Capítulo 30

Stepney, jueves 9 de junio, 7:10

Pendragon se estaba afeitando cuando oyó el sonido del móvil que le anunciaba que tenía un mensaje de texto. Se pasó una última vez la cuchilla por el cuello, se enjuagó y se secó la cara antes de ir a la encimera de la cocina donde había dejado cargando el teléfono. El mensaje era de Colette Newman: Descubrimientos interesantes. Pásese x aki. A las 10? Ok?. Bizqueó intentando leer el texto mutilado. Nunca se acostumbraría a escribir en plan taquigráfico y le sorprendía que alguien como la doctora Newman cayese en eso. A continuación, tras darse cuenta de que en realidad no sabía cómo responder, marcó el número de la doctora.

La comisaría de Brick Lane bullía de actividad. Se había producido una colisión múltiple en Whitechapel Road, y había, por lo menos, una víctima mortal confirmada, y, por lo que se veía, media comisaría estaba de camino al escenario del siniestro. Pendragon encontró a Turner en la sala de operaciones ante un ordenador.

—Al final he desistido, no consigo encontrar nada sobre el anillo, jefe. El problema es que no logro una buena imagen a partir de las fotos. He intentado cogerlas de la tarjeta SIM de Tim Middleton, pero ni aun así veo gran cosa.

Pendragon se inclinó por encima del hombro de su subordinado y escrutó la imagen de la pantalla.

—No, ya, te entiendo.

—Y eso es después de pasarlo por un programa de aumento, el mejor que tenemos. ¡Lo único que sé a ciencia cierta es que la piedra es verde!

—Vale, tendremos que dejarlo de momento. Necesito que vayas a Bridgeport Construction. Concierta una entrevista con los superiores inmediatos del finado señor Ketteridge… para esta mañana.

Pendragon llegó temprano al laboratorio de medicina forense de la Policía Metropolitana de Lambeth Road. Era un edificio imponente, conocido por ser el mejor y más grande laboratorio de criminalística del mundo. Resultaba extraño tenerlo allí delante, tan majestuoso e importante. Parecía ayer, rumió Pendragon, cuando había leído en El libro de las ciencias modernas para niños cómo las ciencias forenses habían nacido por pura casualidad. Las había creado un simple agente de Policía llamado Cyril Cuthbert, quien, en la década de los treinta, se dedicó en sus horas libres a trabajar con un microscopio de segunda mano que había comprado por tres libras. El, por entonces, comisario general, lord Trenchard, se enteró del asunto y fue a visitar a Cuthbert al laboratorio improvisado que había instalado en el cuarto de las escobas de la comisaría. A Trenchard le impresionó tanto lo que vio que decidió fundar un laboratorio en condiciones en la Academia de Policía de Hendon, con un presupuesto de quinientas libras al año. El resto, como quien dice, era historia.

La mañana empezaba a caldearse y, según la primera plana de uno de los periódicos que Pendragon había visto al pasar por un quiosco de camino al coche, iba a ser el día más caluroso del verano: «Un calor infernal», habían titulado.

Después de poner el permiso de aparcamiento en el salpicadero, se dio un paseo siguiendo la carretera en dirección al río. La hora punta había pasado ya; los trabajadores estarían ante sus mesas, y los niños, en la escuela, deseando que llegase el recreo para salir de las asfixiantes aulas. Pasó el puente de Lambeth, con las imponentes líneas angulares de la zona de Millbank ante él. Se apoyó en la barandilla roja y gris y miró río abajo, disfrutando de la magnífica vista de Londres, que resplandecía en aquella calima insólita. A la izquierda se extendía el parlamento, con su piedra caliza color miel descolorida por un siglo de humo de coches. Justo por delante cruzaba el río el puente de Westminster, con los edificios del County Hall en el extremo sur. Y por encima de todo, el London Eye, la noria que parecía una nave espacial que hubiese perdido el rumbo y hubiese aterrizado en la orilla sur.

De repente sintió una punzada de una emoción que le costó identificar. Era una mezcla de todo: nostalgia, pena, una sensación de pertenencia y, sí, también de pérdida. Sabía que había hecho lo correcto al volver a la capital, pero le iba a llevar un tiempo adaptarse. Pese a ser aún el Londres en el que se había criado, era al mismo tiempo una terra incognita en muchos sentidos, muy distinta al lugar que pensó que siempre conocería.

La panorámica del Támesis que tenía ante él abrió un cofre del tesoro lleno de recuerdos. De pequeño iba con su padre a contemplar el río desde los viejos muelles, los Docklands, hacía ya una vida. Recordaba a su padre contándole que el río era la arteria de la ciudad; que, en los viejos tiempos, como él los llamaba, era la forma más rápida de atravesarla, y que en el siglo XIV el agua solía congelarse y la gente colocaba sus tenderetes sobre el hielo.

Y luego estaban los tiempos en los que Pendragon iba de visita a Londres con Jean y paseaban por el Embankment, disfrutando de la vista del agua en su paso por el corazón de la capital. Más recientes aún eran los tiempos en los que había llevado a los niños a pasar el día. También entonces solían acabar a orillas del Támesis, contemplando el paisaje desde el puente de Waterloo, la City o la catedral de San Pablo, el edificio que en otros tiempos sobresalió por encima del resto y que ahora en cambio semejaba una gallina clueca rodeada de polluelos posmodernos.

De vuelta en el laboratorio forense enseñó su acreditación en el mostrador de recepción y subió en ascensor hasta la segunda planta. La recepcionista había llamado para avisar de su llegada, de modo que cuando salió del ascensor, preguntándose por dónde tenía que ir, la doctora Newman aparecía ya al fondo del pasillo que había a la izquierda; los batientes de las puertas oscilaban todavía a su espalda. Llevaba una bata de laboratorio de un blanco inmaculado.

—Inspector jefe. Gracias por venir.

—No hay de qué. Su mensaje me dio a entender que tenía buenas noticias. Estoy deseando oírlas.

La doctora lo condujo por las puertas batientes hasta un espacio diáfano con unas ventanas muy amplias que tenían la carretera como telón de fondo. El techo era alto, surcado por grandes tubos fluorescentes. Las hileras de bancos de trabajo de acero inoxidables se sucedían por la estancia, todos llenos de vasijas de cristal e instrumental. En el extremo opuesto una encimera muy larga se extendía bajo las ventanas y, a pocos metros, ante una docena de pantallas, gente vestida con batas de laboratorio tecleaba sin parar.

Pendragon siguió a la doctora Newman por una puerta corredera de cristal que daba a una habitación más pequeña; parecía una cocina moderna, de las caras. Una encimera de acero ocupaba una pared entera, mientras que una isla de trabajo rectangular estaba instalada en el centro y, a la izquierda, contra la pared, había una estación de trabajo con dos ordenadores, una montaña de papeles y un flexo.

—Seguimos intentando hallar una muestra buena de ADN —le comentó la doctora mientras cruzaba el suelo de baldosas inmaculadas—. Todavía no tenemos nada, ni siquiera huellas dactilares sin identificar.

Se sentó en un taburete de metal delante de la encimera y le hizo una seña a Pendragon para que la imitase y se sentara en otro. En la mesa había un platillo de cristal que contenía tres terrones de barro seco y, al lado, un A4 impreso en blanco y negro. Newman le tendió la fotografía a Pendragon, quien se giró ligeramente en el taburete para estudiar la imagen.

—Es una instantánea aumentada de la huella que encontramos en el camino que pasaba por debajo de la ventana de la cocina de Tony Ketteridge —le explicó la doctora—. Es solo parcial, puede que un setenta y cinco por ciento de la huella, pero nos basta para hacernos una buena imagen del calzado que llevaba quienquiera que pasó por aquel camino la noche en que regaron el jardín.

Pendragon escrutó la imagen con detenimiento y comentó:

—Parece bastante rara.

—Y lo es. Si hubiese sido una bota, el contorno habría sido mayor y el barro habría estado mucho más hundido. Pero en esta muestra no hay nada hundido. Un pie descalzo se habría visto igual de claro, y no es el caso.

—¿Qué clase de zapato deja este tipo de impresión? —preguntó Pendragon, apartando la vista de la fotografía para estudiar la muestra de barro del platillo.

—Yo diría que un zapato más delicado.

Pendragon se quedó un momento callado mientras contemplaba de nuevo la fotografía con los labios fruncidos por la concentración.

—Así que usted está pensando en unas zapatillas de estar por casa… o algo así —aventuró el inspector.

—Sí.

—¿Podría haberlas dejado Pam Ketteridge?

—Demasiado grandes.

—¿Y Tony Ketteridge mientras regaba el jardín?

—Yo pensé lo mismo, pero lo he comprobado, y Ketteridge tiene un pie sorprendentemente pequeño para lo grande que era. Un cuarenta. Las huellas son de la talla cuarenta y cuatro.

—Entonces, a ver que me aclare: ¿me está diciendo que quien mató a Tony Ketteridge llevaba puestas unas pantuflas de la talla cuarenta y cuatro? Sería la primera vez que lo viese.

La doctora Newman puso los codos sobre la encimera, apoyó la barbilla sobre los dedos entrelazados y bajó la vista hacia la límpida superficie de metal. Luego, ladeando la cabeza, contestó:

—No se crea que no he repasado todas las posibles posibilidades, inspector jefe. He tenido visiones de un vecino que se termina su taza de chocolate y salta la valla para cometer un asesinato. A lo mejor era un triángulo amoroso con la despampanante Pam.

Pendragon no pudo evitar reír.

—Pero es más raro todavía porque el contorno de la huella no es el de una zapatilla normal, de las que se pone uno para tener los pies descansados en casa. La forma es la de unos escarpines.

—¿Unos escarpines?

—Sí, una especie de zapatilla de vestir, un artículo muy delicado. Como de teatro, en realidad.

Pendragon se la quedó mirando sin entender nada.

—Después, con la ayuda de un microscopio de alta resolución, he encontrado esto. —La doctora Newman condujo al policía al puesto de la pared de al lado, donde sobre la superficie de acero había un microscopio grandísimo con un apéndice enorme en forma de binoculares—. Eche un vistazo —añadió, y le mostró cómo utilizar el ocular—. Si no me equivoco, se trata de hilo de oro. Carísimo, a años luz de los tejidos que se encuentra uno en la cesta de pantuflas de ocasión del Tesco.

Cuando volvió a la comisaría el equipo lo estaba esperando. Jez Turner había colgado las fotografías de la última escena del crimen, así como una instantánea aumentada de un sonriente Tony Ketteridge de ese mismo verano.

En lugar de disculparse por el retraso, Pendragon fue directo al grano:

—Bien —dijo repasando la sala. Estaban todos: Towers, Grant y los subinspectores Thatcher, Vickers y Roz Mackleby. Apoyada en el borde de la mesa más apartada, estaba la comisaria Hughes, que ponía cara de poca convicción—. Déjenme que los ponga al día rápidamente. Como saben, Tony Ketteridge era el jefe de obra del proyecto de la urbanización de Frimley Way. Se disponía a retirarse para acostarse pronto, junto con su mujer, Pam, cuando fue asesinado en la cocina de su casa. —Señaló la fotografía con el dedo—. Al parecer hubo cierto forcejeo, aunque no gran cosa. La víctima tiene cardenales en la espalda, pero ni rastro de piel ni pelo bajo las uñas. Hay un corte diminuto en la garganta. Se puede ver aquí, más o menos.

»Lo más interesante, sin embargo, es la herida de punción en la axila izquierda de Ketteridge. Es idéntica a la encontrada en el cuerpo de Tim Middleton. Según los primeros resultados del doctor Jones, Ketteridge fue envenenado con el mismo cóctel de sustancias químicas, o muy parecido, que mató al arquitecto en La Dolce Vita, y da la impresión de que el veneno fue administrado de la misma manera…, con una inyección, probablemente.

—Pero ¿cómo se las apañó el asesino para utilizar una jeringuilla en medio de un restaurante? —preguntó la subinspectora Mackleby.

—Si soy sincero, no tengo ni idea —reconoció Pendragon.

—Es absurdo —intervino Thatcher—. A nadie le pinchan con una inyección sin que se dé cuenta.

—Estoy de acuerdo, subinspector. Estamos ante uno de sus acertijos. No estaría mal que aplicase su destreza analítica en el rompecabezas.

Turner miró al subinspector Vickers con una sonrisa maliciosa.

—¿Qué han encontrado los de Científica? —preguntó la comisaria Hughes—. ¿Algo que nos sirva?

—He estado en el laboratorio de Lambeth por la mañana. Todavía están intentando aislar alguna muestra de ADN decente, pero al parecer el asesino fue muy cuidadoso. Y, por supuesto, no hay huellas digitales.

—Cómo no…

—Pero han descubierto algo bastante importante.

Dos de los agentes que se habían estado mirando los pies levantaron la vista a la vez. Pendragon le pasó una memoria USB a Turner y le pidió que la conectara a una pizarra digital que había a un lado de la sala, junto al corcho donde estaban las fotografías de Ketteridge. Turner metió el dispositivo en la ranura y pulsó un par de botones en la pizarra antes de regresar a su sitio. Una imagen de un metro cuadrado apareció sobre la superficie blanca.

Pendragon se acercó a la pantalla.

—Se trata de una huella parcial encontrada por la doctora Newman en una zona mojada del camino que parte de la puerta trasera de Ketteridge. Teniendo en cuenta lo seco que ha estado el tiempo en los últimos días parece un hallazgo insólito, pero está claro que nuestro intruso entró en el jardín saltando por la valla de un vecino y que metió el pie sin querer en un parterre recién regado.

—¡Pero si hay veto de riego! —exclamó Jimmy Thatcher.

Un par de policías rieron y Jimmy se puso colorado.

—El lumbreras de Stepney —murmuró Turner, que le dio un codazo al otro subinspector en las costillas.

Thatcher hizo una mueca y en sus labios pudo leerse un «que te den».

—Sí —dijo Pendragon a toda la sala sin alterar el rostro—. Hemos tenido suerte por fin.

—¿No puede ser que quien dejó la huella fuera el mismo que regó? —preguntó Towers.

—Eso mismo le pregunté a la doctora Newman —contestó Pendragon—. Pero se trata de una huella de un zapato de la talla cuarenta y cuatro, y Ketteridge usaba un cuarenta. Además, la huella no es de una bota o de cualquier otro zapato normal. Se trata de una especie de pantufla, y es más, tampoco es de una pantufla normal; es larga y estrecha, como una zapatilla de ballet o un escarpín.

—Pero… —quiso interrumpir Vickers.

Pendragon levantó la mano y añadió:

—Hay más. Subinspector, ¿puede pasar a la imagen siguiente, por favor?

Turner, que tenía el mando de la pizarra en la mano, presionó un botón y la imagen cambió para mostrar una única hebra ondulada de oro.

—La doctora Newman ha encontrado esto en la muestra de barro. Es hilo de oro.

Jill Hughes, que miraba fijamente la pantalla con una mano en la barbilla, comentó:

—Ahí tenemos algo. Es un material caro. No puede haber muchos zapatos así. Hay que investigar a los fabricantes, los minoristas…

—Lo tenemos controlado, señora —la interrumpió Turner—. El inspector jefe Pendragon me llamó desde el coche de vuelta del laboratorio. He buscado por Internet, y lo que mejor concuerda con la descripción de la doctora Newman son unas zapatillas de ballet. En Londres hay cuatro fabricantes y veintiséis minoristas, sin contar los sitios baratos que venden zapatillas para principiantes por cinco libras. Tengo pensado pasarme por todos después de comer.

—No está mal para empezar, subinspector —contestó Hughes—. Y entonces, inspector jefe, ¿alguna idea sobre posibles sospechosos?

Pendragon sacudió la cabeza.

—No tenemos nada concreto. No hay testigos, y solo contamos con esta huella anónima.

—Bueno, no creo que mantenga el anonimato mucho tiempo —contestó la comisaria con optimismo—. ¿Qué hay de la mujer? Todos conocemos bien las estadísticas de homicidios cometidos por supuestos «seres queridos».

—No hay ni la más remota prueba. No es que fuera el matrimonio ideal, pero eso tampoco es ningún móvil. Además, Pam está…, ¿cómo decirlo?

—¿Loca? —sugirió Turner.

Todos rieron, salvo Pendragon y Hughes.

—¿Lo dice por lo de los crucifijos? —quiso saber la comisaria—. Estoy al tanto.

—Es una fanática religiosa —admitió Pendragon—. Pero insisto en que eso no…

—Pues resulta bastante sospechoso, ¿no le parece?

—La interrogué en la casa. No creo que matase a su marido, pero en cierto modo está involucrada de forma… tangencial.

—¿A qué se refiere, jefe? —preguntó el inspector Grant fijando con la mirada a Pendragon, con los brazos cruzados delante del pecho.

—Sabía lo del esqueleto. Según nos ha contado, Tony Ketteridge sí que fue a la obra, pero entre las nueve y media y las diez, al menos cuatro horas antes del asesinato de Karim. Por lo que parece, escondió el esqueleto debajo de la caseta y luego lo metió en el maletero del coche para más tarde tirarlo en la escombrera. Pam Ketteridge estaba espantada por la idea de que la muerte de su marido estuviese ligada a las de Karim y Middleton. No paraba de repetir que Tony había pecado. Cualquiera habría dicho que creía que Dios lo había matado por venganza.

—Lo que yo os diga…: loca —apuntó Turner.

—Creo que no estaría mal traerla aquí para interrogarla —afirmó Hughes.

Pendragon se encogió de hombros.

—Yo creo que es perder el tiempo, pero como quiera.

—¿Y qué más se sabe sobre el esqueleto? —preguntó la comisaria con ganas de pasar a otra cosa.

—Lo tiene la gente de la doctora Newman. Pero han estado ocupados con los muertos más recientes.

—Pero el vínculo es claro, ¿no?

—Bueno, sí…

—¿Y el anillo? ¿No hay rastro de él?

—No.

—Entiendo.

La sala se sumió en el silencio.

—Vale —dijo Pendragon después de unos instantes incómodos—. Rob, quiero que usted y la subinspectora Mackleby interroguen a la señora Ketteridge. Vayan a su casa, no hay necesidad de traerla aquí. —Miró de reojo a Hughes y luego se volvió hacia Vickers y Thatcher, mientras Grant y Roz Mackleby salían ya por la puerta—. Ustedes dos hagan otro registro minucioso por los alrededores de la escombrera. Si el anillo está allí, quiero que lo encuentren. Ken, usted vaya a Bridgeport Construction. Tiene que existir cierto vínculo, todas las víctimas tenían algún tipo de relación con la empresa; dos de ellos eran trabajadores suyos. Jez, trabaje en las zapatillas. Nos volvemos a ver aquí a las seis. Y quiero respuestas, ¿estamos? —Se volvió para estudiar las fotografías del corcho mientras el resto del equipo salía en tropel.

—Jack, yo… —Hughes estaba medio metro detrás de él.

—No me gusta que se me trate así delante de mi equipo.

—Me he arrepentido en cuanto las palabras han salido por mi boca.

El policía la miró fríamente y dijo:

—Disculpas aceptadas. —Regresó a su despacho sin mirar atrás.

Pendragon estaba sentado ante el escritorio, mirando al vacío, cuando Turner llamó a la puerta y entró.

—¿Lo pillo en mal momento?

—No. ¿Qué hay?

—He estado pensando, jefe. Dijo usted que Jones encontró cuatro sustancias químicas en el veneno que mató a Tim Middleton, y que el veneno que acabó con Ketteridge era el mismo o muy parecido.

—Sí.

—Y dos de las sustancias químicas, el arsénico y…, ¿cómo era?, ¿cantarín?

—Cantaridina.

—Eso… Qué manía con ponerle nombres enrevesados a las cosas. En fin, que el arsénico y la cantaridina son los dos bastante fáciles de agenciar. Pero los otros dos: el ácido ábrico y… ¿cómo era el otro?

—Oleandro.

—Exacto, esos dos. Si cuesta tanto conseguirlos, Google seguro que nos ayuda a ver dónde se pueden comprar. No creo que haya muchas fuentes.

—Te entiendo, Turner, pero es que son cosas muy rebuscadas, no veo cómo vamos a poder seguirles la pista y ver de dónde vienen. No es igual que con las zapatillas doradas. Puede que alguien introdujese las sustancias en el país hace diez años y nosotros seguiríamos donde estábamos al principio.

—Vale, tal vez tenga razón. Pero ¿qué hay de las otras dos?

—Prosigue.

—Usted comentó que la cantaridina se vendía en algunos sex shops.

—La «mosca española».

—Bueno, ¿y por qué no buscamos por Internet los proveedores?

—Creo que encontrarías cientos. Pero incluso si logras reducir el círculo, es probable que sean empresas individuales que trabajan desde una cochera en Stoke o en cualquier otro sitio. Aunque… —Pendragon se calló un segundo— en realidad, lo mismo tienes razón en una cosa —admitió.

—¿En qué, jefe?

—El otro componente del veneno…

—¿El arsénico?

—Sí.

—¿Qué pasa con él?

—Estoy convencido de que he leído sobre él en alguna parte no hace mucho. No es solo un veneno pasado de moda.

Turner fue hacia la mesa de Pendragon y empezó a teclear en el ordenador.

—Ésta es una buena manera de averiguarlo.

Pendragon suspiró y dijo:

—Claro. Y yo pensando en ir corriendo a una biblioteca. Nunca me acostumbraré —añadió señalando la pantalla.

—Pues claro que sí, abuelo —bromeó Turner.

Al cabo de unos segundos, Google los informó de que había más de cien millones de vínculos con la palabra «arsénico». Escribió entonces «arsénico + usos», con lo que lo redujo a menos de cuarenta millones. Repasó los resultados y la quinta página web que aparecía se titulaba «Arsénico, uso en la fabricación del vidrio».

—¡Eso es! —exclamó Pendragon—. Claro que sí. Veamos si tenemos a algún fabricante de vidrio por la zona.

Turner introdujo las palabras adecuadas y en la pantalla apareció una larga lista de señas de fabricantes de vidrios en el este de Londres. Casi todos los resultados eran sobre historia o enlazaban con páginas irrelevantes, pero el décimo de la lista era el portal web de Murano Glass UK, un experto fabricante de vidrio con sede en la calle Commercial Road.

—Buen trabajo, subinspector —le dijo Pendragon al tiempo que cogía la chaqueta del respaldo de la silla—. Vuelve a la búsqueda de las zapatillas doradas. Te veo luego.