CAPÍTULO IX
Así de tristes y desordenados eran los pensamientos de mi pobre hermana cuando en ella se disipó toda duda de la infidelidad de Raymond. Sus virtudes y sus defectos se aliaron para que el golpe recibido fuera incurable. El afecto que profesaba por mí, su hermano, por Adrian y por Idris estaba sujeto, en realidad, a la pasión que dominaba su corazón: incluso su ternura maternal tomaba prestada la mitad de sus fuerzas de la dicha que sentía al recrear los rasgos y la expresión de Raymond en el semblante de su hija. Durante su infancia había sido reservada e incluso seria, pero el amor había suavizado las asperezas de su carácter, y su unión con Raymond había hecho que afloraran sus talentos y afectos. Ahora, traicionados unos y perdidos los otros, en cierto sentido retornó a su disposición anterior. El orgullo concentrado de su naturaleza, olvidado durante su sueño de felicidad, salió de su letargo, y con él lo hicieron los colmillos viperinos que llevaba clavados en el corazón. La humildad de su espíritu potenciaba la fuerza del veneno; la estima que sentía por sí misma aumentó mientras se vio distinguida con el amor de su hombre; pero ¿qué valía ahora que él la había apartado de sus preferencias? Se había ufanado de haberlo ganado para sí, y de mantenerlo, pero ahora otra se lo había arrebatado, y su confianza en sí misma se había enfriado más que un carbón empapado de agua.
Nosotros, en nuestro retiro, nos mantuvimos durante largo tiempo ignorantes de su desgracia. Poco después de la fiesta pidió que le mandaran a su hijita, y luego pareció olvidarnos. Adrian observó un cambio en ella durante una visita posterior. Pero no supo concretar su alcance ni adivinar sus causas. Marido y mujer seguían apareciendo juntos en público y vivían bajo el mismo techo. Raymond se mostraba cortés, como siempre, aunque en ocasiones aflorara una altivez repentina o cierta brusquedad en sus maneras, que desconcertó a su buen amigo. Nada parecía nublar su frente, pero una vaga desidia habitaba sus labios y cierta aspereza asomaba a su voz. Perdita era todo amabilidad y atenciones para con su señor, pero apenas hablaba y se mostraba triste. Había adelgazado, se la veía pálida y con frecuencia los ojos se le llenaban de lágrimas. A veces observaba a Raymond como diciéndole: «¿Por qué tiene que ser así?» En otras ocasiones su semblante expresaba: «Seguiré haciendo todo lo que esté en mi mano para hacerte feliz». Pero Adrian leía a ciegas el carácter reflejado en su rostro, y podía equivocarse. Clara siempre la acompañaba, y parecía sentirse más cómoda cuando, en algún rincón apartado, podía sentarse sosteniendo la mano de su hija, callada y solitaria. A pesar de todo, Adrian no fue capaz de adivinar la verdad. Les invitó a visitarlos en Windsor, y ellos prometieron hacerlo durante el mes siguiente.
A su llegada se adelantó el mes de mayo, que pobló de hojas los árboles del bosque y los senderos de miles de flores. Supimos de su visita con un día de antelación, y a la mañana siguiente, muy temprano, Perdita llegó acompañada de su hija. Raymond no tardaría en reunirse con ellos, nos dijo; algunos asuntos lo habían retenido. Por lo que Adrian nos había explicado esperaba hallarla triste, pero, por el contrario, llegó con el mejor de los ánimos. Era cierto que había perdido peso, y que su mirada parecía algo perdida, y sus mejillas algo más hundidas, aunque teñidas de un resplandor brillante. Se mostró encantada de vernos. Acarició a nuestros hijos y se maravilló ante lo mucho que habían crecido y aprendido. Clara también se alegró de encontrarse de nuevo con su joven amigo, Alfred. Jugamos a mil cosas con ellos, y Perdita participó de buena gana. Nos transmitía su alegría, y mientras nos divertíamos en la terraza del castillo, se habría dicho que no era posible reunir grupo más alegre.
-Esto es mucho mejor, mamá -dijo Clara- que vivir en ese horrible Londres, donde tantas veces lloras, donde nunca ríes como ahora...
-Calla, tontita -replicó su madre-, y recuerda que todo el que mencione Londres será castigado con una hora en Coventry.
Raymond llegó poco después. No se sumó, como de costumbre, a nuestro espíritu festivo, y trabó conversación con Adrian y conmigo; gradualmente fuimos separándonos de nuestras compañeras. Finalmente, sólo Idris y Perdita se quedaron con los niños. Raymond nos habló de sus nuevos edificios, de su plan para mejorar la educación de los pobres. Como de costumbre, Adrian y yo empezamos a discutir, y el tiempo fue transcurriendo sin que nos diéramos cuenta.
Volvimos a reunirnos por la tarde. Perdita insistió en que tocáramos algo de música. Dijo que quería ofrecernos una muestra de sus nuevos talentos, pues desde que vivía en Londres se había aplicado en su estudio, y cantaba, no con gran potencia, pero sí con dulzura. No nos permitió que seleccionáramos para ella melodías que no fueran alegres. De modo que recurrimos a todas las óperas de Mozart, de las que escogimos las arias más divertidas. Entre muchos otros atributos, la música de Mozart posee, más que ninguna otra, la apariencia de nacer del corazón; accedes a las pasiones que él expresa y te transporta hasta el dolor, la dicha, la ira o la confusión, de acuerdo con lo que él, maestro de nuestra alma, decida inspirarnos. Por un tiempo el espíritu de la hilaridad se mantuvo en lo más alto. Pero al fin Perdita se retiró del piano, pues Raymond se había sumado al trío de «Taci ingiusto core», de Don Giovanni, cuya condescendiente súplica él suavizó hasta hacerla tierna, y llenó su corazón de los recuerdos de un pasado que ya no existía. Era la misma voz, el mismo tono, los mismos sonidos y palabras que tantas veces, antes, él le había dedicado como homenaje de amor por ella. Pero ya no era así. Y la armonía del sonido, en discordancia con lo que expresaba, la llenó de pesar y desesperación. Poco después, Idris, que tocaba el arpa, atacó la apasionada y triste aria de Fígaro «Porgi, amor, qualche ristoro», en que la condesa, abandonada, lamenta el cambio del infiel Almaviva. En ella se expresa un alma tierna, doliente, y la dulce voz de Idris, sostenida sobre los acordes sentimentales de su instrumento, añadía emoción a las palabras. Durante la súplica con que, llena de patetismo, ésta concluye, un sollozo ahogado nos hizo volver la vista hacia Perdita. Los últimos compases la hicieron volver en sí, y abandonó a toda prisa la sala.
Fui tras ella. En un primer momento pareció que quería estar sola, pero ante mi insistencia sincera, acabó cediendo, se arrojó a mis brazos y exclamó:
-Una vez más, una vez más sobre tu pecho amigo, mi amado hermano, puede Perdita, la perdida, verter sus penas. Me he impuesto a mí misma la ley del silencio, y la he mantenido durante meses. Ahora mismo me equivoco al llorar, y me equivoco aún más al poner palabras a mi dolor. ¡No hablaré! Ha de bastarte con saber que soy desgraciada, ha de bastarte con saber que el velo de vida que llevo pintado es falso, que me hallo siempre envuelta en oscuridad y tinieblas, que soy hermana de la pena, y compañera del lamento.
Traté de consolarla. No le pregunté nada más y me limité a acariciarla, a transmitirle el más profundo de mis afectos y mi más sincero interés por los cambios de su fortuna.
-Palabras amables -exclamó ella entre lágrimas-, expresiones de amor que regresan a mis oídos como los sonidos de una música olvidada que en otro tiempo amé. Sé que son inútiles, inútiles del todo en su intento de aliviarme o consolarme. Querido Lionel: no puedes imaginar lo mucho que he sufrido en estos largos meses. Por mis lecturas he sabido de las plañideras de la antigüedad, que se cubrían con tela de saco, se arrojaban polvo sobre la cabeza, comían el pan mezclado con cenizas y moraban en lo alto de montañas desoladas, reprochando al cielo y a la tierra sus desgracias. Pues ése es el único lujo de la pena, poder ir de día en día acumulando extravagancias, recrearse en la parafernalia de las miserias, unirse a todos los complementos de la desesperación. ¡Ah! Debo ocultar para siempre la desdicha que me consume. Debo tejer un velo de cegadora falsedad para ocultar mi pena a ojos vulgares, serenar el gesto, pintarme los labios con sonrisas engañosas... Ni siquiera estando sola me atrevo a pensar en lo extraviada que me hallo, por miedo a enloquecer y delatarme.
Las lágrimas y la agitación de mi pobre hermana hacían imposible que volviera con el resto, de modo que la convencí para que me dejara llevarla a los jardines. Mientras paseábamos por ellos, la persuadí para que me relatara su desgracia, con el argumento de que así aliviaría algo su pesada carga y de que, si existía algún remedio para su mal, podríamos encontrarlo y administrárselo.
Habían transcurrido varias semanas desde la fiesta de aniversario y ella no había logrado serenar su mente ni someter sus pensamientos al curso normal. En ocasiones se reprochaba a sí misma tomarse tan a pecho lo que muchos considerarían un mal imaginario. Pero aquel asunto no correspondía a la razón e, ignorante como era de los motivos y de la verdadera conducta de Raymond, las cosas para ella adquirían un aspecto aún peor que el que la realidad le mostraba. Su esposo apenas permanecía en palacio, y sólo lo hacía cuando el cumplimiento de sus deberes públicos le aseguraba que no habría de quedarse a solas con Perdita. Casi nunca se dirigían la palabra, evitando darse explicaciones, temiendo ambos cualquier justificación del otro. Sin embargo, de pronto las maneras de Raymond cambiaron. Parecía propiciar ocasiones para mostrarse de nuevo amable, y buscaba recobrar la intimidad. Su amor por ella parecía volver a fluir. No conseguía olvidar la devoción que había sentido por la mujer a la que había convertido en santuario y depósito en el que guardaba todas sus ideas, todos sus sentimientos. La vergüenza parecía retenerlo, y sin embargo era evidente que deseaba renovar su confianza y afecto. Desde que Perdita se había recuperado lo bastante como para trazar un plan de acción, ideó uno que entonces se dispuso a poner en práctica. Recibía amablemente aquellas muestras de amor y no rehuía su compañía. Pero se empeñaba en alzar una barrera que impedía una relación familiar o una discusión dolorosa, y Raymond, avergonzado y orgulloso a partes iguales, no lograba vencerla. Gradualmente él empezó a dar muestras de ira e impaciencia, y Perdita comprendió que no podía mantener el sistema que había adoptado. Debía darle alguna explicación, y como no reunía el valor para hablarle, le escribió esto:
Te ruego que leas esta carta con paciencia. No contiene ningún reproche. Pues sin duda el reproche es una palabra vana. ¿Qué habría de reprocharte?
Permíteme que trate de explicarte algo de mis sentimientos, pues si no lo hago, los dos avanzamos a tientas en la oscuridad, confundiéndonos, errando en el sendero que tal vez conduzca a uno de nosotros, al menos, hacia un modo de vida más deseable que el que ambos hemos seguido en estas últimas semanas.
Te he amado -te amo-, y ni la ira ni el orgullo me dictan estas líneas, sino un sentimiento que va más allá de ellos, que es más profundo y más inalterable que ellos. Mis afectos están heridos y veo imposible su curación. Cesa en tu vano empeño, si es a eso a lo que tiende. ¡El perdón! ¡El regreso! ¡Palabras vanas! Perdono el dolor que sufro, pero el sendero recorrido no puede volver a recorrerse.
El afecto común puede haberse satisfecho con los usos comunes. Yo creía que tú sabías leer en mi corazón y que sabías de su devoción, de su inalienable fidelidad hacia ti. Nunca he amado a ningún otro hombre. Tu llegaste a mí convertido en la personificación de mis sueños más deseados. El elogio de los hombres, el poder y las más altas aspiraciones te aguardaban en tu carrera. El amor que sentía por ti bañaba mi mundo de luces encantadas. Ya no caminaba sobre la tierra, la madre tierra común, que sólo proporciona la repetición manida y rancia de objetos y circunstancias que son viejas y gastadas. Yo vivía en un templo glorificado por la más intensa sensación de devoción y entrega. Como un ser consagrado caminaba contemplando sólo tu poder, tu excelencia.
Pues, oh, como mi juventud, te hallabas junto a mí
transformando mi realidad en sueño
revistiendo lo palpable y familiar
con el dorado aliento del alba.23
«Mi vida se ha marchitado», no existe día en esta noche perpetua. Al sol poniente de este amor no le sigue sol naciente. En aquellos días el resto del mundo no era nada para mí. Jamás consideré a los demás hombres, ni me fijé en lo que eran. Ni te veía como a uno de ellos. Separado de ellos, exaltado en mi corazón, poseedor único de mis afectos, objeto exclusivo de mis esperanzas, la mejor mitad de mí misma.
¡Ah, Raymond! ¿No éramos felices? ¿Brillaba el sol sobre alguien que gozara de su luz con dicha más pura y más intensa? No fue, no es, de una infidelidad ordinaria de lo que me lamento. Es de la desunión de un todo que no tenía partes. Es de la despreocupación con que te has despojado del manto de divinidad con que a mis ojos te hallabas investido, y te has convertido en uno entre tantos. No sueñes siquiera con alterar esto. ¿Acaso no es el amor una divinidad, pues es inmortal? ¿Acaso no me veía yo santificada, incluso ante mí misma, porque este amor había escogido mi corazón por templo? Yo te he contemplado mientras dormías, me he emocionado hasta las lágrimas al pensar que todo lo que poseía yacía acurrucado en aquellos rasgos idealizados pero mortales que aparecían ante mí. E incluso entonces reprimía mis crecientes temores con una idea: no he de temer la muerte, pues las emociones que nos unen deben ser inmortales.
Y ahora no temo la muerte. Cerraré con gusto los ojos y no volveré a abrirlos más. Más sí la temo, como siento temor de todo, pues en cualquier estado del ser encadenado a este recuerdo, la felicidad no ha de regresar. Incluso en el paraíso debo sentir que tu amor era menos duradero que los latidos mortales de mi frágil corazón, cuyos mazazos golpean con fuerza.
La nota fúnebre del amor
bien enterrado, sin resurrección.24
No, no, miserable de mí. ¡Para el amor extinto no hay resurrección! Y sin embargo te amo. Y sin embargo, y por siempre, contribuiré con todo lo que tengo para lograr tu bien. Por las habladurías. Por el bien de mi... de nuestra hija, me quedaría a tu lado, Raymond, compartiría tu suerte, formaría parte de tu consejo. ¿Ha de ser así? Ya no somos amantes, ni puedo considerarme amiga tuya ni de nadie pues, perdida como estoy, no tengo tiempo más que para mi desgracia. Pero me complacerá verte todos los días. Oír que la voz pública te alaba, ser testigo del amor paternal que prodigas a nuestra niña, oír tu voz, saber que me hallo cerca de ti, aunque ya no seas mío.
Si deseas romper las cadenas que nos unen, dilo y así se hará. Yo cargaré con las culpas de la insensibilidad y la crueldad a ojos del mundo.
Pero, como ya he dicho, hallaré placer, al menos por el momento, viviendo contigo bajo el mismo techo. Cuando la fiebre de mi juventud se apague, cuando la edad plácida aplaque al buitre que me devora, tal vez regrese la amistad, ya muertos el amor y la esperanza. ¿Podrá ser cierto? ¿Podrá mi alma, inextricablemente unida a este cuerpo perecedero, aletargarse y enfriarse a medida que este mecanismo sensible pierda su elasticidad juvenil? Entonces, con ojos apagados, canas en el pelo y la frente arrugada, aunque ahora las palabras suenen huecas y carentes de sentido, entonces, tambaleándome al borde de mi tumba tal vez vuelva a ser... tu amiga sincera y cariñosa.
Perdita
La respuesta de Raymond fue breve. ¿Qué respuesta podía dar a sus quejas, a los lamentos en los que celosamente se recreaba, excluyendo toda posibilidad de reparación? «A pesar de tu amarga carta -le escribió-, pues así debo llamarla, eres la persona más importante de mi estimación, y es tu felicidad la que principalmente me mueve. Haz lo que estimes mejor para ti. Y si recibes más gratificación con un modo de vida que con otro, no permitas que yo suponga ningún obstáculo. Preveo que el plan que describes en tu carta no durará mucho. Pero eres dueña de ti misma, y es mi más sincero deseo contribuir, hasta donde tú me permitas, a tu felicidad.»
-Raymond ha sido buen profeta -dijo Perdita-, pues ah, así ha de ser. La vida que llevamos no puede durar mucho, aunque no seré yo la que proponga alterarla. Él ve en mí a alguien a quien ha herido de muerte. Y yo no extraigo ninguna esperanza de su amabilidad. Ni la mejor de sus intenciones bastaría para hacer posible un cambio. Así como Cleopatra se hubiera podido adornar con el vinagre que contenía su perla en él disuelta, así yo me conformaré con el amor que Raymond puede ofrecerme.
Admito que yo no veía su infortunio con sus mismos ojos. Creía firmemente que la herida podía sanar y que, si seguían juntos, así acabaría siendo. Por tanto, traté de aliviar y suavizar su mente, aunque tras múltiples intentos desistí de esa tarea imposible. Perdita me escuchó con impaciencia y me respondió con cierta aspereza.
-¿Crees que alguno de tus argumentos me es nuevo? ¿O que mis fervientes deseos y mi intensa angustia no me los han sugerido todos mil veces, con más convicción y sutileza de las que tú puedes poner en ellos? Lionel, tú no puedes entender qué es el amor de una mujer. En los días felices me repetía con frecuencia, con corazón agradecido y espíritu exaltado, que Raymond lo había sacrificado todo por mí. Yo era una muchacha pobre, sin educación, sin amigos, una montañesa a la que él había sacado de la nada. Todos los lujos de la vida que poseía, los poseía gracias a él. Él me dio un nombre ilustre y una noble posición. El respeto que me tenía el mundo nacía de su gloria. Y todo ello, sumado a su amor infatigable, me inspiraba por él unas sensaciones tan intensas como las que sentimos por quien nos ha dado la vida. Yo sólo le daba amor. Me entregué a él con devoción. Imperfecta como era, me esforcé en la tarea de llegar a ser digna de él. Moderé mi humor cambiante, controlé la impaciencia de mi carácter, eduqué mis pensamientos egocéntricos, formándome hasta alcanzar la mayor perfección de que era capaz, para que el fruto de mis esfuerzos le hiciera feliz. No me atribuyo ningún mérito en ello, pues todo el mérito es suyo; todo el esfuerzo, toda la devoción, todo el sacrificio. Yo habría escalado unos inescalables Alpes para coger una flor que le gustara; estaba dispuesta a abandonaros a todos vosotros, mis amados y excepcionales compañeros, y a vivir por y para él. No podía ser de otro modo, aunque yo misma lo hubiera querido, porque si se afirma que tenemos dos almas, él era la mejor de las dos que yo poseía, y la otra era su eterna esclava. Sólo una cosa me debía, a cambio. Una fidelidad recíproca. Me la había ganado, la merecía. Por haber nacido en las montañas, sin relación con los nobles y los ricos, ¿cree que puede pagarme degradando mi nombre y condición? Que se quede ambas, pues sin su amor no son nada para mí. A mis ojos, su único valor era que le pertenecían.
Perdita siguió hablando con la misma pasión. Cuando planteé su posible separación definitiva, ella respondió:
-¡Que así sea! Algún día llegará ese momento. Lo sé, lo siento. Pero en esto soy cobarde. Esta relación imperfecta, esta farsa que es nuestra unión, me resulta extrañamente querida. Admito que me resulta dolorosa, destructiva, impracticable. Contagia mis venas de una fiebre constante; hurga en mi herida incurable; destila veneno. Y sin embargo debo aferrarme a ella. Tal vez me mate pronto, y así me brinde un último servicio.
Entretanto Raymond se había quedado con Adrian e Idris. Su franqueza natural, unida a lo prolongado de mi ausencia y la de Perdita, le llevaron a buscar alivio a la tensión de los últimos meses en la confidencia compartida con sus dos amigos. Les relató la situación en que había hallado a Evadne. Al principio, por consideración hacia Adrian, les ocultó su nombre, que de todos modos reveló en el transcurso de su relato. Quien fue su enamorado escuchó con gran agitación la historia de sus sufrimientos. En su día, Idris había compartido con Perdita su mala opinión sobre la griega. Pero las explicaciones de Raymond la suavizaron, y se interesó por su suerte. La constancia de Evadne, su fortaleza, incluso su amor no correspondido, eran motivo de admiración y lástima. Y más cuando, según lo sucedido el diecinueve de octubre, parecía claro que la joven prefería el sufrimiento y la muerte a la degradación que, a sus ojos, le supondría recurrir a la conmiseración y la ayuda de su amado. Su comportamiento posterior no podía sino causar un aumento de ese interés por su persona. Al principio, liberada del hambre y de la muerte, cuidada por Raymond con gran tesón y dulzura, imbuida de esa sensación de serenidad que da la convalecencia, Evadne se dejó arrastrar por el amor y el agradecimiento extático. Pero con la salud regresó el juicio: le preguntó por los motivos que habían causado su prolongada ausencia. Planteaba sus dudas con sutileza griega y llegó a sus conclusiones con la decisión y la firmeza que eran propias de su carácter. No imaginaba que la brecha que había abierto entre Raymond y Perdita era ya insalvable, pero sabía que, si las cosas seguían como estaban, se ensancharía cada vez más, y que la felicidad de su amado se destruiría, desgarrada por las zarpas del remordimiento. Desde el instante mismo en que vislumbró el camino correcto que debía seguir, decidió emprenderlo y alejarse de Raymond para siempre. Sus pasiones conflictivas, su amor largamente esperado, la decepción que ella misma se infligía, le hacían contemplar la muerte como el único refugio contra sus desdichas. Pero los mismos sentimientos y opiniones que antes la habían reprimido, actuaban ahora con fuerza redoblada. Pues sabía que la conciencia de que había sido él el causante de su muerte le perseguiría toda la vida, envenenando toda alegría, nublando toda posibilidad de futuro. Además, aunque la intensidad de su angustia le hacía odiar la vida, todavía no había causado en ella esa sensación monótona, letárgica, de tristeza perpetua que es la que, en gran medida, lleva al suicidio. Su presencia de ánimo la empujaba a seguir combatiendo contra los infortunios de la vida, e incluso los relativos al amor no correspondido se presentaban más como adversario a batir que como victorias a las que debía someterse. Además contaba con el recuerdo de muestras de ternura, sonrisas, palabras e incluso lágrimas con las que consolarse, pues aunque las recordaría con pena y dolor, las prefería al olvido con que las cubriría la tumba. Era imposible adivinar qué planeaba. La carta que escribió a Raymond no revelaba nada al respecto; en ella le aseguraba que no tenía intención de abandonar este mundo y le prometía perseverar para, tal vez, algún día presentarse ante él en un estado más digno de ella. Y concluía, recurriendo a la elocuencia de la desesperación y el amor inalterable, despidiéndose de él para siempre.
Ahora Adrian e Idris quedaban al corriente de todas aquellas circunstancias. Raymond lamentaba el inconsciente daño que había infligido a Perdita. Y declaró que, a pesar de la dureza, de la frialdad de su esposa, seguía queriéndola. Ya en una ocasión se había mostrado dispuesto, con la humildad de un penitente, con el deber de un vasallo, a rendirse a ella, a abandonar el alma misma a su tutela, a convertirse en su pupilo, su esclavo, su lacayo. Ella había rechazado aquellas aproximaciones, y el tiempo de aquella absoluta sumisión, que debe basarse en el amor y alimentarse de él, había pasado. A pesar de ello, sus deseos y esfuerzos los orientaba a que ella alcanzara la paz, y su principal inquietud nacía de sentir que se empeñaba en vano. Si ella seguía manteniéndose inflexible en el comportamiento que demostraba, deberían separarse. La combinaciones y posibilidades de la absurda relación que mantenían lo estaban llevando a la locura. Con todo, no pensaba proponer él la separación. Lo atormentaba el miedo de causar la muerte a cualquiera de las personas implicadas en aquellos hechos; y no se decidía a dirigir el curso de los acontecimientos, no fuera a suceder que, ignorante de la tierra que atravesaba, condujera a la ruina a quienes le acompañaban en el viaje.
Tras aquellas explicaciones, que se demoraron durante varias horas, se despidió de sus amigos y regresó a la ciudad, pues no deseaba reunirse con Perdita en nuestra presencia, consciente, como nosotros, de las ideas que ocuparían las mentes de ambos. Perdita se mostró dispuesta a seguirle, acompañada de su hija. Idris trató de convencerla para que se quedara. Mi pobre hermana observaba con aprensión a su consejera. Sabía que Raymond había conversado con ella. ¿Le habría instigado él a hacer aquella petición? ¿Iba a ser aquél el preludio de su separación definitiva? Ya he escrito que los defectos de su carácter despertaron y adquirieron nuevo vigor a causa de la posición nada natural en que se encontraba. La invitación de Idris suscitaba sus sospechas. Me abrazó, como si también estuviera a punto de verse privada de mi afecto. Diciéndome que yo era algo más que su hermano, que era su único amigo, su última esperanza, me rogó con gran patetismo que no dejara de quererla, y con creciente angustia partió hacia Londres, el escenario y la causa de todas sus desgracias.
Las escenas que siguieron la convencieron de que no había alcanzado aún el fondo del abismo insondable en que había caído. Su infelicidad adoptaba nuevas formas cada día. Y cada día algún hecho inesperado parecía culminar la sucesión de calamidades que se cernían sobre ella, aunque éstas en realidad seguían produciéndose.
La pasión más destacada del alma de Raymond era la ambición. La rapidez de su talento, su capacidad para adivinar y encabezar las disposiciones de los hombres, el deseo sincero de destacar eran instigador y alimento de aquella ambición. Pero otros ingredientes se mezclaban con éstos, y le impedían convertirse en la persona calculadora y decidida que conforma al héroe de éxito. Era obstinado sin ser firme; benevolente en sus primeros pasos; duro e implacable cuando se lo provocaba. Y sobre todo carecía de remordimientos y no cedía en la persecución de cualquier objeto de su deseo, aunque fuera indigno. El amor por el placer y los estímulos voluptuosos de la naturaleza constituían una parte prominente de su carácter y conquistaban al conquistador, reteniéndolo en el momento mismo en que había de alcanzar su objetivo, retirándole la red de su ambición, haciéndole olvidar el esfuerzo de semanas por culpa de un momento de indulgencia, de entrega al nuevo objeto de sus deseos. Obedeciendo a esos impulsos se había casado con Perdita; alimentándose de ellos, se había visto convertido en amante de Evadne. Y ahora las había perdido a las dos. Carecía del consuelo que proporciona la renuncia asumida y que nace de la constancia, y también de la sensación voluptuosa de entrega a la pasión prohibida pero embriagadora. Su corazón había quedado exhausto tras los recientes acontecimientos, y sentía destruido su goce de la vida por el resentimiento de Perdita y la huida de Evadne. La inflexibilidad de aquélla grabó el último sello sobre la aniquilación de sus esperanzas. Mientras su desunión se había mantenido en secreto, albergaba el sueño de despertar de nuevo la antigua ternura en su pecho. Pero ahora que todos estábamos al corriente de lo sucedido y de que Perdita, tras declarar sus intenciones a otros, en cierto modo se comprometía a mantenerlas, renunció a la idea de la reconciliación y persiguió sólo -ya que era incapaz de persuadirla para que cambiara- conformarse con el mantenimiento de aquel estado de cosas. Hizo votos contra el amor y su sucesión de luchas, desengaños y remordimientos, y en el mero goce sensual buscó el remedio a los caminos injuriosos de la pasión.
El embrutecimiento del carácter es la consecuencia de tales tendencias. Y sin embargo, en su caso no habría sobresalido con tanta inmediatez si Raymond hubiera seguido aplicándose en la ejecución de sus planes para el beneficio público y en cumplimiento de sus deberes de Protector. Pero, extremo en todo, entregado a las impresiones más inmediatas, se zambulló con ahínco en su nueva búsqueda de placeres y se entregó a las incongruentes intimidades ocasionadas por ella sin previsión ni reflexión alguna. La cámara del consejo quedó desierta; las multitudes que acudían a él en tanto que agentes de sus varios proyectos eran ignoradas. Las fiestas, e incluso el libertinaje, estaban a la orden del día.
Perdita asistía con espanto al creciente desorden. Durante un tiempo le pareció que podría detener el torrente, que Raymond atendería a sus razones. ¡Vana esperanza! Los tiempos de su influencia habían quedado atrás. La escuchó con altivez, le replicó desdeñoso y, si en algo logró despertar su conciencia, fue precisamente para empujarlo más aún al desorden con que trataba de olvidar los zarpazos del remordimiento. Con su determinación natural, Perdita trató entonces de suplantar su puesto. Su unión aparente había de permitirle hacer mucho. Pero a fin de cuentas ninguna mujer podía aportar el remedio a la creciente negligencia del Protector, un protector que, al parecer sumido en un paroxismo de demencia, despreciaba toda ceremonia, todo orden, todo deber, y se entregaba a la vida licenciosa.
Noticias de aquel proceder extraño llegaron a nuestros oídos, y dudábamos sobre qué método adoptar para devolver a nuestro amigo a sí mismo y al país cuando Perdita vino a vernos. Nos detalló el deterioro de su conducta y nos suplicó a Adrian y a mí que nos trasladáramos a Londres y tratáramos de poner remedio al creciente mal.
-Decidle -nos rogó- decidle a lord Raymond que mi presencia no le molestará más. Que no debe entregarse más a esa disipación destructiva para causarme disgusto y conseguir que lo abandone. Ha logrado su propósito: no volverá a verme más. Pero dejadme, es lo último que os pido, dejadme que busque justificar la decisión que tomé en mi juventud en las alabanzas de sus conciudadanos y en la prosperidad de Inglaterra.
Mientras nos dirigíamos a la ciudad, Adrian y yo conversamos y discutimos sobre la conducta de Raymond, sobre su abandono de las esperanzas de excelencia permanente que había mantenido, y que nos había llevado a compartir. Mi amigo y yo nos habíamos educado en la misma escuela o, mejor dicho, yo había sido alumno suyo en la opinión de que la adhesión inquebrantable a los principios era el único camino hacia el honor; que una estricta observancia de las leyes de utilidad general constituía la única meta razonada de la ambición humana. Pero aunque los dos compartíamos esas ideas, diferíamos en su aplicación. El resentimiento se añadía, en mi caso, a mi censura, y reprobaba la conducta de Raymond en términos severos. Adrian se mostraba más benévolo, más considerado. Admitía que los principios que yo defendía eran los mejores, pero negaba que fueran los únicos. Recurriendo a una cita del Libro: «En la casa de mi padre muchas moradas hay»,25 insistía en que los modos de llegar a ser bueno, o grande, variaban tanto como las disposiciones de los hombres, de quienes podía decirse que, como las hojas de los árboles del bosque, no había dos iguales.
Llegamos a Londres sobre las once de la noche. A pesar de lo que habíamos oído, creíamos que lo hallaríamos en Saint Stephen, y allí nos dirigimos. La cámara estaba llena, pero del Protector no había ni rastro, y en los semblantes de los dirigentes asomaba un contenido malestar que, combinado con los susurros y los comentarios quedos de sus inferiores, no hacían presagiar nada bueno. Nos dirigimos con presteza al palacio del Protectorado, donde hallamos a Raymond con otras seis personas. Las botellas circulaban alegremente y su contenido ya había logrado entorpecer el entendimiento de una o dos de ellas. El que había tomado asiento junto a Raymond contaba una historia que causaba las risotadas convulsas de los demás.
Aunque Raymond se hallaba sentado entre ellos y participaba de la animación de la velada, no desertaba de su natural dignidad. Podía mostrarse alegre, jocoso, encantador, pero no iba más allá del decoro natural ni del respeto que se debía a sí mismo, por más atrevidos que fueran sus agudos comentarios. Sin embargo reconozco que, teniendo en cuenta la tarea que había asumido al convertirse en Protector de Inglaterra, y las obligaciones que le correspondía atender, sentí una creciente consternación al observar a las personas indignas con las que malgastaba su tiempo, así como su espíritu jovial, por no decir ebrio, que parecía a punto de despojarlo de lo mejor de sí mismo. Permanecí de pie, contemplando la escena, mientras Adrian avanzaba como una sombra entre los presentes y, con una sola palabra y una mirada sobria, trataba de restaurar el orden en la reunión. Raymond se mostró encantado de verlo y lo invitó a sumarse a la velada festiva.
La reacción de Adrian me enfureció, pues aceptó sentarse a la misma mesa que los compañeros de Raymond, hombres de carácter débil, o carentes por completo de él, deshechos de alta cuna, deshonra de su país.
-Permítanme instar a Adrian -exclamé- a que no acepte, y a que se una a mi intento de apartar a lord Raymond de este escenario y devolverlo a otras compañías.
-Querido camarada -dijo Raymond-. Este no es momento ni lugar para pronunciar una lección de moral. Deberá bastarte mi palabra si te aseguro que mis diversiones y mis compañías no son tan malas como imaginas. Nosotros no somos hipócritas ni necios. En cuanto a los demás, «¿crees acaso que, por ser tú virtuoso, no ha de haber más pasteles ni cerveza?»26
Aparté la vista de él, airado.
-Verney -dijo Adrian-, te muestras muy cínico, siéntate. O no lo hagas, pues, como no eres un visitante asiduo, tal vez lord Raymond te complazca y, tal como habíamos acordado ya, nos acompañe al Parlamento. -Raymond lo miró fijamente; sólo veía bondad en sus dulces rasgos. Se volvió hacia mí, observando burlón mi gesto adusto y serio-. Vamos -prosiguió Adrian-. Me he comprometido por ti, así que permíteme cumplir mi palabra. Ven con nosotros.
Raymond se revolvió en su silla, incomodado.
-¡No iré! -fue su respuesta.
Entretanto el grupo se había dispersado. Unos miraban las pinturas que colgaban de las paredes, otros se trasladaban a otros aposentos, sugerían una partida de billar... Uno a uno fueron desapareciendo. Raymond caminaba por la estancia de un lado a otro, enfurecido. Yo estaba dispuesto a soportar sus reproches y a devolvérselos. Adrian se apoyó en la pared.
-Esto es del todo ridículo -exclamó-. Ni siendo colegiales podríais comportaros de modo más absurdo. No comprendéis -prosiguió- que esto forma parte de un sistema, de un plan de tiranía al que no me someteré nunca. ¿Acaso por ser el Protector de Inglaterra debo ser el único esclavo del imperio? ¿Mi privacidad ha de verse invadida? ¿Mis acciones censuradas, mis amigos insultados? Pero pienso librarme de todo esto. Vosotros seréis testigos -se arrancó del pecho la estrella, insignia de su cargo, y la arrojó sobre la mesa-. Renuncio a mi cargo, abdico de mi poder... ¡Que lo asuma quien quiera!
-Deja que lo asuma -declaró Adrian- aquél que se pronuncie superior a ti o aquél a quien el mundo así lo pronuncie. No existe hombre en Inglaterra con semejante presunción. Conócete a ti mismo, Raymond, y tu indignación cesará, y tu complacencia regresará. Hace unos meses, cuando rezábamos por la prosperidad de nuestro país, de nosotros mismos, rezábamos al mismo tiempo por la vida y la salud del Protector, que estaba indisolublemente unido a aquélla. Dedicabas tus días a nuestro beneficio, tu ambición era obtener nuestra aprobación. Embellecías nuestras ciudades con edificios, nos entregabas establecimientos útiles, sembrabas nuestro suelo de fertilidad y abundancia. Los poderosos y los injustos se acobardaban ante los pasos de tu buen juicio, y los pobres y los oprimidos se alzaban como flores matutinas bajo el sol de tu protección. ¿Te sorprende que nos sintamos todos horrorizados y tristes al constatar que todo parece haber cambiado? Pero ven, este arrebato tuyo ya ha pasado. Retoma tus funciones. Tus partidarios lo celebrarán. Tus detractores guardarán silencio. Volveremos a manifestarte nuestro amor, honor y deber. Domínate a ti mismo, Raymond, y el mundo se someterá a ti.
-Todo lo que dices sería muy sensato si lo hubieras dicho de otro -replicó Raymond-. Aplícate a ti mismo la lección, y tú, primer noble del país, podrás convertirte en soberano. Tú, el bueno, el sabio, el justo, gobernarás todos los corazones. Ahora me percato, demasiado pronto para mi propia felicidad, demasiado tarde para el bien de Inglaterra, de que asumí una tarea que me supera. No sé ni gobernarme a mí mismo. Me dominan mis pasiones, mi más pequeño impulso es mi tirano. ¿Crees que renunciaría al Protectorado, y he renunciado a él, en un arrebato de ira? Como hay Dios juro que no volveré a lucir esta insignia. No volveré a cargar sobre mis espaldas el peso de la preocupación y la desgracia de la que esa estrella es signo visible. En otro tiempo deseé ser rey. Fue en el cénit de mi juventud, en el orgullo de mi locura infantil. Me conocía cuando renuncié a serlo. Mi renuncia me trajo una ganancia, no importa cuál, pues ahora también la he perdido. Durante muchos meses me he entregado a esta farsa de majestad, a esta bufonada solemne. Pero basta de necedades. Seré libre.
»He perdido lo que adornaba y confería dignidad a mi existencia, lo que me unía a los otros hombres. Vuelvo a ser un solitario. Y volveré a ser, como en mis primeros años, un viajero, un soldado de la fortuna. Amigos míos, pues a ti, Verney, te siento amigo, no tratéis de disuadirme. Perdita, casada con una quimera, inconsciente de lo que se oculta tras el velo, con un carácter en verdad imperfecto y vil, ha renunciado a mí. Con ella me bastaba para representar el papel de soberano. Y en los recodos de vuestro bosque amado jugábamos a las máscaras y nos creíamos pastores de la Arcadia, entregándonos a la imaginación momentánea. De modo que acepté, más por Perdita que por mí mismo, asumir el personaje de uno de los grandes de la tierra, conducirla a los escenarios de la grandeza, alterar su vida con un acto breve de magnificencia y poder. Con él pondríamos el color; el amor y la confianza, por su parte, serían la sustancia de nuestra vida. Pero debemos vivir nuestras vidas, no representarlas. Siguiendo una sombra, perdí la realidad. Ahora renuncio a ambas.
»Adrian, me dispongo a regresar a Grecia, a convertirme de nuevo en soldado, tal vez en conquistador. ¿Me acompañarás? Contemplarás nuevos paisajes, conocerás a otras gentes, serás testigo de la poderosa lucha que allí libran la civilización y la barbarie, presenciarás, y tal vez dirigirás los esfuerzos de una población joven y vigorosa por alcanzar la libertad y el orden. Ven conmigo. Te esperaba. Esperaba este momento, todo está dispuesto. ¿Me acompañarás?
-Lo haré -respondió Adrian.
-¿Inmediatamente?
-Mañana mismo, si así lo deseas.
-¡Reflexionad! -exclamé yo.
-¿Para qué? -preguntó Raymond-. Mi querido amigo, llevo todo el verano reflexionando sobre este asunto. Y no dudes de que Adrian ha condensado una era de reflexión en este breve instante. No hables de reflexión: a partir de este momento, reniego de ella. Este es mi único momento de felicidad en mucho tiempo. Debo ir, Lionel, los dioses me lo ordenan, y debo hacerlo. No trates de privarme de mi compañero, de mi amigo desheredado.
»Una palabra más sobre la cruel e injusta Perdita. Durante un tiempo pensé que, observando obediencia durante un momento, alimentando las cenizas aún calientes, podría devolverle el fuego del amor. Pero hay más frío en ella que en una hoguera abandonada por los gitanos en invierno, cuyos carbones apagados yacen bajo una pirámide de nieve. Luego, tratando de ir en contra de mi naturaleza, no logré sino empeorar las cosas. Con todo, sigo pensando que el tiempo, e incluso la ausencia, me la devolverá. Recuerda que sigo amándola, que mi mayor esperanza es que vuelva a ser mía. Aunque ella lo ignora, yo sí sé cuán falso es el velo con que ha cubierto la realidad. No trates de rasgar esa capa de engaño, mas retírala lentamente. Ponla frente a un espejo para que pueda conocerse. Y cuando sea ducha en esa ciencia necesaria pero difícil, se preguntará por el error que ahora comete, y se aprestará a devolverme lo que por derecho me pertenece, su perdón, sus buenos pensamientos, su amor.