CAPÍTULO VIII

Habíamos llegado a Suiza, por el momento la etapa final y la meta de nuestros esfuerzos. No sé por qué, pero habíamos visto con esperanza y placentera expectativa su congregación de montes y cumbres nevadas y habíamos abierto nuestros corazones con ánimo renovado al viento del norte, que incluso en pleno verano soplaba desde un glaciar cubierto de frío. Mas, ¿cómo podíamos albergar esperanzas de alivio? Como nuestra Inglaterra natal y la vasta extensión de la fértil Francia, aquella tierra cercada por montañas se hallaba desierta de habitantes. Si ni las desoladas cumbres de sus montañas, ni los riachuelos nacidos del deshielo, ni el biz, ese viento del norte cargado de frío, ni el trueno, domador de contagios, los había mantenido con vida a ellos, ¿cómo íbamos a pedir nosotros la exención?

¿Y quién, además, quedaban por salvar? ¿Qué tropa seguía en condiciones de resistir y combatir al conquistador? No éramos más que un precario residuo que aguardaba, sumiso, el golpe inminente. Un carruaje medio muerto ya por temor a la muerte, una tripulación desesperada, rendida, casi imprudente que, montada en el tablón de la vida, a la deriva, había olvidado el timón y se resignaba a la fuerza destructiva de los vientos. Así como las pocas mazorcas de un vasto campo que el granjero olvida cosechar son abatidas al poco por una tormenta invernal; así como unas pocas golondrinas, rezagadas de la bandada que, al sentir el primer aliento del otoño, emigra a climas más benignos, caen al suelo ante el primer embate helado de noviembre; así como la oveja perdida que vaga por la ladera de la colina, azotada por el aguanieve mientras el resto del rebaño se halla en el aprisco, muere antes del amanecer; así como una nube, igual a las muchas que cubren el cielo impenetrable, no acude a la llamada de su pastor, el viento del norte, que conduce a sus compañeras «a beber del mediodía de los antípodas»,91y ella se difumina y se disuelve en el claro éter, ¡así éramos nosotros!

Dejamos atrás la orilla izquierda del hermoso lago de Ginebra y nos adentramos en las quebradas alpinas. Viajábamos siguiendo el bravo Arve hasta su nacimiento, a través del valle rocoso de Servox, pasando junto a cascadas y a la sombra de picos inaccesibles. Mientras, el exuberante castaño cedía el paso al abeto oscuro, cuyas ramas musicales se mecían al viento y cuyas formas recias habían resistido mil tormentas, y la tierra reverdecida, el prado cubierto de flores, la colina ataviada de arbustos, se convertían gradualmente en rocas sin semillas y sin huellas que rasgaban el cielo, en «huesos del mundo, aguardando verse revestidos de todo lo necesario para albergar vida y belleza».92Resultaba extraño que buscáramos refugio allí. Parecía claro que, si en países en los que la tierra, madre amorosa, acostumbraba a alimentar a sus hijos, la habíamos visto convertida en destructora, no hacía falta que buscáramos nada allí donde, azotada por la penuria, parece temblar en sus venas pétreas. Y, en efecto, no nos equivocábamos en nuestras conjeturas. Buscábamos en vano los glaciares inmensos y siempre móviles de Chamonix, grietas de hielo colgante, mares de aguas congeladas, los campos de abetos retorcidos por las ventiscas, los prados, meros caminos para la avalancha estrepitosa, y las cimas de los montes, frecuentadas por tormentas eléctricas. La peste se enseñoreaba incluso de aquellos lugares. Cuando el día y la noche, como hermanos gemelos de idéntico crecimiento, compartían su dominio sobre las horas, una a una, bajo las grutas heladas, junto a las aguas procedentes del deshielo de nieves de mil inviernos, los escasos supervivientes de la raza del hombre cerraban los ojos a la luz para siempre.

Y a pesar de ello no errábamos del todo al buscar un paisaje como éste en que poner fin a nuestro drama. La naturaleza, siempre fiel, nos brindaba su consuelo en plena desgracia. La sublime grandeza de los objetos externos aliviaba nuestros corazones arrasados y se presentaba en armonía con nuestra desolación. Muchas tristezas han recaído sobre el hombre durante su azaroso avance. Y muchos se han convertido en únicos supervivientes de sus grupos. Nuestro infortunio extraía su forma majestuosa y sus tonalidades de la inmensa ruina que lo acompañaba y con la que se confundía. Así, sobre la hermosa tierra, muchas quebradas oscuras contienen arroyos cantarines sombreados por rocas románticas, bordeados por senderos musgosos, pero todos, excepto ése, carecían del poderoso contrapunto de los Alpes, cuyas cumbres nevadas y salientes desnudos nos elevaban desde nuestra morada mortal y nos conducían a los palacios de la naturaleza.

Aquella armonía solemne entre el acontecimiento y la situación regulaba nuestros sentimientos y proporcionaba, por así decirlo, un atuendo adecuado a nuestro último acto. La tristeza serena y la pompa trágica asistían al deceso de la desgraciada humanidad. La procesión fúnebre de monarcas antiguos se veía superada por nuestras espléndidas demostraciones. Cerca de las fuentes del Aveiron celebramos los ritos por el último de nuestra especie, exceptuando a cuatro de nosotros. Adrian y yo, tras dejar a Clara y a Evelyn sumidos en un sueño apacible e ignorante, llevamos el cuerpo hasta aquel lugar desolado y lo depositamos en las cuevas de hielo, bajo el glaciar, que crujía y se rasgaba con los sonidos más leves y traía la destrucción a todo lo que se adentrara en sus grietas. Allí, ni aves ni bestias carroñeras profanarían la forma helada. Así, con pasos amortiguados, en silencio, colocamos al muerto sobre un catafalco de hielo, y al partir nos detuvimos sobre la plataforma rocosa, junto al nacimiento del río. A pesar de nuestra quietud la mera agitación del aire causada por el paso de nuestros cuerpos bastó para perturbar el reposo de aquella región congelada; apenas habíamos abandonado la caverna cuando unos gigantescos bloques de hielo, separándose del techo, se desplomaron sobre el cuerpo que habíamos depositado en su interior. Habíamos escogido una noche serena, pero el trayecto hasta allí había sido largo y la luna creciente ya se ocultaba tras las cimas de poniente cuando culminamos nuestra misión. Las montañas nevadas y los glaciares azules parecían emitir su propia luz. La abrupta quebrada, que formaba una ladera del monte Anvert, se hallaba frente a nosotros, y el glaciar a nuestro lado. A nuestros pies el Aveiron, blanco y espumeante, corría entre las piedras que salían a su paso y, salpicando y rugiendo sin cesar, alteraba la quietud de la noche. Unos relámpagos dorados jugaban en torno a la vasta cúpula del Mont Blanc, silenciosos como la mole cubierta de nieve que iluminaban. Todo aparecía desolado, indómito, sublime, y los abetos, con sus susurros melodiosos, dulcificaban aquella majestuosa aspereza. Pero ahora el corrimiento y la caída de los bloques de hielo rasgaron el aire y el estruendo del alud atronó en nuestros oídos. En países cuyos accidentes geográficos son de menor magnitud, la naturaleza manifiesta sus poderes vivos en el follaje de los árboles, en el crecimiento de la hierba, en el dulce murmullo de los ríos mansos. Aquí, dotada de atributos gigantescos, eran los torrentes, las tormentas eléctricas y los movimientos de grandes masas de agua los que demostraban su actividad. Ése era el camposanto, ése el réquiem, ésa la congregación eterna que velaba en el funeral de nuestro compañero.

No era sólo su forma humana la que habíamos depositado en su sepulcro eterno y cuyas exequias celebrábamos. Con aquella última víctima, la Peste se desvanecía de la tierra. La muerte nunca había precisado de armas para destruir la vida y nosotros, pocos como éramos y en el estado de debilidad en que nos hallábamos, seguíamos expuestos a todas las demás saetas que rebosaban de su aljaba. Pero no, la peste ya no se encontraba entre ellas. Durante siete años había exhibido un dominio absoluto sobre la tierra. Había hollado todos los recodos de nuestro espacioso orbe; se había fundido con la atmósfera, que como un manto envuelve a todas las criaturas -a los habitantes de nuestra Europa natal, a los asiáticos rodeados de lujos, a los oscuros africanos, a los libres americanos-, y a todas las había derrotado y destruido. Su bárbara tiranía llegaba a su fin allí, en el quebrada rocosa de Chamonix.

Aunque eran escenas aún recurrentes de tristeza y dolor, los frutos de su destrucción ya no formaban parte de nuestras vidas. La palabra «peste» ya no resonaba en nuestros oídos; su aspecto encarnado en el semblante humano ya no se presentaba ante nuestros ojos. A partir de ese momento ya no volví a ver a la Peste, que abdicó de su trono y, despojándose de su cetro imperial entre los bloques de hielo que nos rodeaban, dejó a la soledad y el silencio como herederos de su reino.

Mis sensaciones presentes se confunden hasta tal punto con el pasado que no sé decir si ya tuvimos conocimiento de ese cambio mientras permanecíamos en aquel lugar estéril. Creo que así fue, que pareció como si una nube que pendía sobre nosotros se hubiera retirado, que del aire se hubiera apartado un peso; que a partir de ese momento respiraríamos sin tanto impedimento y que nuestras cabezas se alzarían, recobrando parte de nuestra anterior libertad. Y sin embargo no albergábamos esperanzas. Habitaba en nosotros la sensación de que nuestra raza estaba sentenciada pero que la peste no sería nuestra destructora. El tiempo que quedaba era como un poderoso río por el que desciende una barca encantada cuyo timonel mortal sabe que el peligro más obvio no es el que debe temer, pero que, con todo, el peligro se encuentra cerca; y que flota temeroso entre profundos precipicios, a través de aguas bravas y oscuras, y ve en la distancia formas más raras y amenazadoras hacia las que se ve impelido irremisiblemente. ¿Qué iba a ser de nosotros? ¡Ojalá un oráculo de Delfos, una sacerdotisa pitia, pronunciaran los secretos de nuestro futuro! ¡Ojalá un Edipo resolviera el enigma de la Esfinge! Como Edipo yo acabaría siendo, no porque adivinara ni una palabra del acertijo, sino porque, entre dolores agónicos, viviendo una vida impregnada de pesar, sería el mecanismo mediante el cual se desnudarían los secretos del destino y se revelaría el significado del enigma, cuya explicación pondría punto final a la historia de la humanidad.

Tenues fantasías como ésas acechaban nuestras mentes y nos imbuían de sentimientos no del todo ajenos al placer, mientras permanecíamos junto a aquella silenciosa tumba de la naturaleza, escoltados por aquellas montañas sin vida que se alzaban sobre sus venas vivas y asfixiaban su principio vital.

-Así quedamos -dijo Adrian-, dos árboles melancólicos, desahuciados, que se alzan donde antes se mecía todo un bosque. Nos queda lamentarnos, añorar y morir. Y sin embargo ahora mismo nos quedan por cumplir deberes que debemos conminarnos a cumplir: el deber de dar placer allá donde podamos y, mediante la fuerza del amor, iluminar con los colores del arco iris esta tormenta de pesar. No me quejaré si en esta hora extrema conservamos apenas lo que ahora poseemos. Algo me dice, Ver- ney, que ya no hemos de temer a nuestro enemigo cruel, y me aferro con ganas a la voz de ese oráculo. Aunque extraño, será dulce presenciar el crecimiento de tu pequeño, el desarrollo del joven corazón de Clara. En medio de un mundo desierto, nosotros lo somos todo para ellos. Y si vivimos nuestra misión ha de consistir en lograr que este nuevo modo de vida les resulte feliz. De momento será fácil, pues sus ideas infantiles no se aventuran en el futuro, y el agudo anhelo de comprensión y todo el amor del que nuestra naturaleza es susceptible no han despertado aún en ellos. No podemos adivinar qué sucederá entonces, cuando la naturaleza ejerza sus poderes sagrados e ineludibles. Pero mucho antes de que ello ocurra podemos estar todos fríos, como el que yace en esta tumba de hielo. Debemos preocuparnos sólo por el presente y tratar de llenar con imágenes agradables la imaginación inexperta de tu encantadora sobrina. Los escenarios que ahora nos rodean, a pesar de su inmensidad y maravilla, no son los que mejor pueden contribuir a la tarea. La naturaleza, aquí, se presenta como nuestra suerte, grande pero demasiado destructiva, desnuda y tosca como para permitir que en su joven imaginación surja la delicia. Dirijámonos a las soleadas llanuras de Italia. El invierno llegará pronto y vestirá estos parajes indómitos de una doble desolación. Pero nosotros cruzaremos estas áridas cumbres y la llevaremos a escenarios de fertilidad y belleza en los que su camino se verá adornado con flores y el ambiente alegre le inspirará placer y esperanza.

En cumplimiento de este plan abandonamos Chamonix al día siguiente. No había motivo para apresurar la marcha; más allá de nuestro círculo, no había nada que encadenara nuestra voluntad, de modo que cedíamos a todos los caprichos y nos parecía que invertíamos bien nuestro tiempo si lográbamos contemplar el paso de las horas sin horror. Nos demoramos en el encantador valle de Servox. Pasamos largas horas sobre el puente que, salvando la quebrada del Arve, domina una vista de sus profundidades tapizadas de abetos y de las montañas nevadas que la rodean. Avanzamos sin apresurarnos por la romántica Suiza. Mas el temor a que nos atrapara el invierno nos llevó finalmente a proseguir, y en los primeros días de octubre llegamos al valle de La Maurienne, que conduce hasta Cenis. No sé explicar los sentimientos enfrentados que nos asaltaron al abandonar aquella tierra de montañas. Tal vez fuera porque veíamos en los Alpes la frontera que separaba el pasado del futuro y queríamos aferrarnos a lo que, en nuestra vida anterior, tanto habíamos amado. Tal vez, como eran tan pocos los impulsos que nos instaban a elegir entre dos modos de proceder, nos complacía preservar la existencia de uno de ellos y preferíamos la idea de lo que estaba por hacer al recuerdo de lo que ya habíamos culminado. Sentíamos que, por ese año al menos, el peligro había pasado, y creíamos que durante algunos meses nos tendríamos los unos a los otros. Aquel pensamiento nos llenaba de una mezcla de agonía y placer; los ojos se inundaban de lágrimas y sentimientos tumultuosos desgarraban los corazones; más frágiles que la «nieve que cae sobre el río»93 éramos todos y cada uno de nosotros, pero tratábamos de dar vida e individualidad al curso meteórico de nuestras diversas existencias, y nos esforzábamos porque ningún momento se nos escapara sin haber gozado de él. Así, avanzando sobre ese límite borroso, éramos felices. ¡Sí! Sentados bajo los peñascos, junto a las cascadas, cerca de

bosques tan antiguos como los montes

de prados ondulantes, soleados,94

donde pacía el rebeco y la tímida ardilla acudía a declamar sobre los encantos de la naturaleza y a embriagarse de sus bellezas inalienables, nosotros, en nuestro mundo vacío, nos sentíamos felices.

Pero, ¡oh, días de dicha! Días en que los ojos hablaban a los ojos y las voces, más dulces que la música de las ramas oscilantes de los pinos, que el murmullo sereno de los riachuelos, respondían a mi voz. ¡Oh, días desbordantes de beatitud, días de propicia compañía, días amados, perdidos, que no logro retener.! Pasad ante mí, y en vuestro recuerdo hacedme olvidar lo que soy. Contemplad mis ojos llorosos que empapan este papel insensible, contemplad mis gestos que se tuercen en lamentos de agonía apenas regresáis a mi memoria, ahora que, solo, mis lágrimas se vierten, mis labios tiemblan, mis gritos llenan el aire sin nadie que me vea, que me consuele, que me oiga. ¡Oh, días de dicha! Permitidme morar en vuestras dilatadas horas.

Cuando el frío empezaba a recrudecerse, cruzamos los Alpes y llegamos a Italia. Cuando salía el sol desayunábamos, y con alegres comentarios o disquisiciones aprendidas expresábamos nuestras quejas. Vivíamos sin prisas, y aunque sin perder de vista la meta de nuestro viaje, no nos importaba el día exacto en que lo culminaríamos. Cuando al cielo asomaba la estrella vespertina y el sol anaranjado, por poniente, indicaba la posición de la tierra amada que habíamos abandonado para siempre, la conversación, que mantenía encadenados los pensamientos, hacía que las horas pasaran volando. ¡Ojalá hubiéramos vivido de ese modo por siempre jamás! ¿Qué importancia habría tenido para nuestros cuatro corazones, que eran las únicas fuentes de vida en todo el vasto mundo? Con respecto al sentimiento estrictamente individual, habríamos preferido permanecer unidos en esas circunstancias que, cada uno de nosotros perdido en un desierto populoso de gentes desconocidas, haber vagado sin compañía hasta el fin de la vida. Así tratábamos de consolarnos unos a otros, y así la verdadera filosofía nos enseñaba una lección.

A Adrian y a mí nos llenaba de dicha atender a Clara, a la que habíamos nombrado pequeña reina del mundo y de la que nosotros éramos humildes servidores. Cuando llegábamos a alguna ciudad, nuestra primera misión consistía en escoger para ella la morada más noble. Después nos asegurábamos de que no quedaran restos siniestros de sus anteriores ocupantes, le buscábamos alimentos y velábamos por sus necesidades con asidua ternura. Clara participaba en nuestro juego con entusiasmo infantil. Su principal ocupación era el cuidado de Evelyn, pero le encantaba vestirse con ropas magníficas, adornarse con piedras preciosas, fingir un rango principesco. Su religiosidad, profunda y pura, no le prohibía combatir de ese modo los agudos zarpazos del dolor. Y su vivacidad juvenil la llevaba a entregarse en cuerpo y alma a aquellas raras mascaradas.

Habíamos decidido pasar el invierno en Milán, pues, por ser una ciudad grande y lujosa, podría proporcionarnos variedad de alojamiento. Habíamos descendido desde los Alpes y habíamos dejado atrás sus inmensos bosques e imponentes peñascos. Entramos en la sonriente Italia. Pastos y maizales se intercalaban en las llanuras y las viñas sin podar enroscaban sus indómitas ramas alrededor de los olmos. Las uvas, maduras en exceso, habían caído al suelo o colgaban, púrpuras o de un verde ajado, entre hojas de parra rojizas y amarillas. Los envoltorios vacíos de las mazorcas se mecían al viento. El follaje caído de los árboles, los arroyos cubiertos de malas hierbas, los olivos oscuros, ahora salpicados de sus frutos maduros; los castaños, de los que la ardilla era cosechadora. Toda abundancia y, ¡ay!, toda pobreza, pintaba con tonos asombrosos y fantásticos aquella tierra de hermosura. En las ciudades, en las ciudades mudas, visitábamos las iglesias, decoradas con pinturas, obras maestras del arte, o las galerías de estatuas, mientras en aquel clima benigno los animales, con su libertad recobrada, se paseaban por los lujosos palacios y apenas temían nuestra presencia ya olvidada. Los bueyes grises fijaban en nosotros sus ojos y seguían, despacio, su camino. Un asustado rebaño de ovejas salía a trompicones de alguna estancia antes dedicada al reposo de la belleza y se escurría, pasando a nuestro lado, por la escalera de mármol, camino de la calle, y de nuevo, al hallar una puerta abierta, tomaba posesión absoluta de algún templo sagrado o de la cámara del consejo de algún monarca. Aquellos hechos habían dejado hacía tiempo de causarnos asombro, lo mismo que otros cambios peores, como la constatación de que un palacio se hubiera convertido en mera tumba, impregnada de olores fétidos e infestada de cadáveres. Y percibíamos que la peste y el miedo habían representado pantomimas raras, llevando a la dama noble hasta los campos marchitos y las granjas desiertas y tumbando, sobre alfombras tejidas en la India, al rudo campesino o al mendigo deforme y apenas humano.

Llegamos a Milán y nos alojamos en el palacio del virrey. Allí dictamos leyes para nosotros mismos, dividiendo el día y estableciendo distintas ocupaciones para cada hora. Por las mañanas cabalgábamos por los campos cercanos o paseábamos por los palacios en busca de pinturas y antigüedades. Por las tardes nos reuníamos para leer o conversar. Eran pocos los libros que no nos inspiraran temor, pocos los que no arrancaran el barniz que aplicábamos a nuestra soledad al recordarnos relaciones y emociones que ya no volveríamos a experimentar. Llenaban nuestras horas obras sobre disquisiciones metafísicas; o de ficción, que, al alejarse de la realidad, se perdían en errores inventados; o la obra de poetas de tiempos tan remotos que leerlos era leer sobre la Atlántida y la Utopía, o a aquéllos que se referían sólo a la naturaleza y a las ideas de una única mente. Pero sobre todo hablábamos, charlábamos entre nosotros sobre temas diversos y siempre nuevos.

Aunque allí detuvimos nuestro avance hacia la muerte, el tiempo siguió su curso acostumbrado. La tierra seguía girando montada en el carro de la atmósfera, impulsada por la fuerza de los corceles de una necesidad infalible. Y ahora esa gota de rocío en el cielo, esa esfera cubierta de montañas, esplendorosa de olas, dejando atrás la breve tiranía de Piscis y al frígido Capricornio, se adentró en la radiante finca de Tauro y Géminis. Y allí, oreado por aires primaverales, el Espíritu de la Belleza salió de su letargo frío y, extendiendo las alas al viento, con pie rápido y ligero rodeó la tierra con una cinto de verdor que se exhibía entre las violetas, se ocultaba entre el tierno follaje de los árboles y acompañaba a los arroyos radiantes en su viaje hacia un mar bañado por el sol. «Porque he aquí que ha pasado el invierno, se ha mudado, la lluvia se fue; las flores han brotado en la tierra, el tiempo del canto de los pájaros ha vuelto, y en nuestra tierra resuena el arrullo de la tórtola; la higuera ha dado sus primeros higos, y en las vides las uvas más tiernas exhalan un delicioso aroma.»95Así era en los tiempos del antiguo poeta regio; y así era para nosotros.

¿Mas cómo íbamos nosotros, en nuestra tristeza, a saludar la llegada de la estación deliciosa? Esperábamos que esta vez la muerte no avanzara, como había hecho antes, agazapada en su sombra, y nos mirábamos con ojos expectantes, sin atrevernos siquiera a fiarnos de nuestros presentimientos, tratando de adivinar cuál de nosotros sobreviviría a los otros tres. Pasaríamos la estación estival en el lago de Como, y hacia allí nos dirigimos tan pronto como el verano alcanzó su madurez y la nieve desapareció de las cumbres. A diez millas de Como, bajo las escarpadas alturas de los montes orientales, a orillas del agua remansada, se alzaba una villa llamada La Pliniana por estar construida junto a una fuente cuyo periódico flujo y reflujo describió Plinio el Joven en sus cartas. La casa se hallaba prácticamente en estado de ruina hasta que, en 2090, un aristócrata inglés la compró y la dotó de todos los lujos. Dos grandes salones revestidos de espléndidos cortinajes y suelos de mármol daban a dos lados opuestos de un mismo patio. Uno de ellos moría en el lago oscuro y profundo, y el otro a los pies de un peñasco por uno de cuyos lados, con rumor constante, se descolgaba la célebre fuente. Coronaban la roca mirtos y otras planas aromáticas y unos cipreses afiladísimos se recortaban contra el cielo. Más allá grandes castaños decoraban las hondonadas de los montes. Allí fijamos nuestra residencia de verano. Disponíamos de un precioso bote en el que navegábamos, ahora dirigiéndonos al centro, ahora siguiendo la orilla recortada y exuberante de plantas que con sus hojas brillantes rozaban las aguas en muchos entrantes y quebradas de aguas oscuras y traslúcidas. Los naranjos estaban en flor, los pájaros entonaban sus cantos melodiosos y durante la primavera la fría serpiente surgía de entre las grietas de las rocas y se tendía al sol.

¿No éramos felices en este retiro paradisíaco? Si algún espíritu amable nos hubiera concedido el bálsamo del olvido, creo que habríamos llegado a serlo, pues allí las montañas verticales, casi sin senderos, nos impedían la visión de los campos desolados y, sin necesidad de ejercitar en exceso la imaginación, podíamos fantasear con que las ciudades seguían bullendo de actividad humana, con que los campesinos seguían arando la tierra y con que nosotros, los ciudadanos libres del mundo, gozábamos de un exilio voluntario, en vez de la separación inevitable de nuestra especie extinta.

Ninguno de nosotros disfrutaba más que Clara de la belleza del paisaje. Antes de partir de Milán se había operado un cambio en sus hábitos y maneras. Había perdido la alegría y se mantenía alejada de toda actividad física; empezó a vestirse con sobriedad de vestal. Nos evitaba y se encerraba con Evelyn en alguna cámara retirada o en algún rincón alejado. Tampoco participaba de los pasatiempos del niño con su fervor acostumbrado; se sentaba a observarlo y esbozaba sonrisas tristes y tiernas, los ojos arrasados en lágrimas, aunque nunca llegaba a formular la menor queja. Se acercaba a nosotros con gran timidez, rehuía nuestras caricias y no se liberaba de la vergüenza que la dominaba hasta que algún debate serio o algún tema elevado lograban sacarla de su ensimismamiento. Su belleza crecía como una rosa que, abriéndose a las brisas estivales, revelara una tras otra todas sus hojas e inundara los corazones de dolor ante la contemplación de una hermosura tan excesiva. Un rubor leve y variable poblaba sus mejillas y sus movimientos parecían sincronizarse con una armonía oculta de dulzura extraordinaria. Nosotros redoblamos con ella nuestra ternura y atenciones, y ella las recibía con sonrisas de agradecimiento, tan fugaces que desaparecían más deprisa que los rayos del sol sobre las olas brillantes en un día de abril.

Nuestro único punto de comunicación con ella parecía ser Evelyn. El pequeño nos aportaba un consuelo y una alegría indescriptibles. Su carácter extrovertido y su inocente ignorancia de la horrible calamidad que se había apoderado de nosotros eran un bálsamo para todos, pues en nuestras ideas y sentimientos vivíamos dominados por la inmensidad de la tristeza. Adorarlo, acariciarlo, entretenerlo, eran tareas comunes a las que nos entregábamos. Clara, que en cierta medida se sentía como una madre para él, nos agradecía inmensamente el afecto que le profesábamos. Me lo agradecía a mí. A mí que en sus cejas finas y ojos tiernos veía los de la amada de mi corazón, mi Idris adorada y perdida, renacida en su rostro amable. Yo lo amaba hasta el dolor. Si lo estrechaba contra mi pecho me parecía sostener una parte real y viva de ella, de la mujer que se había refugiado en él durante largos años de jovial felicidad.

Adrian y yo adquirimos el hábito de salir de expedición con nuestro bote todos los días, en busca de objetos. Durante aquellos desplazamientos Clara y Evelyn casi nunca nos acompañaban, pero nuestro regreso se saludaba siempre con gran alegría. Evelyn saqueaba lo que hubiéramos encontrado con impaciencia infantil y nosotros siempre llegábamos con algún regalo para nuestro amado compañero. También descubríamos paisajes nuevos, encantadores, o palacios magníficos a los que nos trasladábamos todos por la tarde. Nuestras excursiones en barca resultaban divinas; con el viento a favor surcábamos las olas, y si la conversación se interrumpía, acechada por oscuros pensamientos, yo sacaba mi clarinete y con sus ecos devolvía las mentes a su estado anterior. En aquellas ocasiones Clara regresaba a menudo a sus hábitos anteriores de extroversión y buen humor. Y aunque nuestros cuatro corazones eran los únicos que latían en el mundo, aquellos cuatro corazones eran felices.

Un día, al regresar de la ciudad de Como con el bote cargado, esperábamos que, como siempre, Clara y Evelyn nos esperaran en el embarcadero, y nos sorprendió un poco hallarlo desierto. En un primer momento no pensé que nada malo hubiera sucedido y atribuí su ausencia a la casualidad. No así Adrian, que al punto fue presa del pánico y, tembloroso, me conminó con vehemencia a que atracara deprisa, y cuando se halló cerca de la arena dio un salto y estuvo a punto de caer al agua. Ascendió a toda prisa por la pendiente y recorrió a grandes zancadas la estrecha franja de jardín, único espacio llano entre el lago y la montaña. Yo lo seguí sin dilación. El jardín y el patio interior estaban vacíos, lo mismo que la casa, que inspeccionamos habitación por habitación. Adrian llamó a Clara en voz alta, y ya estaba a punto de enfilar un sendero cercano cuando la puerta de un pabellón de verano que se alzaba en un extremo del jardín se abrió y apareció Clara, que no se acercó a nosotros, sino que se apoyó contra una columna del edificio, muy pálida, con gesto ausente. Adrian gritó de alegría, se acercó a ella a la carrera y la estrechó en sus brazos. Pero ella rechazó su muestra de afecto y sin mediar palabra volvió a entrar en el pabellón. Sus labios temblorosos, su corazón desesperado, le impedían pronunciar la desgracia que se había abatido sobre nosotros. El pobre Evelyn, mientras jugaba con ella, había sucumbido a una fiebre súbita y ahora yacía, adormecido y sin hablar, en el pequeño sofá de aquel aposento estival.

Dos semanas enteras pasamos velando al pobre niño, mientras, atacada por un tifus virulento, su vida se extinguía. Su cuerpo menudo y su rostro albergaban el embrión de la mente de un hombre que se abre al mundo. La naturaleza humana, rebosante de pasiones y afectos, habría echado raíces en su pequeño corazón, cuyos latidos se dirigían velozmente hacia su final. El mecanismo de sus manitas, ahora fláccidas e inmóviles, habría culminado obras de belleza y fuerza si éstas se hubieran revestido de los tendones y los músculos de la juventud. Sus pies tiernos, otrora sanos, hubieran hollado en su pubertad los bosques y los prados de la tierra. Pero todos aquellos pensamientos servían de muy poco, pues él, tumbado, abandonado de todo pensamiento y fuerza, aguardaba el golpe final sin oponer resistencia.

Nosotros lo observábamos junto al lecho, y cuando le sobrevenían los accesos de fiebre, ni hablábamos ni nos mirábamos, concentrados como estábamos en su respiración entrecortada, en el brillo mortal que teñía su mejilla hundida, en el peso de la muerte que le cerraba los párpados. Resulta manido afirmar que las palabras no lograrían expresar la larga agonía que vivimos; sin embargo, ¿cómo van las palabras a recrear sensaciones cuya intensidad nos atormenta y, por así decirlo, nos devuelve a las profundas raíces y los cimientos ocultos de nuestra naturaleza, que sacude nuestro ser con el temblor de un seísmo, hasta el punto de que dejamos de confiar en las sensaciones acostumbradas que, como la madre tierra, nos sustentan, y nos aferramos a cualquier imaginación vana, a cualquier esperanza engañosa que no tarda en quedar sepultada bajo las ruinas causadas por el horror final? He dicho que fueron dos semanas las que pasamos asistiendo al avance de la enfermedad que consumía a mi hijo, y tal vez así fuera; de noche nos asombrábamos de que hubiera transcurrido otra jornada, aunque las horas nos parecían interminables. No distinguíamos los días de las noches. Apenas dormíamos y ni siquiera abandonábamos su cuarto, excepto cuando un arrebato de llanto se apoderaba de nosotros y nos ausentábamos durante un tiempo breve para ocultar nuestros sollozos y nuestras lágrimas. Tratábamos en vano de apartar a Clara de tan deplorable escena. Ella permanecía horas y horas observándolo, ahuecándole a veces la almohada, y mientras el pequeño mantuvo la facultad de tragar, administrándole bebidas. Al fin llegó el momento de su muerte: la sangre detuvo su curso, el niño abrió los ojos y volvió a cerrarlos. Sin convulsiones ni suspiros, su frágil morada quedó libre del espíritu que la habitaba.

He oído decir que la visión de los muertos confirma a los materialistas en sus creencias. A mí me sucedía lo contrario. ¿Era ése mi hijo, ese ser inmóvil, corruptible, inanimado? Mi hijo adoraba mis caricias, su voz encantadora revestía sus pensamientos con sonidos articulados de otro modo inaccesibles; su sonrisa era un rayo de alma y esa misma alma ocupaba el trono de sus ojos. Ya concluyo mi descripción fallida de lo que era. ¡Toma, tierra, tu deuda! Voluntariamente y por siempre te entrego el envoltorio que reclamas. Pero tú, dulce niño, hijo querido y bondadoso, irás -irá tu espíritu- en pos de una casa mejor, o, venerado en mi corazón, vivirás mientras mi corazón viva.

Depositamos sus restos bajo un ciprés, custodiados por la montaña. Y entonces Clara nos dijo:

-Si deseáis que viva, llevadme lejos de aquí. Hay algo en este paisaje de belleza trascendente, en estos árboles, colinas y aguas, que me susurra siempre: «abandona la carga de tu carne y únete a nosotros». Os ruego encarecidamente que me saquéis de aquí.

Así, el 15 de agosto dijimos adiós a nuestra villa, al vergel sombreado donde habitaba la belleza, a la bahía serena y a la cascada parlanchina. Nos despedimos de la tumba del pequeño Evelyn y a continuación, con el alma encogida, proseguimos nuestra peregrinación hacia Roma.

El último hombre
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