcelli de Palestrina mientras el hombre atravesaba la estancia hasta el espejo basculante que había en una esquina. La habitación estaba iluminada únicamente por velas que arrojaban sombras por las paredes y el techo.

Contempló su reflejo y sonrió satisfecho. Había quedado bien, pensó, muy bien. La melena larga y negra de la peluca le caía en torno al cuello embadurnado de maquillaje compacto blanco. Sobre la cabeza lucía una nueva diadema de rosas doradas diseñada por un maestro artesano que había encontrado en Roma. Había escogido para la ocasión un vestido largo de seda azul rutilante y corpiño dorado. El maquillaje de esa noche tenía un dramatismo particular, y le quedaba bastante bien, pensó: un rayón rojo de pintalabios —tono sangre derramada—, lápiz negro y sombra de ojos verde claro, colorete y un lunar pintado sobre el labio superior. Le brillaban los ojos mientras se contemplaba. Sonrió dejando entrever unos dientes de un blanco uniforme.

Dio media vuelta y avanzó dos pasos hacia el banco de trabajo, encima del cual tenía un grabado de uno de sus retratos preferidos de Lucrecia. Era el de Bartolomeo Veneto, pintado en torno a 1510, ése en el que lleva una túnica blanca, un turbante otomano y un ramillete de flores en la mano derecha. ¡Tenía un aspecto tan inocente, pensó, era un engaño tan maravilloso! Aquella mujer era un genio.

Cogió un tubo de ensayo de la repisa y lo alzó contra la luz de las velas. Contenía un líquido verde viscoso. Meneó el tubo y vio cómo la sustancia fluía lentamente por el vidrio para luego volver a resbalar por las paredes.

Al lado de la repisa estaba el pequeño soporte que había confeccionado él mismo. El anillo estaba apoyado allí, con la piedra hacia atrás y el pincho sobresaliendo. Cogió una varita de cristal, le quitó el tapón al tubo de ensayo, la metió dentro y la sacó cubierta de verde. Con mucho cuidado cubrió el pincho del anillo con el líquido verde y colocó la piedra en su sitio. Acto seguido sacó el anillo del soporte y se lo puso en el quinto dedo de la mano izquierda.

Extendió la mano y contempló el anillo. Nunca dejaría de asombrarle la buena suerte que había tenido al saber de él. Era el destino, desde luego. A sus ojos, la belleza del anillo nunca palidecía. En las profundidades verdes de la gema veía un espacio infinito, un trillón de universos, el todo, lo eterno. Se le encogió el estómago al recordar una vez más que aquel objeto había pertenecido en otros tiempos a la mismísima diosa Lucrecia. Había encajado su dedo en aquella alianza de oro tal y como ahora lo hacía él. Era una comunión, una conexión desde lo más hondo entre él y la mujer que durante tanto tiempo había sido objeto de su adoración.

Se volvió hacia el espejo y fue girando la mano, con la piedra hacia arriba para que la luz de las velas alcanzase los miles de mundos verdes diminutos de la esmeralda. Movió los dedos y admiró cómo el color le resaltaba la sombra de ojos.

Oyó un sonido y se detuvo. Apagó la música y se concentró en el silencio. Otra vez aquel sonido. ¿Qué era? ¿El frufrú de la tela? ¿Algo que rozaba? Fue de puntillas hasta el fondo de la habitación. La puerta estaba entornada y, al otro lado, el salón estaba a oscuras, con las cortinas echadas y las luces apagadas. Pulsó el interruptor de la pared y la estancia resplandeció con la luz. No se movió, aguantó la respiración e inspeccionó el lugar con la mirada. Pero no había nada que ver y los únicos ruidos eran del tráfico de la avenida principal y del leve ronroneo de la nevera proveniente de la cocina.

Una vez que estuvo de vuelta en el cuarto pequeño de las velas, fue hasta la mesa donde estaban los productos químicos y el instrumental de laboratorio. Tenía un alambique para destilar: un condensador, matrices, tubos de goma; al lado había un mechero Bunsen, un trípode y varios crisoles, y, a la derecha de todo eso, un mortero, un trozo de tela de amianto y unas pinzas metálicas.

Fue al extremo del banco de trabajo, donde había un montoncito de fotografías en blanco y negro. Las cogió y las contempló a la luz de una vela que había al lado de la mesa. Eran retratos de caras conocidas. Se tomó su tiempo para estudiarlas; fue cambiando la expresión de la cara a medida que las iba pasando: una sonrisa, un ceño fruncido, otra sonrisa, una mueca.

—¿Quién será el afortunado? —dijo en voz alta—. ¿A quién le tocará?

Al cabo de cinco fotografías se detuvo.

—Sí.

Se acercó más el retrato a la cara y sus ojos sobrevolaron la imagen asimilando todos los detalles.

—Sí. Inspector jefe Jack Pendragon, doctorado en Letras por Oxford. ¡Oh, sí, perfecto, perfecto! —Se rió entre dientes mientras cogía la fotografía del montón, y se disponía a ponerla en el tablero del banco cuando, de repente, se detuvo—. Pero… un momento… Ah, ¿qué digo? —Miró la siguiente imagen del montón, volvió a ojear la de Pendragon y luego, una vez más, la que tenía en el montón—. Eso sí…, eso sí que es ser un genio. —Y dejó escapar una risa que pareció un rugido—. ¡Un genio… de la hostia!

Sacó la foto del montón y la puso en el tablero. Mirándolo fijamente estaba la cara de Sue Latimer.