CAPÍTULO V

Cuando llegamos a Windsor supe que Raymond y Perdita habían partido rumbo a Europa. Tomé posesión de la casa de campo de mi hermana, feliz por poder ver desde allí el castillo de Windsor. Resulta curioso que en esa época, cuando por el matrimonio de mi hermana había entroncado con una de las personas más ricas de Inglaterra y me unía una íntima amistad con su noble más destacado, me hallara en la más grave situación de pobreza que he experimentado jamás. Mi conocimiento de los principios de lord Raymond me hubiera impedido recurrir a él por difíciles que hubieran sido mis circunstancias. Y en vano me repetía a mí mismo que Adrian acudiría en mi ayuda si se lo pedía, pues su monedero estaba abierto para mí y, hermanos del alma como éramos, también debíamos compartir nuestras fortunas. Porque, mientras siguiera a su lado, jamás podría pensar en su abundancia como remedio a mi pobreza. Así, rechazaba al punto todos sus ofrecimientos de ayuda y le mentía al asegurarle que no la necesitaba. ¿Cómo iba a decirle a ese ser generoso: «Mantenme ocioso. Tú, que has dedicado los poderes de tu mente y tu fortuna al beneficio de tu especie, errarás en tu empeño hasta el punto de apoyar en su inutilidad a los fuertes, sanos y capaces?»

Tampoco me atrevía a pedirle que recurriera a su influencia para ayudarme a obtener algún puesto honorable, pues en ese caso me hubiera visto obligado a abandonar Windsor. Merodeaba siempre en torno a sus muros, vagaba a la sombra de sus matorrales. Mis únicos compañeros eran mis libros y mis pensamientos amorosos. Estudiaba la sabiduría de los antiguos y contemplaba los muros felices tras los que se hallaba mi amada. Mi mente, sin embargo, seguía ociosa. Yo la llenaba con la poesía de épocas antiguas; estudiaba la metafísica de Platón y de Berkeley; leía las historias de Grecia y Roma, así como la de los periodos anteriores de Inglaterra, y observaba los movimientos de la señora de mi corazón. De noche distinguía su sombra en las paredes de sus aposentos; de día la divisaba en su jardín o montando a caballo en el parque con sus acompañantes habituales. Creía que el encantamiento se rompería si me veían, pero hasta mí llegaba la música de su voz, y me sentía feliz. Ponía su rostro, su belleza y sus inigualables excelencias a todas las heroínas sobre las que leía; a Antígona cuando guiaba a Edipo, ciego, hasta el recinto sagrado de las Euménides, y cuando celebraba el funeral por Polinices; a Miranda en la cueva solitaria de Próspero; a Haidee, en las arenas de la isla jónica. El exceso de devoción pasional me hacía perder el juicio, pero el orgullo, indómito como el juego, formaba parte de mi naturaleza, y me impedía ponerme en evidencia con palabras o miradas.

Por entonces, mientras me deleitaba de aquel modo con esos ricos ágapes mentales, hasta un campesino hubiera desdeñado mi escasísimo alimento, que en ocasiones robaba a las ardillas del bosque. Admito que a menudo me vi tentado de recurrir a las travesuras de mi infancia para abatir a los faisanes casi domesticados que poblaban los árboles y posaban sus ojos en mí. Pero eran propiedad de Adrian y estaban protegidos por Idris. Y así, aunque mi imaginación, aguzada por las privaciones, me llevaba a pensar que más servicio harían asándose en mi cocina que convirtiéndose en hojas del bosque

sin embargo

reprimí mi altiva voluntad

y no comí.14

Me alimentaba de sentimientos y soñaba en vano con «esos dulces pedazos» que no lograba durante la vigilia.

Pero en esa época todo el plan de mi existencia estaba a punto de cambiar. Hijo huérfano de Verney, me hallaba muy próximo a unirme al engranaje de la sociedad colgado de una cadena de oro, de acceder a todos los deberes y afecciones de la vida. Los milagros iban a obrarse a mi favor, y la maquinaria de la vida social, con gran esfuerzo, empezaría a girar en sentido inverso. Atiende, ¡oh, lector!, mientras te relato este cuento de maravillas.

Un día, mientras Adrian e Idris estaban cabalgando por el bosque, en compañía de su madre y de los habituales, Idris, llevándose consigo a Adrian aparte y haciéndose acompañar por él durante el resto del paseo, le preguntó de pronto:

-¿Y qué ha sido de tu amigo, Lionel Verney?

-Desde este mismo lugar donde nos encontramos veo su casa.

-¿De veras? ¿Y por qué, si está tan cerca, no viene a vernos y frecuenta nuestro círculo de amigos?

-Yo lo visito con frecuencia -le informó Adrian-. Pero no te costará adivinar los motivos que lo mantienen alejado del lugar en que su presencia podría disgustar a alguno de nosotros.

-Los adivino -dijo Idris-, y, siendo los que son, no me atrevería a combatirlos. Dime, con todo, ¿en qué ocupa su tiempo? ¿Qué hace y en qué piensa en el retiro de su casa?

-No lo sé, hermana mía -respondió Adrian-, me preguntas más de lo que puedo responderte. Pero si sientes interés por él, ¿por qué no vas a visitarlo? Él se sentirá muy honrado, y de ese modo podrás devolverle parte de la deuda que contraje con él, y le compensarás por las heridas que la fortuna le ha infligido.

-Te acompañaré a su morada con gran placer -dijo la dama-, aunque no pretendo saldar con mi visita la deuda que con él tenemos, pues, siendo ésta nada menos que tu vida, no podríamos cancelarla nunca. Pero vayamos. Mañana saldremos a cabalgar juntos y, acercándonos a esa parte del bosque, le haremos una visita.

Así, la tarde siguiente, a pesar de que el cambiante otoño había traído frío y lluvia, Adrian e Idris se llegaron hasta mi casa. Me hallaron como a Curio Dentato, cenando frugalmente, aunque los regalos que me llevaron excedían los sobornos de oro de los sabinos; además, yo no podía rechazar el valioso cargamento de amistad y delicia que me proporcionaron. Sin duda los gloriosos gemelos de Latona no fueron mejor recibidos en la infancia del mundo, cuando fueron alumbrados para embellecer e iluminar este «promontorio estéril», que aquella encantadora pareja cuando se asomó a mi humilde morada y a mi alegre corazón. Conversamos de asuntos ajenos a las emociones que claramente nos ocupaban, pero los tres adivinábamos los pensamientos de los demás, y aunque nuestras voces hablaban de cosas indiferentes, nuestros ojos, con su lenguaje mudo, contaban mil historias que nuestros labios no habrían podido pronunciar.

Se despidieron de mí al cabo de una hora. Yo quedé contento, indescriptiblemente feliz. Los sonidos de la lengua humana no hacían falta para contar la historia de mi éxtasis. Idris me ha visitado. He de volver a verla... Mi imaginación no se apartaba de la plenitud de esa idea. Mis pies no tocaban el suelo. No había duda, temor o esperanza que me perturbaran. Mi alma rozaba la dicha absoluta, satisfecha, colmada, beatífica.

Durante muchos días Adrian e Idris siguieron visitándome y, en el transcurso de nuestros encuentros felices, el amor, disfrazado de amistad entusiasta, nos infundía más y más su espíritu omnipotente. Idris lo sentía. Sí, divinidad del mundo, yo leía tus caracteres en sus miradas y gestos; oía tu voz melodiosa resonar en la suya... Nos preparaste un sendero mullido y floreado adornado por pensamientos amables. Tu nombre, oh Amor, no se pronunciaba, pero te alzabas como el Genio de la Hora, velado, y sería tal vez el tiempo, y no la mano humana, el que retirara el telón. No había órganos de sonidos armónicos que proclamaran la unión de nuestros corazones, pues las circunstancias externas no nos daban oportunidad de expresar lo que acudía a nuestros labios.

¡Oh, pluma mía! Apresúrate a escribir lo que fue, antes de que el pensamiento de lo que es detenga la mano que te guía. Si alzo la vista y veo la tierra desierta, y siento que esos amados ojos han perdido su brillo, y que esos hermosos labios callan, sus «hojas carmesíes»15 marchitas, enmudezco para siempre.

Pero tú vives, mi Idris, ahora mismo te mueves ante mí. Había un prado, oh lector, un claro en el bosque. Los árboles, al retirarse, habían creado una extensión de terciopelo que era como un templo del amor. El plateado Támesis lo bordeaba por uno de sus lados, y un sauce, inclinándose, hundía en el agua sus cabellos de náyade, alborotados por la mano ciega del viento. Los robles que allí se alzaban eran morada de los ruiseñores... Allí mismo me encuentro ahora; Idris, en el esplendor de su juventud, se halla a mi lado... Recuerda, tengo apenas veintidós años y sólo diecisiete primaveras han rozado a la amada de mi corazón. El río, crecido por las lluvias otoñales, ha inundado las tierras bajas, y Adrian, en su barca favorita, se ocupa en el peligroso pasatiempo de arrancar la rama más alta de un roble sumergido bajo las aguas. ¿Estás tan cansado de la vida, Adrian, que así juegas con el peligro?

Ya había obtenido su premio y guiaba el bote sobre la tierra inundada. Nuestros ojos temerosos se clavaban en él, pero la corriente lo arrastraba, alejándolo. Tuvo que amarrarlo río abajo y regresar recorriendo una distancia considerable.

-¡Está a salvo! -exclamó Idris al ver que alcanzaba la orilla de un salto y agitaba la rama sobre su cabeza como prueba del éxito de su hazaña-. Le esperaremos aquí.

Estábamos solos, juntos. El sol se había puesto. Los ruiseñores iniciaban sus cantos. La estrella vespertina brillaba, destacada entre la franja de luz que todavía iluminaba por poniente. Los ojos azules de mi niña angelical se clavaban en aquel dulce emblema de ella misma.

-Cómo titila la luz -dijo-, que es la vida de la estrella. Su brillo vacilante parece decirnos que su estado, como el de los que habitamos la tierra, es inconstante y frágil. Se diría que ella también teme y ama.

-No contemples la estrella, querida y generosa amiga -exclamé yo-. No hagas lecturas sobre el amor en sus rayos temblorosos. No observes mundos lejanos. No hables de la mera imaginación de un sentimiento. Llevo mucho tiempo en silencio, tanto tiempo que he llegado a enfermar por tener que callar lo que deseaba decirte, y entregarte mi alma, mi vida, todo mi ser. No contemples la estrella, amor querido, o hazlo, sí, y deja que esa chispa eterna te suplique en mi nombre. Que ella sea mi testigo y mi defensa, en el silencio de su brillo; el amor es para mí como la luz de esa estrella: pues mientras siga brillando, no eclipsada por la aniquilación, yo seguiré amándote.

Velada para siempre a la mirada marchita del mundo ha de quedar la emoción de ese momento. Todavía siento su gracioso perfil apretado contra mi corazón acongojado. Todavía mi vista, mi pulso y mi aliento se estremecen y flaquean con el recuerdo de ese primer beso. Lentamente, en silencio, fuimos al encuentro de Adrian, al que oíamos acercarse.

Convencí a mi amigo para que viniera a verme una vez hubiera dejado a su hermana en casa. Y esa misma noche, mientras paseábamos por los senderos del bosque, iluminados por la luna, le confié lo que oprimía mi corazón, sus emociones y esperanzas. Durante un momento pareció alterado.

-Debí haberlo supuesto -dijo-. Cuántas dificultades surgirán. Perdóname, Lionel, y no te extrañes si te digo que la contienda que, imagino, iniciará mi madre, me desagrada. En lo demás, confieso con agrado que, al confiar a mi hermana a tu protección, se cumple lo que yo más esperaba ver cumplido. Por si aún no lo sabías, pronto descubrirás el odio profundo que mi madre siente por el nombre de Verney. Hablaré con Idris. Y luego haré todo lo que puede hacer un amigo. A ella le corresponde representar el papel de la amada, si es capaz de asumirlo.

Mientras los dos hermanos dudaban sobre el mejor modo de guiar a su madre hacia su terreno, ella, que había empezado a sospechar de nuestros encuentros, les acusó de mantenerlos. Acusó a su inocente hija de engañarla, de relacionarse de modo indigno con alguien cuyo único mérito era ser hijo de un hombre disoluto, el favorito de su imprudente padre, y que sin duda era tan ruin como aquél de quien se enorgullecía de descender. Los ojos de Idris centellearon al oír semejante acusación.

-No niego que amo a Verney. Demuéstreme que es indigno y no volveré a verlo.

-Querida señora -intervino Adrian-, permítame convencerla para que lo conozca, para que cultive su amistad. Si lo hace, se maravillará, como me maravillo yo, del alcance de sus méritos y del brillo de sus talentos. (Disculpa, querido lector, pues esto no es inútil vanidad; en todo caso no inútil, pues saber que Adrian sentía de ese modo regocija incluso ahora mi corazón solitario.)

-¡Necio y loco muchacho! -exclamó la dama, airada-. Con sueños y teorías te han propuesto derrocar los planes que tengo para tu propio beneficio. Pero no derribarás los que he ideado referentes a tu hermana. Entiendo perfectamente la fascinación que los dos sentís. Pues ya libré la misma batalla con vuestro padre, para lograr que repudiara al progenitor de ese joven, que perpetraba sus malas acciones con la sutileza y la astucia de una víbora. Cuántas veces oí hablar de sus virtudes en aquellos días, de sus conocidas conquistas, de su ingenio, de sus maneras refinadas. Cuando sólo son las moscas las que caen en las telarañas, no tiene importancia. Pero ¿deben los nacidos de alta cuna y los poderosos someterse al frágil yugo de sus hueras pretensiones? Si tu hermana fuera la persona insignificante que merecería ser, de buen grado la abandonaría a su suerte, la entregaría a su infeliz destino de esposa de un hombre cuya sola persona, tan parecida a la de su malvado padre, debería recordaros la locura y el vicio que encarna... Pero recuerda, lady Idris, no es sólo la sangre otrora real de Inglaterra la que corre por tus venas. También eres princesa de Austria, y cada gota de esa sangre desciende de emperadores y monarcas. ¿Crees ser la compañera apropiada para un pastor ignorante, cuya sola herencia es el nombre gastado de quien le precedió?

-Sólo puedo plantear una defensa -respondió Idris-, que es la misma que ya le ha ofrecido mi hermano: reciba a Lionel, converse con mi pastor...

La condesa, indignada, la interrumpió.

-¡Tu pastor! -exclamó. Y antes de proseguir pasó del gesto apasionado a una sonrisa desdeñosa-. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. Lo único que te pido por el momento, lo único que tu madre te pide, Idris, es que no veas a ese advenedizo durante el plazo de un mes.

-No puedo complacerla -dijo Idris-. Le causaría demasiado dolor. No tengo derecho a jugar de ese modo con sus sentimientos, aceptar el amor que me confiesa y luego castigarlo con mi indiferencia.

-Esto está llegando demasiado lejos -respondió su madre con labios temblorosos y ojos llenos de ira.

-No, señora -intervino Adrian-, a menos que mi hermana consienta en no volver a verlo, será sin duda un tormento inútil separarlos un mes.

-Por supuesto -respondió la reina con tono amargo y burlón-, su amor y sus escarceos infantiles deben compararse en todo a mis años de esperanzas y temores, a los deberes que corresponden a los descendientes de reyes, a la conducta intachable y digna que alguien de su rango debe perseguir. Pero sería rebajarme tratar de discutir o lamentarme. ¿Tal vez serás tan amable como para prometerme que no contraerás matrimonio en este tiempo?

Lo preguntó con tono algo irónico, e Idris se preguntó por qué su madre quería arrancarle la promesa solemne de que no hiciera algo que ni se le había pasado por la cabeza. Con todo, la promesa se había solicitado y ella accedió a cumplirla.

Todo prosiguió alegremente a partir de entonces. Nos encontrábamos como de costumbre y conversábamos sin temor de nuestros planes de futuro. La condesa se mostraba tan amable y, ajena a su costumbre, incluso tan afectuosa con sus hijos, que éstos empezaron a albergar esperanzas de que, con el tiempo, acabara cediendo a sus deseos. Se trataba de una mujer muy distinta a ellos, en todo alejada de sus gustos, y los jóvenes no hallaban placer en su compañía ni en la idea de cultivarla, pero sí se alegraban de ver que se mostraba conciliadora y amable. Incluso en una ocasión Adrian se atrevió a proponerle que me recibiera. Ella declinó con una sonrisa, recordándole que su hermana le había prometido ser paciente.

Un día, cuando el lapso de un mes estaba a punto de expirar, Adrian recibió carta de un amigo de Londres en la que requería su presencia inmediata para tratar de un asunto de cierta importancia. Inocente como era, no sospechó ningún engaño. Yo le acompañé a caballo hasta Staines. Estaba de buen humor y, como yo no podría ver a Idris durante su ausencia, me prometió regresar pronto. Su alegría, que era extrema, logró el raro efecto de despertar en mí los sentimientos contrarios. El presentimiento de algo malo no me abandonaba. Me demoré en mi regreso, contando las horas que me faltaban para ver de nuevo a Idris. ¿Cuándo sería? ¿Qué cosas malas podían suceder entretanto? ¿Acaso no podía su madre aprovechar la ausencia de Adrian para acorralarla más allá de sus fuerzas, o incluso para encerrarla? Resolví que, sucediera lo que sucediese, iría a su encuentro al día siguiente y conversaría con ella. Aquella decisión me tranquilizó algo. «Mañana, encantadora y bella, esperanza y dicha de mi vida, mañana te veré.» Necio es el que sueña con un momento postergado.

Me retiré a descansar. Pasada la medianoche me despertaron unos golpes violentos en mi puerta. Era invierno y nevaba. El viento silbaba entre las ramas desnudas de los árboles, despojándolas de los copos blancos que descendían. Aquel lamento temible y los insistentes golpes, se mezclaban libremente con mis sueños, hasta que al fin desperté. Tras vestirme a toda prisa me apresuré a descubrir la causa de aquel revuelo y me dispuse a abrir la puerta al visitante inesperado. Pálida como la nieve que caía sobre ella, con las manos entrelazadas, Idris apareció ante mí.

-¡Sálvame! -exclamó, y se habría desplomado en el suelo de no haberla sostenido yo. Con todo, se repuso al momento y, con energía renovada, casi con violencia, me pidió que ensillara los caballos y la llevara lejos, a Londres, junto a su hermano, o al menos que la salvara.

Pero yo no tenía caballos.

Idris no dejaba de retorcerse las manos.

-¡Qué puedo hacer! -gritó-. Estoy perdida. Los dos estamos perdidos para siempre. Pero ven, ven conmigo, Lionel. Aquí no debo quedarme. Tomaremos una calesa en la primera posta. Tal vez todavía estemos a tiempo. ¡Oh, ven conmigo, sálvame y protégeme!

Al oír sus lastimeras súplicas, que pronunciaba mientras, con sus maltrechas ropas, despeinada y con el gesto desencajado, se retorcía las manos, una idea recorrió mi mente: «¿También ella está loca?»

-Dulce amada mía -le dije estrechándola contra mi pecho-. Será mejor que descanses y no te aventures más allá. Descansa, mi amor, que yo encenderé el fuego. Estás helada.

-¡Descansar! -exclamó ella-. ¡No sabes lo que dices! Si te demoras, estamos perdidos. Ven, te lo ruego, a menos que quieras perderme para siempre.

Que Idris, nacida de cuna principesca, rodeada de riquezas y de lujos, hubiera venido hasta mi casa desafiando la tormentosa noche de invierno, abandonando su regia morada y, de pie junto a mi puerta, me rogara que huyera con ella cruzando la oscuridad y la ventisca debía de ser, sin duda, un sueño; pero su tono desesperado, la contemplación de su belleza, me aseguraban que no se trataba de ninguna visión. Mirando con aprensión a su alrededor, como si temiera que pudieran oírla, susurró:

-He descubierto que mañana -es decir, hoy-, antes del amanecer, unos extranjeros, austriacos, mercenarios, vendrán para llevarme a Alemania, o a una cárcel, o a casarme, o a lo que sea, lejos de ti y de mi hermano. ¡Llévame contigo o pronto estarán aquí!

Su vehemencia me asustaba y supuse que, en su relato incoherente debía de haberse colado algún error. Pero no vacilé en obedecerla. Había llegado sola desde el castillo, a tres millas de distancia, de noche, desafiando la ventisca. Debíamos llegar hasta Englefield Green, a una milla y media de donde nos encontrábamos, para tomar el carruaje. Me dijo que había conservado las fuerzas y el valor hasta llegar a mi casa, pero que ahora ambos le fallaban. Apenas podía caminar. A pesar de sujetarla yo, no se sostenía y, cuando llevábamos recorrida media milla, tras muchas paradas y desvanecimientos momentáneos en los que tiritaba de frío, se separó de mi abrazo sin que yo pudiera evitarlo y cayó sobre la nieve, y entre un torrente de lágrimas declaró que debía llevarla yo, que no podía seguir por su propio pie. La levanté en brazos y apoyé su cuerpo frágil contra mi pecho. No sentía más carga que las emociones contrarias que contendían en mi interior. Una creciente alegría me dominaba. Sus miembros helados me rozaban como torpedos, y yo también temblaba, sumándome a su dolor y a su espanto. Su cabeza reposaba en mi hombro, su aliento me ondulaba los cabellos, su corazón latía cerca del mío, la emoción me hacía estremecer, me cegaba, me aniquilaba... Hasta que un lamento acallado, que surgía de sus labios, o el castañetear de sus dientes, que trataba en vano de reprimir, o alguna de las otras señales del sufrimiento que padecía, me devolvían a la necesidad de apresurarme a socorrerla. Finalmente pude anunciarle:

-Esto es Englefield Green. Ahí está la posada. Pero, querida Idris, si alguien te ve en estas circunstancias, tus enemigos no tardarán en saber de nuestra huida. ¿No sería mejor que fuera yo solo a tomar el carruaje? Te dejaré a buen recaudo mientras tanto, y regresaré a ti de inmediato.

Convino en la sensatez de mis palabras, y permitió que hiciera con ella lo que considerara mejor. Observé que la puerta de una pequeña casa estaba entreabierta, la abrí y, con algo de paja esparcida en el suelo, formé un colchón, tendí su exhausto cuerpo sobre él y la cubrí con mi capa. Temía dejarla sola, pues estaba exangüe y desmayada, pero no tardó en recobrar la energía y, con ella, el miedo. Volvió a implorarme que no me demorara. Despertar a los que se ocupaban de la posada y obtener el carruaje y los caballos me llevó bastantes minutos, todos ellos como si fueran siglos. Avancé un poco con el vehículo, esperé a que los encargados de la posada se retiraran y ordené al muchacho de la posta que detuviera el carruaje en el lugar en que aguardaba en pie Idris, impaciente y más recuperada. La subí al coche, asegurándole que, con nuestros cuatro caballos, seguramente llegaríamos a Londres antes de las cinco de la mañana, hora a la que, cuando fueran a buscarla, descubrirían su desaparición. Le rogué que se calmara y se echó a llorar. Las lágrimas la aliviaron un poco, y poco después empezó a referirme su relato de temor y peligro.

Esa misma noche, tras la partida de Adrian, su madre había tratado de disuadirla de la conveniencia de nuestra relación. En vano expuso sus motivos, sus amenazas, sus airadas críticas. Parecía considerar que, por mi culpa, ella había perdido a Raymond. Yo era la influencia maligna de su vida. Me acusó incluso de haber aumentado y confirmado la loca y vil apostasía de Adrian respecto de toda idea de avance y grandeza. Y ahora ese montañés miserable que yo era pretendía robarle a su hija. En ningún momento, según me contó Idris, la encolerizada señora se dignó recurrir a la amabilidad ni a la persuasión. De haberlo hecho, la labor de resistencia habría resultado exquisitamente dolorosa. Pero, de ese otro modo, la dulce muchacha, de naturaleza generosa, se vio obligada a defenderme y a aliarse con mi denostada causa. Su madre concluyó la conversación con un gesto de desprecio y triunfo encubierto, que por un instante despertaron las sospechas de Idris. Antes de acostarse, la condesa se despidió de ella diciéndole:

-Espero que tu tono sea otro mañana. Que te muestres más compuesta. Te he alterado. Acuéstate y descansa. Ordenaré que te lleven la medicina que yo siempre tomo cuando me siento inquieta. Te ayudará a dormir.

Cuando, presa de inquietantes ideas, Idris apoyó apenas la mejilla en la almohada, la criada de su madre le trajo un brebaje. La sospecha volvió a cruzar su mente ante lo atípico del procedimiento y la alarmó hasta el punto de llevarla a decidir que no tomaría la poción. Con todo, su aversión a los problemas, y el deseo de descubrir si sus conjeturas eran fundadas, la llevaron, casi instintivamente, a ir en contra de su sinceridad habitual, y fingió beber la medicina. Después, inquieta a causa de la vehemencia demostrada por su madre y de los temores desacostumbrados que la asaltaban, notó que no tenía sueño y que cualquier ruido la sobresaltaba. Al poco oyó que la puerta se abría despacio, y al incorporarse oyó una voz que susurraba:

-Todavía no duerme.

La puerta volvió a cerrarse.

Aguardó la siguiente visita con el corazón en un puño, y cuando, transcurrido cierto tiempo, sintió de nuevo invadida su cámara, después de cerciorarse de que las intrusas eran su madre y una asistenta, decidió fingirse dormida. Unos pasos se acercaron al lecho y ella, sin osar moverse, esforzándose por serenar los latidos de su pecho, que cada vez resonaban con más fuerza, oyó murmurar a su madre:

-Pequeña necia, qué poco imaginas que tu juego ha terminado para siempre.

Por un momento la pobre muchacha imaginó que su madre creía que había ingerido el veneno: ya estaba a punto de levantarse de la cama cuando la condesa, que se había alejado un poco de su lado, habló en voz baja a su acompañante, e Idris volvió a oír:

-Apresúrate -dijo-, no hay tiempo que perder, ya han dado las once. A la cinco estarán aquí. Coge sólo las ropas imprescindibles para el viaje, y su joyero.

La sirvienta obedeció. Intercambiaron algunas palabras más sobre ella, que todo lo escuchaba con creciente interés. Oyó que mencionaban el nombre de su propia ayuda de cámara.

-No, no -dijo su madre-. Ella no viene con nosotras. Lady Idris debe olvidar Inglaterra y todo lo que a ella pertenece.

Y al poco le oyó decir:

-No despertará hasta bien entrado el día, y para entonces ya se hallará en alta mar.

-Todo está dispuesto -anunció al cabo la criada. La condesa volvió a acercarse entonces al lecho de su hija.

-En Austria, al menos -dijo-, obedecerás. En Austria, donde la obediencia se impone por la fuerza y no tendrás más opciones que una cárcel honrosa o un matrimonio conveniente.

Las dos se retiraron, y mientras lo hacían, la condesa añadió:

-Despacio. Que todos duerman. Aunque no a todos los he inducido al sueño, como a ella. No quiero que nadie sospeche, pues tal vez ella podría desvelarse y ofrecer resistencia, o incluso escapar. Acompáñame a mis aposentos. Aguardaremos allí hasta que llegue la hora convenida.

Salieron. Idris, presa del pánico pero desvelada e incluso fortalecida por el gran temor que sentía, se vistió apresuradamente y, bajando un tramo de las escaleras traseras, para evitar la proximidad de los aposentos de su madre, logró escapar por una de las ventanas bajas del castillo y, a pesar de la nieve, el viento y la oscuridad, llegó a mi casa. No le abandonó el coraje hasta que se halló ante mí y, depositando su destino en mis manos, se entregó a la desesperación y al cansancio que la abrumaban.

La consolé lo mejor que pude. Me sentía feliz y emocionado por tenerla conmigo y poder salvarla. Y sin embargo, para no despertar una nueva agitación en ella, dominé mi entusiasmo, «per non turbar quel bel viso sereno».16 Hacía esfuerzos por detener el baile inquieto de mi corazón. Aparté de ella los ojos, que tanta ternura irradiaban, y murmuré con orgullo a la negra noche y a la atmósfera inclemente las expresiones de mi emoción.

Creo que llegamos a Londres muy temprano, mas no lamenté nuestras prisas al ser testigo del éxtasis con que mi amada niña se fundía en un abrazo con su hermano, a salvo de todo mal, bajo su protección.

Adrian escribió una breve nota a su madre informándole de que Idris se hallaba bajo su protección y cuidados. Transcurrieron varios días y al fin llegó la respuesta, que enviaba desde Colonia. «No servirá de nada -escribió la altiva y decepcionada dama- que el duque de Windsor y su hermana vuelvan a dirigirse a su madre herida, cuya única esperanza de tranquilidad deriva de que olviden su existencia.» Sus deseos habían sido aplastados, sus planes, desbaratados. No se quejaba. En la corte de su hermano hallaría, si no compensación por la desobediencia (el desdén filial no la admitía), al menos un estado de cosas y un modo de vida que tal vez contribuyeran a aceptar su destino. Bajo aquellas circunstancias, declinaba absolutamente toda comunicación con ellos.

Esos fueron los extraños e increíbles acontecimientos que finalmente propiciaron mi unión con la hermana de mi mejor amigo, con mi adorada Idris. Haciendo gala de gran simplicidad y valor, ella ignoró los prejuicios y la oposición que eran los obstáculos de mi felicidad y no dudó en dar la mano a aquél a quien ya había entregado su corazón. Ser digno de ella, elevarme hasta su altura mediante el ejercicio de mis talentos y virtudes, pagarle con devoción e infatigable ternura el amor que me profesaba, eran en las únicas muestras de agradecimiento que podía ofrecerle ante tan inmenso regalo.

El último hombre
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