CAPÍTULO IX
Detente un poco. ¿Me encuentro ya tan cerca del final? ¡Sí! Ya todo ha terminado, un paso o dos sobre esas tumbas recientes y el fatigoso camino habrá concluido. ¿Podré culminar mi misión? ¿Podré llenar el papel con palabras dignas de la gran conclusión? ¡Levántate, Negra Melancolía! ¡Abandona tu soledad cimeria!96 Trae contigo las oscuras nieblas del infierno para que oscurezcan los días; trae contigo tierras marchitas y exhalaciones pestilentes que al penetrar en cavernas huecas y conductos subterráneos llenen sus venas pétreas de corrupción, para que no sólo dejen de florecer las plantas, se pudran los árboles y los ríos bajen llenos de hiel, sino también para que las montañas eternas se descompongan y la putrefacción alcance al poderoso océano; para que la atmósfera benigna que rodea el planeta pierda toda su capacidad de generar vida y sustento. Hazlo así, poder de semblante triste, mientras yo escribo, mientras unos ojos leen estas páginas.
¿Y quién las leerá? Cuidado, tierno vástago del mundo renacido. Cuidado, ser bondadoso de corazón humano, que sin embargo vives ajeno a la preocupación, frente humana aún no surcada por el tiempo. Cuidado, no vaya el torrente alegre de tu sangre a detenerse, no vayan a encanecer tus cabellos dorados, no vaya a tornarse tu franca sonrisa en arruga cincelada y profunda. Que el día no contemple estas páginas, no vayan sus alegres colores a desvaírse, palidecer y morir. Busca un campo de cipreses cuyas ramas ululen con la armonía adecuada; busca alguna caverna profunda en las entrañas de la tierra donde no penetre más luz que la que se abra paso, parpadeante y roja, a través de una única grieta y tiña la página que lees con el tono siniestro de la muerte.
En mi mente habita una dolorosa confusión que se niega a delinear con claridad los hechos sucesivos. A veces la sonrisa radiante y bondadosa de mi amigo aparece ante mí y siento que su luz se expande y llena la eternidad. Pero luego, de nuevo, oigo los últimos estertores...
Abandonamos Como y, en cumplimiento del mayor deseo de Adrian, nos dirigimos a Venecia en nuestro camino hacia Roma. Había algo en esa ciudad entronizada en una isla, rodeada de mar, que resultaba particularmente atractiva a los ingleses. Adrian no la había visitado antes. Descendimos en barca siguiendo los cursos del Po y el Brenta. De día el calor resultaba insoportable, de modo que descansábamos en los palacios que hallábamos junto a las orillas y viajábamos de noche, cuando la oscuridad borraba las orillas y difuminaba nuestra soledad; cuando la luna errante iluminaba las ondas que se dividían al paso de la proa y la brisa nocturna hinchaba nuestras velas, y el murmullo de la corriente, el rumor de los árboles y el crujir de la lona se unían en armoniosa cadencia. Clara, presa del dolor durante tanto tiempo, había abandonado en gran medida su tímida reserva y recibía nuestras atenciones agradecida y tierna. Cuando Adrian, con fervor poético, declamaba sobre las gloriosas naciones de los muertos, sobre la tierra hermosa y el destino del hombre, ella se acercaba a él, sigilosa, y se empapaba de sus palabras con mudo placer. Desterrábamos de nuestras conversaciones, y en la medida de lo posible de nuestras mentes, la idea de nuestra desolación. Y al habitante de cualquier ciudad, a quien morara entre una multitud ajetreada, le resultaría increíble constatar hasta qué punto lo lográbamos. Como un hombre confinado en una mazmorra, cuya única rendija de luz, minúscula y cubierta por una reja, oscurece al principio, más si cabe, la escasa claridad, hasta que el ojo se acostumbra a ella y el preso, adaptándose a su escasez, descubre que un mediodía luminoso visita su celda, así nosotros, tríada única sobre la faz de la tierra, nos multiplicábamos unos a otros hasta alcanzar la totalidad. Nos alzábamos como árboles cuyas raíces el viento arranca, pero que se sostienen unos a otros apoyándose y aferrándose con fervor creciente mientras aúllan las tormentas invernales.
Así, descendimos flotando por el cauce cada vez más ancho del Po, durmiendo cuando cantaban las cigarras, despiertos cuando asomaban las estrellas. Llegamos a las orillas más estrechas del Brenta, y al amanecer de 6 de septiembre entramos en la Laguna. El astro brillante se alzó lentamente tras las cúpulas y las torres y derramó su luz penetrante sobre las aguas brillantes. En la playa de Fusina se veían góndolas hundidas y otras enteras. Embarcamos en una de ellas rumbo a la hija viuda del océano que, abandonada y caída, se alzaba olvidada sobre sus islotes, oteando las montañas lejanas de Grecia. Remamos despacio por la Laguna y nos adentramos en el Gran Canal. La marea se retiró lentamente de los portales destruidos y los salones violados de Venecia; algas y monstruos marinos quedaron a la vista sobre el mármol ennegrecido, mientras la sal corroía las inigualables obras de arte que adornaban las paredes y las gaviotas levantaban el vuelo desde los alféizares de las ventanas rotas. En medio de la siniestra ruina de todas aquellas obras del poder humano, la naturaleza imponía su influencia y, por contraste, lucía con mayor belleza. Las aguas radiantes apenas temblaban y sus ligeras ondulaciones eran como espejos de mil caras en los que se reflejaba el sol. La inmensidad azul, más allá del Lido, se perdía en la distancia, inalterada por barco alguno, tan tranquila, tan bella, que parecía invitarnos a abandonar una tierra salpicada de ruinas y a guarecernos de la tristeza y el miedo en su plácida extensión.
Contemplamos las ruinas de la ciudad desolada desde lo más alto del campanario de San Marcos, con la iglesia a nuestros pies, y volvimos nuestros corazones doloridos hacia el mar que, aunque sea una tumba, no exhibe monumentos ni alberga ruinas. La tarde llegó deprisa. El sol se puso majestuoso y sereno tras los picos brumosos de los Apeninos y sus tonos dorados y rosáceos tiñeron los montes de la otra orilla.
-Esa tierra -dijo Adrian-, impregnada de las últimas glorias del día, es Grecia.
¡Grecia! Aquella palabra pulsó alguna tecla en el pecho de Clara, que al momento, y con gran vehemencia, nos recordó que le habíamos prometido llevarla de nuevo a Grecia, a la tumba de sus padres. ¿Por qué ir a Roma? ¿Qué íbamos a hacer allí? Podíamos montarnos en cualquiera de los barcos allí varados y poner rumbo a Albania.
Yo traté de disuadirla hablándole de los peligros del mar y de la distancia que existía entre Atenas y las montañas que nosotros veíamos, una distancia que, dado el estado silvestre del país, resultaría casi insalvable. Adrian, encantado con la propuesta de Clara, ignoró mis objeciones. La estación era favorable. El viento del noroeste nos llevaría al otro lado del golfo. Y luego tal vez encontráramos, en algún puerto, algún caique griego adaptado para esa clase de navegación; bordearíamos la costa de la Morea y sorteando el istmo de Corinto, sin las grandes fatigas de los viajes por tierra, nos hallaríamos en Atenas. A mí todo aquello me parecía descabellado; pero el mar, que refulgía con mil tonalidades púrpuras, parecía brillante y seguro. Mis amados compañeros estaban tan decididos, tan entusiasmados, que cuando Adrian dijo: «Bien, aunque no es exactamente lo que deseas, consiente para complacerme», no pude seguir negándome. Esa misma noche escogimos una embarcación que por su tamaño nos pareció adecuada para la travesía. Plegamos las velas y verificamos el estado de las jarcias. Esa noche dormimos en uno de los mil palacios de la ciudad, decididos a embarcar al alba.
Cuando las brisas que no mecen su serena superficie
barren el mar azul, la tierra no amo más;
sonrisas de las aguas serenas y tranquilas
mi mente inquieta tientan.
Eso dijo Adrian, citando una traducción de Mosco, cuando, con las primeras luces del día, remamos por la Laguna, dejamos atrás el Lido y llegamos a mar abierto. A continuación yo añadí:
Pero cuando en el abismo gris del océano
el rugido resuena
y la espuma se eleva sobre el mar, y grandes olas rompen.
Pero mis amigos declararon que aquellos versos eran un mal augurio. Y así, con buen ánimo, abandonamos las aguas poco profundas y, ya en alta mar, desplegamos e izamos las velas para impulsarnos con los vientos propicios. El aire risueño de la mañana las hinchaba mientras el sol bañaba tierra, cielo y mar; las plácidas olas se separaban al encuentro de la quilla y murmuraban su bienvenida. A medida que la tierra se alejaba, el mar azul, casi sin olas, hermano gemelo del Empíreo, facilitaba el gobierno de nuestra barca. Nuestras mentes, contagiadas de la tranquilidad balsámica del aire y las aguas, se imbuían de serenidad. Comparada con el océano impoluto, la tierra lúgubre parecía un sepulcro, sus altos acantilados e imponentes montañas monumentos, sus árboles los penachos de algún coche fúnebre, los arroyos y los ríos, portadores de las lágrimas vertidas por los muertos. Adiós a las ciudades desoladas, a los campos con su silvestre alternancia de maíz y malas hierbas, a las reliquias de nuestra especie extinguida, que no dejan de multiplicarse. Océano, a ti nos encomendamos. Aunque el patriarca antiguo flotara sobre el mundo anegado, permite que nos salvemos, ahora que nos entregamos a la inundación perenne.
Adrian iba al timón. Yo me ocupaba de los aparejos. La brisa, de popa, hinchaba las velas y surcábamos veloces el mar sereno. A mediodía el viento encalmó. Su escaso fuelle nos permitía apenas mantener el rumbo. Como marineros perezosos, gozando del buen tiempo, sin importarnos el tiempo, conversábamos alegremente sobre nuestro trayecto costero que nos llevaba a Atenas. Estableceríamos nuestro hogar en una de las Cícladas, y allí, entre campos de mirtos, en una eterna primavera dulcificada por saludables brisas marinas, viviríamos muchos años en unión beatífica. ¿Existía la muerte en el mundo?
El sol alcanzó su cenit y descendió por el inmaculado suelo de los cielos. Tumbado en la barca, de cara al sol, creía ver en su blanco azulado unas franjas de mármol, tan leves, tan inmateriales, que ahora me decía: «ahí están», y luego: «son imaginaciones mías». Un temor repentino se apoderó de mí mientras observaba, e incorporándome y corriendo hacia la proa -de pie, el cabello algo levantado sobre la frente-, una línea oscura de olas apareció por el este y se aproximó velozmente hacia nosotros. Mi advertencia asombrada a Adrian fue seguida de un ondear de velas, pues el viento que las azotaba era adverso, y la barca cabeceó. La tormenta, rápida como el habla, se situó al instante sobre nuestras cabezas, el sol enrojeció, el mar oscuro se cubrió de espuma y la barca empezó a subir y bajar a merced de unas olas cada vez mayores.
Contémplanos ahora en nuestra frágil morada, rodeados de un oleaje hambriento y rugiente, abofeteados por los vientos. Por el este, dos inmensos nubarrones negros que avanzaban en direcciones opuestas se encontraron. Saltó el rayo, seguido del murmullo del trueno. Al sur las nubes respondieron y el garabato de fuego que, dividiéndose, recorría el cielo negro, nos mostró las pavorosas montañas de cúmulos, alcanzados ya, y exterminados, por las inmensas olas. ¡Santo Dios! Y nosotros solos, nosotros tres, solos, solos, únicos habitantes del mar y de la tierra, nosotros tres íbamos a perecer. El vasto universo, su miríada de mundos y las llanuras de tierra ilimitada que habíamos abandonado -la extensión de mar abierto que nos rodeaba- se empequeñecían ante mi vista; ello y todo lo que contenía se reducía a un solo punto, a la barca tambaleante, cargada de gloriosa humanidad.
La desesperación surcó el rostro amoroso de Adrian, que con los dientes apretados murmuró:
-Aun así se salvarán. -Clara, presa de un terror muy humano, pálida y temblorosa, se acercó a él como pudo, y Adrian le dedicó una sonrisa de aliento-. ¿Tienes miedo, niña? No lo tengas, que muy pronto llegaremos a puerto.
La oscuridad me impedía ver el cambio en su semblante, pero pronunció su respuesta con voz clara y dulce.
-¿Por qué habría de tenerlo? Ni el mar ni las tormentas pueden vencernos si el destino poderoso, o quien gobierna el destino, no lo permite. Además el punzante temor a sobrevivir a cualquiera de los dos no tiene aquí sentido, pues será una única muerte la que nos lleve a los tres a un tiempo.
Arriamos las velas, salvamos un foque y en cuanto pudimos variamos el rumbo e, impulsados por el viento, nos dirigimmos a la costa italiana. La noche negra lo confundía todo y apenas discerníamos las crestas de las olas asesinas, excepto cuando los relámpagos creaban un breve mediodía y se bebían la tiniebla, mostrándonos el peligro que nos acechaba, antes de devolvernos a una oscuridad duplicada. Ninguno de los tres hablaba, salvo cuando Adrian, al timón, nos transmitía alguna palabra de ánimo. Nuestra pequeña cáscara de nuez obedecía sus órdenes con precisión milagrosa y avanzaba sobre las olas como si, hija del mar, su airada madre protegiera a su criatura, que se encontraba en peligro.
Yo iba sentado en la proa, observando nuestro avance, cuando súbitamente oí que las olas rompían con furia redoblada. Sin duda nos hallábamos cerca de la costa. En el instante mismo en que gritaba: «¡Por allí!», el resplandor de un relámpago prolongado llenó el cielo y nos mostró durante unos instantes la playa plana que se extendía ante nosotros, la arena fina e incluso los cañaverales bajos y salpicados de agua salada que crecían donde no alcanzaba la marea. La negrura regresó al momento y suspiramos con el mismo alivio de quien, mientras fragmentos de roca volcánica oscurecen el aire, ve una gran lengua surcando la tierra, muy cerca de sus pies. No sabíamos qué hacer, las olas, aquí y allá, por todas partes, nos rodeaban, rugían y rodaban, nos salpicaban el rostro. Con considerable dificultad, exponiéndonos a un gran peligro, finalmente logramos alterar nuestro curso y quedamos encarados hacia la orilla. Advertí a mis compañeros de que se prepararan para el naufragio de nuestro pequeño caique y les insté a que se agarraran a algún remo o palo lo bastante grande como para mantenerlos a flote. Yo era un excelente nadador; la mera visión del mar solía provocarme las sensaciones que experimenta un cazador cuando oye el griterío de una jauría de perros; adoraba sentir las olas envolviéndome, tratando de revolcarme mientras yo, señor de mí mismo, me movía hacia un lado o hacia el otro a pesar de sus coléricos embates. También Adrian sabía nadar, pero su debilidad física le impedía disfrutar del ejercicio o mejorar con la práctica. Mas, ¿qué resistencia podía oponer el nadador más fuerte a la exagerada violencia de un océano que exhibía toda su furia? Mis esfuerzos para prevenir a mis compañeros se revelaron casi del todo inútiles, pues el rugido de las olas no nos permitía oírnos, y éstas, al pasar constantemente sobre el casco, me obligaban a dedicar todas mis energías a achicar agua a medida que iba entrando. La oscuridad, densa, palpable, impenetrable, nos rodeaba, alterada sólo por los relámpagos. En ocasiones unos rayos rojos, fieros, se zambullían en el mar, y a intervalos, de las nubes se descolgaban grandes mangas que agitaban unas olas que se alzaban para recibirlas. Mientras, la galerna impulsaba las nubes, que se confundían con la mezcla caótica de cielo y océano. El casco empezaba a romperse, nuestra única vela estaba hecha harapos, rota por la fuerza del viento. Habíamos cortado el mástil y tirado por la borda del caique todo lo que éste contenía. Clara me ayudaba a achicar agua y en un momento en que se volvió para contemplar el relámpago, vi, en el resplandor momentáneo, que en ella la resignación había vencido sobre el miedo. En las circunstancias más extremas existe en nosotros un poder que asiste a las mentes por lo general débiles y nos permite soportar las torturas más crueles con una presencia de ánimo que en nuestras horas felices no habríamos imaginado siquiera. Una calma, más aterradora aún que la tempestad, se apoderaba de los latidos de mi corazón, una calma que era como la del tahúr, la del suicida, la del asesino, cuando el último dado está a punto de lanzarse, cuando se lleva la copa envenenada a los labios, cuando se dispone a asestar el golpe mortal.
Así pasaron horas, horas que habrían cincelado surcos de vejez en rostros imberbes, que habrían cubierto de nieve el cabello sedoso de la infancia; horas en que, mientras duraban los caóticos rugidos, mientras cada ráfaga de viento era más temible que la anterior, nuestra barca colgaba de lo alto de las olas antes de desplomarse en sus abismos, y temblaba y giraba entre precipicios de agua que parecían cerrarse sobre nuestras cabezas. Por unos instantes el temporal cesó. El viento, que como un avezado atleta se había detenido antes de dar el gran salto, se abalanzó con furia sobre el mar, entre rugidos, y las olas golpearon nuestra popa. Adrian gritó que el timón se había roto.
-¡Estamos perdidos! -exclamó Clara-. ¡Salvaos vosotros! ¡Oh, salvaos vosotros! -Otro relámpago me mostró a la pobre niña medio enterrada en el agua, al fondo de la barca. Mientras se hundía, Adrian la levantó y la sostuvo en sus brazos. Nos habíamos quedado sin timón y avanzábamos con la proa muy levantada, al encuentro de las inmensas olas que se alzaban ante nosotros, y que al romper inundaban nuestro pequeño caique. Oí un grito, un grito que decía que nos hundíamos, y que pronuncié yo. Me hallé en el agua. La oscuridad era total. Cuando el resplandor de la tempestad nos iluminó, vi la quilla de nuestro bote, volcado del revés, que se acercaba a mí. Me aferré a ella con dedos y con uñas mientras, aprovechando los intervalos de luz, trataba desesperadamente de distinguir a mis compañeros. Creí ver a Adrian a escasa distancia de donde me encontraba, sujeto a un remo. Me solté del casco y, sacando de donde no había una energía sobrehumana, me arrojé a las aguas, tratando de llegar a él. Al no lograrlo, el apego instintivo a la vida me alentó, así como un sentimiento de contienda, como si una voluntad hostil combatiera con la mía. Me impuse al oleaje, que lo apartaba de mí, como hubiera hecho con las fauces y las zarpas de un león a punto de devorar mi pecho. Cuando una ola me tumbaba, me alzaba contra la siguiente y sentía que una especie de orgullo amargo se apoderaba de mí.
La tormenta nos había llevado cerca de la costa y nos había mantenido en todo momento en sus proximidades. El resplandor de cada relámpago me permitía ver su perfil recortado. Sin embargo mi avance era minúsculo, pues las olas, al retirarse, me arrastraban hacia los abismos lejanos del océano. En un momento creía rozar la arena con el pie y al momento siguiente volvía a hallarme en aguas profundas. Mis brazos empezaban a flaquear, me faltaba el aire y mil y un pensamientos desbocados y delirantes pasaban por mi mente. Por lo que ahora recuerdo de ellos, el sentimiento dominante era: «qué dulce sería apoyar la cabeza en la tierra serena, donde las olas no siguieran golpeando mi cuerpo frágil, donde el rugido del mar no penetrara en mis oídos». Para alcanzar ese reposo -no para salvar la vida- realicé un último esfuerzo y la orilla se presentó accesible ante mí. Me levanté, volví a ser revolcado por las olas y el saliente de una roca, permitiéndome un punto de apoyo, me concedió un respiro. Entonces, aprovechando el reflujo de las olas, me adelanté hasta llegar corriendo a la arena seca y caí inconsciente sobre los juncos húmedos que la salpicaban.
Debí de permanecer largo tiempo privado de vida pues cuando, con gran sensación de aturdimiento, abrí los ojos, me recibió la luz de la mañana. Un gran cambio se había operado entre tanto: el amanecer gris teñía las nubes pasajeras, que avanzaban rasgándose a intervalos y mostrando vastas lagunas de un cielo azul purísimo. Por el este se alzaba un creciente arroyo de luz, tras las olas del Adriático, que cambiaba el gris por un tono rosáceo y más tarde inundó cielo y mar con etéreos dorados.
Tras mi desvanecimiento siguió una especie de estupor. Mis sentidos vivían, pero había perdido la memoria. Con todo, aquel bendito alivio fue breve -una serpiente reptaba hacia mí para devolverme a la vida con su mordedura-, y con la primera emoción retrospectiva me sobresalté, pero mis miembros se negaron a obedecerme. Me temblaban las piernas y mis músculos habían perdido toda su fuerza. Seguía creyendo que podría encontrar a uno de mis amados compañeros, arrojado, como yo, sobre la playa, medio muerto pero vivo. Me esforzaba al máximo para devolver a mi cuerpo el uso de sus funciones animales. Me retorcí el pelo para escurrir el agua y el salitre y los rayos del sol naciente no tardaron de visitarme con su calor benévolo. Con el restablecimiento de mis poderes corporales, mi mente cobró cierta conciencia del universo de desgracia que a partir de ese momento sería su morada. Corrí hasta la orilla y grité los nombres de mis amigos. El océano se tragó mi voz débil y me respondió con su rugido despiadado. Me subí a un árbol cercano; todo lo que veía era la playa lisa flanqueada por los pinos y un mar circundado de horizonte. En vano amplié mi búsqueda por toda la playa. El mástil que habíamos desarbolado y echado por la borda estaba en la orilla con cabos enredados y los restos de la vela; era la única reliquia que la tierra había recibido de nuestro naufragio. En ocasiones permanecía inmóvil y me retorcía las manos. Acusaba a la tierra y al cielo, al mecanismo universal y al Todopoderoso que tan mal lo manejaba. Volví a arrojarme sobre la arena y entonces el viento, ululante, imitando un grito humano, me confundió y me devolvió una esperanza falaz y amarga. De haber contado con el menor pedazo de madera, con la más minúscula de las canoas, tengo por seguro que habría recorrido las salvajes llanuras del océano en pos de los amados restos de los seres que había perdido y, aferrándome a ellos, me habría adentrado en su sepulcro.
Así pasé todo el día. Cada momento contenía una eternidad, aunque cuando todas sus horas hubieron transcurrido me asombré de que el tiempo pasara tan velozmente. Y sin embargo ni siquiera entonces había bebido toda la poción amarga. Aún no estaba convencido de mi pérdida. Todavía no sentía en todos mis latidos, en todos mis nervios, en todos mis pensamientos, que era el único superviviente de mi raza, que era el último hombre.
Las nubes regresaron al atardecer y apenas se puso el sol empezó a lloviznar. Me pareció que incluso los cielos eternos lloraban mi desdicha. ¿Podía ser entonces motivo de vergüenza que un hombre mortal derramara lágrimas? Recordé las fábulas antiguas en que los seres humanos, con su llanto, se convertían en fuentes de caudal constante. ¡Ah! ¡Si así pudiera ser! Mi destino, entonces, se asemejaría en algo a la muerte húmeda de Adrian y Clara. La pena es fantástica, pues teje una tela en que trazar la historia de su desgracia a partir de todas las formas que nos rodean, de todos los cambios que presenciamos; se introduce en todos los objetos de la naturaleza viva y halla sustento en todo. Como la luz, todo lo baña, y como la luz, a todo transmite sus colores.
En mi búsqueda había llegado a un lugar algo más alejado, donde se alzaba una torre de vigía de las que, a intervalos, salpican la costa italiana. Me alegré de hallar refugio, de encontrarme con el producto de una obra humana, tras tanto tiempo rodeado de aquella temible aridez natural. De modo que entré y ascendí por la tosca escalera de caracol que conducía a la estancia del vigía. El destino, en principio, se mostró amable conmigo al no enfrentarme a ningún resto de sus anteriores habitantes. Unos tablones colocados sobre caballetes de hierro, y sobre ellos hojas secas de maíz, constituían el lecho que se me ofrecía. Y un cajón abierto en el que se conservaban unas pocas galletas mohosas me despertó el apetito, que tal vez ya tuviera antes, pero del que, hasta ese momento, no había sido consciente. También me atormentaba la sed, violenta, seca, consecuencia de toda el agua de mar que había tragado y de mi cansancio. La naturaleza, amable, había dispuesto que la satisfacción de aquellas necesidades causara placer, de modo que incluso yo me sentí refrescado y saciado al comer aquel triste alimento y al beber algo del vino agrio que llenaba una botella olvidada en aquel lugar abandonado. Luego me tendí sobre el camastro, cómodo para alguien que acababa de sobrevivir a un naufragio. El intenso aroma a tierra y hojas secas fue como un bálsamo para mis sentidos tras el hedor de las algas. Olvidé mi soledad. No miraba hacia atrás ni hacia delante; el cansancio entumecía mis sentidos. Me dormí y soñé con hermosos paisajes de interior, con segadores, con un pastor que silbaba a su perro para pedirle ayuda, pues debía meter el rebaño en el corral; soñé con imágenes y sonidos característicos de la vida montañesa de mi infancia que creía olvidados.
Desperté sumido en un dolor agónico, pues imaginaba que el océano, desatado, arrastraba en su avance los continentes fijos, las montañas ancladas, y que junto con ellos se llevaba los arroyos que amaba, los bosques y los rebaños. Rugía colérico con el estruendo continuo que había acompañado al último naufragio de la humanidad. Gradualmente recobré los sentidos. Las paredes se alzaban a mi alrededor y la lluvia golpeaba el ventanuco. Qué lúgubre resulta emerger del olvido del sueño y recibir por todo saludo el lamento mudo del propio corazón desolado, regresar de la tierra de los sueños engañosos y llegar al conocimiento indudable de un desastre inalterado. Así me sucedía a mí en ese instante y así me sucedería siempre. Tal vez la punzada de otros pesares se limara con el tiempo y tal vez incluso los míos remitieran durante el día, ante algún placer inspirado por la imaginación o los sentidos. Pero ya nunca contemplaría la primera luz del día sin llevarme la mano a un corazón desbocado, a un alma anegada por la marea incesante de la desgracia y la desesperación. Ahora despertaba por vez primera al mundo muerto -despertaba solo- y el lamento fúnebre del mar, oído entre la lluvia, me recordaba la ruina en que me había convertido. El sonido me llegaba como un reproche, como el aguijonazo de un remordimiento que se me clavara en el alma. Ahogué un grito. Las venas y los músculos de la garganta se me hincharon, asfixiándome. Me tapé los oídos con dos dedos y enterré la cabeza entre las hojas secas del camastro. Hubiera llegado al centro de la tierra para dejar de oír aquel lamento odioso.
Pero debía entregarme a otra tarea. Volví a visitar la detestada playa, volví a otear en vano el horizonte, volví a gritar unos nombres a los que nadie respondió, con una voz que era la única que ya rasgaría el aire mudo con sílabas humanas.
¡Qué ser desconsolado, infeliz y digno de compasión era yo! Mi aspecto y mi atuendo revelaban la historia de mi desolación. El pelo enredado y sucio, los miembros manchados de salitre. Cuando me arrojé al mar, durante el naufragio, me despojé de todas las ropas que me dificultaban el avance, y la lluvia empapaba las finas telas veraniegas que ahora me cubrían. Iba descalzo, los juncos y las conchas rotas se me clavaban en los pies mientras iba de un lado a otro, ahora acercándome a una roca lejana que, rodeada por la arena, adoptaba transitoriamente una apariencia engañosa, luego reprochando al mar asesino su crueldad ilimitada con los ojos encendidos.
Durante un momento me comparé a ese monarca de la desolación, Robinson Crusoe. Los dos habíamos sido arrojados a la soledad; él en las costas de una isla desierta, yo en las de un mundo despoblado. Yo era rico en los llamados bienes de la vida. Si me alejaba de aquel escenario inmediato, más desértico, y dirigía mis pasos a cualquiera de las muchísimas ciudades que llenaban la tierra, podía apoderarme de sus riquezas, almacenadas para mi comodidad: ropas, alimentos, libros y moradas dignas de los príncipes de otros tiempos. Podía elegir el clima que mejor me conviniera, mientras que él se veía obligado a esforzarse para cubrir sus necesidades básicas y vivía en una isla tropical, contra cuyos calores y tormentas apenas lograba guarecerse. Viendo así las cosas, ¿quién no habría preferido los placeres sibaríticos que yo podía procurarme, la holganza filosófica, los amplios recursos intelectuales, a su vida de trabajos y peligros? Y sin embargo Robinson Crusoe era mucho más feliz que yo, pues él mantenía la esperanza, y no esperaba en vano: el barco salvador llegó al fin para llevarlo de vuelta a sus paisanos, a sus iguales, allí donde los pormenores de su soledad se convirtieron en relato que contar al calor del hogar. Yo, en cambio, no podría contar jamás a nadie la historia de mi adversidad. Para mí no existía la esperanza. Él sabía que al otro lado del mar que rodeaba su isla solitaria vivían miles de personas a quienes alumbraba el mismo sol que lo alumbraba a él. Bajo el sol del meridiano, bajo la luna cambiante, yo era el único ser de rasgos humanos. Sólo yo podía articular pensamientos, y cuando dormía, ni el día ni la noche eran contemplados por nadie. Él había escapado de sus compañeros y contempló con temor la aparición de una huella humana. Yo me hubiera arrodillado para verla mejor y la hubiera venerado. El cruel y salvaje caribe, el despiadado caníbal o, peor que ellos, el tosco, bruto y entregado practicante de los vicios de la civilización me habrían parecido compañeros ideales, tesoros preciados, pues su naturaleza sería igual a la mía, su forma habría sido forjada en el mismo molde; sangre humana correría por sus venas y una simpatía mutua nos uniría para siempre. Es imposible que no haya de contemplar nunca más a otro ser humano. ¡Nunca! ¡Nunca! Por más años que transcurran. ¿Despertaré y no hablaré con nadie? ¿Pasarán interminables las horas y mi alma aislada en el mundo será un punto solitario rodeado de vacío? ¿Un día sucederá a otro día de ese modo? ¡No! ¡No! Un Dios gobierna el mundo, la providencia no ha cambiado su cetro de oro por el aguijón de un áspid. ¡Lejos! ¡Lejos de esta tumba marina, partiré de este rincón desolado, cerrado a todo acceso por su propia desolación! Caminaré de nuevo por las calles empedradas, cruzaré los umbrales de las moradas de los hombres y esta idea me parecerá sin duda una horrible visión, un sueño demencial pero evanescente.
Llegué a Ravena (la ciudad más próxima a la playa a la que había sido arrojado por el mar) antes de que el segundo sol se hubiera puesto sobre el mundo vacío. Vi muchas criaturas vivientes: bueyes, caballos, perros, pero a ningún hombre entre ellas. Entré en una casa. Estaba deshabitada. Subí la escalinata de mármol de un palacio y hallé a los murciélagos y los búhos habitando en sus cortinajes. Avanzaba sin hacer ruido para no despertar a la ciudad dormida. Regañé a un perro que con sus ladridos alteraba la paz sagrada. No creía que todo era lo que parecía: el mundo no estaba muerto, era yo, que había enloquecido. Estaba ciego y sordo y había perdido el sentido del tacto. Actuaba bajo los efectos de un encantamiento que me permitía contemplar todas las visiones de la tierra excepto a sus habitantes humanos, que no obstante seguían con sus acciones cotidianas. Todas las casas tenían dueño, pero yo no los veía. Si hubiera podido persuadirme de algo así, me habrá sentido mucho más conformado. Pero mi cerebro, tenaz en sus razonamientos, se negaba a entregarse a tales imaginaciones, y aunque trataba de representarme a mí mismo esa farsa, sabía que yo, vástago del hombre, durante muchos años uno más entre muchos, me había convertido en el único superviviente de mi especie. El sol se ocultaba tras las colinas de poniente. No había probado alimento desde la noche anterior, pero aunque débil y cansado despreciaba la comida y seguía caminando por las calles solitarias porque todavía quedaba algo de luz. La noche llegó y unió a todas las criaturas vivientes, menos a mí, con otras de su especie. El único alivio a mi agonía lo hallaba en el sacrificio: de los mil lechos disponibles, no escogí el lujo de ninguno de ellos y me eché en el suelo; un frío peldaño de mármol me sirvió de almohada. Llegó la medianoche y sólo entonces mis fatigados párpados, al cerrarse, me privaron de la visión de las estrellas titilantes y de su reflejo en el pavimento. Así pasé la segunda noche de mi desolación.