Capítulo IV
Regresé a la finca familiar en el otoño del año 2092. Mi corazón llevaba con ellos desde siempre, y ahora se regocijaba en la esperanza de volver a verlos. La región que habitaban parecía la morada del espíritu bondadoso. La felicidad, el amor y la paz recorrían los senderos de los bosques y templaban la atmósfera. Después de toda la agitación y el pesar que había soportado en Grecia, me dirigía a Windsor como el ave que, llevada por la tormenta, busca un nido donde cobijarse tranquila y plegar las alas.
¡Qué insensatos habían sido los viajeros que, abandonando su refugio, se habían enredado en la maraña de la sociedad y adentrado en lo que los hombres de mundo llaman «vida», ese laberinto de mal, ese plan de tortura mutua. Según ese sentido que se da al mundo, para poder vivir debemos también sentir; no debemos ser meros espectadores de la acción, debemos actuar; no debemos describir, sino convertirnos en sujetos de la descripción. El profundo pesar debe haber sido el prisionero de nuestro pecho; el fraude debe habernos acechado, a la espera; el mentiroso debe habernos engañado; la duda enfermiza y la esperanza vana deben haber llenado de incertidumbre nuestros días; la hilaridad y la dicha, que se arriman en éxtasis al alma, deben en ocasiones habernos poseído. ¿Quién, si sabe lo que es la «vida», perseguiría esas enfebrecidas modalidades de existencia? Yo he vivido. He pasado días y noches de fiesta. Me he unido a ambiciosas esperanzas y me he exultado en la victoria. Ahora... cierro la puerta del mundo y elevo un alto muro que me separará de las escenas turbulentas que se representan en él. Vivamos los unos para los otros, y para la felicidad. Busquemos la paz en nuestro amado hogar, cerca del murmullo de los arroyos, del vaivén gracioso de los árboles, de las hermosas vestimentas de la tierra, del boato sublime de los cielos. Renunciemos a la «vida», para poder vivir.
Idris se mostró más que de acuerdo con mi decisión. Su vivacidad innata no precisaba de emociones imprevistas, y su corazón plácido reposaba satisfecho en mi amor, en el bienestar de sus hijos y en la belleza natural circundante. Su orgullo y su ambición intachable consistían en provocar sonrisas a su alrededor y en dar reposo a la existencia frágil de su hermano. A pesar de sus tiernos cuidados, la salud de Adrian declinaba perceptiblemente. Los paseos a pie o a caballo, ocupaciones comunes de la vida, le fatigaban en extremo. No sentía dolor, pero parecía hallarse siempre tembloroso, al borde de la aniquilación. Sin embargo, como llevaba meses viviendo en tal estado, no nos inspiraba un temor inmediato, aunque él hablara de la muerte como de un hecho del todo familiar en sus pensamientos. No dejaba de esforzarse por hacer felices a los demás ni por cultivar sus asombrosas capacidades mentales.
Así transcurrió el invierno, y la primavera, impulsada por los meses, insufló vida a la naturaleza toda. El bosque se vistió de verde. Las jóvenes terneras pastaban la hierba nueva; las sombras de unas nubes ligeras, llevadas por el viento, recorrían veloces los verdes campos de maíz. El cuclillo repetía su monótono canto; el ruiseñor, ave del amor y compañero de la estrella vespertina, inundaba los bosques con sus trinos, mientras Venus se demoraba en el cálido ocaso y el verdor recién estrenado de los árboles se destacaba sobre el claro horizonte.
La dicha despertaba en todos los corazones, la dicha y la exultación, pues la paz reinaba en todo el mundo. El templo de Jano Universal mantenía cerrados los portones38y ningún hombre murió ese año a manos de otro hombre.
-Si esto dura otros doce meses -dijo Adrian-, la tierra se convertirá en un paraíso. Los esfuerzos del hombre se concentraban antes en la destrucción de su propia especie. Ahora persigue su liberación y preservación. El hombre no es capaz de estarse quieto, y ahora sus aspiraciones traerán el bien en vez del mal. Los países favorecidos del sur se liberarán del yugo de la servidumbre; la pobreza nos abandonará y, con ella, la enfermedad. ¿Qué no han de lograr las fuerzas, nunca hasta ahora unidas, de la libertad y la paz, en la morada del hombre?
-¡Sueños, siempre sueños, Windsor! -exclamó Ryland, antiguo adversario de Raymond y candidato al Protectorado en las elecciones que ya estaban próximas-. Tenga por seguro que la tierra no es el cielo, ni lo será nunca, y que las semillas del infierno son consustanciales a su suelo. Cuando las estaciones se igualen, cuando el aire no nos traiga desórdenes, cuando su superficie no dependa de cosechas perdidas y sequías, sólo entonces desaparecerá la enfermedad. Cuando mueran las pasiones del hombre, la pobreza desaparecerá. Cuando el odio no se iguale al amor, existirá la fraternidad entre los hombres. Aún nos encontramos muy lejos de ese estado.
-No tanto como usted supone -observó un viejo astrónomo de corta estatura llamado Merrival-. Los polos avanzan lenta pero constantemente. En unos cientos de miles de años...
-Ya estaremos todos bajo tierra -le interrumpió Ryland.
-El eje de la tierra coincidirá con el de la elíptica -prosiguió el astrónomo-, se producirá una primavera universal y la tierra será un paraíso.
-Y todos, claro está, nos beneficiaremos del cambio -observó Ryland, desdeñoso.
-Qué noticia más extraña -intervine yo, con un periódico abierto entre las manos. Como de costumbre, me había interesado por las noticias que llegaban de Grecia-. Parece que la destrucción total de Constantinopla, y la suposición de que el invierno había purificado el aire de la ciudad caída, alentaron a los griegos a visitar el lugar e iniciar su reconstrucción. Pero nos cuentan que la maldición de Dios permanece en el lugar, pues todos los que se han aventurado en él han sido atacados por la peste; que la enfermedad se ha propagado por Tracia y Macedonia; y que ahora, por temor a la virulencia de la infección en los meses de calor, se ha trazado un cordón sanitario en las fronteras de Tesalia y se ha decretado una cuarentena estricta.
Aquella noticia nos alejó de la idea del paraíso que se esperaba para dentro de unos centenares de miles de años y nos devolvió al dolor y a la miseria que, en nuestro tiempo, se enseñoreaban de la tierra. Conversamos sobre los estragos que la peste había causado en todos los rincones del mundo. Y sobre las consecuencias devastadoras que tendría una segunda visita. Abordamos los mejores medios de prevenir la infección y de preservar la salud y la actividad en una ciudad afectada por ella. En Londres, por ejemplo. Merrival no participaba en aquella conversación. Se había sentado junto a Idris y seguía exponiéndole que la feliz idea de un paraíso en la tierra, alcanzado tras unos centenares de miles de años, se veía ensombrecida, en su caso, por el conocimiento de que, transcurrido cierto tiempo más, a éste le seguiría un infierno o un purgatorio terrenales, que se producirían cuando la elíptica y el ecuador se hallaran en ángulo recto. Finalmente, la reunión llegó a su fin.
-Esta mañana todos nos dedicamos a soñar -dijo Ryland-. Tanto sentido tiene tratar sobre la visita de la plaga a nuestra bien gobernada metrópoli como calcular los siglos que han de transcurrir hasta que podamos cultivar piñas aquí, al aire libre.
Pero, aunque parecía absurdo temer la llegada de la peste a Londres, yo no podía dejar de pensar con gran dolor en la desolación que aquel mal causaría en Grecia. Los ingleses, en su mayor parte, se referían a Tracia y Macedonia como lo habrían hecho de algún territorio lunar que, ignoto para ellos, no suscitaba idea o interés alguno a sus mentes. Pero yo había hollado sus suelos. Los rostros de muchos de sus habitantes me resultaban familiares. En las ciudades, llanuras, colinas y desfiladeros de aquellas regiones había gozado de una indecible felicidad durante mi viaje por ellas el año anterior. En mi mente aparecían alguna aldea romántica, alguna casa de campo o mansión elegante allí situadas, habitadas por gentes encantadoras y bondadosas, y me asaltaba la duda de si hasta allí habría llegado la plaga. El mismo monstruo invencible que se cernía sobre Constantinopla y la devoraba, aquel demonio más cruel que la tempestad, más rebelde que el fuego vaga, ¡ay! suelto por ese hermoso país... Aquellas reflexiones no me daban reposo.
La situación política de Inglaterra se complicaba ante la proximidad de la nueva elección del Protector. El acontecimiento suscitaba gran interés, pues se decía que si el candidato popular (Ryland), resultaba ganador, la abolición de los rangos hereditarios y demás vestigios del pasado se sometería a la consideración del Parlamento. Durante nuestra reunión de aquel día no se pronunció una palabra sobre ninguno de aquellos asuntos. Todo dependía de la elección del Protector y de las elecciones del año siguiente. Y sin embargo aquel silencio resultaba terrible y demostraba el gran peso que se atribuía a la cuestión, así como el temor de los partidos a lanzar un ataque prematuro y de que, una vez iniciado, la contienda resultara feroz.
Pero aunque Saint Stephen no resonaba con la voz que llenaba todos los corazones, los periódicos no se ocupaban de nada más, y los corros privados las conversaciones, versaran sobre lo que versasen, no tardaban en converger sobre aquel aspecto central, mientras las voces se convertían en susurros y los interlocutores arrimaban más sus sillas. Los nobles no dudaban en expresar sus temores. El otro partido intentaba abordar la cuestión con ligereza.
-Vergüenza debería sentir un país -afirmó Ryland- que se preocupa tanto por las palabras y la naderías. La cuestión es del todo fútil; se reduce a la pintura de los emblemas de los carruajes, al bordado de las levita de los lacayos.
sin embargo, ¿podía Inglaterra realmente despojarse de sus arreos de nobleza y conformarse con el estilo democrático de América? ¿Debían el orgullo de los ancestros, el espíritu patricio, la gentil cortesía y las metas refinadas -atributos espléndidos del rango-, borrarse de nosotros? Nos decían que ello no sucedería, que éramos por naturaleza un pueblo poético, una nación fácilmente engañada por las palabras, dispuesta a organizar las nubes de forma esplendorosa, a conceder honores al polvo. Jamás perderíamos ese espíritu; y era para difundir ese espíritu concentrado en la cuna por lo que debía aprobarse la nueva ley. Se nos aseguraba que cuando el nombre y el título de inglés fuera la única patente de nobleza, todos seríamos nobles; que cuando ningún hombre nacido bajo el influjo inglés sintiera que otro era superior a él en rango, la cortesía y el refinamiento se convertirían en derechos de cuna de todos los ciudadanos. Que Inglaterra no imagine que podrá vivir sin sus nobles, nobleza verdadera de la naturaleza, que lleva su patente en su conducta digna, que desde la cuna se eleva sobre sus demás congéneres, porque son mejores que el resto. Entre la raza de los hombres independientes, generosos y cultivados, en un país en que la imaginación es emperatriz de las mentes de los hombres, no ha de temerse que queramos una sucesión perpetua de nobles y personas de alcurnia. Sin embargo, ese partido, que apenas podía considerarse una minoría en el reino, que constituía el ornamento de la columna, «el capitel corintio de la sociedad pulida»,39 apelaba a prejuicios sin fin, a viejos vínculos y a esperanzas jóvenes; a la expectativa de miles que tal vez un día se convirtieran en pares; azuzaban un espantapájaros, el espectro de todo lo que era sórdido, mecánico y bajo en las repúblicas comerciales.
La peste había llegado a Atenas. Cientos de residentes ingleses regresaron a su país. Los adorados atenienses de Raymond, el pueblo noble y libre de la más divina ciudad griega, caían como mazorcas de maíz maduro bajo la implacable hoz de su adversario. Sus agradables lugares quedaban desiertos. Sus templos y palacios se convertían en tumbas. Sus esfuerzos, hasta entonces orientados a los objetos más altos de la ambición humana, se veían obligados a converger en un mismo punto: la protección contra la lluvia de flechas de la plaga.
En cualquier otro momento el desastre hubiera despertado una profunda compasión entre nosotros. Pero en aquellos meses pasó desapercibido, enfrascados como estábamos en la inminente controversia. No era así en mi caso, y las cuestiones sobre rango y derecho se tornaban insignificantes a mis ojos cuando imaginaba la escena de la sufriente Atenas. Había oído hablar de la muerte de hijos únicos; de maridos y esposas que se profesaban gran devoción; del desgarro de unos lazos que, al romperse, arrancaban los corazones, de amigos que perdían a amigos, de madres jóvenes que perdían a sus hijos recién nacidos. Y todas aquellas conmovedoras desgracias se agrupaban en mi mente, y mi mente las dibujaba con el conocimiento de aquellas personas, con el afecto y la estima que profesaba por quienes las sufrían. Eran los admiradores, los amigos, los camaradas de Raymond, las familias que habían acogido a Perdita en Grecia y llorado con ella la muerte de su señor, quienes caían abatidos y se reunían con él en la fosa común.
La peste, en Atenas, vino precedida del contagio en Levante y fue causada por él. La escena de destrucción y muerte seguía representándose en aquel lugar a una escala pavorosa. La esperanza de que el brote de aquel año fuera el último mantenía a los mercaderes en contacto con aquellos países. Pero sus habitantes eran presas de la desesperanza, o de una resignación que, nacida del fanatismo, adoptaba el mismo tono siniestro. A América también habían llegado los males, y ya se tratara de fiebre amarilla, ya de peste, la epidemia demostraba una virulencia sin precedentes. La devastación no se limitaba a las ciudades, y se extendía por todo el país. El cazador moría en los bosques, el campesino en los campos de maíz, y el pescador en sus aguas natales.
Desde el este nos llegó una historia extraña, a la que se habría concedido poco crédito de no haberla presenciado multitud de testigos en diversas partes del mundo. Se decía que el veintiuno de junio, una hora antes del solsticio, se elevó por el cielo un sol negro;40un orbe del tamaño del astro, pero oscuro, definido, cuyos haces eran sombras, ascendió desde el oeste. En una hora había alcanzado el meridiano y eclipsado a su esplendoroso pariente diurno. La noche cayó sobre todos los países, una noche repentina, opaca, absoluta. Salieron las estrellas, derramando en vano sus brillos sobre una tierra viuda de luz. Pero el orbe tenue no tardó en pasar por encima del sol y en dirigirse al cielo del este. Mientras descendía, sus rayos crepusculares se cruzaban con los del sol, brillantes, opacándolos o distorsionándolos. Las sombras de las cosas adoptaban formas raras y siniestras. Los animales salvajes de los bosques eran presa del terror cuando contemplaban aquellas formas desconocidas que se dibujaban sobre la tierra, y huían sin saber dónde. Los ciudadanos sentían un gran temor ante la convulsión que «arrojaba leones a las calles»;41 pájaros, águilas de poderosas alas, cegadas de pronto, caían en los mercados, mientras los búhos y los murciélagos hacían su aparición, saludando a la noche precoz. Gradualmente el objeto del temor fue hundiéndose en el horizonte, y hasta el final irradió sus haces oscuros en un aire por lo demás transparente. Ese fue el relato que nos llegó de Asia, del extremo oriental de Europa y de África, desde un lugar tan lejano como la Costa de Oro.
Tanto si la historia era verdadera como si no, sus consecuencias fueron indudables. Por toda Asia, desde las orillas del Nilo hasta las costas del mar Caspio, desde el Helesponto hasta el mar de Omán, se propagó el pánico. Los hombres llenaban las mezquitas; las mujeres, cubiertas con sus velos, acudían apresuradamente a las tumbas a depositar ofrendas a los muertos para que protegieran a los vivos. Todos se olvidaron de la peste, pues el nuevo temor lo causaba aquel sol negro. Y, aunque las muertes se multiplicaron y las calles de Ispahán, Pequín y Delhi se llenaban de cadáveres infestados de pestilencia, los hombres pasaban junto a ellos, observando el cielo en busca de malos presagios, sin prestar atención a la muerte que tenían bajo los pies. Los cristianos acudían a sus iglesias; doncellas cristianas, incluso durante la fiesta de las rosas, se vestían de blanco y se tocaban con velos brillantes, y en largas procesiones acudían a los lugares consagrados a su religión, llenando el aire con sus himnos; entonces, de los labios de alguna pobre plañidera entre la multitud ascendía un grito de dolor y el resto alzaba la vista al cielo, imaginando que veía alas de ángeles que volaban sobre la tierra, lamentando los desastres que estaban a punto de abatirse sobre la humanidad.
En la soleada Persia, en las ciudades atestadas de la China, entre los matorrales aromáticos de Cachemira, por las costas meridionales del Mediterráneo, sucedían tales cosas. Incluso en Grecia la historia del sol de las tinieblas acrecentaba los temores y la desesperación de la multitud agonizante. Nosotros, en nuestra isla neblinosa, nos hallábamos muy lejos del peligro, y lo único que nos acercaba a aquellos desastres era la llegada diaria de buques procedentes del Medio Oriente llenos de emigrantes, en su mayoría ingleses. Pues los musulmanes, aunque el miedo a la muerte estuviera muy extendido entre ellos, se mantenían en su sitio, juntos, en la creencia de que, si habían de morir (y, si ello ocurría, la muerte acudiría a su encuentro lo mismo en mar abierto, en la lejana Inglaterra o en Persia), si habían de morir, era preferible que sus huesos descansaran en una tierra sacramentada por los restos de verdaderos creyentes. La Meca no se había visto jamás tan rebosante de peregrinos, pues hasta los árabes renunciaban al pillaje de las caravanas y, humildes y desarmados, se unían a las procesiones, rezando a Mahoma para que alejara la peste de sus campamentos y sus desiertos.
No acierto a describir la alegría que sentía cuando, apartándome tanto de las trifulcas políticas de mi país como de los males físicos que acechaban aquellos lugares remotos, regresaba a mi amado hogar, a la morada selecta de bondad y amor, a la paz y al intercambio de toda sagrada comprensión. Si nunca hubiera abandonado Windsor, mis emociones no habrían alcanzado la misma intensidad. Pero en Grecia había sido presa del miedo y los cambios deplorables. En Grecia, tras un periodo de angustia y pesar, había visto partir a dos seres cuyos nombres eran símbolo de grandeza y virtud. Ahora, no iba a permitir que aquellas desgracias se inmiscuyeran en mi círculo doméstico en el que, rodeados de nuestro querido bosque, vivíamos tranquilos. El paso de los años, sin duda, provocaba pequeños cambios en nuestro refugio. Y el tiempo, como es su costumbre, grababa las señales de la mortalidad en nuestros placeres y expectativas.
Idris, la esposa, hermana y amiga más afectuosa, era una madre tierna y abnegada. Para ella, a diferencia de lo que sucedía con muchas, aquellos sentimientos no eran un pasatiempo, sino una pasión. Habíamos tenido tres hijos. El segundo de ellos murió mientras yo me hallaba en Grecia. Aquella pérdida tiñó de pesadumbre y temor las emociones triunfantes y arrobadas de su maternidad. Antes de que aquello sucediera, los tres pequeños nacidos de sus entrañas, jóvenes herederos de su vida efímera, parecían poseedores de una existencia inquebrantable. Ahora, sin embargo, Idris temía que la implacable destructora le arrebatara a los pequeños que le quedaban, igual que había hecho con su hermano. La menor enfermedad de alguno de ellos le causaba pavor, y su tristeza era infinita si debía separarse de los pequeños por el más breve periodo. Custodiaba el tesoro de su felicidad en el seno de su frágil ser y vigilaba de continuo, no fuera la insidiosa ladrona a robarle sus preciadas joyas. Por fortuna, apenas tenía motivos para temer nada. Alfred, que ya había cumplido nueve años, era un muchacho esbelto y varonil, de frente despejada, ojos tiernos y carácter amable, aunque independiente. El pequeño era todavía un bebé, pero a sus redondos mofletes asomaban las rosas de la salud, y su vivacidad despreocupada llenaba nuestra casa de risas inocentes.
Clara había llegado a esa edad que, dejando atrás su muda ignorancia, era la fuente de los temores de Idris. Sentía un gran afecto por Clara, como todos. Su inteligencia, que era mucha, se combinaba con inocencia, su sensatez con prudencia, su seriedad con un gran sentido del humor, y su belleza trascendente, unida a una deliciosa sencillez, era tal, que colgaba como una perla en el templo de nuestras posesiones, tesoro de maravilla y excelencia.
Al principio del invierno nuestro Alfred, que ya tenía nueve años, ingresó en la escuela de Eton. A él le parecía que aquel era su primer paso hacia la vida adulta y se sentía inmensamente complacido. Aquella combinación de estudio y diversiones iba desarrollando las mejores cualidades de su carácter, su constancia, su generosidad, su bien gobernada firmeza. ¡Qué emociones tan profundas y sagradas crecen en el pecho de un padre cuando se convence de que el amor que siente por su hijo no es sólo producto del instinto, sino que se trata de algo plenamente merecido, y que otros, menos cercanos a él, participan de su aprobación! Para Idris y para mí mismo constituía motivo de suprema felicidad que la franqueza reflejada en la frente despejada de Alfred, la inteligencia de sus ojos, la sensatez templada de su voz, no fueran engaños, sino indicadores de talentos y virtudes que «crecerían con su crecimiento, y fortalecerían su fuerza».42 Es en ese momento del fin del amor animal de un progenitor por sus hijos, cuando se inicia el verdadero afecto. Ya no vemos en esa parte tan querida de nosotros mismos una tierna planta que necesita de nuestros cuidados, ni un juguete para los ratos de ocio. Nos basamos en sus facultades intelectuales, fijamos nuestras esperanzas en sus tendencias morales. Su debilidad todavía impregna de temor este sentimiento, su ignorancia impide una intimidad completa; pero empezamos a respetar al futuro hombre y tratamos de asegurarnos su estima como si fuera nuestro igual. ¿Qué puede valorar más un padre que la buena opinión de su hijo? En toda nuestra relación con él nuestro honor debe quedar intacto, la integridad de nuestro parentesco, inmaculado. El destino y las circunstancias pueden, cuando alcance la madurez, separarnos para siempre, pero cuando su guía se halle en peligro, su consuelo en momentos de zozobra, al ardiente joven han de acompañarle siempre, en el duro sendero de la vida, el amor y el honor de sus padres.
Llevábamos tanto tiempo viviendo en las inmediaciones de Eton que su población de muchachos jóvenes nos era bien conocida. Muchos de ellos habían sido amigos de juegos de Alfred antes de convertirse en compañeros de escuela. Ahora observábamos a aquel grupo de jóvenes con redoblado interés. Distinguíamos las diferencias de carácter entre los chicos y tratábamos de adivinar cómo serían los futuros hombres que se ocultaban en ellos. Nada resulta más encantador, y en nada se regocija más el corazón, que un muchacho libre de espíritu, amable, valiente y generoso. Varios de los alumnos de Eton poseían estas características. Todos se distinguían por su sentido del honor y su capacidad de iniciativa. En algunos, al acercarse a la madurez, aquellas virtudes degeneraban en presunción. Pero los más jóvenes, niños poco mayores que el nuestro, eran notorios por su disposición gallarda y dulce.
Entre ellos se encontraban los futuros gobernantes de Inglaterra. Los hombres que, cuando nuestro ardor se hubiera enfriado y nuestros proyectos hubieran culminado o hubieran sido destruidos para siempre; cuando, representado ya nuestro drama, nos despojáramos del atuendo del momento y nos ataviáramos con el uniforme de la edad, o de la muerte igualadora; allí estarían los seres que debían seguir operando la vasta maquinaria de la sociedad; allí los amantes, los esposos, los padres; allí el señor, el político, el soldado. Algunos imaginaban que ya estaban listos para salir a escena, impacientes por participar del dramatis personae de la vida activa. No hacía tanto que yo mismo había sido uno de aquellos imberbes participantes; cuando mi hijo ocupara el lugar que ahora me correspondía a mí, yo ya sería un viejo arrugado de pelo cano. ¡Curioso sistema! ¡Asombroso enigma de la Esfinge! El hombre permanece, mientras que los individuos pasan. Así funciona, por recurrir a las palabras de un escritor elocuente y filosófico, «el sistema de la existencia decretado para un cuerpo permanente compuesto de piezas transitorias en el que, según disposición de una sabiduría extraordinaria, que unifica la misteriosa variedad de la raza humana, el conjunto resultante no es, simultáneamente, nunca viejo, ni de mediana edad ni joven, sino que, en un estado de constancia inalterada, avanza a través del tenor variado de una permanente decadencia, caída, renovación y progreso».43
¡Con gusto te cedo mi lugar, querido Alfred! Avanza, retoño del dulce amor, hijo de nuestras esperanzas. Avanza como un soldado por el camino por el que yo he sido tu pionero. Haré un lugar para ti. Yo ya he abandonado la inconsciencia de la infancia, la frente lisa, el gesto vivaz de los primeros años. Que todo ello te adorne a ti. Avanza, que yo he de desprenderme de más cosas en tu beneficio. El tiempo me robará las gracias de la madurez, me arrebatará el fuego de los ojos, la agilidad de los miembros; me privará de la mejor parte de la vida, de las impacientes expectativas, del amor apasionado, y lo derramará todo, doblemente, sobre tu hermosa cabeza. ¡Avanza! Haceos merecedores del regalo, tú y tus camaradas. Y en la obra que estáis a punto de representar, no deshonréis a aquéllos que os animaron a subir a escena, a pronunciar cabalmente los papeles que se os asignaron. Que tu progreso sea constante y seguro. Nacido en la corriente primaveral de las esperanzas humanas, que alcances un verano tras el que el invierno no llegue jamás.