CAPÍTULO V

Parecía evidente que algún trastorno se había infiltrado en el curso de los elementos, alterando su fluir benigno. El viento, príncipe del aire, rugía en su reino, encrespando el mar furioso y sometiendo a la tierra rebelde a cierta obediencia.

Airadas plagas desde las alturas el dios envía

de hambruna y pestilencia a montones perecen

y de nuevo en venganza de su ira cae

sobre sus grandes huestes,

y sus tambaleantes muros resquebraja;

detiene sus flotas en la llanura del mar

y a su profundidades las envía.44

Su poder mortífero azotaba los países florecientes del sur, y durante el invierno, incluso nosotros, desde nuestro retiro septentrional, empezamos a agitarnos bajo sus efectos.

Considero injusta esa fábula que proclama la superioridad del sol sobre el viento.45Quién no ha visto la tierra ligera, la atmósfera balsámica, la naturaleza alegre tornarse oscura, fría e inhóspita cuando el viento, aletargado, despierta por el este o, cuando las nubes grises encapotan el cielo y cortinas de lluvia, inagotables, descienden hasta que la tierra empapada, incapaz de absorber más agua, y forma charcos en su superficie; o cuando la antorcha del día parece un meteoro que podría sofocarse. Y quién no ha visto levantarse el viento del norte que empuja los nubarrones, y aparecer el cielo veteado, y al poco surgir una abertura en los vapores del ojo del viento, a través del cual brilla el azul más intenso Las nubes pierden grosor; se forma un arco que asciende sin fin y, retirándose el velo del muro universal, el sol envía sus rayos, reanimado y alimentado por la brisa.

De modo que muy poderoso eres, ¡oh, viento!, que ocupas el trono por sobre todos los demás virreyes del poder de la naturaleza: ya llegues destructor desde el este, o preñado de vida elemental desde el oeste, a ti te obedecen las nubes; el sol es tu sirviente; el océano sin costa es esclavo tuyo. Barres la tierra y los robles centenarios se someten a tu hacha ciega; la nieve se esparce sobre los pináculos de los Alpes, las avalanchas atruenan en sus valles; custodias las llaves de la escarcha y tienes potestad para encadenar primero, y después liberar, el agua de los arroyos; bajo tu amable gobierno nacen las hojas y los capullos, que también por ti florecen.

¿Por qué aúllas así, oh viento? Ni de día ni de noche ha cesado tu rugido en los últimos cuatro meses. En las costas se suceden los naufragios, la superficie del mar no es ya navegable, la tierra se ha despojado de su belleza obedeciendo tus órdenes, el frágil globo ya no osa surcar los aires agitados. Tus ministras, las nubes, inundan la tierra con sus lluvias, los ríos abandonan sus cauces, el torrente desbocado desgarra el sendero de montaña. Los llanos, los bosques y los claros olvidan sus encantos y hasta nuestras ciudades se echan a perder por tu causa. ¡Ay! ¿Qué será de nosotros? Se diría que las olas gigantes del océano, los inmensos brazos del mar, están a punto de arrancar de su centro nuestra isla, tan firmemente anclada en él, para arrojarla, convertida en ruina y escombro, contra los campos del Atlántico.

¿Qué somos nosotros, los habitantes de esta esfera, insignificantes entre los muchos que pueblan el espacio ilimitado? Nuestras mentes abrazan el infinito, pero el mecanismo visible de nuestro ser está sujeto al más pequeño accidente (no hay más remedio que corroborarlo día a día). Aquél a quien un rasguño afecta, aquél que desaparece de la vida visible bajo el influjo de los agentes hostiles que operan a nuestro alrededor, ostentaba los mismos poderes que yo... Yo también existo sujeto a las mismas leyes. Y a pesar de todo ello nos llamamos a nosotros mismos señores de la creación, dominadores de los elementos, maestros de la vida y de la muerte, y alegamos, como excusa a esta arrogancia, que aunque el individuo se destruye, el hombre perdura siempre.

Así, perdiendo nuestra identidad, de la que somos muy conscientes, nos vanagloriamos en la continuidad de nuestra especie y aprendemos a ver la muerte sin terror. Pero cuando la nación entera se convierte en víctima de los poderes destructores de agentes externos, entonces, ciertamente, el hombre mengua hasta la insignificancia, siente que su posesión de la vida peligra, que su herencia en la tierra desaparece.

Recuerdo que, tras presenciar los efectos devastadores de un fuego, durante un tiempo no era capaz de hallarme en presencia del más pequeño de ellos, encendido en algún brasero, sin sentir temor. Las llamas se retorcían alrededor del edificio en su caída. Se insinuaban en las sustancias que les rodeaban, y todo lo que hallaba a su paso se rendía a su tacto. ¿Podíamos, entonces, tomar partes integrales de aquel poder, y no pasar a ser súbditos de sus operaciones? ¿Podíamos domesticar a un cachorro de aquella bestia salvaje, y no sentir temor cuando creciera y se convirtiera en ejemplar adulto?

Así empezábamos a sentirnos respecto de los muchos rostros de la muerte que vagaba libre por los selectos distritos de nuestra hermosa morada, y sobre todo respecto de la peste. Temíamos el verano que se avecinaba. Los países que compartían frontera con otros ya infectados comenzaban a adoptar planes serios para mantener alejado al enemigo. Nosotros, pueblo comercial, nos veíamos obligados, cuando menos, a tenerlos en cuenta, y la cuestión del contagio se convirtió en tema de acaloradas discusiones.

Estaba demostrado que la peste no era lo que comúnmente se conoce como enfermedad contagiosa, como los son la escarlatina o la viruela. Se consideraba una epidemia. Pero la gran pregunta que seguía sin respuesta era cómo se generaba y se propagaba aquella epidemia. Si la infección dependía del aire, el aire estaba expuesto a la infección. Como sucede, por ejemplo, en el caso de un tifus llevado por un barco hasta una ciudad portuaria; la misma gente que lo ha llevado hasta allí no logra contagiarlo a una ciudad situada de manera más afortunada. Pero, ¿cómo vamos nosotros a juzgar sobre el aire, a pronunciarnos sobre si en tal ciudad la peste será improductiva y en esta otra la naturaleza proporcionará una buena cosecha? Del mismo modo, un individuo puede escapar de ella noventa y nueve veces y recibir el golpe mortal la centésima, pues los cuerpos se hallan en ocasiones en un estado que rechaza la infección, mientras que en otras parecen ávidos de empaparse de ella. Todas esas reflexiones llevaban a nuestros legisladores a mostrarse prudentes respecto de las leyes que debían aprobar. El mal se extendía de tal modo, con tal violencia y crueldad, que ninguna prevención, ningún cuidado, podía juzgarse superfluo, pues tal vez precisamente éstos fueran los que acabaran salvándonos.

Se trataba, en cualquier caso, de un ejercicio de prudencia, ya que no había necesidad urgente de tomar medidas. Inglaterra seguía resultando un lugar seguro. Francia, Alemania, Italia y España se interponían aún -muros sin brecha- entre nosotros y la plaga. Nuestros barcos eran, ciertamente, juguete de los vientos y las olas, del mismo modo que Gulliver lo era de los gigantes brobdinagianos, pero nosotros, en nuestra estable morada, quedábamos a salvo de las heridas de aquella naturaleza en erupción. No conocíamos el temor. Y sin embargo, un sentimiento de respeto, de asombro, la dolorosa sensación de que la humanidad se iba degradando, anidaba en todos los corazones. La naturaleza, nuestra madre, nuestra amiga, volvía hacia nosotros su rostro amenazante. Nos demostraba sencillamente que, aunque nos permitía asignarle leyes y someter sus poderes aparentes, ella, moviendo apenas un dedo, podía hacernos temblar. Podía tomar nuestro planeta salpicado de montañas, rodeado de atmósfera, morada de nuestro ser, así como todo lo que la mente del hombre fuera capaz de inventar o su fuerza de alcanzar; podía tomar aquella esfera con una sola mano y arrojarla al espacio, donde la vida se consumiría y los hombres y todos sus esfuerzos resultarían aniquilados.

Todas aquellas especulaciones proliferaban entre nosotros. Y sin embargo manteníamos nuestras ocupaciones diarias y nuestros planes, cuyo logro exigía el transcurso de muchos años. Ninguna voz se alzaba pidiéndonos que nos detuviéramos. Cuando las desgracias extranjeras llegaban a nuestros oídos a través de los canales del comercio, nos afanábamos en buscar remedios. Se realizaban suscripciones para auxiliar a los emigrantes y mercaderes arruinados por culpa del fracaso del comercio. El espíritu inglés operaba a toda máquina y, como siempre, se disponía a oponerse al mal y resistirse a la herida de caos y muerte que la naturaleza enferma había infligido en unos límites y orillas que hasta entonces se habían mantenido al margen.

A principios de verano llegaron hasta nosotros las primeras noticias de que el daño que se había producido en países lejanos era mayor de lo que en un principio se sospechó. Quito había sido destruido por un terremoto. Méjico, arrasado por los efectos combinados de tormentas, peste y hambrunas. Europa occidental recibía a multitud de emigrantes y nuestras islas se habían convertido ya en refugio de miles de ellos. Entretanto, a Ryland lo habían nombrado Protector. Había asumido el cargo con gran ímpetu y pensaba dedicar todos sus esfuerzos a la supresión de los órdenes privilegiados de nuestra comunidad. Sus medidas, no obstante, se vieron obstaculizadas, y sus planes interrumpidos, por aquel nuevo estado de cosas. Muchos de los extranjeros se hallaban en una situación desesperada, y su número creciente acabó por convertir en ineficaces los métodos de auxilio habituales. La imposibilidad de realizar intercambios entre nuestros puertos y los de América, India, Egipto y Grecia supuso la interrupción de la actividad comercial. En la rutina de nuestras vidas se abrió una brecha. Nuestro Protector y sus partidarios trataron en vano de ocultar la verdad; en vano día tras día estipulaban un periodo para debatir las nuevas leyes relativas al rango hereditario y los privilegios; en vano trataban de presentar el mal como algo transitorio y parcial. Aquellos desastres hacían nido en muchos pechos y, a través de las distintas vías comerciales, llegaban a todas las clases y las divisiones de la sociedad, hasta el punto de convertirse, inevitablemente, en la cuestión más relevante del Estado, en el tema principal al que debíamos dedicar nuestras atenciones.

¿Es posible -nos preguntábamos unos a otros con asombro y pesar- que los desórdenes naturales hayan causado la ruina de países enteros, la aniquilación de naciones enteras? Las grandes ciudades de América, las fértiles llanuras del Indostán, las atestadas viviendas de los chinos, viven amenazadas por la destrucción total. Allá donde antes las multitudes se congregaban en busca de placer o provecho, ahora sólo resuenan los lamentos y la tristeza. El aire está emponzoñado y los seres humanos respiran muerte, aunque sean jóvenes, sanos, y se hallen en la flor de sus esperanzas. Recordábamos la peste de 1348, cuando se calculaba que un tercio de la humanidad fue destruida. Sin embargo, por el momento Europa occidental se mantenía a salvo. ¿Sería así por mucho tiempo?

¡Oh, sí, no temáis, ciudadanos, así seguirá siendo! En las llanuras de América aún sin cultivar, ¿acaso puede sorprender que, entre otros destructores gigantes, la peste se haya hecho un sitio? Ésta ha sido desde siempre nativa de Oriente, hermana del tornado, el terremoto y el simún. Hija del sol, retoño de los trópicos, expirará en esos climas. Bebe la sangre oscura de los habitantes meridionales pero nuca se alimenta del celta de pálido rostro. Si, por azar, algún asiático infectado llegara a nosotros, la plaga moriría con él, incomunicada, inocua. Lloremos por nuestros hermanos, pero sepamos que su desgracia jamás se abatirá sobre nosotros. Lamentémonos por los hijos del jardín de la tierra y brindémosles nuestra ayuda. Antes envidiábamos sus moradas, sus huertos de especias, sus fértiles planicies, su abundante belleza. Pero en esta vida mortal los extremos siempre se tocan. La espina crece con la rosa, el árbol del veneno y el de la canela entrelazan sus ramas. Persia, con sus tejidos de oro, sus salones de mármol y su infinita riqueza es hoy una tumba. La tienda de los árabes ha caído sobre la arena y su caballo recorre la tierra sin brida ni silla. Los lamentos resuenan en los valles de Cachemira. Sus claros y sus bosques, sus frescas fontanas, sus rosaledas, se ven contaminados por los muertos. En Circasia y Georgia, el espíritu de la belleza llora sobre las ruinas de su templo favorito: el cuerpo femenino.

Nuestras propias desgracias, aunque causadas por la reciprocidad ficticia del comercio, aumentaban proporcionalmente. Se arruinaron banqueros, mercaderes y fabricantes cuyo negocio dependía de las exportaciones y el intercambio de la riqueza. Se trata de reveses que, cuando suceden individualmente, afectan sólo al entorno más inmediato. Pero ahora la prosperidad de la nación se veía amenazada por pérdidas frecuentes y extensivas. Familias acostumbradas a la opulencia y el lujo quedaban a expensas de la caridad. La propia situación pacífica de la que nos vanagloriábamos resultaba engañosa: no había medios para emplear a los ociosos ni para enviar los excedentes de población fuera del país. Incluso la fuente de las colonias se había secado, pues en Nueva Holanda, la Tierra de Van Diemen y el Cabo de Buena Esperanza la peste se propagaba con gran virulencia. ¡Ah! ¡Que alguna medicina purgara nuestro mal y devolviera a la tierra su salud acostumbrada!

Ryland era hombre de fuertes convicciones, rápido y sensato en su decisión cuando las condiciones eran normales, pero permanecía paralizado ante la gran cantidad de males que nos acechaban. ¿Debía aumentar los tributos sobre la tierra para asistir a la población que dependía del comercio? Para hacerlo debía ganarse el favor de los terratenientes, los aristócratas del campo, que eran sus enemigos declarados. Y para ello, a su vez, debía abandonar su más ambicioso plan de igualdad y confirmar a los aristócratas sus derechos sobre la tierra. Debía olvidarse de sus más preciados proyectos tendentes a alcanzar un bien duradero para su país, a cambio de un alivio temporal. Debía renunciar a su objeto más ambicionado y, bajando los brazos, rendirse sin haber logrado alcanzar, de momento, la meta última de sus esfuerzos. En esa tesitura llegó a Windsor para exponernos el asunto. Cada día añadía nuevas dificultades a las ya existentes: la llegada de nuevos barcos cargados de emigrantes, el cese total del comercio, las multitudes hambrientas que se agolpaban a las puertas del palacio del Protectorado, eran circunstancias que no podían obviarse. En efecto, el golpe ya había sido asestado y los aristócratas obtuvieron todo lo que deseaban a cambio de suscribir una ley que, con vigencia de doce meses, incrementaba en un veinte por ciento los impuestos que debían pagar los propietarios.

La calma regresó a la metrópolis y a las ciudades más populosas, antes presas de la desesperación. Y volvimos a contemplar las calamidades desde la distancia, a preguntarnos si el futuro nos depararía algo de alivio a sus excesos. Era agosto, de modo que no se albergaban grandes esperanzas de mejora durante la estación calurosa. Por el contrario, la enfermedad cobró mayor virulencia, mientras las hambrunas proseguían con su labor acostumbrada. Miles de personas morían sin que nadie las llorara, pues junto a los cuerpos aún calientes, quienes se lamentaban de la pérdida enmudecían también, vencidos por la muerte.

El 18 de ese mes llegaron a Londres noticias de que la plaga había hecho acto de presencia en Francia y en Italia. Al principio se trataba de susurros que nadie se atrevía a pronunciar en voz alta. Cuando alguien se encontraba con un amigo en la calle, se limitaba a exclamar, sin detenerse siquiera: «Ya lo sabes, ¿verdad?», mientras que el otro, con expresión de miedo y terror, respondía: «¿Qué va a ser de nosotros?» Finalmente la información apareció en un periódico, intercalada en una página poco leída: «Lamentamos informar de que ya no existe duda sobre la presencia de la peste en Livorno, Génova y Marsella». A la noticia no seguía comentario alguno, y cada lector, asustado, aportaba el suyo. Éramos como ese hombre que se entera de que su casa está ardiendo y aun así avanza por la calle sin perder la esperanza de que se trate de un error, hasta que dobla la esquina y ve el tejado envuelto en llamas. Hasta ese momento se había tratado de un rumor; pero ahora, en palabras indelebles, impresa en letras definitivas, innegables, la noticia se abría paso. Su lugar tan poco destacado en el periódico redundaba, paradójicamente, en su visibilidad. Las letras diminutas adquirían proporciones gigantescas a los ojos perplejos del temor. Parecían grabadas con pluma de hierro, impresas con fuego, tejidas en las nubes, estampadas en la cubierta del universo.

Los ingleses, ya se tratara de viajeros o de expatriados, regresaban en riadas imparables. Y con ellos llegaban multitud de italianos y españoles. Nuestra pequeña isla parecía a punto de reventar. En un primer momento los emigrantes pusieron en circulación gran cantidad de moneda. Pero no había manera de que aquella gente obtuviera nada a cambio de lo que gastaba. A medida que avanzaba el verano y la enfermedad se propagaba, los alquileres quedaban sin pagar y las remesas de dinero no llegaban. Resultaba imposible ver a aquellas criaturas desgraciadas y moribundas, hasta hacía poco hijas del lujo, y no tender una mano para salvarlas. Como había sucedido a finales del siglo xviii, cuando los ingleses abrieron sus despensas de hospitalidad para alivio de aquellos exiliados de sus casas a causa de la revolución política, tampoco ahora dejamos de prestar ayuda a las víctimas de una calamidad más extendida. Nosotros contábamos con muchos amigos extranjeros a los que, una vez localizados, tratamos de aliviar de su terrible penuria. Nuestro castillo se convirtió en asilo de los infelices y no pocos se refugiaron entre sus muros. Los beneficios de su dueño, que siempre había hallado un modo de invertirlos de acuerdo con su naturaleza generosa, se gastaban ahora con mayor cuidado, para que resultaran de mayor utilidad. Con todo, el dinero faltaba sólo en parte, y lo que más escaseaban eran los productos esenciales de la vida. Resultaba difícil hallar un remedio inmediato, pues las importaciones -el recurso más habitual- habían quedado interrumpidas. En aquella situación de emergencia, para alimentar a las personas a las que habíamos dado cobijo tuvimos que entregar nuestros jardines y parques al arado y la azada. La gran demanda en el mercado hizo disminuir ostensiblemente el número de cabezas de ganado en el país. Incluso los pobres ciervos, nuestros astados más consentidos, debían sacrificarse para que sobrevivieran unos huéspedes más valiosos que ellos. Los trabajos necesarios para el cultivo del campo los realizaban hombres que habían sido despedidos de las cada vez más escasas fábricas.

Adrian no se conformaba con el esfuerzo que pudiera llevar a cabo en sus propias posesiones y apeló a los ricos terratenientes. Realizó propuestas parlamentarias que poco podían satisfacer a los que más tenían. Pero sus sinceras súplicas y benévola elocuencia eran irresistibles. Ceder terrenos de ocio a la agricultura, disminuir el número de caballos que en todo el país se mantenían con finalidades suntuarias, eran buenas ideas, aunque desagradables para algunos. Con todo, en honor a los ingleses debe decirse que, aunque la reticencia natural les llevó a demorarse un poco, cuando la desgracia de sus congéneres se hizo evidente, una generosidad entusiasta inspiró sus decretos. Quienes vivían con más lujo fueron los primeros en apartarse de sus bienes. Como suele suceder en toda colectividad, los primeros marcaron la tendencia. Las damas de la alta sociedad se habrían considerado desgraciadas si hubieran gozado de lo que antes llamaban una necesidad, es decir, de un carruaje. Las sillas de manos, como en los viejos tiempos, y los palanquines indios, volvieron a usarse para las más débiles. Por lo demás, no era raro ver a mujeres de rango acudir a pie a los lugares de moda. Y más común todavía era que los propietarios de tierras se retiraran a sus fincas, asistidos por tropas completas de indigentes que talaban sus bosques para construirse viviendas provisionales y parcelaban los parques, los parterres y los jardines, que cultivaban las familias necesitadas. Ahora muchas de ellas, de desahogada posición en sus países de origen, trabajaban la tierra, arado en mano. Finalmente hubo de ponerse algo de freno a tanto espíritu de sacrificio y recordar a aquéllos cuya generosidad se convertía en despilfarro, que hasta que la situación por la que atravesábamos se hiciera permanente -lo que no era probable-, constituía un error acelerar los cambios hasta un punto tal que se hiciera difícil el regreso a la situación anterior. La experiencia demostraba que en uno o dos años la peste remitiría. Era aconsejable que entre tanto no destruyéramos nuestras bellas razas de caballos o modificáramos radicalmente los espacios ornamentales del país.

Puede imaginarse que el estado de las cosas debía de ser lo bastante grave como para que aquel espíritu de bondad echara unas raíces tan profundas. La infección se propagaba ahora por las provincias meridionales de Francia. Pero aquel país contaba con tal riqueza de recursos agrícolas que el desplazamiento de la población de un lugar a otro y el aumento de la emigración extranjera tuvieron menos efecto que entre nosotros. El principal daño parecía causado más por el pánico que por la enfermedad y sus consecuencias naturales.

Se convocó al invierno, doctor infalible. Los bosques sin follaje, los ríos rebosantes de agua, las nieblas nocturnas y las escarchas matutinas fueron recibidos con gratitud. Los efectos del frío purificante se sintieron de inmediato y las cifras de muertos en el extranjero se reducían semana tras semana. Muchos de nuestros visitantes nos dijeron adiós. Aquellos cuyos hogares se hallaban situados al sur escaparon encantados de los rigores de nuestro invierno, en pos de su tierra nativa, seguros de hallar en ella abundancia, a pesar de la temible y reciente visita. Volvíamos a respirar. No sabíamos qué nos depararía el siguiente verano, pero los meses que teníamos por delante eran nuestros y depositábamos grandes esperanzas en el fin de la peste.

El último hombre
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