CAPÍTULO X

Tras aquellos acontecimientos, tardamos largo tiempo en recobrar cierto grado de compostura. Una tempestad moral había hundido nuestra pesada barca y nosotros, supervivientes de una menguada tripulación, nos sentíamos aterrorizados por las pérdidas y los cambios que habíamos vivido. Idris amaba apasionadamente a su hermano, y mal podía tolerar una ausencia de duración incierta. A mí mismo, su querida compañía me hacía mucha falta; había iniciado con gusto una ocupación literaria bajo su tutela y asistencia; la tolerancia de sus planteamientos, sus razonamientos sólidos y la amistad entusiasta que prodigaba lo convertían en el mejor ingrediente, en el espíritu exaltado de nuestro círculo. Incluso los niños lamentaron la pérdida de su bondadoso compañero de juegos. Perdita se hallaba sumida en una pena aún más profunda. A pesar de su resentimiento, ni de día ni de noche dejaba de imaginar las fatigas y los peligros de los viajeros. Raymond ausente, luchando contra las dificultades, perdido el poder y el rango que le otorgaba el Protectorado, expuesto a los avatares de la guerra, se había convertido en objeto de su zozobra e interés. No es que deseara su regreso, si por regreso se entendía una vuelta a su anterior unión, pues tal escenario le resultaba inconcebible. Así, mientras eso creía, y lamentaba angustiada que las cosas hubieran llegado hasta ese punto, no dejaba de sentir ira e impaciencia por el causante de sus desgracias. Aquellas perplejidades y lamentaciones la llevaban a empapar la almohada con lágrimas nocturnas y a convertir su persona y su mente en vaga sombra de lo que había sido. Procuraba estar sola y nos evitaba cuando, alegres y derrochando afecto, nos reuníamos en familia. Sus únicos pasatiempos eran la reflexión solitaria, los largos paseos y la música solemne. Incluso descuidaba a su hija; cerrando su corazón a toda ternura, se mostraba reservada conmigo, su mejor y más entregado amigo.

Yo no podía verla de ese modo sin tratar de remediar su mal, que no tenía remedio, lo sabía, a menos que lograra reconciliarla con Raymond. Antes de la partida de éste recurrí a todos los argumentos, a todas las persuasiones, para inducirla a que impidiera aquel viaje. Ella respondía a éstas con un torrente de lágrimas, asegurándome que la vida y los bienes de la vida no bastaban para persuadirla. No era voluntad lo que le faltaba, sino capacidad; declaraba una y otra vez que resultaría más fácil encadenar el mar, poner riendas a las ráfagas invisibles del viento, que hacerle tomar por verdad la falsedad, por sinceridad el engaño, por amor fiel y verdadero la unión cruel. A mis razonamientos replicaba con mayor brevedad, declarando, desdeñosa, que la razón era suya; y que hasta que pudiera convencerla de que el pasado podía deshacerse, de que la madurez podía retroceder hasta la cuna y de que todo lo que era podía tornarse en lo que no había sido nunca, resultaría inútil que le asegurara que en su destino no había tenido lugar ningún cambio. Y así, con terco orgullo consintió que se fuera, aunque las fibras mismas de su corazón se rasgaron cuando se consumó la partida, que alejaba de su vida todo lo que estimaba valioso.

Para que se aireara, y para que nosotros también cambiáramos de aires, cubiertos como estaban por la nube que se había posado sobre nuestras cabezas, convencí a las dos compañeras que me restaban que sería mejor que nosotros también nos ausentáramos por un tiempo de Windsor. Visitamos el norte de Inglaterra, mi Ullswater natal, y nos recreamos en unos paisajes que despertaban mis recuerdos. Proseguimos viaje hasta Escocia para conocer los lagos Katrine y Lomond. Desde allí nos dirigimos a Irlanda, donde, en la vecindad de Killarney, nos instalamos durante varias semanas. El cambio de escenario operó en gran medida las modificaciones que esperaba. Tras un año de ausencia, Perdita volvió a mostrarse más amable y más dócil que en Windsor. Pero el regreso la alteró de nuevo por un tiempo. Allí todos los lugares parecían cargados de unos recuerdos que se habían vuelto amargos para ella. Los claros del bosque, los helechos, las lomas cubiertas de hierba, el paisaje cultivado y alegre que se extendía junto al camino plateado del Támesis, todo le hablaba al unísono inspirado por la memoria, cargado de pesares y lamentos.

Pero mi intento de devolverla a una percepción más lúcida de sí misma no se detuvo ahí. Perdita seguía siendo, en gran medida, una persona sin formación. Cuando abandonó su vida campesina y pasó a residir con la culta y elegante Evadne, el único arte en el que alcanzó cierta perfección fue el de la pintura, para el que poseía unas aptitudes rayanas en la genialidad. Con ella se había entretenido en su casa solitaria, cuando abandonó la protección de su amiga griega. Pero ahora paleta y caballete permanecían olvidados; cuando trataba de pintar los recuerdos la atormentaban, la mano le temblaba y los ojos se le anegaban en llanto. Junto con aquella ocupación, había renunciado también a casi todas las demás. Y su mente se reconcomía en sí misma hasta conducirla casi a la locura.

Yo, por mi parte, desde los tiempos en que Adrian abandonó mi remota morada en busca de su propio paraíso de orden y belleza, me había empapado de literatura. Estaba convencido de que, por más que las cosas hubieran sido de otro modo en épocas remotas, en el presente estadio del mundo las facultades del hombre no podían desarrollare, los principios morales del hombre no podían progresar, sin que existiera un contacto continuado con los libros. Para mí éstos equivalían a una carrera activa, a la ambición, así como a otras emociones palpables que resultan necesarias para la mayoría. La asimilación de opiniones filosóficas, el estudio de hechos históricos, la adquisición de lenguas, se convirtieron a la vez en mi pasatiempo y en la meta más seria de mi vida. Yo mismo me convertí en escritor, aunque mis creaciones fueran poco pretenciosas. Se limitaban a biografías de mis personajes históricos favoritos, en especial de aquéllos a los que creía que no se había hecho justicia, o ante los que alzaba un telón de oscuridad y duda.

A medida que mi creación literaria progresaba, iba adquiriendo nuevos intereses y placeres. Hallaba otro eslabón valioso que me unía a mi prójimo; mi punto de vista se ensanchaba, y las inclinaciones y capacidades de todos los seres humanos iban resultándome cada vez más interesantes. Se ha llamado a los reyes «padres de su pueblo». Y yo, de pronto, me sentía como si fuera el padre de toda la humanidad. La posteridad se convirtió en mi heredera. Mis pensamientos eran piedras preciosas con las que enriquecer el tesoro de las posesiones intelectuales del hombre. Cada sentimiento era un regalo valioso que le entregaba. Mis aspiraciones no deben atribuirse a la vanidad. No se expresaban en palabras ni adoptaban forma definida en mi propia mente, aunque sin duda henchían mi alma y exaltaban mis pensamientos, iluminándome con su resplandor, conduciéndome por la calzada oscura por la que hasta entonces había caminado y llevándome hacia la senda despejada de la humanidad, bañada de luz, que me convertía en ciudadano del mundo, candidato a honores inmortales, aspirante ávido del elogio y la comprensión de mis iguales.

Nadie gozaba tanto como yo de los placeres de la creación. Si abandonaba los bosques, la música solemne de las ramas mecidas por la brisa, el templo majestuoso de la naturaleza, buscaba refugio en los vastos salones del castillo, y desde ellos contemplaba la extensa y fértil Inglaterra, que se extendía bajo nuestra regia colina, mientras escuchaba incitadores pasajes musicales. En aquellas ocasiones las solemnes armonías de unas arias que elevaban el espíritu daban alas a mis pensamientos confinados, permitiéndoles, creía yo, traspasar el último velo de la naturaleza y de su Dios, y mostrar la más elevada belleza en una expresión visible a la comprensión del hombre. Mientras proseguía la música, mis ideas parecían abandonar su morada mortal; se liberaban de sus engranajes y emprendían el vuelo, navegando por las plácidas corrientes del pensamiento, llenando la creación de nueva gloria, avivando imaginaciones sublimes que de otro modo hubieran permanecido adormecidas, mudas. Y entonces me precipitaba sobre la mesa y tejía la tela mental recién hallada con textura firme y colores vivos, dejando para un momento de mayor sosiego la ordenación de aquellos materiales.

Pero este relato, que tanto podría pertenecer a un periodo anterior de mi vida como al momento presente, me lleva demasiado lejos. Fue el placer que obtenía con la literatura, la disciplina mental que veía surgir de ella, lo que me incitaba a lograr que Perdita se aventurara por el mismo camino. Empecé con mano ligera y sutil fascinación, excitando primero su curiosidad y luego satisfaciéndola de manera que, además de hacerle olvidar sus penas dándole una ocupación, llegara a encontrar en las horas siguientes un revulsivo de bondad y tolerancia.

Aunque no orientada hacia los libros, la actividad intelectual había formado siempre parte de la naturaleza de mi hermana. Se había manifestado de manera temprana en su vida, conduciéndola a la reflexión solitaria en sus montañas natales, lo que a su vez la había llevado a formarse incontables combinaciones a partir de los objetos cotidianos, y había conferido fuerza a sus percepciones y rapidez a su juicio. El amor llegó, como la vara de un profeta, y acabó con todos sus defectos menores. El amor duplicó todas sus excelencias y tocó su genio con una diadema. ¿Iba entonces a dejar de amar? Sería tan difícil apartar a Perdita del amor como extraer los colores y los perfumes de las rosas, como convertir en hiel y veneno el dulce alimento de la leche materna. Lloraba la pérdida de Raymond con una congoja que exiliaba toda sonrisa de sus labios y surcaba su hermosa frente con arrugas de tristeza. Y sin embargo el paso de los días parecía alterar la naturaleza de su sufrimiento, y las horas transcurridas la obligaban a alterar (si así puede decirse) el vestido de luto que cubría su alma. Durante un tiempo la música pareció saciar el apetito de su mente y las ideas melancólicas se renovaban con cada nuevo acorde, se alteraban con cada cambio de ritmo. La formación intelectual que le propuse la acercó a los libros, y si la música había sido alimento de su pena, las obras de los sabios se convirtieron en su medicina.

El aprendizaje de nuevas lenguas resultaba una ocupación demasiado tediosa para quien refería toda expresión a su universo interior y no leía, como hacen muchos, meramente para pasar el rato, sino que seguía interrogándose a sí misma y al autor, modelando cada idea de mil modos, deseosa de descubrir una verdad en cada frase. Ella perseguía mejorar su comprensión. Y así, de manera automática, bajo aquella beneficiosa disciplina, su corazón y sus disposiciones se suavizaron y se dulcificaron. Con el tiempo descubrió que, entre todos sus conocimientos recién adquiridos, su propio carácter, que hasta entonces creía conocer en profundidad, pasó a ocupar el lugar más preeminente entre todas sus terrae incognitae, se convirtió en la selva más impenetrable de un país no cartografiado. Errática, extrañamente, inició la tarea de examinarse y juzgarse a sí misma. Y de nuevo adquirió conciencia de sus propias excelencias y empezó a equilibrar mejor la balanza de lo bueno y lo malo que había en ella. Yo, que ansiaba en grado sumo devolverle la felicidad que aún le quedaba por disfrutar, observaba con impaciencia el resultado de sus procesos internos.

Pero el hombre es un animal raro. No pueden medirse sus fuerzas como si de una máquina se tratara. Y aunque un impulso actúe con una fuerza de cuarenta caballos sobre lo que parece dispuesto a plegarse a uno, el movimiento, depreciando todo cálculo, no llega a producirse. Así, ni el dolor, ni la filosofía ni el amor lograron que Perdita suavizara su opinión sobre el descuido de Raymond. Volvía a gustar de mi compañía, y por Idris sentía y demostraba de nuevo total aprecio. Una vez más derramaba sobre su hija gran ternura y permanentes cuidados. Pero en sus comentarios yo detectaba un profundo resentimiento contra Raymond, una inextinguible sensación de herida sin cicatrizar que me alejaba de toda esperanza cuando más cerca me creía de materializarla. Entre otras dolorosas restricciones, había convertido en ley de obligado cumplimiento entre nosotros el que jamás mencionáramos el nombre de Raymond en su presencia. Se negaba a leer cualquier noticia procedente de Grecia y me había pedido que me limitara a mencionarle si llegaba alguna, y si los viajeros se encontraban bien. Resultaba curioso que incluso Clara acatara esa ley impuesta por su madre. La encantadora niña tenía casi nueve años. Había sido siempre una pequeña feliz, fantasiosa, alegre e infantil, pero tras la marcha de su padre su gesto quedó marcado por la seriedad. Los niños, poco hábiles en el uso del lenguaje, no suelen hallar palabras para expresar sus pensamientos, y ninguno de nosotros sabía decir de qué modo se habían grabado en su mente los últimos acontecimientos. Pero sin duda habría realizado observaciones profundas mientras se daba cuenta de los cambios que se sucedían a su alrededor. Nunca mencionaba a su padre en presencia de Perdita, parecía algo asustada cuando me hablaba a mí de él, y aunque yo trataba de tranquilizarla en relación con el tema, disuadiéndola de los temores que teñían las ideas que manifestaba en relación con él, no lo lograba. Aun así, esperaba con impaciencia la llegada de sus cartas, distinguía a la perfección los timbres griegos y no me quitaba los ojos de encima mientras yo las leía. Con frecuencia la descubría leyendo en el periódico artículos sobre el país heleno.

No hay visión más dolorosa que la de un niño prematuramente preocupado, más aún, como resultaba evidente en el caso que nos ocupa, cuando esa preocupación aparece en el ánimo de alguien que hasta ese momento se ha mostrado alegre. Y a pesar de todo Clara derrochaba una dulzura y docilidad que movían a la admiración. Y si es cierto que la pureza de alma pinta las mejillas de belleza y dota de gracia los movimientos, no había duda de que sus visiones debían de ser celestiales, pues su semblante era el colmo del encanto y sus movimientos resultaban más armónicos que los elegantes saltos de los cervatillos de su bosque natal. A veces yo abordaba con Perdita el tema de su reserva, pero ella rechazaba mis consejos, por más que la sensibilidad de su hija le suscitara una ternura más apasionada aún que la mía.

Transcurrido más de un año, Adrian regresó de Grecia.

Cuando nuestros dos exiliados llegaron a aquel país, turcos y griegos respetaban una tregua, una tregua que era como el sueño para el cuerpo, preludio de una actividad renovada tras el despertar. Con los numerosos soldados de Asia, con todos los arsenales militares, los barcos y las máquinas bélicas de que el poder y el dinero podían hacer acopio, los turcos decidieron aplastar sin dilación a un enemigo que, avanzando paso a paso desde su plaza fuerte de Morea, había conquistado Tracia y Macedonia y había conducido a sus ejércitos hasta las puertas mismas de Constantinopla. Las activas relaciones comerciales de los griegos con las naciones europeas hacían que éstas contemplaran su éxito con gran interés. Grecia se preparó para mantener una vigorosa resistencia y se alzó como un solo hombre. Las mujeres, sacrificando sus valiosos ornamentos, armaron a sus hijos para la guerra instándolos, con el espíritu de madres espartanas, a vencer o morir. Los talentos y el coraje de Raymond eran altamente estimados por los griegos. Nacido en Atenas, la ciudad lo reclamaba como hijo propio y le había concedido el mando de su división en el ejército. Sólo el comandante en jefe poseía más poder que él. Considerado uno de sus ciudadanos, su nombre se añadió a la lista de héroes griegos. Su buen juicio, su capacidad de acción, su consumada valentía justificaban la decisión. El conde de Windsor, por su parte, se convirtió en voluntario a las órdenes de su amigo.

-Bien está -dijo Adrian- hablar de guerra bajo estas sombras plácidas, y con gran profusión de palabras convertirlo en espectáculo, pues muchos miles de congéneres nuestros abandonan con dolor este aire dulce y su tierra natal. No soy sospechoso de ir en contra de la causa griega; sé y siento su necesidad. Es, más que ninguna otra, una buena causa, que he defendido con mi espada. Estaba dispuesto a morir en su defensa. La libertad vale más que la vida, y los griegos hacen bien en defender su privilegio hasta la muerte. Pero no nos engañemos. Los turcos son hombres. Todas sus fibras, todos sus miembros sienten igual que los nuestros, y tanto turcos como griegos sienten, en su corazón o en su cerebro, los espasmos mentales o físicos con la misma intensidad. La última acción que presencié fue la toma de ... Los turcos resistieron hasta el fin, la guarnición pereció en las murallas y nosotros entramos al asalto. Todas las criaturas que aún respiraban intramuros fueron masacradas. ¿Creéis que, entre los gritos de la inocencia violada y la infancia desesperada, no oía yo, con todos mis sentidos, el llanto de mi prójimo? Antes que mahometanos, quienes así sufrían eran hombres y mujeres, y cuando se levanten, sin turbante, de la tumba, ¿en qué, excepto en sus acciones, buenas o malas, serán mejores o peores que nosotros? Dos soldados peleaban por una muchacha, cuya gran belleza y ricos ropajes excitaban los bajos instintos de aquellos malhechores, tal vez buenos hombres en familia, a quienes la furia del momento había convertido en encarnación del demonio. Un viejo de barba plateada, decrépito y calvo, que tal vez fuera su abuelo, se interpuso entre ellos y la joven para salvar a ésta, y el hacha de guerra de uno de los dos se hundió en su cráneo. Yo acudí en su defensa, pero la ira los cegaba y los volvía sordos. No repararon en mi atuendo cristiano ni escucharon mis voces. Las palabras eran armas sin filo entonces, pues mientras la guerra gritaba «destrucción», y el asesinato cumplía sus órdenes, ¿cómo podía yo

revertir la marea de los males, aliviando el error

con leve ofrecimiento de elocuencia balsámica?27

Uno de los dos tipos, indignado por mi intromisión, me golpeó en el costado con su bayoneta y caí al suelo, inconsciente.

-Esta herida tal vez acorte mi vida, pues ha sacudido mi cuerpo, ya de por sí frágil. Pero acato la muerte. En Grecia he aprendido que un hombre más o menos importa poco mientras queden cuerpos humanos para reemplazar las filas menguantes de la soldadesca. Y he aprendido también que la identidad de un individuo puede ignorarse, siempre y cuando el pelotón siga completo. Todo esto tuvo un efecto distinto sobre Raymond. Él es capaz de tener en cuenta el ideal de la guerra, mientras que yo soy sensible sólo a sus realidades. Él es soldado, general. Ejerce influencia sobre las alimañas de la guerra sedientas de sangre, mientras que yo me resisto en vano a sus impulsos. La razón es sencilla. Burke ha afirmado que «en todos los cuerpos, aquellos que ordenan deben, en no poca medida, obedecer»28. Y yo no puedo obedecer, pues no simpatizo con sus sueños de masacre y gloria... Obedecer y ordenar en semejante carrera está en la naturaleza de la mente de Raymond. Siempre triunfa, y parece probable que, al tiempo que adquiere honores y cargos para sí, asegure la libertad de los griegos, y tal vez un imperio extenso.

La mente de Perdita no se serenó al oír aquel relato, pues pensó que Raymond podía ser feliz y grande sin ella. «¡Ojalá yo también tuviera una carrera! ¡Ojalá yo también pudiera fletar un barco nuevo con todas mis esperanzas, energías y deseos, y lanzarlo al océano de la vida, dirigirme con él a algún punto alcanzable, con la ambición o el placer por timón! Pero vientos adversos me retienen en la orilla. Como Ulises, me siento al borde del agua y derramo lágrimas. Pero mis manos inertes no son capaces de talar árboles ni de cortar tablones.» Influida por aquellos pensamientos melancólicos, se enamoró más que nunca de la desdicha. Con todo, la presencia de Adrian le hizo algún bien, pues al instante el recién llegado rompió la ley del silencio que pesaba sobre Raymond. Al principio se sobresaltó al oír su desusado nombre, pero no tardó en acostumbrarse a él, en amarlo, y escuchaba con avidez el relato de sus logros. Clara también se libró de su recato; Adrian y él habían sido compañeros de juegos, y ahora, mientras caminaban o cabalgaban juntos, él cedía a sus sinceras súplicas y le repetía por enésima vez ésta o aquélla descripción del acto de coraje, munificencia o justicia de su padre.

Entretanto, todos los buques llegaban portadores de noticias emocionantes sobre Grecia. La presencia de un amigo en sus ejércitos y su gobierno nos llevaba a seguir con entusiasmo la evolución de los acontecimientos. Y en alguna carta breve que nos enviaba en contadas ocasiones, Raymond nos relataba lo inmerso que se hallaba en los intereses de su país de adopción. El comercio era de gran relevancia para los griegos, y se habrían conformado con sus posesiones territoriales si los turcos no los hubieran invadido. Pero los patriotas, que obtuvieron victorias, se impregnaron del espíritu de conquista hasta el punto de ver ya Constantinopla como suya. La estimación que profesaban por Raymond no dejaba de crecer. Pero en el ejército había un hombre que mandaba más que él. Era célebre por su conducta y por haber elegido una posición determinada en una batalla librada en la llanuras de Tracia, a orillas del Hebrus, que había de decidir el destino del islam. Los mahometanos fueron derrotados y expulsados enteramente del territorio que quedaba al oeste del río. La batalla fue sanguinaria, la pérdida de los turcos, al parecer, irreparable. Los griegos, por el contrario, perdieron a un solo hombre, pero ello les bastó para olvidarse de la multitud anónima esparcida sobre el campo ensangrentado, y renunciaron a celebrar una victoria que les supuso perder a... Raymond.

En la batalla de Makri, éste había dirigido la carga de caballería y persiguió a los fugitivos hasta orillas del Hebrus. Tras el combate hallaron a su caballo favorito paciendo en la ribera del manso río. No se supo si había caído entre los soldados desconocidos. Pero no se encontraron ornamentos rotos ni arreos manchados que revelaran cuál había sido su suerte. Se sospechaba que los turcos, hallándose en posesión de tan ilustre cautivo, decidieron satisfacer su crueldad más que su avaricia, y temerosos de la intervención de Inglaterra, optaron por ocultar para siempre el asesinato a sangre fría del soldado más odiado y temido de los escuadrones enemigos.

Raymond no fue olvidado en Inglaterra. Su abdicación del Protectorado había causado una consternación sin precedentes.

Y cuando sus planes magníficos y bien ideados se contrastaron con la estrechez de miras de los políticos que le sucedieron, el periodo de su mandato empezó a recordarse con nostalgia. La constante mención de su nombre, unida a los testimonios honrosos que llenaban las gacetas griegas, mantenían despierto el interés que había despertado. Parecía el hijo predilecto de la fortuna, y su prematura pérdida eclipsó al mundo y dejó al resto de la humanidad huérfana de brillo. La gente se aferraba a la esperanza de que siguiera con vida. Se instó al representante consular en Constantinopla a realizar las averiguaciones pertinentes y, en caso de que pudiera verificarse que no había muerto, exigiera su liberación. Cabía esperar que sus esfuerzos dieran fruto y que, aunque prisionero, blanco de crueldad y odio, pudiera ser rescatado del peligro y devuelto a la felicidad, el poder y el honor que merecía.

El efecto que causó la noticia en mi hermana fue asombroso. En ningún momento dio crédito a la historia de su muerte. Resolvió al instante trasladarse a Grecia. Tratamos de razonar con ella, de disuadirla, pero Perdita no consintió que ningún impedimento, ningún retraso, se interpusiera en su decisión. En honor a la verdad debe decirse que si los argumentos y las súplicas logran apartar a alguien de un propósito desesperado cuyos motivos y fin se basan exclusivamente en la intensidad de las emociones, entonces está bien que así sea, pues tal renuncia demuestra que ni el motivo ni el fin eran lo bastante fuertes para resistir los obstáculos que se interpusieran en su consecución. Si, por el contrario, resisten los intentos disuasorios, esa misma terquedad presagia ya el éxito; y se convierte en deber de aquéllos que aman a ese alguien contribuir a allanar los impedimentos que surjan en su camino. Con esos sentimientos actuamos en nuestro pequeño grupo. Comprendiendo que Perdita se mantendría insobornable, nos dedicamos a proporcionarle los mejores medios para alcanzar su propósito. No podía ir sola a un país donde carecía de amigos, donde tal vez, apenas llegara, confirmaría la temible noticia, que sin duda la sumiría en el más hondo de los pesares y los remordimientos. Adrian, cuya salud siempre había sido frágil, se resentía, además, del agravio de su reciente herida. Idris se veía incapaz de abandonarlo en ese estado, y no era adecuado que nos ausentáramos los dos, ni que nos lleváramos a nuestros hijos en un viaje de aquella naturaleza. Finalmente decidí que sólo yo acompañaría a mi hermana. La separación de mi Idris me resultó muy dolorosa, pero la necesidad nos consolaba en cierto modo. La necesidad y la esperanza de salvar a Raymond, de devolverle la felicidad, de devolvérselo a Perdita. No había tiempo que perder. Dos días después de tomada la decisión llegamos a Portsmouth y embarcamos. Era el mes de mayo y no se preveían tormentas. Se nos prometió un viaje próspero. Albergando las más fervientes esperanzas, adentrándonos en el vasto mar, observamos maravillados alejarse las costas de Inglaterra, y en las alas del deseo desplegamos las velas, henchidas de viento, rumbo al sur. Nos impulsaban las olas livianas, y el viejo océano sonreía con el peso del amor y la esperanza puestos a su recaudo; amansando con delicadas caricias sus llanuras tempestuosas, el sendero se allanaba apara nosotros. De día y de noche, el viento de popa impulsaba constante nuestra quilla, y ni galerna rugiente ni arena traidora ni peñasco destructor interpusieron obstáculo alguno entre mi hermana y la tierra en la que iba a entregarse de nuevo a su primer amor, al confesor amado de su corazón, al corazón que latía dentro de su corazón.

El último hombre
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