CAPÍTULO III
Las estrellas todavía brillaban en el cielo cuando desperté, y Tauro, en las alturas del firmamento, me indicó que era medianoche. Había tenido sueños turbadores. Creía que me habían invitado al último banquete de Timón.36 Yo llegaba con gran apetito. Se alzaban las tapaderas, el agua caliente enviaba al aire sus desagradables vapores y yo huía ante la cólera del anfitrión, que adoptaba la forma de Raymond. Mientras, en mi enfermiza ensoñación, los buques que éste enviaba tras de mí aparecían impregnados de fétidos vapores, y la forma de mi amigo, distorsionada de mil maneras, se expandía hasta convertirse en un fantasma gigante, que llevaba escrita en su frente la señal de la peste. Su sombra creciente se elevaba más y más, hinchándose, y parecía querer reventar la bóveda que sostenía y conformaba el mundo. La pesadilla se convertía en tortura: con gran esfuerzo abandoné el sueño e invoqué a la razón para que recobrara las funciones que había suspendido. Mi primer pensamiento fue para Perdita. Debía regresar a ella. Debía apoyarla, llevándole el alimento que aplacara su desesperación y que aliviara su corazón herido, apartándola de los salvajes excesos del dolor mediante las leyes austeras del deber y la suave ternura del pesar.
La posición de las estrellas era mi única guía. Me alejé de la horrible ruina de la Ciudad Dorada, y tras grandes esfuerzos, logré dejar atrás sus murallas. Junto a ellas encontré una compañía de soldados. A uno de ellos le pedí prestado su caballo y me apresté a reunirme con mi hermana. Durante aquel breve intervalo, el aspecto de la llanura había cambiado. El campamento aparecía desmantelado y los restos del ejército en desbandada formaban pequeños grupos aquí y allá. Todos los rostros eran sombríos, todos los gestos hablaban de asombro y horror.
Con gran pesar en mi corazón entré en palacio, temeroso de seguir avanzando, de hablar, de mirar. En el centro del salón hallé a Perdita, sentada sobre el suelo de mármol, la cabeza hundida en el pecho, despeinada, las manos entrelazadas, el gesto agónico. Al sentir mi presencia alzó la vista, inquisitiva. Sus ojos, medio iluminados por la esperanza, eran pozos de tristeza. Mis palabras murieron antes de que pudiera articularlas. Sentí que una horrendo rictus curvaba mis labios. Ella comprendió mi gesto y volvió a bajar la cabeza y a entrelazar las manos. Al fin recobré el habla, pero mi voz la aterrorizó. La desdichada muchacha había comprendido mi mirada y no pensaba consentir que el relato de su profunda tristeza fuera modelado y confirmado por unas palabras duras e irrevocable. Y no sólo eso, pues parecía querer distraer mis pensamientos de la cuestión.
-Calla -me susurró, poniéndose en pie-. Clara se ha dormido después de mucho llorar. No debemos molestarla.
Se sentó entonces en la misma otomana en la que la había dejado al amanecer, con la cabeza apoyada en el pecho de su Raymond. No me atrevía a acercarme a ella y tomé asiento en una esquina alejada, observando sus gestos bruscos y alterados.
-¿Dónde está? -me preguntó finalmente, sin preámbulos-. ¡Oh! No temas... No temas que albergue la menor esperanza. Pero dime, ¿lo has encontrado? Sostenerlo una vez más en mis brazos, verlo una vez más, aunque esté cambiado, es todo lo que deseo. Aunque Constantinopla entera se amontone sobre él como una tumba, debo hallarlo. Después nos cubriremos los dos con el peso de la ciudad, una montaña apilada sobre nosotros. No me importa, mientras el mismo sepulcro guarde a Raymond y a Perdita. -Sollozó, acercándose a mí, y me abrazó-. Llévame junto a él, Lionel. Eres malo. ¿Por qué me retienes aquí? Yo sola no puedo encontrarlo. Pero tú sabes dónde yace. Llévame hasta allí.
Al principio sus agónicos lamentos me movieron a una irrefrenable compasión. Mas con todo traté de disuadirla de sus ideas. Le relaté mis aventuras de la noche, mis esfuerzos por encontrarlo, mi decepción. Guiando de ese modo sus pensamientos, les di un objeto con que sacarlos de la locura. Con aparente calma me habló del lugar más probable donde podríamos encontrarlo y planeó los medios a los que recurrir para alcanzar tal fin. Luego, al saber del apetito y el cansancio que sentía, ella misma me trajo alimento. Busqué el instante propicio y traté de despertar en ella algo que la sacara del mortífero sopor de la pena. Mientras hablaba, me dejé llevar por mis palabras: la admiración profunda, el pesar, la consecuencia del más sincero afecto, el desbordamiento de un corazón lleno de comprensión por todo lo que había sido grande y sublime en la carrera de mi amigo, me inspiraban mientras pronunciaba sus alabanzas.
-¡Ay de nosotros! -exclamé-, que hemos perdido este último honor del mundo. ¡Amado Raymond! Se ha ido a las naciones de los muertos. Se ha convertido en uno de los que, morando en ellas, iluminan las oscuras tumbas. Ha transitado la senda que conduce a esas regiones y se ha unido a las poderosas almas que lo precedieron. Cuando el mundo se hallaba en su infancia, la muerte debe de haber sido algo terrible, y el hombre abandonaba a familiares y amigos para morar, extranjero solitario, en un país desconocido. Pero ahora el que muere se encuentra con muchos compañeros que se fueron antes que él y que se preparan para recibirlo. Lo pueblan los más grandes de las pasadas eras, y el héroe aclamado de nuestros días se cuenta entre sus habitantes, mientras la vida se convierte, doblemente, en «desierto y soledad».37
»Qué noble criatura era Raymond, el primero entre los hombres de nuestro tiempo. Por la grandeza de sus ideas, por la hermosa osadía de sus actos, por su ingenio y su belleza, se ganó y gobernó las mentes de todos. Sólo un reproche podría haberse elevado en su contra, pero la muerte lo deja sin efecto. He oído hablar de su inconstancia en el propósito: cuando renunció, en aras el amor, a la esperanza de convertirse en soberano, y cuando abdicó del Protectorado de Inglaterra, hubo quien lo culpó de falta de firmeza. Ahora su muerte ha coronado su vida, y hasta el fin de los tiempos se recordará que se entregó, víctima voluntaria, a la mayor gloria de Grecia. La decisión fue suya; contaba con morir. Previó que abandonaría esta tierra alegre, estos cielos despejados, y tu amor, Perdita. Y sin embargo jamás vaciló ni se arredró, y siguió avanzando en dirección al sello de su fama. Mientras la tierra exista, sus actos serán ensalzados. Las doncellas griegas, con gran devoción, depositarán flores en su tumba, y el aire reverberará con el canto de himnos en los que su nombre alcanzará los máximos honores.
Vi que el gesto de Perdita se dulcificaba. La dureza del dolor cedía ante la ternura. Proseguí.
-Así, honrarlo es el deber sagrado de quienes le sobrevivimos. Mantener su nombre limpio como un santuario, apartarlo, con nuestras alabanzas, de todo ataque hostil, arrojando sobre él las flores del amor y la pena, protegiéndolo de la decadencia y brindándolo, inmaculado, a la posteridad. Tal es el deber de sus amigos. A ti te corresponde otro más noble, Perdita, madre de su hija. ¿Recuerdas con qué arrobo contemplabas a Clara cuando nació, reconociendo en ella el ser que era unión de ti misma y de Raymond? Ahora debes regocijarte al ver en este templo vivo la manifestación de vuestro amor eterno. Pues ella sigue siéndolo. Dices que has perdido a Raymond. ¡Oh, no! En ella, vive contigo, lo mismo que en ti. Pues nació de él, carne de su carne, hueso de sus huesos. Y no te limites, como hasta ahora, a ver en su mejilla suave, en sus miembros delicados, una afinidad con Raymond; extiéndela a sus afectos entusiastas, a las dulces cualidades de su mente, y descubrirás que el bueno, el grande, el amado Raymond pervive aún. Cuídate de alimentar esas similitudes, cuídate de hacerla digna de él, para que, cuando se enorgullezca de sus orígenes, no se avergüence de lo que es.
Percibí que al recordar a mi hermana sus deberes en la vida, no me escuchaba con la misma paciencia de antes. Parecía sospechar que deseaba consolarla, y ella, entregada a su pena recién nacida, se rebelaba contra ese consuelo.
-Hablas del futuro -me dijo- cuando para mí el presente lo es todo. Déjame encontrar la morada terrenal de mi amado. Rescatémoslo del polvo común para que en tiempos venideros los hombres puedan señalar su tumba sagrada y decir que es suya. Después ya pensaré en otras cosas, en el nuevo rumbo de mi vida, o en aquello que el destino, en su cruel tiranía, me haya dispuesto.
Tras reposar un rato decidí partir para satisfacer sus deseos. Pero antes se nos unió Clara, cuya palidez y mirada asustada denotaban la honda impresión que la pena había causado en su joven mente. Parecía alterada por algo que no era capaz de expresar con palabras. Pero, aprovechando una ausencia de Perdita, me suplicó que la llevase hasta donde pudiera contemplar la puerta por la que su padre había entrado en Constantinopla. Me prometió no cometer ninguna extravagancia, mostrarse dócil en todo momento y regresar de inmediato. No pude negarme; Clara no era una niña cualquiera. Su sensatez e inteligencia ya le habían conferido los derechos de una mujer adulta. De modo que, llevándola sentada ante mí, en mi caballo, asistidos sólo por el sirviente que debía llevarla de regreso, nos dirigimos a Top Kapou. Encontramos a un grupo de soldados congregados. Escuchaban algo con gran atención.
-¡Son gritos humanos! -dijo uno.
-Más bien parecen aullidos de perro -replicó otro.
Y volvieron a concentrarse para distinguir aquellos lamentos lejanos que provenían del interior de la ciudad en ruinas.
-Esa, Clara -dije yo-, es la puerta, y esa la calle por la que tu padre cabalgó ayer, de mañana.
Fuera la que fuese la intención de la pequeña cuando me pidió que la llevara conmigo, la presencia de los soldados la arredró. Con mirada intensa contempló el laberinto de escombros humeantes que había sido la ciudad y expresó su disposición a regresar a casa. En aquel instante un lamento melancólico llegó a nuestros oídos, y se repitió al instante.
-¡Oíd! -exclamó Clara-. Está ahí. Es Florio, el perro de mi padre.
A mí me resultaba inconcebible que fuera capaz de reconocer el sonido, pero ella insistió hasta que se ganó el crédito de los allí presentes. Sería, al menos, una buena acción rescatar a aquel ser que sufría, fuera humano o animal, de la desolación de la ciudad. De modo que, tras enviar a Clara de regreso a casa, volví a entrar en Constantinopla. Alentados por la impunidad de mi anterior visita, varios soldados que formaban parte de la guardia personal de Raymond, y que lo adoraban y lloraban sinceramente su pérdida, decidieron acompañarme.
Resulta imposible determinar por qué extraño encadenamiento de hechos llegamos a recuperar el cuerpo sin vida de mi amigo. En esa parte de la ciudad, en la que el fuego lo había destruido casi todo la noche anterior, y que ahora se mostraba arrasada, negra, fría, el perro agonizante de Raymond se acurrucaba junto a la figura mutilada de su amo. En momentos como ése la pena carece de voz. La aflicción, domada por su propia vehemencia, permanece muda. El pobre animal me reconoció, me lamió la mano, se acercó más a su señor, y sólo entonces expiró. Sin duda algún cascote había caído sobre la cabeza de Raymond y le había hecho caer del caballo, desfigurándolo por completo. Me incliné sobre su cuerpo y acerqué una mano al borde de su capa, menos destrozada en apariencia que el cuerpo humano que cubría. Me la llevé a los labios mientras los rudos soldados nos rodeaban y lloraban a la presa más valiosa de la muerte, como si el pesar y los lamentos sin fin pudieran avivar la llama extinguida o devolver a aquella desgarrada prisión de carne su espíritu liberado. Ayer aquellos miembros valían un universo, pues encerraban un poder trascendente cuyas intenciones, palabras y actos merecían ser grabados en letras de oro. Ahora, sólo la superstición del afecto podía dar valor a un mecanismo descompuesto que, inerte e incapaz, ya no se asemejaba a Raymond más de lo que la lluvia caída se asemeja a la anterior mansión de nubes con la que ascendió a los más altos cielos y, dorada por el sol, atraía todas las miradas y saciaba los sentidos con su excedente de belleza.
Y así, tal como estaba, con sus ropas terrenales, desfigurado, roto, lo envolvimos con nuestras capas y, levantándolo en brazos, lo alejamos de aquella ciudad de los muertos. Surgió la duda de dónde depositarlo. Camino del palacio pasamos junto a un cementerio griego. Y allí, sobre una losa de mármol negro, dispuse que lo tendieran. Los cipreses se mecían en las alturas y su color lúgubre se correspondía con lo exangüe de su estado. Cortamos unas ramas de los árboles fúnebres, las colocamos sobre él y encima de ellas depositamos su espada. Ordené que un guardia permaneciera allí, custodiando aquel tesoro de polvo, y que hubiera antorchas siempre encendidas.
Cuando me reuní de nuevo con Perdita, supe que ya había sido informada del éxito de mi misión. Él, su amado, el único y eterno objeto de su ternura y su pasión, le había sido devuelto. Pues en esos términos exaltados se expresaba su entusiasmo. ¡Qué importaba que aquellos miembros ya no se movieran, que aquellos labios ya no pudieran articular expresiones de sabiduría y amor! ¡Qué importaba que, como el alga arrancada del mar estéril, fuera presa de la corrupción! Seguía siendo el mismo cuerpo que había acariciado, y aquellos eran los mismos labios que se habían unido a los suyos, que habían bebido el espíritu del amor mezclados con su aliento. Aquél era el mismo mecanismo terrenal de barro efímero que ella llamaba suyo. Sí, era cierto, ella deseaba ya iniciar otra vida, el espíritu ardiente del amor le parecía inextinguible en la eternidad. Pero en ese momento, con devoción humana, se aferraba a todo lo que sus sentidos le permitieran ver y sentir de una parte de Raymond.
Pálida como el mármol, blanca, resplandeciente como él, escuchó mi relato y me preguntó por el lugar en el que había depositado el cuerpo. Su semblante había perdido el rictus del dolor. Sus ojos habían recuperado el brillo y se diría que todo su ser se había ensanchado. No obstante, la excesiva palidez de su piel, casi transparente, y una cierta oquedad en su voz, revelaban que no era la tranquilidad, sino el exceso de emoción lo que causaba la serenidad aparente que bañaba su rostro. Le pregunté dónde debía ser enterrado.
-En Atenas. En la Atenas que amaba. Fuera de la ciudad, en el monte Himeto, existe un repecho rocoso que me indicó como el lugar en el que deseaba reposar.
Mi único deseo, ciertamente, era que no se moviera del lugar donde ahora reposaba. Pero la voluntad de Perdita, claro está, debía cumplirse, y le rogué que se preparara sin tardanza para nuestra partida.
Contemplad ahora la procesión melancólica atravesar las llanuras de Tracia, serpentear por los desfiladeros, ascender por los montes de Macedonia, surcar las aguas claras del Peneo, cruzar la planicie de Larissa, dejar atrás los estrechos de las Termópilas, ascender sucesivamente por el Oerta y el Parnaso, descender hasta la fértil vega de Atenas. Las mujeres sobrellevaban con resignación las largas fatigas, pero para el espíritu inquieto de los hombres el lento avance de la marcha, el tiempo de reposo melancólico de los mediodías, la presencia permanente del sudario dispuesto sobre el ataúd de Raymond, la monótona sucesión de días y noches sin esperanzas ni expectativas de cambio, todas las circunstancias de nuestra cabalgata nos resultaban intolerables. Perdita, ensimismada, hablaba poco, y viajaba en un carruaje cerrado. Cuando reposábamos, permanecía sentada, apoyando la mejilla pálida en una mano blanca y fría, con la vista clavada en el suelo, entregándose a pensamientos que se negaba a compartir.
Al descender del monte Parnaso, tras cruzar sus numerosos pliegues, pasamos por Livadia camino del Ática. Perdita no deseaba entrar en Atenas y, al llegar a Maratón, me indicó el lugar que había escogido como hogar sagrado de los restos de Raymond. Se trataba de un repecho cercano a la cabecera de un torrente, al sur del Himeto. El precipicio, profundo, oscuro, cubierto de vegetación, descendía verticalmente desde la cima hasta la base. En las fisuras de la roca crecían el mirto y el tomillo, alimento de muchas clases de abejas. Enormes salientes surgían de las paredes, algunos perpendiculares a éstas. A los pies de aquel sublime abismo, un valle fértil iba de un mar a otro, y más allá se extendía el Egeo azul, salpicado de islas, las suaves olas meciéndose bajo el sol. Cerca del lugar en el que nos hallábamos se erguía una roca solitaria, alta, de forma cónica que, separada por todos sus lados de la montaña, parecía una pirámide natural. No costó mucho trabajo reducirla a su forma perfecta. Debajo se cavó un hueco estrecho en el que Raymond fue depositado, y en la piedra se grabó una inscripción con su nombre, la fecha de su muerte y el motivo.
Todo se ejecutó con presteza, bajo mis órdenes. Acepté que la máxima autoridad de la iglesia de Atenas se ocupara de adecentar y custodiar la tumba, y a finales de octubre preparé mi regreso a Inglaterra. Lo hablé con Perdita. Dolía tener que apartarla del último escenario que hablaba de su pérdida, pero permanecer allí por más tiempo era absurdo, y mi alma, impaciente, anhelaba el reencuentro con Idris y mis hijos. Por toda respuesta, Perdita me rogó que la acompañara al caer la tarde del día siguiente a la tumba de Raymond. Hacía días que no visitaba el lugar. El sendero que conducía a ella había sido ensanchado y unos peldaños excavados en la roca facilitaban el acceso. La plataforma sobre la que se alzaba la pirámide también se había ampliado y, mirando hacia el sur, en un repecho sombreado por las ramas abiertas de una higuera, vi que se estaban excavando unos cimientos y que se levantaban contrafuertes y vigas, sin duda las bases para la construcción de una casa. Desde su umbral inconcluso la tumba quedaba a nuestra derecha, y el torrente, la llanura y el mar azul se extendían ante nosotros. Las piedras negras proyectaban el brillo del sol, que reverberaba sobre el valle cultivado, y teñía de púrpura y naranja el plácido oleaje. Nos sentamos sobre una elevación rocosa, y contemplé con arrobo la belleza de un paisaje de colores vivos y cambiantes que modificaba e intensificaba las gracias de la tierra y el mar.
-¿No hice bien -dijo Perdita- al pedir que me amado reposara aquí? A partir de ahora ésta será la Cinosura de Grecia. En este lugar la muerte se libera de la mitad de sus terrores, e incluso el polvo inanimado parece formar parte del espíritu de belleza que bendice esta región. Lionel, él descansa ahí. Ésta es la tumba de Raymond, a quien primero amé en mi juventud, a quien mi corazón acompañó en los días de separación e ira, a quien ahora estoy unida para siempre. Nunca, óyeme bien, nunca abandonaré este lugar. Creo que su espíritu permanece aquí lo mismo que el polvo de su cuerpo, que, por incomprensible que parezca, es más valioso en su extinción de lo que nada que la tierra viuda cobije en su triste pecho. Los mirtos, el tomillo, los pequeños ciclámenes, que observan desde las fisuras de la roca, todo lo que habita este rincón, se parece a él. La luz que baña las colinas participa de su esencia, y el cielo y las montañas, el mar y el valle se impregnan de la presencia de su espíritu. ¡Aquí viviré y moriré aquí!
»Regresa tú a Inglaterra, Lionel. Regresa junto a la dulce Iris y al querido Adrian, y que mi hija, huérfana, sea como tu propia hija en vuestra casa. Considérame muerta, porque si la muerte es un mero cambio de estado, entonces yo estoy muerta. Este es un mundo distinto del que habitaba, del que ahora es tu hogar. Aquí sólo comulgo con lo que ha sido y con lo que está por venir. Regresa tú a Inglaterra y deja que me quede en el único lugar en el que puedo tolerar vivir los días que por desgracia aún me quedan.
Un torrente de lágrimas puso fin a su triste arenga. Yo ya esperaba que pronunciara alguna proposición extravagante y permanecí un rato en silencio, reflexionando sobre el mejor modo de rebatir su fantasioso plan.
-Albergas ideas lúgubres, mi querida Perdita -le dije-, y no me sorprende que, durante un tiempo, tu buen juicio se vea afectado por el intenso dolor y una imaginación turbada. Incluso yo siento adoración por esta última morada de Raymond. Y sin embargo debemos abandonarla.
-Ya lo esperaba -exclamó Perdita-. Ya suponía que me considerarías loca y necia. Pero no te engañes. Esta casa se construye según mis órdenes. Y aquí me quedaré hasta que me llegue la hora de compartir con él su feliz reposo.
-¡Querida niña!
-¿Qué tienen de extraño mis pretensiones? Podría haberte mentido. Podría haberte hablado hace unos meses de mi deseo de permanecer aquí, y de ese modo, en tu impaciencia por regresar a Windsor, me habrías dejado hacerlo, y sin reproches ni disuasiones podría haber llevado a cabo mi plan. Pero desdeñé el artificio. O, más bien, en mi desolación, creí que mi único consuelo era abrirte mi corazón a ti, que eres mi hermano y mi único amigo. ¿Disputarás conmigo? Ya sabes lo terca que es tu pobre, tu abatida hermana. Llévate a mi hija contigo. Aléjala de las visiones y los pensamientos tristes. Que la hilaridad infantil visite de nuevo su corazón e ilumine sus ojos, algo que no podrá suceder- le si se queda conmigo. Será mucho mejor para todos vosotros que no volváis a verme. En cuanto a mí, no puedo ir voluntariamente al encuentro de la muerte, o, mejor dicho, no lo haré mientras conserve autoridad sobre mí misma. Y aquí puedo conservarla. Pero si me alejas de este país desaparecerá, y no respondo de la violencia que mi agonía me lleve a infligirme.
-Perdita -repliqué-, revistes tus intenciones de palabras poderosas, pero aun así esas intenciones resultan egoístas e indignas de ti. A menudo te has mostrado de acuerdo conmigo en que sólo existe una solución al embrollado enigma de la vida: mejorarnos a nosotros mismos y contribuir a la felicidad de los demás. Y ahora, en la plenitud de tu vida, abandonas tus principios y te encierras en inútil soledad. ¿Acaso en Windsor, escenario de vuestra felicidad primera, pensarás menos en Raymond? ¿Comulgarás menos con su espíritu mientras observas a su hija y cultivas sus excepcionales dones? Has conocido la triste visita de la muerte. No me sorprende que algo parecido a la locura te empuje al desasosiego y a las ideas desbocadas. Pero un hogar de amor te aguarda en tu Inglaterra natal. Mi ternura y mi afecto te aliviarán. La compañía de los amigos de Raymond será para ti mayor solaz que tus lúgubres pensamientos. Todos convertiremos en nuestra prioridad, en nuestra tarea más querida, contribuir a tu felicidad.
Perdita negó con la cabeza.
-Si así pudiera ser -respondió-, haría muy mal en rechazar tu ofrecimiento. Pero no está en mi mano, no puedo elegir. Sólo aquí puedo vivir. Pertenezco a este paisaje. Todos y cada uno de sus elementos forman parte de mi. No se trata de un capricho repentino; vivo por él. El conocimiento de que estoy aquí despierta conmigo todas las mañanas y me permite soportar la luz; se mezcla con mi alimento, que de otro modo sería veneno; camina, duerme conmigo, me acompaña siempre. Aquí tal vez deje incluso de lamentarme, y llegue, aunque con retraso, a sumar mi consentimiento al decreto que se lo ha llevado de mi lado. Él habría preferido morir de una muerte que quedará en la historia para siempre que haber llegado a la vejez anónimo, sin honores. Tampoco yo puedo desear nada mejor que, tras haber sido la elegida por él, por él amada, aquí, en la plenitud de sus años jóvenes, antes de que el tiempo marchitara los mejores sentimientos de mi naturaleza, contemplar su tumba y unirme prestamente a él en su bendito reposo.
»Querido Lionel, tantas cosas he dicho con intención de persuadirte de que obro bien, que si todavía no te he convencido, nada más puedo añadir a modo de argumento, y sólo me queda declararte mi más firme convicción. Aquí me quedo, y sólo me iré a la fuerza. Y ni siquiera así. Si me llevas, regresaré. Si me confinas y me encarcelas, escaparé y volveré a Grecia. ¿Acaso prefiere mi hermano atar el corazón destrozado de Perdita con cadenas de loca que permitir que descanse en paz bajo la sombra de su compañía, en este retiro que amo y que he escogido?
Reconozco que todo aquello me parecía producto de una locura organizada. Creía que era mi deber imperativo apartarla de unos escenarios que la obligaban a recordar su pérdida. Tampoco dudaba que, en Windsor, en la tranquilidad de nuestro círculo familiar, recuperaría hasta cierto punto el buen juicio y, finalmente, la felicidad. Mi amor por Clara también me llevaba a oponerme a aquellos sueños de enfermiza pesadumbre. Su sensibilidad ya había sido azuzada en exceso. Su inconsciencia infantil se había tornado sensatez profunda y angustia. El plan extraño y romántico de su madre podía llevarla a afianzar y perpetuar una visión doliente de la vida que a edad tan temprana la había visitado.
Al regresar a casa, el capitán del paquebote de vapor con el que había acordado viajar vino a informarme de que, por circunstancias accidentales, debía adelantar la partida y de que, si quería viajar con él, debía presentarme a bordo a las cinco de la mañana del día siguiente. Acepté al punto, y con la misma celeridad ideé un plan por el que obligaría a Perdita a acompañarme. Creo que la mayoría de las personas, en mi situación, habría actuado del mismo modo. Y sin embargo esta consideración no logra aplacar, o al menos no lo logró después, los reproches de mi conciencia. En aquel momento me sentía convencido de obrar bien y de que todo lo que hacía era correcto y necesario.
Me senté con Perdita y la tranquilicé al ceder, al menos en apariencia, a su alocado plan. Ella recibió mi decisión complacida y una y mil veces dio las gracias a su mentiroso hermano. Al llegar la noche, su humor, animado por mi cambio imprevisto, recobró una vivacidad casi olvidada. Fingí preocuparme por el rubor febril de sus mejillas y la convencí para que bebiera una medicina que le haría bien. Se la serví, y ella, obediente, la tomó. La falsedad y el engaño son tan odiosos por sí mismos que, aunque seguía creyendo que obraba correctamente, de mí se apoderó un sentimiento de vergüenza y culpa. Me retiré, y al poco oí que dormía profundamente bajo la influencia del láudano que le había administrado. De ese modo, inconsciente, fue trasladada a bordo del barco, que levó anclas y, gracias a los vientos favorables, no tardó en llegar a alta mar. Con todas las velas desplegadas y asistidos por la fuerza del vapor, surcábamos a gran velocidad el húmedo elemento.
Perdita no despertó hasta bien avanzado el día, y pasó algo más de tiempo hasta que, saliendo del sopor causado por la adormidera, se percató del cambio de situación. De un respingo se incorporó del sillón y se dirigió al ojo de buey de su camarote. Ante ella el mar azul y embravecido pasaba a gran velocidad, inmenso, sin que en el horizonte se divisara costa alguna. La cubierta se protegía con una red y el rápido movimiento del cielo al pasar por ella revelaba la gran velocidad a la que nos alejábamos de la tierra. El crujir de los mástiles, el chapoteo de las aspas, la trampilla en lo alto, la convencieron de que ya se encontraba a gran distancia de las orillas de Grecia.
-¿Dónde estamos? -preguntó-. ¿Adónde vamos?
La doncella a la que yo había contratado para que la vigilara le respondió.
-A Inglaterra...
-¿Y mi hermano?
-Está en cubierta, señora.
-¡Ingrato, ingrato! -exclamó la pobre víctima, tras suspirar profundamente ante la visión del mar inabarcable. Y entonces, sin añadir nada, se echó en el sofá y, cerrando los ojos, permaneció inmóvil. Excepto por los profundos suspiros que daba, podría haberse dicho que dormía.
Tan pronto como supe que había despertado envié a Clara a visitarla, para que la visión de su encantadora hija le inspirara ideas de bondad y amor. Pero ni la presencia de la niña ni mi posterior visita, sirvieron para lograr que abandonara su postración. A Clara la miró con gesto torvo, pero no le habló. Cuando aparecí yo, apartó de mí su rostro, y en respuesta a mis preguntas se limitó a decir:
-Sabes bien lo que has hecho.
Quise creer que su laconismo se debía sólo a la batalla que libraba su decepción contra su afecto natural, y que en cuestión de días se reconciliaría con su destino.
Al terminar la jornada, rogó a Clara que durmiera en otra cabina. Su criada, no obstante, permaneció con ella. Hacia la medianoche, Perdita le habló y le dijo que había tenido una pesadilla, tras lo que le rogó que fuera a ver a su hija y comprobara si dormía plácidamente. La mujer obedeció.
La brisa, que había amainado con la puesta del sol, arreciaba de nuevo. Yo me hallaba en cubierta, disfrutando de nuestro rápido avance. El chapoteo de las aguas, que la quilla del barco separaba; el murmullo de las velas henchidas e inmóviles; el viento que soplaba entre las sogas, el rumor del motor, no lograban perturbar la quietud del momento. El mar, poco agitado, mostraba apenas alguna cresta blanca que se fundía pronto en el azul constante. Las nubes habían desaparecido y el éter oscuro se cernía sobre el vasto océano, en el que las constelaciones buscaban en vano su acostumbrado espejo. Nuestra velocidad debía rondar los ocho nudos.
De pronto oí un chasquido en el agua. Los marineros de guardia se dirigieron a toda prisa a un costado del barco, al grito de «¡Hombre al agua!»
-No ha sido desde cubierta -dijo el timonel-. Algo ha caído desde el camarote de popa.
Más lejos, alguien pidió que se arriara el bote. Yo me dirigí corriendo al camarote de mi hermana. Estaba vacío.
Con las velas contra el viento, los motores parados, el barco permaneció detenido a su pesar hasta que, tras una hora de búsqueda, la pobre Perdita fue devuelta a cubierta. Pero ningún cuidado bastó para reanimarla y ninguna medicina logró que volviera a abrir sus hermosos ojos, o que su sangre latiera de nuevo en su inmóvil corazón. En un puño cerrado sostenía un pedazo de papel en el que había escrito: «A Atenas». Para asegurar que la llevaran hasta allí e impedir que su cuerpo se perdiera en las profundidades del mar, había tomado la precaución de atarse un largo chal a la cintura, que, a su vez, había anudado a los barrotes de la ventana de su camarote. Se había hundido bajo la quilla de la embarcación, y al desaparecer de la superficie, la recuperación de su cuerpo se había demorado más. Así murió la desdichada niña, víctima de mi imprudencia. Y así, de madrugada, nos dejó para reunirse con los muertos, y prefirió compartir la pétrea tumba de Raymond que seguir disfrutando del escenario animado que la tierra le ofrecía y de la compañía de sus amigos. Murió con veintinueve primaveras, habiendo disfrutado de unos pocos años de la felicidad del paraíso, y tras sufrir un revés que su espíritu impaciente y su naturaleza apasionada no le permitieron asumir. Al fijarme en la expresión serena que se instaló en su semblante en la hora de la muerte, sentí que, a pesar del remordimiento, a pesar de la tristeza que me partía el corazón, era mejor morir así que soportar largos y tristes años de reproches e inconsolable dolor.
La violencia de una tempestad nos arrastró hasta el golfo del Adriático, y como nuestra embarcación no estaba preparada para tales condiciones atmosféricas, nos refugiamos en el puerto de Ancona. Allí me encontré con Georgia Palli, vicealmirante de la flota griega, antiguo amigo y camarada de Raymond. Entregué a su cuidado los restos de mi Perdita, con el encargo de que los hiciera llevar al monte Himeto y los depositara en la cámara que, bajo la pirámide, Raymond ya ocupaba. Todo se hizo según mis deseos, y no tardó en reposar junto a su amado. En el sepulcro están inscritos, juntos, los nombres de Raymond y Perdita.
Tomé entonces la decisión de proseguir viaje por tierra. El dolor y los remordimientos desgarraban mi corazón. El temor a que Raymond se hubiera ido para siempre, a que su nombre, asociado para siempre al pasado, se borrara de cualquier iniciativa de futuro, había empezado a hacer mella en mí. Siempre había admirado su talento, sus nobles aspiraciones, sus elevadas ideas de gloria, la majestad de su ambición, su absoluta falta de mezquindad, su fortaleza y su osadía. En Grecia había aprendido a amarlo. Su misma terquedad y su entrega a los impulsos de la superstición me lo hacían doblemente cercano: tal vez se tratara de una debilidad, pero lo situaba en los antípodas de toda sumisión y egoísmo. A ese dolor se añadía la muerte de Perdita, condenada por mi maldita obcecación y mi engaño. Mi querida Perdita, mi única familia, de cuyo progreso había sido testigo, desde su más tierna infancia y a través del sendero variado de la vida, y a la que siempre había visto como dechado de integridad, devoción y afecto verdadero, pues todo ello constituye la gracia peculiar del carácter femenino. Y a la que, al final, había contemplado como víctima de un exceso de amor, de un vínculo demasiado constante con lo perecedero y perdido. Ella, en su orgullo de belleza y vida, había abandonado la percepción placentera del mundo aparente en aras de la irrealidad de la tumba, y había dejado huérfana a la pobre Clara. Yo oculté a la pobre niña que la muerte de su madre había sido voluntaria y trataba por todos los medios de alegrar algo su espíritu empapado de tristeza.
En mi intento de recobrar el ánimo, la primera decisión fue decir adiós al mar. Su odioso vaivén renovaba una y otra vez en mí la idea de la muerte de mi hermana. Su rugido era un canto fúnebre. En todos los cascos oscuros que surcaban su inconstante pecho, veía un catafalco que llevaría a la muerte a todos los que se entregaran a su sonrisa traicionera. ¡Adiós al mar! Ven, Clara mía, siéntate junto a mí en esta nave aérea, que suave y velozmente surca el azul del cielo y con ligera ondulación flota sobre la corriente del aire. O, si la tormenta sacude su frágil mecanismo, halla tierra debajo y puede descender y refugiarse en el continente sólido. Aquí arriba, compañeros de las aves veloces, surcamos el elemento etéreo con gran presteza y sin temor. La nave ligera no se balancea ni recibe el embate de las olas mortales. El éter se abre ante la proa, y la sombra del globo que la sostiene nos protege del sol del mediodía. Más abajo se extienden las llanuras de Italia o las vastas ondulaciones de los Apeninos. Fértiles aparecen sus muchos valles y los bosques coronan sus cimas. El campesino, libre y feliz, no perturbado por los austriacos, lleva el producto de su doble cosecha al granero; y los ciudadanos refinados cultivan sin temor el árbol de la ciencia en este jardín del mundo.
Nos elevamos sobre los picos de los Alpes y por sobre sus profundas y rugientes quebradas entramos en las llanuras de la dulce Francia, y tras un viaje aéreo de seis días aterrizamos en Dieppe, plegamos las alas cubiertas de plumas y deshinchamos el globo de nuestra pequeña nave. Una lluvia intensa hacía incómodo proseguir el viaje por aire, de modo que nos embarcamos en un pequeño vapor, y tras una breve travesía arribamos a Portsmouth.
Al llegar, descubrimos que una curiosa historia acaparaba la atención general. Hacía unos días, un barco arrastrado por una tempestad había aparecido frente al puerto. El casco se veía hendido y resquebrajado, las velas desgarradas y, enredadas de cualquier manera, las sogas se habían roto. Avanzaba a la deriva, en dirección a los muelles, pero quedó varado en las arenas de la embocadura. A la mañana siguiente los oficiales de aduanas, junto con un grupo de ociosos, se acercaron a inspeccionarlo. Al parecer, un solo miembro de la tripulación parecía haber arribado a salvo. Había llegado a tierra y, tras dar unos pasos en dirección a la ciudad, vencido por la enfermedad y la muerte inminente, se desplomó sobre la playa inhóspita. Lo encontraron agarrotado, los puños cerrados y apretados contra el pecho. Tenía la piel ennegrecida y el pelo y la barba enmarañados indicaban que había soportado su desgracia por tiempo prolongado. Se rumoreaba que había muerto de peste. Nadie se atrevió a subir al barco y se decía que, de noche, extrañas visiones aparecían en cubierta y colgando de los mástiles y las sogas. El casco no tardó en desmembrarse. Me llevaron al lugar en el que había encallado y vi unos tablones sueltos empujados por las olas. El cuerpo del hombre que había llegado a tierra había sido enterrado a mucha profundidad, bajo la arena. Y nadie supo decirme nada más, salvo que el barco había sido fletado en América y que varios meses antes el Fortunatus había zarpado desde Filadelfia, de donde, a partir de ese momento, no volvieron a recibirse noticias.