INTRODUCCIÓN
Visité Nápoles en 1818. El 8 de diciembre de ese año, mi acompañante y yo cruzamos la bahía a fin de conocer las antigüedades que salpican las costas de Baiae. Las aguas cristalinas y brillantes del mar en calma cubrían fragmentos de viejas villas pobladas de algas, iluminadas por haces de luz solar que las veteaban con destellos diamantinos. El elemento era tan azul y diáfano que Galatea hubiera podido surcarlo en su carro de madreperla y Cleopatra escogerlo como senda más propicia que el Nilo para su mágica nave. Aunque era invierno, parecíamos hallarnos más bien en el inicio de la primavera, y la agradable tibieza del aire contribuía a inspirar esas sensaciones de calidez que son la suerte del viajero que se demora, que detesta tener que abandonar las tranquilas ensenadas y los radiantes promontorios de Baiae.
Visitamos los llamados Campos Elíseos y el Averno y paseamos por entre varios templos en ruinas, antiguas termas y emplazamientos clásicos. Finalmente nos internamos en la lúgubre caverna de la Sibila de Cumas. Nuestros lazzeroni portaban antorchas que alumbraban con luz anaranjada y casi crepuscular unos tenebrosos pasadizos subterráneos cuya oscuridad, que las rodeaba con avidez, parecía impaciente por atrapar más y más luz. Pasamos bajo un arco natural que conducía a una segunda galería y preguntamos si podíamos entrar también en ella. Los guías señalaron el reflejo de las antorchas en el agua que inundaba su suelo y nos dejaron extraer a nosotros nuestra propia conclusión. Con todo, añadieron, era una lástima, pues aquel era el camino que conducía a la cueva de la Sibila. La exaltación se apoderó de nuestra curiosidad y entusiasmo e insistimos en intentar el paso. Como suele suceder con la persecución de tales empresas, las dificultades disminuyeron al examinarlas. A ambos lados del camino húmedo descubrimos «tierra seca para posar el pie».1 Al fin llegamos a una caverna oscura y desierta, y los lazzeroni nos aseguraron que se trataba de la cueva de la Sibila. Nuestra decepción fue grande, pero la examinamos con detalle, como si sus paredes desnudas, rocosas, pudieran albergar todavía algún resto de su celestial visitante. En uno de los lados se adivinaba una pequeña abertura.
-¿Adónde conduce? ¿Podemos entrar? -preguntamos.
-Questo poi, no -respondió el salvaje que portaba la antorcha-. Apenas se adentra un poco, y nadie la visita.
-De todos modos quiero intentarlo -insistió mi acompañante-. Tal vez conduzca hasta la cueva verdadera. Yo voy. ¿Quieres acompañarme?
Le mostré mi disposición a seguir, pero los guías se opusieron a nuestra decisión. Con gran locuacidad, en su dialecto napolitano -que no nos resultaba demasiado familiar-, nos dijeron que allí habitaban los espectros, que el techo cedería, que era estrecha en exceso para alojarnos, que en su centro se abría un hueco profundo lleno de agua y que podíamos ahogarnos. Mi acompañante interrumpió la perorata arrebatándole la antorcha al hombre. Y los dos proseguimos a solas.
El pasadizo, por el que al principio apenas cabíamos, se estrechaba cada vez más, volviéndose más bajo. Caminábamos casi a gatas, pero insistíamos en seguir avanzando. Al fin fuimos a dar a un espacio más amplio, donde el techo ganaba altura. Pero, cuando ya nos congratulábamos por el cambio, un golpe de aire apagó nuestra antorcha y nos sumió en la oscuridad más absoluta. Los guías disponían de materiales para encenderla de nuevo, pero nosotros no, y sólo podíamos regresar por donde habíamos llegado. A tientas buscamos la entrada, y transcurrido un tiempo nos pareció que habíamos dado con ella. Sin embargo, resultó tratarse de un segundo pasadizo, que sin duda ascendía. Tampoco éste presentaba otra salida, aunque algo parecido a un rayo, que no sabíamos de dónde provenía, arrojaba un atisbo de ocaso sobre su espacio. Gradualmente nuestros ojos se acostumbraron algo a la penumbra y percibimos que, en efecto, no había paso directo que nos llevara más allá, pero que era posible trepar por un costado de la caverna hasta un arco bajo en lo alto, que auguraba un sendero más cómodo. Al llegar a él descubrimos el origen de la luz. No sin dificultad seguimos ascendiendo, y llegamos a otro pasadizo más iluminado que conducía a otra pendiente similar a la anterior.
Tras varios tramos como los descritos, que sólo nuestra determinación nos permitió remontar, llegamos a una caverna de techo abovedado. En su centro, una apertura dejaba pasar la luz del cielo, aunque se hallaba medio cubierta por zarzas y matorrales que actuaban como un velo; oscurecían el día y conferían al lugar un aire solemne, religioso. Se trataba de una cavidad amplia, casi circular, con un asiento elevado de piedra en un extremo, del tamaño de un triclinio. La única señal de que la vida había pasado por allí era el esqueleto perfecto, níveo, de una cabra, que seguramente no se habría percatado del hueco mientras pacía en la colina y habría caído allí dentro. Tal vez hubieran transcurrido siglos desde aquel percance, y los daños que hubiera causado al precipitarse los habría borrado la vegetación, crecida durante cientos de veranos.
El resto del mobiliario de la caverna lo formaban montañas de hojas, fragmentos de troncos, además de una sustancia blanca que formaba una película como la que aparece en el interior de las hojas del maíz cuando está verde. Las fatigas que habíamos pasado para llegar hasta allí nos habían agotado, y nos sentamos en el trono de piedra. Llegaban hasta nuestros oídos, desde arriba, los sonidos de los cencerros de unas ovejas y los gritos de un niño pastor.
Al cabo de un rato mi acompañante, que había recogido del suelo algunas hojas, exclamó:
-¡La cueva de la Sibila es ésta! ¡Esto son hojas sibilinas!
Al examinarlas, descubrimos que todas las hojas, las ramas y los demás elementos estaban cubiertos de caracteres escritos. Lo que más nos asombró fue que aquellas palabras estuvieran expresadas en distintas lenguas, algunas de ellas desconocidas para mi acompañante; caldeo antiguo, jeroglíficos egipcios viejos como las pirámides. Y más extraño aún era que otras aparecieran en lenguas modernas, en inglés, en italiano. La escasa luz no nos permitía distinguir gran cosa, pero parecían contener profecías, relaciones detalladas de eventos que habían ocurrido hacía poco; nombres hoy bien conocidos, pero de fecha reciente; y a menudo exclamaciones de exultación o pesar, de victoria o derrota, escritas en aquellas delgadas páginas esparcidas. Aquella era, sin duda, la cueva de la Sibila; no se hallaba en el mismo estado descrito por Virgilio, pero los terremotos y las erupciones volcánicas han convulsionado esa tierra de tal modo que los cambios no podían sorprendernos, por más que los restos de los desastres los hubiera borrado el tiempo. Seguramente debíamos la conservación de aquellas hojas al accidente que había sellado la boca de la cueva y a la vegetación de rápido crecimiento, que había vuelto impermeable a la lluvia su única abertura Nos apresuramos a seleccionar las hojas escritas en una lengua que al menos uno de los dos entendiera. Y a continuación, cargados con nuestro tesoro, nos despedimos de la caverna hipaétrica y, tras muchas dificultades, logramos reunirnos con nuestros guías.
Durante nuestra estancia en Nápoles regresamos con frecuencia a la misma cueva, en ocasiones a solas, surcando el mar bañado por el sol, y aprovechábamos cada visita para recoger más hojas. Desde entonces, siempre que las circunstancias del mundo -y el estado de mi mente- me lo han permitido, me he dedicado a descifrar estos restos sagrados. Su significado, maravilloso y elocuente, ha merecido a menudo el esfuerzo, me ha sumido en la tristeza, ha excitado mi imaginación, llevándola a sus más altas cimas, a través de la inmensidad de la naturaleza y de la mente del hombre. Durante un tiempo mi labor no fue solitaria, pero ese tiempo ya pasó, y con la desaparición de quien me acompañaba en mis fatigas, persona selecta e incomparable, también se ha ido la mejor de sus recompensas...
Di mie tenere fronda altro lavoro
credea mostrarte; e qual fero pianeta
Ne’nvidiò insieme, o mio nobil tesoro?2
Me dispongo a dar a conocer mis últimos descubrimientos sobre las escasas hojas sibilinas. A causa de su estado disperso y fragmentado me he visto en la obligación de añadir relaciones, de dar una forma coherente al trabajo. Con todo, su sustancia se halla principalmente en las verdades que estas rapsodias poéticas contienen, así como en la intuición divina que la doncella de Cumas recibía del cielo.
Me he preguntado a menudo sobre los temas de sus versos, así como sobre el vestido inglés del poeta latino. Se me ocurre que si resultan arcanos y caóticos es por mí, que soy quien los ha descifrado; así como, si al entregar a otro artista los fragmentos pictóricos que forman la copia del mosaico de La Transfiguración de Rafael, que se halla en San Pedro, aquél los uniera a su modo, reflejo de su inteligencia y su talento únicos, así, sin duda, al pasar por mis manos, las hojas de la Sibila de Cumas se han distorsionado y han menguado en interés. La única excusa con que puedo justificar su transformación es que, en sus condiciones puras, resultaban ininteligibles.
Mis trabajos han animado mis largas horas de soledad, me han alejado de un mundo que volvió a un lado su rostro otrora benévolo para llevarme a otro iluminado por destellos de imaginación y poder. Se preguntarán mis lectores cómo pude hallar solaz en una narración llena de desgracias y pesarosos cambios. Éste es uno de los misterios de nuestra naturaleza, que se ha apoderado de mí por completo y de cuya influencia no logro escapar. Confieso que no he permanecido impasible al desarrollo del relato, y que ciertas partes de la historia, que he transcrito fielmente a partir de los materiales recogidos, me han llevado a la desazón o, mejor dicho, a la agonía. Y sin embargo la naturaleza humana funciona de tal modo que aquella excitación mental me complacía, y que la imaginación, pintora de tempestades y terremotos o, peor aún, de las tormentosas y frágiles pasiones del hombre, aliviaba mis penas verdaderas y mis lamentos sin fin, al recubrir esas otras, ficticias, de una idealidad que suprime el aguijonazo del dolor.
Dudo en verdad de que esta disculpa sea necesaria, pues serán los méritos de mi adaptación y traducción los que habrán de servir para valorar si no he malgastado mi tiempo y mis imperfectas dotes al dar forma y sustancia a las frágiles y escasas hojas de la Sibila.