CAPÍTULO VII
Regresé a Windsor, en efecto, aunque no con la intención de permanecer allí, sino pensando en obtener el consentimiento de Idris para volver a Londres y asistir a mi extraordinario amigo, compartir con él sus tareas y salvarlo, a expensas de mi vida si era necesario. Sin embargo, la angustia que mi decisión pudiera despertar en mi esposa me preocupaba sobremanera. Me había jurado a mí mismo no hacer nada que lograra ensombrecer su gesto, aunque fuera con un dolor pasajero. ¿Iba a contradecirme en aquella hora de inmensa necesidad? Había emprendido el viaje con grandes prisas, pero al poco hubiera preferido que el desplazamiento se demorara días, meses. Deseaba evitar la necesidad de acción. Anhelaba escapar de los pensamientos de futuro, pero era en vano, pues éstos, como oscuras imágenes fantasmagóricas, se acercaban más y más, hasta que sumían la tierra toda en las tinieblas.
Una circunstancia menor me llevó a alterar mi ruta habitual y a regresar a casa atravesando Egham y Bishopgate. Me detuve junto a la antigua morada de Perdita, su casa de campo. Pedí al cochero que siguiera sin mí, decidido a recorrer a pie el parque que me separaba del castillo. Aquel lugar, escenario de los más dulces recuerdos, aquella casa desierta y el jardín abandonado, se compadecían bien con mi melancolía. En nuestros días más felices Perdita había decorado su morada con la ayuda que las artes podían prestar a todo aquello que la naturaleza propiciaba. Con el mismo espíritu de exceso, en el momento de separarse de Raymond lo descuidó todo. Y ahora se hallaba en estado de ruina: los ciervos habían pasado sobre las verjas rotas y reposaban entre las flores. La hierba crecía en el umbral y las celosías, que el viento hacía crujir, daban cuenta de la absoluta desolación del lugar. El cielo estaba muy azul y el aire se impregnaba de la fragancia de flores raras que crecían entre las malas hierbas. Los árboles se mecían, más arriba, despertando la melodía favorita de la naturaleza, pero el aspecto triste de los senderos descuidados, los arriates de flores cubiertos de maleza, ensombrecían aquella alegre escena estival. La época en la que, orgullosos, felices y seguros nos reuníamos en aquella casa, ya no existía, y pronto las horas presentes se unirían a las pasadas, mientras las sombras de los futuros momentos se erguirían, oscuras y amenazantes, desde las entrañas del tiempo, su cuna y su catafalco. Por primera vez en mi vida envidiaba el sueño de los muertos y pensaba con placer en el lecho que nos aguarda bajo la tierra, pues en él carecen de poder el miedo y el pesar. Me colé por un hueco de la verja rota, ignorando las lágrimas que me oprimían la garganta, y me interné deprisa en el bosque. ¡Oh, muerte y cambio, gobernantes de nuestra vida! ¿Dónde estáis, para ir a vuestro encuentro? ¿Qué, en nuestra calma, excitó vuestra envidia? ¿Qué, en nuestra dicha, para que os propusierais destruirla? Éramos felices, amábamos y éramos amados. El cuerno de Amaltea no contenía bendición que no derramara sobre nosotros, pero, ¡ay!
la fortuna
deidad bárbara, importuna,
hoy cadáver y ayer flor
no permanece jamás.50
Mientras caminaba sumido en aquellos pensamientos me crucé con varios campesinos. Parecían preocupados, y las pocas palabras de su conversación que llegaron hasta mí me llevaron a acercarme a ellos y averiguar más. Un grupo de personas que abandonaban Londres -algo habitual en aquellos días- habían remontado el Támesis en una barca. Nadie en Windsor les había dado cobijo por lo que, alejándose un poco más rumbo al norte, habían pasado la noche en un cobertizo abandonado cercano al canal conocido como Bolter’s Lock. A la mañana siguiente reemprendieron la marcha dejando tras ellos a un miembro de la expedición enfermo de peste. Una vez se conoció ese hecho, nadie se atrevió a aproximarse a menos de media milla de aquel lugar, y el enfermo, abandonado a su suerte, tuvo que luchar solo contra la enfermedad y la muerte. Y así yo, movido por la compasión, me dirigí a toda prisa hasta el chamizo a fin de comprobar su estado y ponerme a su servicio.
Mientras avanzaba por el bosque iba cruzándome con grupos de campesinos que conversaban acaloradamente sobre el suceso: a pesar de lo lejos que se hallaban del demostrado contagio, llevaban el temor impreso en los semblantes. Me encontré con un grupo de aquellos seres aterrorizados en el sendero que conducía directamente al cobertizo. Uno de ellos me detuvo y, dando por supuesto que yo ignoraba la circunstancia que nos ocupa, me conminó a no seguir avanzando, pues un apestado se hallaba postrado a escasa distancia.
-Lo sé -repuse yo-, y me dirijo a ver en qué estado se encuentra el pobre hombre. -Un murmullo de sorpresa y horror recorrió el grupo-. Esa pobre persona está sola y va a morir sin que nadie le brinde auxilio. En estos tiempos desgraciados sólo Dios sabe lo pronto que tal vez todos nosotros nos hallaremos en su misma situación. De modo que voy a hacer lo que me gustaría que hicieran conmigo.
-Pero ya nunca podrá regresar al castillo... a lady Idris... a sus hijos...
Así se expresaron varios de ellos atropelladamente, y sus palabras llegaron a mis oídos.
-¿No sabéis, amigos míos -proseguí-, que el conde mismo, ya convertido en Protector, visita a diario no sólo a quienes tal vez hayan contraído la enfermedad, sino los hospitales y los asilos de apestados, acercándose y llegando a tocar a los enfermos? Y a pesar de ello jamás ha gozado de tan buena salud. Estáis por completo equivocados sobre la naturaleza de la epidemia. Pero no temáis, que no os pido que me acompañéis, ni siquiera que me creáis hasta que haya regresado sano y salvo de visitar a mi paciente.
Allí los dejé, y seguí mi camino. No tardé en llegar al cobertizo. La puerta estaba entornada. Entré, y un rápido vistazo me bastó para saber que su antiguo ocupante había dejado ya este mundo. Yacía sobre un montón de paja, frío y rígido, y sus perniciosos efluvios impregnaban la estancia. Algunas manchas y marcas indicaban la virulencia del trastorno.
Yo no había visto hasta entonces a nadie que hubiera muerto víctima de la peste. Todas las mentes sentían horror por sus efectos, pero también una especie de fascinación que nos llevaba a empaparnos de la descripción de Defoe, así como de las ilustraciones magistrales del autor de Arthur Mervyn.51 Las imágenes impresas en ambas obras poseían tal viveza que parecíamos conocer por experiencia directa los efectos en ellas descritos. Pero, por más intensas que resultaran, por más que describieran la muerte y la desgracia de miles de personas, las sensaciones excitadas por las palabras eran frías comparadas con lo que yo sentí al contemplar el cadáver de aquel infeliz. En efecto, aquello era la peste. Alcé sus miembros rígidos y me fijé en su rictus desencajado, en los ojos pétreos, ciegos. El horror me helaba la sangre, me erizaba el vello, me hacía temblar. Presa de una demencia pasajera, hablé con el muerto:
-De modo que la peste te ha matado -susurré-. ¿Y cómo ha sido? ¿Has sentido dolor? Parece que el enemigo te hubiera sometido a tortura antes de asesinarte.
Y entonces, sin transición, salí precipitadamente del cobertizo antes de que la naturaleza revocara sus leyes y unas palabras inorgánicas brotadas de los labios del difunto pronunciaran una respuesta.
Al regresar al sendero vi a lo lejos al mismo grupo de paisanos que se habían cruzado en mi camino. Apenas me vieron se alejaron a toda prisa. Mi gesto agitado no hacía sino incrementar el miedo que sentían por tener que acercarse a alguien que había estado a punto de contagiarse.
Alejados de los hechos, solemos extraer conclusiones que parecen infalibles y que, sin embargo, sometidas al veredicto de la realidad, se desvanecen como sueños ficticios. Yo había ridiculizado los temores de los campesinos, pues se los suscitaban otros. Pero ahora que era yo su causante, me detuve. Sentía que había cruzado el Rubicón y consideraba adecuado reflexionar sobre qué debía hacer, hallándome ya en la otra orilla de la enfermedad y el peligro. Según la superstición vulgar, mi vestido, mi persona, el aire que respiraba, ya suponían un peligro mortal para mí y para los demás. ¿Debía regresar al castillo con mi esposa y mis hijos si cargaba con aquella mancha? Si me había infectado, sin duda no debía hacerlo. Pero estaba seguro de no haberme contagiado. En cualquier caso unas pocas horas bastarían para dilucidarlo, de modo que las pasaría en el bosque meditando sobre lo que iba a suceder, sobre cuáles debían ser mis acciones futuras. Ante la impactante visión de aquel muerto por la epidemia había olvidado los acontecimientos que tanta emoción me habían causado en Londres. Perspectivas nuevas, y más dolorosas, se mostraban gradualmente ante mí, libres de la neblina que hasta entonces las había velado. Ya no se trataba de saber si compartiría la labor de Adrian y su peligro, sino de determinar el modo en que, en Windsor y sus inmediaciones, podía recrear la prudencia y el celo que, bajo su gobierno, llevaban orden y abundancia a Londres, así como el mecanismo por el que, ahora que la peste se había propagado más, podría mantener la salud de mi familia.
Extendí mentalmente el mapa del mundo ante mí. En ningún punto de su superficie podía plantar un dedo y afirmar: «aquí me hallaría a salvo». Al sur la enfermedad, virulenta e intratable, casi había aniquilado la raza humana; las tormentas y las inundaciones, los vientos emponzoñados, la pérdida de las cosechas, elevaban grandemente el sufrimiento de las gentes. En el norte la situación era peor: la exigua población declinaba gradualmente y el hambre y la peste no daban tregua a los supervivientes, que, indefensos y débiles, se convertían en presas fáciles.
Me concentré entonces en Inglaterra. La vasta metrópoli, corazón de la poderosa Inglaterra, se hallaba exhausta. Todo escenario de la ambición o el placer se había esfumado; en las calles crecía la hierba, las casas estaban vacías. Los pocos que por necesidad seguían en ella parecían mostrar ya la marca inevitable de la enfermedad. En las grandes ciudades manufactureras la misma tragedia se había producido, a una escala, aunque menor, más desastrosa. En ellas no había un Adrian que supervisara y dirigiera y bandadas de pobres contraían la enfermedad y perecían.
Pero no íbamos a morir todos. En realidad, aunque diezmada, la raza del hombre perduraría, y con los años la gran plaga se convertiría en tema de asombro y estudio histórico. Sin duda aquella epidemia era inédita en cuanto a extensión, y por ello resultaba más necesario que nunca que tratáramos de frenar su avance. Antes esos mismos hombres salían por diversión a matarse a miles, a decenas de miles; pero ahora el hombre se había convertido en criatura escasa, preciada. La vida de uno solo valía más que los llamados tesoros de los reyes. Contemplad ese rostro pensante, esos miembros gráciles, esa frente majestuosa, ese mecanismo asombroso... El prototipo, el modelo de la mejor obra de Dios, no puede arrinconarse como una vasija rota. Perdurará, y sus hijos y los hijos de sus hijos llevarán el nombre y la forma del hombre hasta el fin de los tiempos.
Sobre todo debía ocuparme de aquéllos que la naturaleza y el destino me habían concedido para su custodia. Y, sin duda, si entre mis congéneres debía escoger a los que pudieran erigirse en ejemplos humanos de grandeza y bondad, no escogería sino a los unidos a mí por los lazos más sagrados. De toda la familia humana algunos miembros debían sobrevivir, y su supervivencia iba convertirse en mi misión; cumplirla a costa de mi vida era apenas un pequeño sacrificio. Así, allí en el castillo -en el castillo de Windsor, lugar de nacimiento de Idris y mis hijos- se hallaría la ensenada, el refugio de aquel tablón salvado del naufragio que era la sociedad humana. Su bosque sería nuestro mundo, su jardín nos proporcionaría sustento. Dentro de sus muros instauraría el reino de la salud. Yo era un descastado, un vagabundo, cuando Adrian arrojó sobre mí la red plateada del amor y la civilización, uniéndome inextricablemente a la caridad y la excelencia humanas. Yo era alguien que, aunque aspirante a la bondad y fervoroso amante de la sabiduría, todavía no me había enrolado en ninguna misión digna de mérito cuando Idris, de principesca cuna, personificación de todo lo que en una mujer había de divino; ella, que caminaba por la tierra como el sueño de un poeta, como diosa esculpida y dotada de sentidos, como santa pintada en un lienzo; ella, la más digna de valor, me escogió y se entregó a mí, regalo incalculable.
Durante varias horas seguí meditando de ese modo hasta que el hambre y la fatiga me devolvieron al presente, veteado ya por las sombras alargadas del sol poniente. Sin percatarme de ello había caminado en dirección a Bracknell, alejándome considerablemente de Windsor. La sensación de bienestar físico que me invadía me llevó a convencerme de que estaba libre de contagio. Recordé que Idris ignoraba mi paradero. Tal vez hubiera tenido noticia de mi regreso de Londres y de mi visita a Bolter’s Lock, y relacionando ésta con mi prolongada ausencia hubiera empezado a preocuparse enormemente. Regresé a Windsor por el Gran Paseo, y al acercarme a la población, camino del castillo, encontré a sus gentes en un estado de gran agitación y turbulencia.
«Es demasiado tarde para la ambición -afirma sir Thomas Browne-. No podemos albergar la esperanza de vivir con nuestros nombres tanto como algunos han vivido con sus personas; un rostro de Jano no guarda proporción con el otro.»52 A partir de este texto habían surgido muchos fanáticos que profetizaban que el fin del mundo estaba cerca. Renació el espíritu supersticioso del naufragio de nuestras esperanzas y peligrosas y desbocadas pantomimas se representaban en el gran teatro de la vida, mientras el negro futuro menguaba hasta casi desaparecer a ojos de los adivinos. Mujeres débiles de espíritu morían de temor escuchando sus vaticinios; hombres de complexión robusta y aparente entereza sucumbían a la idiotez y la demencia arrastrados por el miedo a la inminente eternidad. Uno de aquellos embaucadores derramaba con elocuencia su desesperación entre los habitantes de Windsor cuando yo llegué. La escena de aquella mañana y mi visita al muerto, ampliamente divulgada, habían alarmado a los paisanos, convertidos en instrumentos que aquel loco pulsaba a su antojo.
El pobre desgraciado había perdido a su joven mujer y a su bebé por culpa de la peste. Era mecánico e, incapaz de acudir al trabajo con el que cubría sus necesidades, el hambre se había sumado a sus demás miserias. Abandonó el cuarto que daba cobijo a su esposa e hijo -que ya no eran su esposa y su hijo, sino «tierra muerta sobre la tierra»-,53 y presa del hambre, el temor y la pena, su imaginación enfermiza le hizo creer que era un enviado de los cielos para predicar el fin de los tiempos en el mundo. Entraba en las iglesias y, ante las congregaciones, predecía su pronto traslado a las criptas subterráneas. Aparecía en los teatros como el espíritu olvidado del tiempo e instaba al público a regresar a casa y morir. Lo habían detenido y encerrado, pero había logrado escapar y, en su huida de Londres pasaba por los pueblos vecinos y, con gestos frenéticos y palabras electrizantes, descubría los temores ocultos de todos y daba voz a los pensamientos sordos que nadie se atrevía a formular. Ahora, bajo la logia del ayuntamiento de Windsor, encaramado a la escalinata, arengaba a la temblorosa multitud.
-Escuchad, vosotros, habitantes de la tierra -exclamó-, escuchad al cielo que todo lo ve y que es inclemente. Y escucha también tú, corazón arrastrado por la tempestad, que respiras estas palabras pero te desvaneces bajo su significado: ¡la muerte habita entre nosotros! La tierra es hermosa y está tapizada de flores, pero es nuestro sepulcro. Las nubes del cielo lloran por nosotros, las estrellas son nuestras antorchas fúnebres. Hombres de pelo cano, esperáis gozar de unos años más en vuestra conocida morada, mas ya vence el contrato, debéis desalojarla; niños, vosotros no alcanzaréis la madurez, ahora mismo cavan ya vuestros pequeñas tumbas; madres, aferraos a ellos y una sola muerte os abrazará a los dos.
Temblando, extendió las manos, los ojos vueltos hacia el cielo y tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las órbitas, como si siguiera el movimiento aéreo de unas figuras que a nosotros nos resultaban invisibles.
-Ahí están -prosiguió -. ¡Los muertos! Se alzan cubiertos con sus sudarios, avanzan en callada procesión hacia la lejana tierra de su condenación. Sus labios, vacíos de sangre, no se mueven, y siguen avanzando. Ya venimos -exclamó, dando un respingo-, pues ¿para qué habríamos de esperar más? Daos prisa, amigos míos, vestíos en el pasillo de la muerte. La peste os conducirá hasta su presencia. ¿Por qué aguardar tanto? Ellos, los buenos, los sabios, los más queridos, se fueron antes. Madres, dad vuestros últimos besos; esposos, que ya no sois protectores de nada, guiad a los compañeros de vuestros muertos. ¡Venid! ¡Venid mientras los seres queridos aún son visibles, pues pronto habrán pasado de largo y ya nunca podréis reuniros con ellos!
Tras éxtasis como aquél, se sumía de pronto en un recogimiento en el que, con palabras comedidas pero terroríficas, pintaba los horrores de nuestro tiempo: con gran profusión de detalles describía los efectos de la peste en los cuerpos y relataba casos desgarradores de familiares separados por la muerte -el sollozo desesperado sobre el lecho de muerte de los seres más queridos- con tal realismo que arrancaba el llanto y los gritos de la multitud. Un hombre, apostado en las primeras filas, observaba fijamente al profeta con la boca abierta, los miembros agarrotados, el rostro una sucesión de todos los colores -amarillo, azul, verde- del miedo. El loco vio que lo miraba y le clavó la vista, como la serpiente de cascabel que atrae a su víctima temblorosa hasta que se abalanza sobre ella con las fauces abiertas. Hizo una pausa, se irguió más. Su semblante irradiaba autoridad. Seguía observando al campesino, que había empezado a temblar pero no dejaba de mirarlo. Juntaba a intervalos las rodillas y le castañeteaban los dientes, hasta que en determinado momento cayó al suelo, presa de convulsiones.
-Este hombre tiene la peste -declaró el loco sin inmutarse. Un alarido brotó de los labios de aquel pobre desgraciado, que acto seguido quedó inmóvil. Todos los allí presentes comprendieron que estaba muerto.
Gritos de horror inundaron el lugar; todo el mundo trataba de escapar, y en cuestión de minutos el espacio destinado a mercado quedó desierto. El cadáver yacía en el suelo, y el visionario, sosegado y exhausto, se sentó junto a él y apoyó la mano en su mejilla hundida. Al poco aparecieron unos hombres, a quienes los magistrados habían encomendado la retirada del cadáver. El loco, creyendo que eran carceleros, huyó precipitadamente, mientras yo seguía mi camino en dirección al castillo.
La muerte, cruel e implacable, había traspasado ya sus muros. Una vieja criada, que había cuidado a Idris de niña y vivía con nosotros más como familiar reverenciada que como doméstica, había acudido días antes a visitar a una hija casada que vivía en las inmediaciones de Londres. La noche de su regreso enfermó de peste. Idris había heredado algunos rasgos del carácter altivo e inflexible de la condesa de Windsor. Aquella buena mujer había sido para ella como una madre, y sus lagunas de educación y conocimiento, que la convertían en un ser humilde e indefenso, nos la hacían más querida y la favorita de los niños. Así, a mi llegada -y no exagero- encontré a mi amada esposa enloquecida por el miedo y la tristeza. Desesperada, no se separaba del lado de la enferma, a la que no tranquilizaba ver a los pequeños, pues temía infectarlos. Mi llegada fue como el avistamiento de la luz de un faro para unos navegantes que trataran de sortear un peligroso cabo. Idris compartió conmigo sus terribles dudas y, fiándose de mi juicio, se sintió confortada por mi participación en su dolor. Pero el aya no tardó en expirar, y a la angustia de mi amada por la incertidumbre le siguió un hondo pesar, que, aunque más doloroso al principio, sucumbía más fácilmente a mis intentos de consolarla. El sueño, bálsamo soberano, consiguió sumergir sus ojos llorosos en el olvido.
Idris dormía. La quietud invadía el castillo, cuyos habitantes habían sido conminados a reposar. Yo estaba despierto, y durante las largas horas de aquella noche muerta, mis pensamientos rodaban en mi cerebro como diez mil molinos rápidos, agudos, indomables. Todos dormían -toda Inglaterra dormía-; y desde mi ventana, ante la visión del campo iluminado por las estrellas, vi que la tierra se extendía plácida, reposada. Yo estaba despierto, vivo, mientras el hermano de la muerte se apoderaba de mi raza. ¿Y si la más poderosa de aquellas deidades fraternales dominara a la otra? En verdad, y por paradójico que resulte, el silencio de la noche atronaba en mis oídos. La soledad me resultaba intolerable. Posé la mano sobre el corazón palpitante de Idris y acerqué el oído a su boca para sentir su aliento y cerciorarme de que seguía existiendo. Dudé un instante si debía despertarla, pues un terror femenino invadía todo mi cuerpo. ¡Gran Dios! ¿Habrá de ser así algún día? ¿Algún día todo, salvo yo mismo, se extinguirá, y vagaré solo por la tierra? ¿Han sido éstas voces de aviso, cuyo sentido inarticulado y premonitorio debe hacerme creer?
Y sin embargo
voces de aviso yo no las llamaría
que sólo lo inevitable nos anuncian.
Como el sol, antes del alba,
pinta a veces su imagen en el cielo,
también así, a menudo,
antes de los sucesos importantes
los espectros de éstos aparecen,
y en el hoy
ya camina el mañana.54