Capítulo 13
Stepney, domingo 5 de junio, mediodía
La Dolce Vita, un restaurante italiano de Mile End Road, era todo lo que se podía esperar del cliché que tenía por nombre. Regentado por Giovanni Contadino, un antiguo ejecutivo de ventas de Milán que se había trasladado a Londres hacía una década, estaba decorado con papel pintado de un estampado recargado y una moqueta igual de estridente. En medio del techo colgaba una araña enorme, aunque de aspecto barato, que arrojaba una luz insólitamente pálida. Con todo, la comida estaba rica y el servicio era bueno.
En aquella tarde de calor agobiante todas las ventanas del restaurante estaban abiertas de par en par y dos ventiladores móviles se afanaban por combatir el bochorno. Se mascaba la tormenta.
A las 12:45 la plantilla de Rainer y Asociado estaba reunida en la barra para la comida de empresa de todos los años. El dueño, Max Rainer, estaba pletórico y no paraba de invitar a copas a diestro y siniestro. De repente la tormenta estalló y la lluvia empezó a caer a mares. El personal del restaurante se precipitó hacia las ventanas para cerrarlas a cal y canto.
Tim Middleton llegaba un cuarto de hora tarde. Entró en el aparcamiento en su MG rojo, cerró de un portazo, abrió un paraguas Ralph Lauren extragrande y corrió bajo la lluvia hasta el restaurante. Con su traje Ozwald Boateng cortado a medida, unos mocasines de cuero color visón y una camisa de estampado floral, estaba hecho un figurín. Se disponía a traspasar el umbral cuando reparó en una pareja joven que esperaba en el pasillo que daba al comedor. Ella era delgada, con el pelo ondulado y castaño; el vestido blanco años cincuenta le sentaba como un guante, le resaltaba el pecho abundante y la cintura estrecha. Su acompañante era alto y, como mínimo, veinte años mayor; el pelo le clareaba por las sienes y tenía la mandíbula prominente. Iban cogidos del brazo. Middleton se paró en seco y estaba dándose ya media vuelta cuando la mujer lo vio.
—Hola, Tim —le dijo pegándose aún más a su acompañante.
—Sophie —respondió poco expresivo.
Por un instante se produjo un silencio incómodo que Middleton acabó rompiendo:
—Bueno, si me disculpáis…
Sophie le bloqueó el paso con un movimiento casi imperceptible hacia la izquierda. Middleton la miró con desdén.
—Siempre saltando a la mínima, ¿no, Tim?
El hombre que acompañaba a Sophie sonrió y comentó:
—Ah, conque es el famoso Tim…
Middleton ignoró la observación.
—No conoces a Marcus, ¿verdad? —terció rápidamente Sophie; le brillaban los ojos, que iban clavándose de un hombre a otro.
Middleton le dedicó a Marcus el mínimo de los saludos.
—Encantado. Llego tarde, tengo que irme.
—Hay que ser capullo —dijo Sophie sacudiendo la cabeza.
Middleton la atravesó con la mirada.
—Tú siempre tan fina, Soph.
Marcus dio un paso hacia el otro hombre, pero Sophie lo retuvo. Middleton hizo una mueca, los saludó mínimamente con la mano y se quitó la chaqueta mientras se dirigía a la mesa de Rainer y Asociado. Unos cuantos de la plantilla del estudio ya se habían sentado y habían seguido la escena con interés. Middleton hizo lo que pudo por ignorar a Giovanni Contadino, quien también había presenciado el desencuentro. El restaurador condujo a Sophie y a Marcus a un pequeño reservado al fondo de un pasillo estrecho, lejos del comedor principal. Con una cordialidad de lo más forzada, Middleton se puso a contarle un chiste a una de las secretarias.
A eso de las dos la mayoría de los congregados estaban achispados por la ingente cantidad de Frascati y saciados por algunos de los mejores gnocchi, pizzas, lingüine y pan de ajo de la ciudad.
Desde que se convirtiera en socio hacía cuatro años, en esas comidas anuales se había impuesto la tradición de que Tim Middleton diese un breve discurso. Recordaba con humor los altibajos del año, bromeando sin maldad sobre el jefe, Max Rainer, y poniendo en evidencia al personal más joven. Algo perjudicado tras beberse su ración de Frascati —más los tres whiskys que se había tomado en su casa antes de salir—, Middleton se puso en pie y se pasó una mano por su larga melena castaña. Max Rainer hizo una breve introducción jocosa, le dio una palmadita en la espalda a Middleton y volvió a su asiento.
—Es todo un placer —empezó— hablar sobre la siempre ascendente trayectoria de Rainer y Asociado. Y, de hecho, para seros francos, he de decir que, en gran parte, todo ello se debe al arriba mencionado «asociado». —Hizo una pausa breve para repasar las sonrisas forzadas de sus colegas—. Y dicho movimiento ascendente se ha producido pese a ciertas… ¿cómo llamarlas?, meteduras de pata… cometidas en las últimas doce… —Se detuvo y cerró los ojos un instante, meciéndose ligeramente en el sitio.
—A alguien se le ha ido la mano —susurró uno de los arquitectos en prácticas a una secretaria que tenía a la izquierda y que rió entre dientes.
Los ojos de Middleton se abrieron como un resorte para luego arrugarse en un intento de ver a los que lo rodeaban. Se aflojó la corbata lo más discretamente que pudo mientras hacía algo de tiempo para ordenar sus ideas.
Sobre las cabezas de los presentes retumbó entonces una traca de truenos y unos relámpagos cortaron el cielo, tan cerca que pareció que se hubiese roto una bombilla justo encima de la mesa.
—Metedura de pata número uno —prosiguió Middleton, arrastrando un poco las palabras—. El patinazo number one corresponde a… —Se detuvo una vez más.
Los que no habían apartado ya la vista por vergüenza ajena percibieron un riachuelo de sudor recorriéndole la sien. De repente los ojos parecieron inyectados en sangre. Bizqueando, abrió la boca y empezó a articular una palabra que no llegó a ver la luz. En lugar de eso, la mandíbula se le abrió y se le cerró lentamente, como si la manipulasen unos cables ocultos. Se dobló en dos y se llevó las manos al estómago. Balanceándose sobre los talones, se apoyó en la mesa para no perder el equilibrio. Uno de los delineantes de la empresa que estaba sentado a la derecha de Middleton se levantó de un brinco y alargó una mano en un esfuerzo por evitar la caída de su jefe.
Middleton dio un paso atrás y contempló a la concurrencia con una mueca de horror en el rostro. Se agarró la garganta y los ojos casi se le saltaron de las cuencas. En la comisura de los labios asomó un poco de espuma blanca. Miró un momento hacia abajo, meciéndose como si hubiera perdido la vista, y cuando levantó de nuevo la cabeza todos vieron que el ojo izquierdo se le había convertido en un círculo rojo y que un reguero de sangre le corría por la mejilla desde allí. Dejó escapar un berrido y un caño de vómito y sangre le salió por la boca, llenó todo el mantel y alcanzó en plena cara a dos colegas, que retrocedieron espantados.
Middleton se desplomó sobre la mesa y su cara impactó contra botellas de vino y copas, que cayeron rodando sobre los regazos de los comensales o directamente al suelo. Una de las mujeres se puso a chillar y se levantó de un salto. El arquitecto se escurrió hacia atrás y cayó al suelo mientras seguía saliéndole sangre y vómito por la boca.
Rainer fue corriendo hasta él. Middleton ya no se movía. Un ojo miraba invidente hacia el techo; el otro estaba completamente carmesí. Rainer puso dos dedos en el cuello de su socio. Al punto se volvió con cara de incredulidad hacia los demás, que se habían agolpado alrededor.