CAPÍTULO VII
Tras dejar a nuestro amigo instalado en su nuevo puesto, volvimos los ojos hacia Windsor. Su cercanía de Londres atenuaba el dolor de tener que separarnos de Raymond y Perdita. Nos despedimos de ellos en el palacio del Protectorado. Me impresionó bastante ver a mi hermana tratando de interpretar su papel, intentando ocupar su nuevo cargo con su acostumbrada dignidad. Su orgullo interior y su sencillez de modales se hallaban, más que nunca, en guerra. Su timidez no era un rasgo artificial, surgía del temor a no ser lo bastante apreciada, de cierta conciencia de la indiferencia con que la trataba el mundo, que también caracterizaba a Raymond. Pero ella pensaba en los demás con más insistencia que él, y parte de su retraimiento nacía del deseo de extraer de quienes la rodeaban un sentimiento de inferioridad, un sentimiento que a ella no se le pasaba por la cabeza. A causa de su cuna y de su educación, Idris hubira estado mejor capacitada para las actividades ceremoniales, pero la naturalidad con que ella acompañaba tales acciones, surgida del hábito, se las hacía tediosas, mientras que, a pesar de todas las dificultades, no había duda de que Perdita disfrutaba de su posición. Estaba demasiado llena de nuevas ideas como para sentir pesar cuando nos dijimos adiós. Se despidió de nosotros afectuosamente y prometió acudir a visitarnos pronto. Pero no lamentaba las circunstancias causantes de nuestra separación. Raymond se mostraba exultante: no sabía qué hacer con el poder recién adquirido. Mil planes bullían en su mente, aunque todavía no había decidido poner ninguno en práctica. Con todo, se prometía a sí mismo, y prometía a sus amigos y al mundo entero, que su Protectorado estaría marcado por algún acto de inigualable gloria. Así, menguados en número, conversando sobre ello, regresamos al castillo de Windsor. Nos alegraba enormemente alejarnos del tumulto político que dejábamos atrás, y anhelábamos volver a nuestras soledades con energías redobladas. No echábamos de menos las ocupaciones. En mi caso, mis intereses se centraban exclusivamente en el ejercicio intelectual. Había descubierto que el estudio serio era una excelente medicina para curar las fiebres del espíritu que, de haberme mantenido indolente, sin duda me hubieran asaltado. Perdita nos había permitido llevarnos a Clara al castillo, y ella y mis dos preciosos hijos eran motivo de interés y distracción permanentes.
La única circunstancia que perturbaba nuestra paz era la salud de Adrian. Su deterioro era claro, aunque ninguno de sus síntomas nos llevaba a adivinar la enfermedad que padecía. Pero algo en el brillo de sus ojos, en su expresión arrebatada, en el color de sus mejillas, nos hacía temer que estuviera consumiéndose. Con todo, nuestro amigo no sentía dolor ni miedo alguno. Se entregaba con ardor a la lectura y descansaba del estudio en compañía de sus seres más queridos, su hermana y yo. A veces se acercaba a Londres para reunirse con Raymond y ser testigo del desarrollo de los acontecimientos. Solía llevarse a Clara en aquellas visitas, en parte para que pudiera ver a sus padres y en parte porque a Adrian le fascinaban el parloteo y el gesto inteligente de aquella niña encantadora.
Entretanto, en la capital todo marchaba bien. Las nuevas elecciones se habían celebrado. El Parlamento se reunía y Raymond vivía ocupado en mil planes de mejora. Se proyectaban canales, acueductos, puentes, edificios estatales, así como varias instalaciones de utilidad pública. Siempre estaba rodeado de proyectistas y proyectos destinados a hacer de Inglaterra escenario de fertilidad y magnificencia. La pobreza iba a ser erradicada. Los hombres se trasladarían de un lugar a otro casi con la misma facilidad que los príncipes Hussein, Alí y Ahmed en Las mil y una noches. El estado físico del hombre pronto dejaría de depender de la benevolencia de los ángeles. La enfermedad sería abolida y de los trabajos se suprimirían las cargas más pesadas. Nada de todo ello parecía extravagante. Las artes de la vida y los descubrimientos de la ciencia, habían aumentado en una proporción que hacía imprevisible todo cálculo. Los alimentos, por así decirlo, brotaban espontáneamente; existían máquinas que suministraban fácilmente todo lo que la población necesitaba. Pero la tendencia al mal sobrevivía y los hombres no eran felices, no porque no pudieran, sino porque no se alzaban para superar los obstáculos que ellos mismos habían creado. Raymond había de inspirarlos con su voluntad benéfica, y el engranaje de la sociedad, una vez sistematizado según reglas precisas, ya nunca sucumbiría al desorden. Para el logro de tales esperanzas había abandonado la ambición que durante tan largo tiempo había alimentado: pasar a los anales de las naciones como un guerrero victorioso. Renunciando a la espada, la paz y sus glorias duraderas se convirtieron en su meta, y el título al que ahora aspiraba era el de benefactor de su país.
Entre las obras de arte que promovía se encontraba la construcción de una Galería Nacional dedicada a la escultura y la pintura. Él mismo poseía muchas obras, que planeaba ceder a la República. Y, como el edificio estaba llamado a convertirse en la perla de su Protectorado, se mostraba muy puntilloso en cuanto al diseño de su construcción. Se le presentaron cientos de planes, que rechazaba sin excepción. Llegó a enviar a dibujantes a Italia y Grecia para que realizaran bocetos. Pero como la Galería debía caracterizarse por la originalidad, además de por la perfección de su belleza, durante cierto tiempo sus esfuerzos no hallaron recompensa. Al fin le enviaron un dibujo anónimo, aunque con una dirección de contacto. El diseño resultaba nuevo y elegante, aunque contenía defectos. Tantos que, aunque los trazos eran hermosos y elegantes, resultaba evidente que no era obra de un arquitecto. Raymond lo contempló encantado. Cuanto más le gustaba, más complacido se sentía, a pesar de que a cada inspección los errores se multiplicaban. Escribió a la dirección indicada expresando su deseo de reunirse con el dibujante para proponerle cambios, unos cambios que se le sugerirían en el transcurso del encuentro.
Llegó un griego. Se trataba de un hombre de mediana edad y físico tan ordinario que Raymond dudaba de que pudiera tratarse de un proyectista, a pesar de su expresión inteligente. Él mismo reconoció no ser arquitecto, pero la idea de aquel edificio se había apoderado de él y había decidido enviarla sin esperanza alguna de que fuera aceptada. Era hombre de pocas palabras. Raymond le formulaba preguntas, pero la parquedad de sus respuestas le llevó a concentrarse en el dibujo. Le señaló los errores y los cambios que deseaba introducir. Ofreció al griego un lápiz para que pudiera realizar los cambios allí mismo, pero el visitante rehusó, asegurando que había comprendido perfectamente lo que le solicitaba y que prefería trabajar en casa. Finalmente Raymond le dejó marchar. Regresó al día siguiente con el boceto modificado. Pero seguían apareciendo muchos defectos y había malinterpretado algunas de las instrucciones.
-Vamos -dijo Raymond-. Ayer cedí a su petición. Hoy le conmino a que acepte mi propuesta. Tome este lápiz. -El griego obedeció, pero su manera de sostenerlo delataba que no era artista.
-Le confieso, señor -admitió al cabo-, que yo no soy el autor de los bocetos. Pero es imposible que vea al verdadero dibujante. Sus instrucciones debo transmitírselas yo. Le ruego, pues, que sea paciente con mi ignorancia y me exponga a mí sus deseos. Estoy seguro de que, con el tiempo, se sentirá satisfecho.
Raymond le interrogó en vano. El misterioso griego no reveló nada más. ¿El artista aceptaría recibir la visita de un arquitecto? También se negaba a ello. Raymond reiteró sus instrucciones y el visitante se ausentó. A pesar de todo, nuestro amigo se negaba a renunciar a su deseo. Sospechaba que la causa del misterio estaba en una pobreza extrema, y que el artista no deseaba que nadie fuera testigo de la miseria de sus ropas y de su morada. Todo aquello no hacía sino excitar la curiosidad de Raymond por descubrir de quién se trataba. Espoleado por el interés que sentía por los talentos ocultos, ordenó a alguien experto en tales menesteres que siguiera al griego la próxima vez que le visitase y observara la casa en que entrara. Su emisario lo hizo así y volvió para transmitirle la información. Había seguido al hombre hasta una de las calles más destartaladas de la metrópoli. A Raymond no le extrañaba que, en aquella situación, el artista prefiriera mantenerse en el anonimato, pero el dato no le llevó a cambiar de opinión.
Aquella misma tarde se presentó sólo en la dirección indicada. La pobreza, la suciedad y la miseria caracterizaban el lugar. «¡Ah! -pensó-. Me queda tanto por hacer antes de que Inglaterra se convierta en un paraíso...» Llamó a la puerta, que se abrió cuando alguien, desde arriba, tiró de una cuerda. La escalera cochambrosa y decrépita apareció ante él, pero nadie salió a recibirlo. Volvió a llamar, en vano, e impaciente por el retraso, decidió subir a oscuras el primer tramo de peldaños rotos. Su principal deseo, sobre todo después de haber visto con sus propios ojos el estado de abyección en que se encontraba la morada del artista, era ayudar a alguien que, dotado de talento, carecía de todo lo demás. Se representó en la imaginación a un joven de ojos brillantes, revestido de genio pero menguado por el hambre. Temía que su visita no le agradara, pero confiaba en saber administrar su generosa bondad con delicadeza, para no despertar rechazo en él. ¿Qué corazón humano se cierra del todo a la amabilidad? Y aunque la pobreza, cuando es excesiva, puede volver a quien la padece incapaz de aceptar la supuesta degradación de un beneficio, el celo de su benefactor ha de lograr al fin que muestre agradecimiento. Aquellos pensamientos alentaron a Raymond, que se hallaba ya frente a la puerta del último piso del edificio. Tras intentar sin éxito acceder a las otras habitaciones de la planta, percibió, justo en el rellano de ésta, unas babuchas turcas. La puerta estaba entreabierta, pero tras ella reinaba el silencio. Era probable que el inquilino se hubiera ausentado, pero seguro de haber dado con la dirección correcta, nuestro intrépido Protector sintió la tentación de entrar para dejar una bolsa de monedas sobre la mesa antes de abandonar discretamente la estancia. Resuelto a hacerlo así, empujó despacio la puerta y al momento descubrió que el cuarto estaba habitado.
Raymond no había visitado nunca las viviendas de los más necesitados, y la visión que se presentó ante él le causó un fuerte impacto: el suelo estaba hundido en varios lugares, las paredes desconchadas y desnudas, el techo manchado de humedad. En un rincón vio una cama destartalada. Sólo había dos sillas en el cuarto, además de una mesa vieja y rota, sobre la que reposaba una palmatoria de hojalata con una vela encendida. Y sin embargo, en medio de toda aquella siniestra y abrumadora miseria asomaba un aire de orden y limpieza que le sorprendió. Aquel fue un pensamiento fugaz, pues su atención se desvió al momento hacia la habitante de aquella triste morada. Se trataba de una mujer que, sentada a la mesa, se protegía con una mano los ojos de la luz de la vela. Con la otra sostenía un lápiz. Observaba fijamente el boceto que tenía delante, y que Raymond reconoció al momento como el mismo que le habían presentado el día anterior. El aspecto de aquella joven despertaba su más vivo interés. Llevaba los cabellos morenos peinados en gruesas trenzas, como en un tocado de estatua griega. Vestía con modestia, pero su actitud la convertía en modelo de gracia. Raymond recordaba vagamente haber visto a alguien parecido. Se acercó a ella, que no alzó la vista del papel y se limitó a preguntarle, en romaico, quién era.
-Un amigo -respondió Raymond en el mismo dialecto. Ella alzó la cabeza entonces, sorprendida, y él descubrió que se trataba de Evadne Zaimi. Evadne, en otro tiempo ídolo de los afectos de Adrian y que, por causa del visitante que ahora llegaba, había desdeñado al noble joven y luego, rechazada por el objeto de su amor, con las esperanzas rotas y atenazada por el dolor punzante de la desgracia, había regresado a su Grecia natal. ¿Qué revolución de la fortuna la había llevado de vuelta a Inglaterra y la había instalado en semejante cuartucho?
Cuando Raymond la reconoció, sus maneras pasaron de la amable benevolencia a las más cálidas manifestaciones de amabilidad y comprensión. Viéndola en aquella situación sentía su alma atravesada por una flecha. Se sentó junto a ella, le tomó la mano y le dijo mil cosas, movido por la compasión y el afecto. Evadne no respondía. Sin alzar los ojos oscuros en ningún momento, finalmente una lágrima asomó a sus pestañas.
-La amabilidad logra así -exclamó- lo que la necesidad y la miseria jamás han conseguido: que me deshaga en llanto.
Vertió entonces muchas lágrimas, y sin saber qué hacía apoyó la cabeza en el hombro de Raymond. Él le tomó la mano y le besó la mejilla hundida y húmeda. Le aseguró que sus sufrimientos habían terminado. Nadie era mejor que él en las artes del consuelo, pues no razonaba ni peroraba, sino que se limitaba a mirar con ojos comprensivos. Recreaba imágenes agradables que plantaba en la mente de quien sufría. Sus caricias no despertaban desconfianza, pues nacían del mismo sentimiento que lleva a la madre a besar a su hijo herido: un deseo de demostrar de todos los modos posibles la verdad de sus emociones, una necesidad de verter bálsamo en la mente lacerada del infortunado.
Cuando Evadne recobró la compostura, Raymond empezó a mostrarse casi alegre. Algo le decía que no eran los males de la pobreza los que oprimían su corazón, sino más bien la bajeza y la desgracia consecuencia de aquélla. Mientras conversaban, él fue despojándola de ambas. A veces le hablaba de su fortaleza con grandes elogios. En otras ocasiones, aludiendo a su estado anterior, la llamaba «princesa camuflada». Le ofreció su ayuda sincera. Ella estaba demasiado ocupada con otros pensamientos como para aceptarla o rechazarla. Al cabo Raymond se fue, no sin prometerle que volvería a visitarla al día siguiente. Y regresó a casa lleno de sentimientos contradictorios, del dolor que la desgracia de Evadne le despertaba y del placer ante la idea de poder aliviarla. Alguna razón que ni siquiera él lograba explicarse le llevó a ocultarle lo sucedido a Perdita.
Al día siguiente se cubrió con una capa para pasar desapercibido y volvió a visitar a Evadne. De camino compró una cesta de frutas caras, como las que se cultivaban en su país y, decorándola con flores, la llevó personalmente hasta el miserable desván de su amiga.
-Mire -le dijo al entrar- qué alimento de pájaros he traído para la golondrina del tejado.
Ese día Evadne le relató la historia de sus infortunios. Su padre, a pesar de su origen aristocrático, había dilapidado su fortuna e incluso acabado con su reputación e influencia a causa de su vida disoluta. Su salud se resintió sin remedio, y antes de morir expresó su más ferviente deseo de mantener a su hija alejada de la pobreza que la acecharía cuando quedara huérfana. De modo que aceptó la propuesta de matrimonio de un rico mercader griego instalado en Constantinopla y la conminó a ella a aceptarla a su vez. Abandonó entonces su Grecia natal. Su padre falleció. Ella gradualmente fue perdiendo el contacto y los lazos con sus compañías de juventud.
La guerra, que hacía un año había estallado entre Grecia y Turquía, supuso grandes reveses de fortuna. Su esposo se arruinó y posteriormente, durante un tumulto y entre amenazas de masacre proferidas por los turcos, se vieron obligados a huir a medianoche, y montados en un bote alcanzaron un buque inglés que los condujo a la isla. Las pocas joyas que habían logrado conservar les sirvieron para sobrevivir un tiempo. Evadne dedicaba toda su fortaleza de espíritu a animar a su esposo, cada vez más abatido por el desánimo. La perdida de sus propiedades, la desesperanza sobre su futuro, la ociosidad a que la pobreza lo condenaba, se aliaron para reducirlo a un estado rayano en la locura. Cinco meses después de su llegada a Inglaterra, el hombre se quitó la vida.
-Me preguntará en qué me he ocupado desde entonces -prosiguió Evadne-. Por qué no he pedido auxilio a los griegos acaudalados que viven aquí. Por qué no he regresado a mi Grecia natal. Mi respuesta a estas preguntas ha de parecerle sin duda insatisfactoria, pero a mí me ha bastado para soportar día a día todos los reveses que he sufrido, en lugar de obtener ayuda por tales medios. ¿Acaso la hija del noble aunque pródigo Zaimi, ha de aparecer como una mendiga ante sus iguales o inferiores, pues superiores a ella no tenía? ¿Debo inclinar la cabeza en su presencia y, con gesto servil, vender mi nobleza para siempre? Si tuviera un hijo, o algún vínculo que me atara a la existencia, tal vez me rebajara a ello pero en mi caso el mundo ha sido para mí como una madrastra avara. Gustosa abandonaría yo la morada que ella parece reclamarme, y en la tumba olvidaría mi orgullo, mis luchas, mi desesperación. El momento no tardará. El pesar y el hambre ya han minado los cimientos de mi ser. En breve habré fallecido. Limpio de la mancha de la autodestrucción, libre del recuerdo de la degradación, mi espíritu se librará del su mísero envoltorio y hallará la recompensa que merecen la fortaleza y la resignación. Tal vez a usted le parezca locura, y sin embargo también usted siente orgullo y resolución. No se asombre, pues si en mí aquél es indomable y ésta inalterable.
Tras completar su relato, tras explicar lo que estimó oportuno de su historia, de los motivos que la habían llevado a abstenerse de pedir ayuda a sus paisanos, Evadne hizo una pausa, aunque parecía tener más que decir, algo que no era capaz de expresar con palabras. Entretanto era Raymond el que se mostraba elocuente. Le animaba el deseo de devolver a su amiga al rango social al que pertenecía, así como sus propiedades perdidas, y se sentía lleno de energía, con todos sus deseos e intenciones concentrados en la resolución de ese asunto. Pero se sentía atado: Evadne le había hecho prometer que ocultaría a todos sus amigos su estancia en Inglaterra.
-Los familiares del conde de Windsor -dijo altiva- creen sin duda que le causé una herida. Tal vez el conde mismo sería el primero en perdonarme, pero seguramente no merezco el perdón. Actué entonces, como siempre, movida por el impulso. Quizás al menos esta penosa morada sea la prueba que demuestre el desinterés que ha impulsado mi conducta. No importa. No deseo defender mi causa ante ninguno de ellos, ni siquiera ante su señoría, si no me hubiera descubierto. El tenor de mis acciones demostrará que prefería morir a convertirme en blanco de burlas: «¡Mirad todos a la orgullosa Evadne vestida con harapos! ¡Mirad a la princesa mendiga!» La mera idea está cargada de veneno de áspid. Prométame que no violará mi secreto.
Raymond así lo hizo. Y acto seguido se enzarzaron de nuevo en la conversación. Evadne requería de él otro compromiso: que no aceptara ningún beneficio para ella sin su consentimiento y que no le ofreciera ningún alivio a su situación.
-No me degrade ante mis propios ojos -dijo-. La miseria ha sido mi nodriza durante largo tiempo. Su rostro es duro, pero es honesta. Si el deshonor, o lo que yo entiendo como deshonor, se acerca a mí, estoy perdida.
Raymond trató de disuadirla recurriendo a su poder de convicción y a mil argumentos, sin éxito. Y acalorada por el rumbo del debate, en el que participaba con pasión y vehemencia, Evad- ne prometió solemnemente que huiría y se ocultaría donde él no pudiera encontrarla, donde el hambre no tardara en acabar con su vida y sus pesares, si él insistía en sus pretensiones. Según dijo, podía mantenerse por sí misma. Y mostrándole varios dibujos y pinturas, le contó que así era como se ganaba el pan. Raymond cedió de momento. Estaba seguro de que cuando llevara un tiempo animándola y alentándola, la amistad y la razón acabarían ganando la partida.
Pero los sentimientos que movían a Evadne estaban anclados en lo más profundo de su ser y eran de tal naturaleza que él no podía entenderlos. Evadne amaba a Raymond. Él era el héroe de su imaginación, la imagen que el amor había grabado en la fibra inalterada de su corazón. Hacía siete años, en la cima de su juventud, se había sentido unida a él, que había servido a su país contra los turcos. En tierra griega había adquirido aquella gloria militar que tan querida resultaba a los helenos, pues todavía se veían obligados a luchar palmo a palmo por su seguridad. Y sin embargo, cuando regresó a su país y se dio a conocer públicamente en Inglaterra, el amor que sentía por él no le fue correspondido, pues Raymond vacilaba entre Perdita y la corona. Mientras se hallaba en aquella indecisión ella abandonó Inglaterra. En Atenas recibió la noticia de su boda, y sus esperanzas, capullos de flor mal regados, se marchitaron y cayeron. La gloria de la vida se esfumó para ella. El halo rosado del amor, que había teñido con sus tonos todos los objetos, desapareció. Se conformaba con tomarse la vida tal como se le presentaba, con sacar el mejor partido de una realidad pintada de gris. Se casó y, trasladando a otros escenarios la infatigable energía de su carácter, concentró sus pensamientos en la ambición de lograr el título de princesa de Valaquia, así como la autoridad que de él emanaba. Satisfacía sus sentimientos patrióticos pensando en el bien que podría hacer a su país cuando su esposo gobernara el principado. Pero la experiencia le demostró que sus ambiciones eran una ilusión tan vana como el amor. Sus intrigas con Rusia para la consecución de su meta excitaron los celos del gobierno otomano, así como la animosidad del griego. Ambos la consideraron culpable de traición, a lo que siguió la ruina de su esposo. Evitaron la muerte sólo porque huyeron a tiempo, y ella cayó de las alturas de sus deseos a la penuria en Inglaterra. Gran parte de ese relato se lo ocultó a Raymond. Tampoco le confesó que la repulsa y la negación, como las que se arrojan sobre un criminal acusado del peor de los delitos, el de traer la hoz del despotismo extranjero para erradicar las nuevas libertades que afloraban por todo el país, habrían seguido a todo intento suyo de ponerse en contacto con sus compatriotas.
Sabía que ella era la causante de la ruina absoluta de su esposo y se esforzaba por asumir las consecuencias: los reproches que en su agonía le hacía o, peor aún, la depresión incurable y no combatida que sumía su mente en el sopor y que no resultaba menos dolorosa por presentarse callada e inmóvil. Ella se reprochaba a sí misma el crimen de su muerte. La culpa y sus castigos parecían acecharla; en vano trataba de aplacar los remordimientos con el recuerdo de su integridad; el resto del mundo, incluida ella misma, juzgaba sus acciones por las consecuencias de éstas. Rezaba por el alma de su esposo, rogaba al Altísimo que la culpara a ella del crimen de su suicidio, y prometía vivir para expiar su pecado.
En medio de toda aquella zozobra, que no habría tardado en consumirla por completo, sólo en una idea hallaba consuelo. Vivía en el mismo país, respiraba el mismo aire que Raymond. Su nombre, una vez proclamado Protector, estaba en boca de todos. Sus logros, sus proyectos y su magnificencia eran el tema de todas las conversaciones. Nada es tan precioso al corazón de una mujer como la gloria y la excelencia del hombre al que ama. Así, ante todos sus horrores, Evadne se regocijaba en la fama y la prosperidad de Raymond. Mientras su esposo vivía, ella se avergonzaba de aquellos sentimientos, los reprimía, se arrepentía de ellos. Cuando murió, la marea de su amor recobró su antiguo vaivén, le inundó el alma con sus olas tumultuosas y la convirtió en presa de su incontrolable fuerza.
Pero nunca, nunca consentiría que la viera en aquel estado de degradación en que se encontraba. Él no había de presenciar jamás la caída desde el orgullo de su belleza hasta aquel desván miserable que ocupaba, con un nombre que, en su propia alma, se había convertido en reproche y en sinónimo de pesada culpa. Pero, aunque invisible a ojos del Protector, el cargo público de éste le permitía a ella estar al corriente de sus actividades, de su vida cotidiana, incluso de sus conversaciones. Evadne se permitía un solo lujo: leía los periódicos todos los días y celebraba enormemente las alabanzas que recibía Raymond, así como sus actos, aunque su alegría no estuviera exenta del correspondiente pesar. El nombre de Perdita iba siempre unido al suyo. Su felicidad conyugal la celebraba incluso el testimonio auténtico de los hechos. Estaban siempre juntos, y la desdichada Evadne no podía leer el nombre de Raymond sin que simultáneamente se le presentara la imagen de ella, compañera fiel de todos sus esfuerzos y placeres. Ellos, «Sus Excelencias», aparecían en todas las líneas que leían, conformando una pócima maligna que envenenaba su sangre.
Fue precisamente en el periódico donde halló la convocatoria del concurso para la Galería Nacional. Combinando su gusto personal con el recuerdo de los edificios que había admirado en Levante, y gracias a su esfuerzo creador, que los dotó de unidad de diseño, ejecutó los planos que había hecho llegar al Protector. Se regocijaba en la idea de proporcionar, desconocida y olvidada, un beneficio al hombre a quien amaba. Y con entusiasmo y orgullo aguardaba impaciente la construcción de una obra suya que, inmortalizada en piedra, pasaría a la posteridad unida al nombre de Raymond. Aguardó inquieta a que regresara el mensajero que había enviado a palacio. Escuchó con avidez el relato que éste le refirió de todas y cada una de las palabras del Protector, de cada uno de sus gestos. Se sentía dichosa comunicándose así con su amado, aunque él no supiera a quién enviaba sus instrucciones. El propio boceto se convirtió para ella en un objeto estimadísimo. Él lo había visto y lo había ensalzado. Y luego ella lo retocó, y cada trazo de su lápiz era como el acorde de una música encantada, que le hablaba de la idea de erigir un templo para celebrar la emoción más profunda y más impronunciable de su alma. En aquellas meditaciones se hallaba cuando la voz de Raymond llegó por sorpresa hasta sus oídos, aquella voz que, una vez percibida, no podía olvidarse. Dominando el torrente de sentimientos que la atenazaban, le dio la bienvenida con sosegada amabilidad.
Su orgullo y su ternura libraban una batalla que acabó en tablas. Aceptaría ver a Raymond porque el destino lo había guiado hasta ella y porque su propia constancia y devoción merecían su amistad. Pero sus derechos respecto a él y el mantenimiento de su independencia, no debían mancharse con la idea del interés ni con la intervención de unos sentimientos complejos basados en las obligaciones pecuniarias, ni con la posición dispar que ocupaban benefactor y beneficiaria. La mente de Evadne mostraba una fortaleza poco común. Era capaz de someter sus necesidades emocionales y sus deseos mentales, y de sufrir frío, hambre y miseria, por no dar la razón a la fortuna en su reñido combate. ¡Ah! ¡Qué lástima que, en la naturaleza humana, semejante muestra de disciplina mental, de desprecio altivo a la naturaleza misma, no se acompañara de excelencia moral! Pero la resolución que le permitía soportar el dolor de las privaciones nacía de la desbordante energía de sus pasiones: y la fortaleza de espíritu de que hacía gala, y que era una de las manifestaciones de aquélla, estaba destinada a destruir incluso a su ídolo, para la preservación de cuyo respeto se entregaría a tal nivel de miseria.
Su relación continuó. Evadne fue relatando a su amigo los pormenores de su historia, la mancha que su nombre había recibido en Grecia, el peso del pecado a que se había hecho acreedora con la muerte de su esposo. Cuando Raymond se ofreció a limpiar su reputación y a demostrar al mundo entero su sincero patriotismo, ella declaró que era sólo a través de su sufrimiento como esperaba aliviar en algo los embates de su conciencia; que, en su estado mental, por más perturbada que a él le pareciera, la necesidad de entregarse a una ocupación era una medicina saludable. Acabó arrancándole la promesa de que, por espacio de un mes, él se abstendría de hablar a nadie de sus intereses, y ella, por su parte, se comprometió, transcurrido ese tiempo, a plegarse parcialmente a sus deseos. No podía ocultarse a sí misma que cualquier cambio que se produjera la separaría de él. De momento lo veía todos los días. Él nunca le hablaba de su relación con Adrian y Perdita. Para ella él era un meteoro, una estrella solitaria, que a la hora convenida se alzaba en su hemisferio y cuya presencia le aportaba felicidad, y que, aunque se ocultara, no se eclipsaba jamás. Acudía todos los días a su morada de penurias y su presencia la transformaba en un templo impregnado de dulzura, iluminado por la luz del propio cielo. Él participaba de su delirio: «Construyeron un muro entre ellos y el mundo». Fuera revoloteaban mil arpías, el remordimiento y la miseria, aguardando el momento propicio para abalanzarse sobre ella; dentro reinaba una paz como de inocencia, una ceguera despreocupada, una dicha engañosa, una esperanza cuya serena ancla reposaba en aguas plácidas pero inconstantes.
Y así, mientras Raymond se hallaba envuelto en visiones de poder y fama, mientras ansiaba dominar por completo los elementos y las mentes de los hombres, el territorio de su propio corazón escapaba a su control. Y de aquella fuente imprevista surgiría el poderoso torrente que dominaría su voluntad y arrastraría hasta el mar inmenso la fama, la esperanza y la felicidad.