CAPÍTULO VI
Me he demorado hasta ahora en otra orilla, en la desolada lengua de arena que se adentra en el arroyo de la vida tras coquetear apenas con la sombra de la muerte. Hasta ahora he mecido mi corazón en el recuerdo de la felicidad pasada, del tiempo de la esperanza. ¿Por qué no seguir así? No soy inmortal, y el ovillo de mi historia podría seguir devanándose hasta trascender los límites de mi existencia. Pero no. El mismo sentimiento que me ha conducido a recrear escenas repletas de tiernas remembranzas me empuja ahora a apresurarme. El mismo anhelo de este corazón exhausto, que me ha llevado a poner por escrito mi juventud errante, mi serena edad adulta, las pasiones de mi alma, me disuade ahora de mayores demoras. Debo completar mi obra.
Así, aquí me encuentro, como he dicho, junto a las aguas bravas de los años que fluyen y desaparecen. ¡Arriad las velas y remad con fuerza por congostos oscuros, empinados rápidos, hasta llegar al mar de desolación en que me hallo! Pero antes, todavía un instante, un breve intervalo antes de zarpar. Dejadme una vez más, una sola, imaginarme cómo era en 2094, en mi morada de Windsor. Dejadme cerrar los ojos e imaginar que las inmensas ramas de los robles todavía me cobijan en los alrededores del castillo. Que la mente recree el feliz escenario del 20 de junio tal como mi doliente corazón aún lo recuerda.
Las circunstancias me habían llevado a Londres. Allí oí que a algunos hospitales de la ciudad habían acudido enfermos con síntomas de peste. Regresé a Windsor apesadumbrado. Accedí a Little Park, como era mi costumbre, por la puerta de Frogmore, camino del castillo. Gran parte de esas tierras se dedicaban ahora al cultivo, y aquí y allá surgían campos de patatas y maizales. Los grajos graznaban con estridencia sobre los árboles cercanos. Entre sus gritos agudos llegó a mí una música animada. Era el cumpleaños de Alfred. Los jóvenes, sus compañeros de Eton y los hijos de los nobles de las inmediaciones, habían organizado un simulacro de feria al que habían invitado a toda la vecindad, y el parque se veía salpicado de tenderetes de colores vivos flanqueados por banderas estrambóticas que ondeaban al sol y aportaban su nota festiva a la escena. Sobre una tarima instalada bajo la terraza bailaban algunos jóvenes. Me apoyé en un árbol y me dediqué a observarlos. La orquesta tocaba la animada aria orientalizante de Abon Hassan, de Weber. Sus volátiles notas daban alas a los pies de los danzantes, y quienes los observaban marcaban el ritmo sin percatarse de ello. En un primer momento me dejé arrastrar por la alegría y durante unos instantes mis ojos recorrieron la maraña de cuerpos en movimiento. Entonces una idea se clavó en mi corazón como el acero: «todos vais a morir -pensé-. Ya cavan vuestra tumba alrededor de vosotros. Por el momento, como contáis con los dones de la agilidad y la fuerza, imagináis que estáis vivos. Pero frágil es la «enramada de carne»46que aprisiona la vida; quebradiza la cadena de plata47que os une a ella. El alma feliz, que va de placer en placer montada en el agraciado mecanismo de unos miembros bien formados, sentirá de pronto que el eje cede, que la rueda y el muelle se disuelven en el polvo. Ni uno solo de vosotros -¡oh, desdichado grupo!- escapará. Ni uno solo. ¡Ni mi Idris ni sus hijos! ¡Horror y desgracia! La alegre danza concluyó de pronto, el prado verde quedó cubierto de cadáveres y el aire azul se impregnó de vapores fétidos y letales. ¡Resonad, clarines! ¡Atronad, agudas trompetas! Sumad un canto fúnebre a otro, tocad acordes lúgubres, que el aire reverbere con hórridos lamentos, que en las alas del viento viajen los aullidos discordantes. Ya me parece oírlos, mientras los ángeles de la guarda, que velan por la humanidad, se retiran veloces una vez cumplida su misión, su partida anunciada por sonidos melancólicos. Unos rostros llorosos más allá del decoro me obligaron a abrir los ojos; cada vez más aprisa, más rostros desencajados se congregaban a mi alrededor y exhibían todas las variedades del pesar, rostros conocidos que alternaban con otros distorsionados, producto de la fantasía. Con palidez cenicienta, Raymond y Perdita se hallaban sentados, alejados del resto, observándolo todo con una sonrisa triste. El semblante de Adrian pasaba entonces ante mí fugazmente, teñido de muerte. Idris, con los párpados lánguidamente cerrados, los labios lívidos, avanzaba, a punto de meterse en la ancha tumba. La confusión crecía. Las expresiones de tristeza se convertían en gestos de burla: movían la cabeza asintiendo al ritmo de la música, que subía de tono hasta resultar ensordecedora.
Creí ser presa de la locura y, adelantándome para librarme de ella, me uní a la multitud. Idris se fijó en mí y vino a mi encuentro con paso leve. La estreché entre mis brazos sintiendo, al hacerlo, que en ellos sostenía lo que para mí era el mundo entero, pero que a la vez resultaba tan frágil como la gota de agua que el sol del mediodía ha de beberse en la copa de un nenúfar. A mi pesar sentí los ojos arrasados en lágrimas. La alegre bienvenida de mis hijos, el dulce saludo de Clara, el apretón de manos de Adrian... Todo se aliaba para desencajarme. Los sentía cerca, los sentía a salvo, y a la vez pensaba que todo aquello era un engaño: la tierra se movía bajo mis pies, los árboles se balanceaban a pesar de tener las raíces profundamente ancladas en el suelo. Me sentía tan mareado que me tendí sobre la hierba.
Mis seres queridos se alarmaron hasta tal punto que no me atreví a pronunciar la palabra «peste» que me asomaba ya a la punta de la lengua, por temor a que pensaran que mis síntomas se debían a ella y que mi desfallecimiento lo causaba la infección. Me había recuperado algo, y con forzada hilaridad había devuelto las sonrisas a mi reducido círculo, cuando vi que Ryland se aproximaba a mí.
El nuevo Protector tenía en su complexión algo de granjero, de hombre cuyos músculos y físico se hubieran desarrollado bajo la influencia del ejercicio físico vigoroso y la exposición a los elementos. Y hasta cierto punto así era, pues aunque propietario de una gran finca, en tanto que proyectista y persona de naturaleza activa e industriosa, se entregaba a las labores agrícolas en sus terrenos. Cuando fue nombrado embajador del país en los Estados del Norte de América, se planteó durante un tiempo instalarse en el país, y llegó a realizar varios viajes hacia el oeste de aquel inmenso continente con el fin de escoger el lugar idóneo para establecerse. La ambición le apartó de aquellos planes, una ambición que, abriéndose paso a través de varios obstáculos y reveses, le había llevado al fin al colmo de sus esperanzas, convirtiéndolo en señor Protector de Inglaterra.
Su expresión era dura pero denotaba inteligencia: la frente despejada, los ojos grises, despiertos, que parecían protegerse de sus propios planes y de la oposición de los enemigos. Hablaba con voz estentórea y agitaba mucho las manos durante las discusiones, como si con su gigantesco cuerpo quisiera advertir a sus interlocutores de que las palabras no eran sus únicas armas. Eran pocos los que habían descubierto cierta cobardía y una considerable falta de firmeza bajo aquel aspecto imponente. A nadie se le daba mejor que a él aplastar a un adversario más débil, del mismo modo que nadie era más capaz de ejecutar una rápida retirada ante un adversario poderoso. Ése había sido el secreto de su renuncia cuando se produjo la elección de lord Raymond. Aunque la mayoría los desconocía, aquellos defectos podían intuirse apenas en su mirada no siempre franca, en su afán exagerado por conocer las opiniones de los demás, en la poca firmeza de su letra. Ahora él era nuestro Protector. Se había entregado a una feroz campaña para alcanzar el cargo. Su Protectorado iba a distinguirse por la introducción de toda clase de renovaciones tocantes a la aristocracia. Pero había tenido que cambiar aquella tarea por otra muy distinta: la de enfrentarse a la ruina causada por las convulsiones de la naturaleza. Pero no contaba con ningún sistema coherente para abordar aquellos males y se limitaba a solicitar informe tras informe, sin decidirse a poner en práctica solución alguna hasta que todas ellas dejaban de resultar eficaces.
Sin duda el Ryland que avanzaba hacia nosotros en ese instante se parecía muy poco al cazador de votos poderoso, irónico y en apariencia valeroso que aspiraba a ocupar la dignidad de primer mandatario entre los ingleses. Nuestro «roble autóctono», como lo llamaban sus partidarios, parecía haber encogido a causa del embate de algún frío invernal. Parecía haber menguado hasta la mitad de su tamaño y caminaba torpemente, como si las piernas no fueran capaces de soportar su peso. El gesto contrariado, la mirada perdida, ponían en su rostro una mezcla de cobardía y temor.
En respuesta a nuestras ávidas preguntas, sólo pronunció una palabra, que se diría que involuntariamente se le había escapado de los labios:
-Peste... ¿Dónde?... En todas partes... Debemos huir, huir, pero ¿adónde?... Nadie lo sabe. No existe refugio en la tierra, nos ataca como mil manadas de lobos. Debemos huir todos. ¿Dónde iréis? ¿Dónde podemos ir?
El hombre de acero había hablado con voz temblorosa.
-¿De veras huiría usted? -le preguntó Adrian-. Debemos permanecer aquí y hacer todo lo posible por ayudar a los ciudadanos que sufren.
-¡Ayudar! -exclamó Ryland-. No hay ayuda posible. ¡Por Dios! ¿Quién habla de ayuda? ¡El mundo entero es presa de la peste!
-Entonces, para evitarla, debemos abandonar el mundo -observó Adrian esbozando una sonrisa sosegada.
Ryland emitió una especie de gruñido. Un sudor frío bañaba su frente. Era inútil oponerse a su paroxismo de terror, pero de todos modos nosotros tratamos de calmarlo y animarlo. Así, transcurridos unos minutos, algo más sereno, logró explicarnos con más calma el motivo de su alarma, pues había vivido un caso bastante próximo. Uno de sus criados, mientras lo esperaba, había caído muerto en el acto. El médico dictaminó que había fallecido a causa de la peste. Intentamos calmarlo, sí, pero la zozobra se apoderaba de nuestros corazones. Vi que Idris me miraba primero a mí y después a los niños, pidiéndome en silencio mi opinión. Adrian se hallaba sumido en la meditación. En cuanto a mí, reconozco que las palabras de Ryland resonaban en mis oídos: todo el mundo estaba infectado. ¿En qué reclusión pura podría guarecer mis amados tesoros hasta que la sombra de la muerte hubiera dejado atrás la tierra? Permanecimos todos en silencio, un silencio que se nutría de los relatos y los pronósticos lúgubres de nuestro invitado.
Nos habíamos apartado un poco del resto de asistentes a la celebración y ahora subíamos por la escalinata de la terraza, camino del castillo. Nuestro cambio de humor intrigó a los que se hallaban más cerca de nosotros. Además, a través de los criados de Ryland no tardó en saberse que éste había escapado de la peste que ya afectaba a Londres. Los alegres invitados se dispersaron en corrillos susurrantes. El espíritu festivo desapareció al instante: la música cesó y los jóvenes abandonaron sus ocupaciones y se congregaron. El ánimo liviano que les había llevado a vestirse con disfraces, a decorar los tenderetes, a reunirse en grupos fantásticos, les parecía ahora un pecado, una provocación al destino horrible que había posado su mano temblorosa sobre la esperanza y la vida. La dicha de aquel día resultaba una burla sacrílega de las penas del hombre. Los extranjeros que vivían entre nosotros y que habían huido de sus países por culpa de la epidemia veían invadido su último refugio. El miedo los volvía locuaces, ante un auditorio ávido de noticias describían las desgracias que habían contemplado en las ciudades visitadas por la calamidad y se entregaban a detallados y horribles relatos sobre la naturaleza insidiosa e irremediable de la pestilencia.
Entramos en el castillo. Idris se acercó a una ventana que miraba al parque. Con ojos maternales buscaba a nuestros hijos entre la multitud. Un muchacho italiano había congregado un corrillo a su alrededor y con gesto vehemente describía alguna escena espeluznante. Alfred permanecía inmóvil frente a él, absorto en sus palabras. El pequeño Evelyn había tratado de convencer a Clara para que se lo llevara a jugar a otra parte, pero la historia del italiano la fascinaba y, sin quitarle la vista de encima, cada vez se acercaba más a él. Bien observando a los invitados del jardín, bien sumidos en sus reflexiones, todos guardaban silencio. Ryland, solo, se apoyaba en una ventana; Adrian caminaba de un lado a otro rumiando alguna idea nueva y poderosa, hasta que se detuvo de pronto y dijo:
-Llevo tiempo temiendo que sucediera esto. ¿Acaso cabía esperar que la isla se mantuviera al margen de la visita universal? El mal ha venido a visitarnos a nuestra casa y no debemos arredrarnos ante el destino. ¿Cuáles son sus planes, señor Protector, para el bien del país?
-Por el amor de Dios, Windsor -exclamó Ryland-. No se mofe de mí con ese título. La muerte y la enfermedad igualan a todos los hombres. Ni pretendo proteger a nadie ni dirijo un hospital... que es en lo que pronto se convertirá Inglaterra.
-¿Pretende entonces abandonar sus deberes en esta hora de peligro?
-¿Deberes? Hable cabalmente, milord. Cuando sea un cadáver carcomido por la peste, ¿cuáles serán mis deberes? ¡Que cada palo aguante su vela! Que el diablo asuma el Protectorado, si asumiéndolo yo voy a ponerme en peligro.
-¡Hombre débil de espíritu! -dijo Adrian, presa de la indignación-. Sus conciudadanos depositan su confianza en usted, y usted los traiciona.
-¿Los traiciono? -inquirió Ryland-. Es la peste la que me traiciona a mí. ¿Débil de espíritu? Está bien. Usted, encerrado en su castillo, se jacta de no conocer el temor. Que asuma quien quiera el Protectorado. Yo renuncio a él ante Dios.
-¡Y ante Dios -exclamó su contrincante con fervor- yo lo recibo! Nadie se postulará para el cargo en estas circunstancias, nadie envidiará el peligro que he de correr ni las tareas a las que voy a entregarme. Deposite su poder en mis manos. Largo tiempo he luchado con la muerte, y mucho (extendió una mano escuálida), mucho he sufrido en la batalla. No es huyendo del enemigo, sino enfrentándose a él, como podremos conquistarlo. Si ahora estoy a punto de iniciar mi último combate, si voy a perderlo, que así sea.
»Pero Ryland, reconsidere su posición. Los hombres, hasta ahora, lo han tenido por magnánimo y sabio. ¿Arrojará esos títulos por la borda? Piense en el pánico que causará su huida. Regrese a Londres. Yo le acompañaré. Aliente al pueblo con su mera presencia. Yo incurriré en el peligro. Vergüenza debería darle ser el primero en desatender sus deberes, siendo como es el primer mandatario del país.
Entretanto el ánimo festivo había desaparecido por completo de los invitados que poblaban el jardín. Como las moscas a las que, en verano, ahuyenta el aguacero, así nuestro grupo, hasta hacía muy poco ruidoso y feliz, iba menguando entre tristes y melancólicos murmullos. Al ponerse el sol y acercarse la noche, el jardín quedó casi desierto. Adrian y Ryland seguían enzarzados en su discusión. Habíamos preparado un banquete para nuestros invitados en el salón de la planta baja del castillo, y hacia allí nos dirigimos Idris y yo para recibir a los pocos que quedaban. Nada resulta más melancólico que una reunión festiva convertida en velada triste. Los atuendos de gala, los ornamentos, alegres en otras circunstancias, se revisten de un aspecto solemne y fúnebre. Y si ese cambio ya resultaba doloroso ante causas menores, su peso ante aquélla se nos hacía intolerable, pues sabíamos que la Destructora de la tierra, como un demonio, había traspasado al fin, discretamente, los límites erigidos por nuestra precaución, y que, definitivamente, se había instalado en el corazón palpitante de nuestro país. Idris se sentó a la cabecera de la mesa medio vacía. Pálida y llorosa, le costaba no olvidar sus deberes de anfitriona. Mantenía la vista fija en nuestros hijos. El aire serio de Alfred demostraba que seguía rumiando sobre la historia que había oído contar al muchacho italiano. Evelyn era la única criatura alegre entre los presentes. Sentado sobre el regazo de Clara, entregado a sus propias fantasías, no dejaba de reírse en voz alta. Su voz infantil reverberaba en el techo abovedado. Su pobre madre, que llevaba largo rato reprimiendo toda expresión de angustia, no pudo más, estalló en llanto y, sosteniendo a su pequeño en brazos, se alejó precipitadamente del salón. Clara y Alfred la siguieron. Mientras, los demás asistentes, perplejos, iniciaron un murmullo que iba subiendo de tono y era expresión de sus temores.
Los jóvenes se congregaron a mi alrededor para pedirme consejo. Y de quienes tenían amigos en Londres se iba apoderando una gran intranquilidad, pues ignoraban el alcance de la epidemia en la ciudad. Yo, tratando de animarlos como mejor podía, les aseguraba que, por el momento, la peste había causado muy pocas bajas. Para tranquilizarlos, les sugería que, siendo como éramos los últimos en recibir su visita, era probable que la epidemia hubiera perdido virulencia antes de llegar a nuestras tierras. La limpieza, los hábitos ordenados y las construcciones de nuestras ciudades eran elementos que jugaban a favor nuestro. Por tratarse de una epidemia, su fuerza principal derivaba de las características perniciosas del aire, por lo que, en un país donde éste era naturalmente salubre, no se esperaba que causara grandes estragos. En un primer momento me dirigí sólo a los que se hallaban cerca de mí, pero gradualmente fue congregándose más gente a mi alrededor, y constaté que todos me escuchaban.
-Amigos -proseguí-, el riesgo que corremos es ordinario, de modo que las precauciones que tomemos también lo han de ser. Si la valerosa hombría y la resistencia pueden salvarnos, entonces nos salvaremos. Lucharemos contra el enemigo hasta el final. La plaga no hallará en nosotros una presa fácil; le disputaremos cada palmo del terreno y, con leyes metódicas e inflexibles, pondremos trabas invencibles al avance de nuestro enemigo. Tal vez en ninguna otra parte del mundo se haya topado con oposición tan sistemática y testaruda. Tal vez a ningún otro país haya dotado la naturaleza de mejor protección natural contra nuestro invasor, y tal vez en ningún otro la mano del hombre pueda contribuir tanto a la tarea de la naturaleza. No desesperaremos. No somos cobardes ni fatalistas; creemos que Dios ha puesto en nuestras manos los medios para nuestra supervivencia y vamos a sacarles el máximo provecho. Recordad que la limpieza, la sobriedad e incluso el buen humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas.
Poco podía añadir a aquella exhortación general. La peste había llegado a Londres pero aún no había hecho mella entre nosotros. Pedí a los invitados que se retiraran y me obedecieron, tristes, a la espera de lo que pudiera sucederles.
Fui entonces en busca de Adrian, impaciente por conocer el resultado de su conversación con Ryland. En cierto sentido la discusión la había ganado él: el Protector aceptó regresar a Londres unas semanas, tiempo suficiente para que la situación se enderezara algo y su renuncia no causara tanta consternación. Hallé juntos a Adrian y a Idris. De la tristeza con que aquél había recibido la noticia de la llegada de la peste a Londres no quedaba ni rastro. Su presencia de ánimo infundía fuerza a su cuerpo y la alegría solemne del entusiasmo y la entrega iluminaba su semblante. La debilidad de su condición física parecía haberle pasado de largo, como la nube de humanidad, en la antigua fábula, pasó de largo ante el amante divino de Semele. Trataba de infundir valor a su hermana, lograr que viera sus intenciones bajo una luz menos trágica, para lo que, con apasionada elocuencia, le exponía sus razones.
-Permíteme, en primer lugar -le dijo-, que libere tu mente de todo temor que puedas sentir por causa mía. No pienso forzarme más allá de mi resistencia ni buscaré los peligros innecesariamente. Creo saber qué debe hacerse y, dado que mi presencia es necesaria para el cumplimiento de mis planes, pondré especial cuidado en conservar mi vida.
»Voy a asumir un cargo adecuado para mí. No soy capaz de intrigar, de abrirme camino por las sendas tortuosas del laberinto que forman los vicios y las pasiones del hombre. Pero sí puedo aportar paciencia y comprensión, y toda la ayuda que permite el arte, al lecho del enfermo. Sí puedo alzar del suelo al triste huérfano y despertar nuevas esperanzas en el corazón cerrado del doliente. Sí puedo confinar a la peste dentro de unos límites, establecer un plazo a la desgracia que pueda ocasionar. Coraje, resistencia y vigilancia son las fuerzas que yo aporto a esta gran obra.
»¡Oh! ¡Ahora seré alguien! Desde mi nacimiento he aspirado a ser águila, pero, a diferencia de ella, me fallaron las alas, y la ceguera se apoderó de mis ojos. La decepción y la enfermedad, hasta hoy, me han dominado. Nacidos al nacer yo, gemelos míos, mi «podrías» se veía siempre encadenado a mi «no podrás». Un pastor cuidando de su rebaño en los montes participaba más que yo de la sociedad. Felicítame, pues, por haber encontrado una meta adecuada a mis fuerzas. A menudo he considerado ofrecer mis servicios a ciudades italianas o francesas invadidas por la peste. Pero el temor a lastimarte y la premonición de esta catástrofe me coartaban. A Inglaterra y a los ingleses me dedico. Si logro salvar uno solo de sus poderosos espíritus del mazazo de la muerte, si logro apartar la enfermedad de una de sus mansiones sonrientes, no habré vivido en vano.
¡Extraña ambición la suya! Y sin embargo así era Adrian. Parecía dado a la contemplación, negado a las excitaciones en todas sus formas, estudiante infatigable, hombre de visiones... Pero si se topaba con un asunto que considerara digno,
como alondra que, al alba
vuela sobre la tierra tenebrosa
y a las puertas del cielo
sus himnos canta,48
así él también se alzaba de sus pensamientos exangües e improductivos y alcanzaba la más alta cima de la acción virtuosa.
Con él viajaban el entusiasmo, la decisión férrea, el ojo capaz de mirar a la muerte sin pestañear. Entre nosotros, en cambio, habitaban la tristeza, la angustia, la insoportable espera del mal. Francis Bacon afirma que el hombre que tiene esposa e hijos entrega rehenes a la fortuna.49 Vano resultaba todo razonamiento filosófico -vana toda fortaleza-, vana, vana toda confianza en un bien probable. Por más que yo cargara un platillo de la balanza con lógica, valor y resignación, un solo temor por Idris y nuestros hijos colocado en el otro bastaba para decantarla de su lado.
¡La peste había llegado a Londres! Necios habíamos sido por no preverlo antes. Llorábamos la ruina de los inmensos continentes de Oriente, la desolación del mundo occidental, mientras imaginábamos que el estrecho canal que separaba nuestra isla del resto de la tierra nos mantendría alejados de la muerte. Entre Calais y Dover no había más que un paso. El ojo distingue sin dificultad la tierra hermana. En otro tiempo ambas estuvieron unidas. Y el angosto sendero que transita entre ellas parece, visto en un mapa, apenas un camino trazado en la hierba. Y no obstante ese pequeño intervalo debía salvarnos. El mar debía alzar un muro de diamante: del otro lado, la enfermedad y la desgracia; de éste, un refugio del mal, un rincón del jardín del Edén, una partícula de suelo celestial que ningún mal podía invadir. ¡Qué sabia demostró ser, ciertamente, nuestra generación al imaginar todas aquellas cosas!
Ahora, sin embargo, ya hemos despertado. La peste ha llegado a Londres. El aire de Inglaterra está contaminado y sus hijos cubren la tierra insalubre. Ahora se diría que las aguas del mar, hasta hace poco nuestra defensa, son los barrotes de nuestra prisión. Acorralados por sus golfos, moriremos como los habitantes desnutridos de una ciudad sitiada. Otras naciones hallan camaradería en la muerte, mas nosotros, privados de toda vecindad, hemos de enterrar a nuestros propios muertos, y la pequeña Inglaterra se convierte en un vasto sepulcro.
En mí, ese sentimiento de tristeza universal adoptaba forma concreta cuando pensaba en mi esposa y mis hijos. La idea de que pudieran verse en peligro me llenaba de espanto. ¿Cómo podría salvarlos? Pergeñaba mil y un planes. Ellos no morirían. Antes de que la infección se acercara a los ídolos de mi alma, yo quedaría reducido a la nada. Caminaría descalzo por el mundo para hallar un lugar libre de pestilencia; construiría una casa sobre tablones zarandeados por las olas, a la deriva en el océano desnudo y sin confines; me instalaría con ellos en la guarida de alguna bestia salvaje, donde unas crías de tigre -a las que sacrificaría- se hubieran criado sanas y salvas; buscaría un nido de águila en la montaña y viviríamos años suspendidos en el repecho inaccesible de algún acantilado marino. Ningún esfuerzo era demasiado grande, ningún plan demasiado descabellado, si me traían la promesa de conservarles la vida. ¡Oh, hilos de mis entretelas! ¿Podíais romperos en pedazos sin que mi alma se agotara en lágrimas de sangre y pesar?
Pasado el primer impacto, Idris recobró cierta fortaleza. Se cerró deliberadamente a toda idea de futuro y sumergió el corazón en sus presentes bendiciones. No perdía de vista a sus hijos en ningún momento, y siempre y cuando los viera, saludables, a su alrededor, se mantenía conforme y esperanzada. A mí, en cambio, me invadía un intenso desasosiego, que me resultaba más intolerable por tener que ocultarlo. Mis temores respecto de Adrian no cesaban. Ya era agosto, y los síntomas de la peste se propagaban con celeridad por Londres. Todos los que tenían capacidad para trasladarse a otro lugar desertaban de la ciudad. En cambio él, mi hermano, se veía expuesto a los peligros de los que huían todos, salvo los esclavos encadenados por las circunstancias. Adrian, desprotegido el flanco, solo en sus esfuerzos, permanecía para combatir al enemigo. La infección podía haberle alcanzado y moriría desatendido y sin compañía. Aquellas ideas me perseguían día y noche. Decidí trasladarme a Londres para verlo y, de ese modo, aplacar mi agonía con la dulce medicina de la esperanza o con el láudano de la desesperación.
Hasta que llegué a Brentford no percibí demasiados cambios en la faz del país. Las casas más nobles se veían cerradas a cal y canto. El tráfago habitual de la ciudad languidecía. Los pocos peatones con los que me crucé avanzaban con paso nervioso y observaban mi carruaje asombrados: era el primero que veían circular en dirección a Londres desde que la peste se había apoderado de sus locales selectos y sus calles comerciales. Varios funerales salieron a mi encuentro, muy poco concurridos, y quienes los presenciaban los veían como malos augurios. Algunos observaban aquellas procesiones con gran interés, otros huían discretamente y había quien rompía en sollozos.
La principal misión de Adrian, después del auxilio inmediato de los enfermos, había sido camuflar los síntomas y el avance de la epidemia entre los habitantes de Londres. Sabía que el miedo y los malos presagios eran poderosos asistentes de la enfermedad; que la desesperanza y la obsesión hacían al hombre particularmente sensible al contagio. Por ello en la ciudad no se apreciaban cambios notables: las tiendas, por lo general, seguían abiertas, y hasta cierto punto la gente seguía desplazándose. Pero, a pesar de que se evitaba que la ciudad mostrara aspecto de lugar contaminado, a mis ojos, que no la habían contemplado desde el inicio del brote, Londres sí había cambiado. Ya no circulaban carruajes y en las calles la hierba había crecido considerablemente. Al aspecto desolado de las casas, con la mayoría de las contraventanas cerradas, se sumaba la expresión asustada de la gente con la que me cruzaba, muy distinta del habitual gesto apresurado de los londinenses. Mi vehículo solitario atraía las miradas en su avance hacia el palacio del Protectorado. Las calles que conducían a él mostraban un aspecto más siniestro aún, más desolado. A mi llegada encontré atestada la antecámara de Adrian: era la hora de la audiencia. Como no era mi intención interrumpir sus tareas, me dispuse a esperar observando las entradas y salidas de los demandantes pertenecientes a las clases medias y bajas de la sociedad, cuyos medios de subsistencia habían desaparecido con la interrupción del comercio y el cese de la actividad financiera que, en todas sus variantes, eran características de nuestro país. Quienes llegaban mostraban angustia, y en ocasiones terror, en sus rostros, sentimientos que contrastaban con el semblante resignado e incluso satisfecho de los que acababan de ser recibidos en audiencia. En sus movimientos ágiles y sus gestos alegres veía la indudable influencia de mi amigo. Dieron las dos, hora a partir de la cual no se admitían más entradas. Los que se habían quedado a las puertas del edificio dieron media vuelta, cabizbajos y tristes, mientras yo entraba en la cámara de audiencias.
Me sorprendió constatar una notable mejora en la salud de Adrian. Ya no caminaba encorvado, como una planta de primavera regada en exceso que, creciendo más allá de sus fuerzas, no resiste el peso de su flor. Le brillaban los ojos y miraba con gesto contenido. Todo su ser parecía revestido de un aire de energía y determinación que difería en todo de su languidez anterior. Estaba sentado a la mesa junto a varios secretarios que organizaban las peticiones o registraban las notas que habían tomado durante la audiencia. En la sala todavía quedaban dos o tres solicitantes. Yo no podía sino admirar su justicia y su paciencia. A quienes tenían la posibilidad de vivir fuera de Londres, él les aconsejaba que partieran de inmediato y les facilitaba los medios para hacerlo. A otros, cuyos negocios resultaban beneficiosos para la ciudad o que no contaban con otro lugar de refugio, los instruía en el mejor modo de evitar la epidemia: liberando la carga de familias muy numerosas, llenando los huecos dejados en otras por la muerte. El orden, el consuelo e incluso la salud proliferaban bajo su influencia, se diría que surgidos como por arte de magia.
-Me alegro de que hayas venido -me dijo cuando nos quedamos a solas-. Dispongo sólo de unos pocos minutos, y tengo tanto que contarte... La peste avanza. Resulta inútil cerrar los ojos a la realidad. Las muertes aumentan semana tras semana. No sé decirte qué es lo que está por venir. Por el momento, gracias a Dios me defiendo en el gobierno de la ciudad y me concentro sólo en el presente. Ryland, a quien he retenido durante tanto tiempo, ha decidido que partirá antes de que termine el mes. El diputado elegido por el Parlamento para sustituirlo ha muerto, y ha de nombrarse otro. Yo he presentado mi candidatura y creo que no contaré con ningún competidor. Esta noche se decidirá el asunto, pues el Parlamento ha convocado una sesión extraordinaria a tal efecto. Debes postularme tú, Lionel. Ryland, por vergüenza, no se atreve a aparecer, pero tú, amigo mío, ¿me prestarás este servicio?
¡Qué extraordinaria resulta la devoción! Frente a mí se hallaba un joven de regia cuna, envuelto en lujos desde la infancia, reacio por naturaleza a las refriegas ordinarias de la vida pública que ahora, en tiempos de peligro, en un momento en que sobrevivir constituía la más alta meta de los ambiciosos, él, el amado y heroico Adrian, se ofrecía simplemente a sacrificarse por el bien público. La idea misma resultaba noble y generosa pero, más allá de ella, la modestia de sus maneras, su entera falta de presunción en la virtud, convertía aquel acto en algo diez veces más conmovedor. Yo me habría opuesto a su petición, pero había visto con mis propios ojos el bien que había propagado y me parecía que no debía oponerme a sus intenciones, de modo que, a regañadientes, consentí en lo que me pedía. Él me estrechó la mano con gran afecto.
-Gracias -dijo-, me has librado de un doloroso dilema y eres, como siempre has sido, el mejor de mis amigos. Adiós. Debo ausentarme unas horas. Ve a conversar con Ryland. Aunque abandona su puesto en Londres, puede sernos de gran utilidad en el norte de Inglaterra recibiendo y auxiliando a los viajeros y contribuyendo a suministrar alimentos a la metrópolis. Despierta en él, te lo ruego, algún sentido del deber.
Adrian se despidió para iniciar, según supe luego, su visita diaria a los hospitales y su inspección de las zonas más pobladas de Londres. Fui al encuentro de Ryland y lo encontré muy alterado, mucho más que el día que vino a vernos a Windsor. El miedo permanente había mermado su complexión y hacía temblar su cuerpo todo. Le hablé de lo que iba a suceder esa noche y sentí que sus músculos se relajaban al instante; deseaba abandonar Londres. Vivía diariamente con el temor de contraer la enfermedad, pero no se atrevía a resistirse a las vehementes peticiones de Adrian para que prolongara su estancia. En cuanto éste fuera elegido legalmente como representante suyo, escaparía a algún lugar seguro. Con aquella idea en mente, escuchó mis palabras y, alegre casi ante la idea de una próxima partida, me habló de los planes que adoptaría en su propio condado, olvidando por un momento su decisión de encerrarse en su finca y rehuir todo contacto.
Esa noche Adrian y yo nos dirigimos a Westminster. De camino, él se dedicó a recordarme lo que debía decir y hacer, aunque yo, por extraño que parezca, entré en la cámara sin haber reflexionado en absoluto sobre mi propósito. Adrian permaneció en el salón del café mientras yo, para cumplir sus deseos, tomaba asiento en Saint Stephen. Un silencio raro reinaba en la cámara, que yo no visitaba desde el Protectorado de Raymond, época en que la concurrencia era abundante, los participantes eran conocidos por su elocuencia y tenían lugar acalorados debates. Ahora, en cambio, los escaños aparecían vacíos; los que por costumbre ocupaban los miembros hereditarios se encontraban vacantes. Los representantes de la ciudad sí se encontraban allí: miembros de las localidades comerciales, algunos terratenientes y pocos de los que accedían al Parlamento para hacer carrera. El primer tema del día que ocupaba la atención de la cámara era la petición del Protector, que les rogaba que eligieran a un delegado suyo para que asumiera sus funciones durante su ausencia necesaria.
El silencio se mantuvo hasta que uno de los miembros se acercó a mí y me susurró que el conde de Windsor le había comunicado que debía ser yo quien postulara su candidatura, en ausencia de la persona que en primer lugar había escogido para ello. Sólo entonces fui consciente del verdadero alcance de mi misión y me sentí abrumado por la responsabilidad. Ryland había desertado de su puesto por temor a la infección, un temor que era general y que dejaba a Adrian sin competidores. Yo, el familiar más próximo del conde de Windsor, debía proponer su elección. Debía arrojar a mi mejor amigo -una persona sin igual- a un cargo de máximo peligro. ¡Imposible! La suerte estaba echada. Me postularía yo mismo como candidato.
Los pocos miembros presentes habían acudido más por zanjar el asunto, asegurándose una presencia legal, que con ánimo de debatir. Yo me había puesto en pie de manera mecánica. Me temblaban las piernas y, con voz vacilante, pronuncié algunas palabras sobre la necesidad de escoger a una persona adecuada para hacer frente a las peligrosas tareas que se planteaban. Pero cuando se me ocurrió la idea de presentarme yo mismo en lugar de mi amigo, toda vacilación y angustia desaparecieron de mí. Mis balbuceos cesaron y mi voz recobró su tono firme y rápido. Me concentré en lo que Adrian ya había logrado y prometí el mismo empeño en la ejecución de todas sus ideas. Esbocé una imagen conmovedora de su precaria salud, al tiempo que me jactaba de mi propia fuerza. Les rogué que salvaran, incluso de sí mismo, al vástago de la familia más noble de Inglaterra. Mi alianza con él era prueba de mi sinceridad, y mi matrimonio con su hermana, mis hijos, sus probables herederos, los rehenes de mi verdad.
Adrian fue informado al momento de aquel vuelco en el debate y entró a toda prisa en la sala, a tiempo de oír las frases finales de mi apasionada arenga. Yo, por mi parte, no lo vi, pues mi alma toda estaba puesta en mis palabras y mis ojos no percibían más que una imagen del cuerpo de Adrian, mordido por la peste, hundiéndose en la muerte.
Cuando dejé de hablar, me tomó de la mano.
-¡Ingrato! -exclamó-. ¡Me has traicionado!
Y entonces, dando un paso al frente, con el aire de quien tiene derecho a ostentar el mando, reclamó para sí el cargo de delegado. Lo había comprado -dijo- con peligro y lo había pagado con esfuerzo. Su ambición estaba depositada en él y, tras un tiempo dedicado a los intereses de su país, ¿pensaba yo inmiscuirme y robarle los beneficios? Que recordaran todos cómo se encontraba Londres a su llegada: el pánico reinante causaba el hambre y los lazos morales y legales empezaban a disolverse. Él había restaurado el orden, tarea que había requerido perseverancia, paciencia y energía. Y sólo había dormido y despertado por el bien de su país. ¿Alguien se atrevía a cuestionárselo? ¿Le arrebatarían el trofeo que tanto le había costado ganar para entregárselo a alguien que, no habiendo participado jamás en la vida pública, demostraría ser lego en un arte en que él era experto? Creía tener derecho a exigir el puesto de delegado. Ryland había dado muestras de preferirlo él, a él que nunca hasta entonces, a pesar de haber nacido heredero al trono de Inglaterra, había pedido favor de honor a quienes hoy eran sus iguales, pero que podrían haber sido sus súbditos. ¿Se lo negarían ahora? ¿Serían capaces de alejar de la senda de distinción y noble ambición al heredero de sus antiguos reyes, añadiendo una decepción más a la corona caída?
Nadie había oído nunca a Adrian apelar a sus derechos dinásticos. Nadie había sospechado que el poder, o el sufragio de muchos, pudiera interesarle. Había iniciado su discurso con vehemencia pero lo concluyó con sincera cordialidad, realizando su petición con la misma humildad que habría demostrado al pedir ser el primero en riqueza, honor y poder entre los ingleses, y no, como era el caso, al suplicar convertirse en el primero en someterse a horribles trabajos y a una muerte inevitable. Un murmullo de aprobación se elevó en la sala tras su discurso.
-¡No lo escuchen! -exclamé yo-. No dice la verdad, se engaña a sí mismo...
Me interrumpieron. Una vez se hizo el silencio, nos ordenaron, como era costumbre, que nos retiráramos mientras los asistentes tomaban su decisión. Yo quería creer que vacilaban y que yo albergaba aún ciertas posibilidades. Pero me equivocaba. Apenas habíamos abandonado la cámara cuando mandaron llamar a Adrian y lo proclamaron delegado del Protector.
Regresamos juntos al palacio.
-¿Por qué, Lionel? -me preguntó Adrian-. ¿Qué pretendías? Sabías que no podías ganar, y sin embargo me has proporcionado el dolor de vencer derrotando a mi mejor amigo.
-Te entregas a una burla -respondí yo-. Tú, el adorado hermano de Idris, el ser que, de entre todos los que pueblan el mundo, nos resulta más querido, te entregas a una muerte prematura.
Y yo debía impedirlo. Mi muerte sería un mal menor o no habría llegado nunca, mientras que la tuya no podrá evitarse.
-En cuanto a la probabilidad de sobrevivir -observó Adrian-, en diez años las frías estrellas pueden brillar sobre los sepulcros de todos nosotros. Pero en cuanto a mi propensión concreta a verme infectado, no debería costarme demostrar, tanto lógica como físicamente, que en medio del contagio, mis probabilidades de sobrevivir son superiores a las tuyas.
»Este cargo es mío. Yo nací para ocuparlo, para gobernar Inglaterra en la anarquía, para salvarla del peligro, para entregarme a ella. La sangre de mis antepasados grita con fuerza en mis venas y me arrastra a ser el primero entre mis conciudadanos. O, si esta forma de hablar te ofende, lo diré de otro modo: que mi madre, reina orgullosa, me inculcó desde temprana edad un amor por la distinción y que, si la debilidad de mi condición física y mis opiniones peculiares no lo hubieran impedido, tal vez llevaría mucho tiempo luchando por la herencia perdida de mi raza. Pero ahora mi madre, o si lo prefieres, sus lecciones, han despertado en mí. No puedo encaminarme a la batalla. No puedo, mediante intrigas y traiciones, erigir de nuevo el trono sobre el naufragio del espíritu público de Inglaterra. Pero seré el primero en apoyar y proteger a mi país, ahora que estos terribles desastres y esta ruina han puesto sus manos sobre él.
»Este país y mi adorada hermana son todo lo que tengo. Protegeré aquél; ésta queda a tu recaudo. Si yo sobrevivo y ella muere, preferiré estar muerto. De modo que cuídala; sé bien que lo harás. Y si necesitas de mayor acicate, piensa que, cuidándola, me cuidas a mí. Su naturaleza perfecta, la suma de sus perfecciones, se envuelve en sus afectos: si éstos se resintieran, se marchitaría como una florecilla seca, y el menor daño que sufran será para ella como una escarcha atroz. Ya ahora está sufriendo por nosotros. Teme por sus hijos, a los que adora, y por ti, padre, amado, esposo, protector. Tú debes permanecer junto a ella en todo momento para apoyarla y animarla. Regresa, pues, a Windsor, hermano mío, pues lo eres por todos los lazos. Llena el doble vacío que mi ausencia te impone y deja que yo, a pesar de mis sufrimientos, vuelva los ojos hacia vuestro delicioso lugar de reclusión y diga: «La paz existe».