Capítulo 3
El inspector jefe Jack Pendragon alargó la mano para coger el auricular, pero erró y tiró el teléfono al suelo junto con el vaso de agua y el despertador. Apenas oía la voz al otro lado del hilo mientras tanteaba la oscuridad para localizar el aparato.
—Pendragon —dijo, intentando sonar lo más compuesto posible.
—Inspector Grant. Siento llamarle a estas horas, señor. Ha surgido algo.
Pendragon se restregó el ojo derecho y se cambió el teléfono de mano mientras se incorporaba en la cama. Miró el reloj del suelo; los números rojos le informaron de que eran las 3:05 de la madrugada.
—¿Qué ha pasado?
—Mejor que lo vea con sus propios ojos, jefe. Yo estoy… —hubo una pausa— a cuatro minutos de la escena del crimen.
—¿Puede precisar un poco?
—Un cadáver en una discoteca. No sé mucho más.
—¿Dónde?
—En la avenida Mile End Road. Una especie de búnker, detrás de una joyería que se llama Jangles.
—Vale, ya lo encontraré.
Abrió el grifo de la ducha y aguardó a que el agua se calentase. Había llegado a la comisaría de Brick Lane esa misma tarde. Su jefa, la comisaria Jill Hughes, le había enseñado las instalaciones y luego había repasado con él los expedientes de la plantilla. Tenía dos inspectores a su cargo: Rob Grant, de veintiséis años, muy trabajador, muy cabezota y duro de pelar, una persona ambiciosa; y Kenneth Towers, de treinta y uno, con pocas pretensiones, el hombre lo intentaba, pero era algo torpe. Después estaba Jez Turner, uno de los tres subinspectores que tenía a su cargo y al que habían nombrado «subinspector principal». Jez tenía veintidós, era buena gente y algo crío, pero se trataba de un agente joven y prometedor que, al menos en teoría, lo seguiría como un perrito faldero. Sin embargo, como el resto del personal de la comisaría, el subinspector Turner había acogido la llegada de Pendragon con una mezcla de respeto por fuera y escepticismo apenas disimulado por dentro. Ya se sabía lo que pasaba con los que llegaban sin haber obtenido un ascenso: todos creían que habían fracasado en su destino anterior y, en consecuencia, tenían que esforzarse por demostrar su valía en el nuevo. Para más inri, Pendragon venía con lastre, asuntos personales que casi seguro que habían sido discutidos y diseccionados antes de su llegada para ocupar el puesto del número dos de la comisaría, el que rendía cuentas directamente a la comisaria.
Aquello le hizo acordarse de Jill Hughes: una policía con una gran trayectoria profesional, segura de sí misma, casi andrógina, salvo por la calidez de su gesto y unas curvas que el uniforme no lograba disimular. Tenía unos ojos grandes y castaños que resultaban atractivos, aunque no traicionaban asomo alguno de sensualidad. Pendragon sabía que la comisaria Hughes estaba hecha de buena pasta, tenía mucha fuerza de voluntad y era una oficial excepcional; a sus treinta y dos años se trataba posiblemente de la más joven del país en su cargo, aunque su punto débil era la escasa experiencia práctica. Como él mismo hacía veinte años, se había licenciado con todos los honores en la Academia de Policía de Sulhampstead. Con el tiempo, su gente de Brick Lane había sabido respetarla y apreciar su agudeza mental; pero no había por qué negarlo, reflexionó Jack, ella iba a depender de él y de su experiencia sobre el terreno.
Hizo gárgaras con un poco de enjuague bucal mientras se anudaba la corbata y se pasaba la mano por una barba incipiente pero aceptable. Para tener cuarenta y seis años, a excepción de algo de barriga había conservado el porte atlético y, aunque ya el pelo era más blanco que negro, todavía tenía la piel de la cara tersa. Con una luz que le favoreciese podría pasar por cuarenta y pocos.
Había esperado tener el fin de semana para explorar su antiguo territorio. Pendragon había nacido a menos de un kilómetro de la comisaría y había vivido en el corazón del East End londinense durante los dieciocho primeros años de su vida. Había regresado en varias ocasiones desde Magdalen, en Oxford, pero, tras la muerte de sus padres a finales de los ochenta, se le quitaron las ganas de volver. Hasta, bueno… Cogió las llaves y bajó las escaleras.
No había nadie en la recepción cuando Pendragon atravesó el vestíbulo del hotel y salió a la calle. Estaba en la City, muy cerca de la parada de metro de Moorgate, a cinco minutos en coche de Mile End Road a esas horas de la noche. Las calles resplandecían con el fulgor de los neones. Pendragon siguió recto. Cuando se movía por Londres le guiaba el instinto. Tal vez las calles y los edificios hubiesen cambiado en lo superficial durante las décadas que había durado su ausencia, pero la estructura interna se mantenía inamovible, la topografía subyacía intacta. Transitaba por aquellas calles como si fuesen líneas espirituales. Tenía Londres imbricado en la mismísima raigambre de su ser.
Y hasta quedaban algunas cosas sin asfaltar o sin un lavado de cara radical. Si bien la mayoría de las tiendas estaban ahora regentadas por comerciantes de la India y Bangladés, aún pervivían algunos de los negocios familiares de larga tradición. Y aunque gran parte de los viejos pubs se habían restaurado y rebautizado con nombres más a la moda, los hitos de su juventud seguían saltándole al paso. Al ver el Grave Maurice y el Blind Beggar recordó los tiempos en que eran los antros favoritos de los famosos hermanos Kray; en su infancia aquellos gánsteres habían sido más poderosos que el mismísimo Dios.
Ya cerca de Jangles una ambulancia arrancó y pasó junto a él a todo trapo rumbo al Hospital de Londres, que estaba en esa misma calle a unos cientos de metros. Pendragon vio dos coches patrulla aparcados a las puertas de la tienda, con las luces azules iluminando los alrededores de monótono ladrillo y cemento descolorido. Habían vaciado el escaparate de la joyería antes de cerrar, todo lo valioso guardado bajo llave, y barrotes de acero de varios centímetros de ancho escudaban la cristalera. A un lado de la tienda, abiertas de par en par, había dos puertas azules llenas de rozaduras y arañazos. El subinspector Turner apareció por ellas y se acercó al coche de Pendragon justo cuando éste aparcaba junto a la acera.
Turner era delgado y espigado y llevaba el pelo engominado hacia atrás en un peinado muy retro que le hacía parecer un guaperas de otra época. Tenía los ojos grandes y negros y una nariz larga y estrecha. El traje, un Hugo Boss que había comprado en un outlet de la marca en la calle Kensington High, era demasiado bueno para ponérselo para trabajar. El policía lo sabía y se complacía con la idea.
—¿Qué tenemos? —le preguntó Pendragon mientras rodeaba el coche por detrás.
Turner le precedió por un pasillo estrecho que atravesaba el bloque y llevaba a un patio pequeño. Una escalerilla conducía al tejado plano de una ampliación de cemento que ocupaba casi toda la parte trasera de la propiedad. Otra puerta del pasaje daba a una escalera pequeña que bajaba.
—Una pista de baile abarrotada, mucho M, supongo —le informó Turner—. Y de repente…, cae un cuerpo del techo. ¡Plas! —Se volvió hacia Pendragon con una risilla traviesa y se puso a cantar—: I believe I can fly…
Pendragon ignoró la gracia y Turner llevó al inspector jefe al semisótano, donde apestaba a sudor y hacía un calor insoportable. Había dos hombres en medio de la sala: un agente de mediana edad y un joven con obesidad mórbida enfundado en un mono naranja. No muy lejos, un médico con el uniforme de plástico verde de los forenses sobre la ropa de paisano estaba agachado junto al cuerpo de un hombre que estaba girado hacia un lado, con el cuello visiblemente roto. La víctima era un hombre de color, indio tal vez, aunque podía ser que la hemorragia interna le hubiese oscurecido la cara. Tenía el pelo lleno de sangre y materia gris. Llevaba una camisa de manga corta de color claro; apenas se veían las palabras «Bridgeport Construction» estampadas en la tela.
Pendragon se agachó para ver mejor.
—¿Hora de la muerte? —preguntó al forense. El hombre lo miró con cara de no entender nada hasta que vio a Turner y dedujo quién era Pendragon.
—Entre la una y media y las dos y media de la madrugada. Y soy el doctor Neil Jones, por cierto.
—Gracias, doctor Jones. —Pendragon se incorporó, se dirigió al agente y señaló a la persona con el mono naranja—. ¿Quién es ése?
El policía miró de reojo su libreta:
—Nigel Turnbull, señor. También conocido como Mc… Jumbo. —Articuló las palabras con cierto desagrado—. Alumno de segundo curso del Queen Mary College. Ha sido él quien ha llamado.
Pendragon le pasó revista al joven.
—¿Me puede contar qué ha ocurrido?
Turnbull se mostró sereno y conciso. Relató lo sucedido justo antes de que apareciera el cadáver, el pánico que siguió y cómo luego había llamado a la ambulancia y había avisado a la Policía. Omitió mencionar que antes de nada le había mandado un mensaje a un amigo para que acudiera lo antes posible e hiciese desaparecer doscientas bombitas de M.
—¿Y la hora?
—Poco antes de las dos y media. Recuerdo haber mirado el reloj unos minutos antes… de que pasara eso. —Señaló el cadáver.
—Ha sido un milagro que solo resultase herida una persona. Supongo que no tiene sentido pedirle que nos diga nombres.
Jumbo lo miró impávido.
—Conozco a algunos de los habituales, pero no tenemos tarjetas de socio ni nada por el estilo.
—Bueno, Nigel, lo mismo un paseíto hasta la comisaría te ayuda a refrescar la memoria.
A Turnbull se le cambió la cara.
—Mire, yo lo único que hago aquí es pinchar. Por mí le doy los nombres que quiera, pero no son más que estudiantes, igual que yo.
—Estupendo. El subinspector Turner tiene su lápiz bien afilado.
Pendragon se volvió al agente uniformado y le preguntó:
—¿Dónde está el inspector Grant?
—Arriba, señor. Está hablando con el dueño del local.
El doctor Jones se adelantó y captó la atención de Pendragon.
El forense era un hombre bajo y robusto con una poblada barba entrecana y una buena mata de rizos: un enano de Tolkien un tanto crecidito.
—Me gustaría llevarme el cuerpo al laboratorio, si le parece bien. Los de la Científica se encargarán de peinar cada centímetro del local.
—De acuerdo. Y…, ¿está seguro de la hora de la muerte?
—Como comprenderá, no le puedo decir los minutos y los segundos, pero ya le he dicho que no me cabe ninguna duda de que ha sido entre la una y media y las dos y media.
Turner dejó una taza de café de la máquina expendedora en el escritorio, junto al codo de Pendragon.
—Gracias —dijo el inspector jefe, que le dio un sorbo—. ¡Puaj, sabe a rayos!
El joven levantó las manos y se excusó:
—No es culpa mía.
—Pero es que está…
—… bastante pasable —dijo la comisaria Hughes desde la puerta de su despacho.
Jack se dispuso a levantarse, pero una seña de ella lo retuvo.
—Está en su derecho a traerse su propio café si lo prefiere, inspector jefe.
—No se preocupe, así lo haré —le contestó al tiempo que le devolvía la taza a Turner—. Deshágase de esto…, haga el favor.
Hughes sonrió y se sentó en una esquina de la mesa.
—Entonces, ¿qué tenemos?
—Por lo que parece, al tipo lo han asesinado justo antes de colarse en la rave, señora, y sin duda no antes de la una y media, según Jones.
—Pero ¿cómo ha acabado allí, si se puede saber?
—De carambola. El inspector Grant ha interrogado al propietario del Love Shack, quien por supuesto se ha mostrado de lo más colaborador. Un par de mis chicos han estado registrando todo el edificio y los alrededores. La discoteca, si se le puede llamar así, fue en otros tiempos un refugio antiaéreo. En la década de los setenta se amplió y se utilizó de almacén. Hace un par de años al propietario lo convencieron para que lo convirtiese en un local de música. Por lo que se ve contrató a unos cuantos chapuzas…, agrandaron una vieja chimenea y colocaron dos rejillas de ventilación. Quienquiera que tirase el cuerpo por la abertura del tejado probablemente pensó que era para los deshechos. Ni en sus peores pesadillas habría imaginado que el cadáver acabaría en medio de una pista de baile abarrotada.
—O sea…
—O sea, que me voy al Anatómico a ver qué ha averiguado el doctor Jones —dijo Pendragon mientras se ponía la chaqueta y seguía a Hughes hasta la puerta.
Al final del pasillo vieron a Turner con dos agentes. El subinspector estaba haciendo una parodia bastante creíble de Pendragon rechazando el café de máquina. Todos lucían enormes sonrisas. Turner miró a su alrededor, vio a Pendragon y a Hughes y se puso firme al instante. Los agentes uniformados se esfumaron. La comisaria se volvió hacia Pendragon con una sonrisa apenas perceptible y le dijo:
—No imita nada mal, ¿verdad?