Capítulo VIII

Tras un largo intervalo, el infatigable espíritu que hay en mí me conmina una vez más a proseguir el relato. Pero he de alterar la modalidad que hasta ahora he adoptado. Los detalles contenidos en las páginas anteriores, aparentemente triviales, pesan sin embargo como el plomo en la triste balanza de las aflicciones humanas. Esta tediosa demora en las penas de los otros, cuando las mías las causaba sólo la aprensión; este lento despojarme de las heridas de mi alma; este diario de muerte; este sendero largo y tortuoso que conduce a un océano de incontables lágrimas, me devuelve una vez más a un pesar fúnebre. Había usado esta historia como adormidera; mientras describía a mis amados amigos, llenos de vida y radiantes de esperanza, asistentes activos de la escena, sentía alivio. Todavía mayor habrá de ser el placer melancólico de dibujar el fin de todo ello. Pero los pasos intermedios, el ascenso por la muralla que se alza entre lo que era y lo que es, mientras yo, aún del otro lado, no veía el desierto que se ocultaba más allá, constituye una tarea que desborda mis fuerzas. El tiempo y la experiencia me han elevado hasta una cumbre desde la que contemplo el pasado como un todo: y así es como debo describirlo, recreando los principales incidentes y arrojando luces y sombras para formar un retrato en cuya misma oscuridad se halle armonía.

Sería innecesario narrar todos estos sucesos desastrosos, para los que podrían hallarse paralelos en episodios menos graves de nuestra gigantesca calamidad. ¿De veras desea el lector conocer relatos de asilos para apestados en que la muerte era el mayor consuelo; del avance siniestro de los coches fúnebres; de la insensibilidad de los indignos y la angustia de los corazones amorosos; de los gritos desgarradores y los abrumadores silencios; de las muchas formas que adoptaba la enfermedad, de las huidas, del hambre, de la desesperación y de la muerte? Existen muchos libros con los que saciar el apetito de todas esas cosas. Recúrrase para ello a los escritos de Boccaccio, Defoe y Browne. La vasta aniquilación que lo ha engullido todo -la soledad muda de una tierra otrora bulliciosa-, el estado de soledad en que me hallo, han privado incluso a esos detalles de su punzante realismo, y mezclando los sórdidos tintes de angustias pasadas con tonos poéticos, he pretendido escapar del mosaico de la circunstancia, percibiendo y recreando los colores agrupados y combinados del pasado.

Regresé de Londres imbuido de la sensación íntima, convencido, de que mi principal deber consistía en asegurar, en la medida de mis posibilidades, el bienestar de mi familia, y a continuación regresar a mi puesto, junto a Adrian. Pero los acontecimientos que se sucedieron tras mi llegada a Windsor me llevaron a cambiar de idea. La epidemia no sólo afectaba a Londres; se había extendido por todas partes. En palabras de Ryland, había llegado a nosotros como mil jaurías de lobos que aullaran en la noche invernal, acechadores y fieros. Cuando la enfermedad alcanzaba las zonas rurales sus efectos resultaban más graves, más devastadores, y la curación resultaba más difícil que en las ciudades. En éstas existía la compañía en el sufrimiento, los vecinos se vigilaban constantemente unos a otros e, inspirados por la benevolencia activa de Adrian, se socorrían y dificultaban el avance de la destrucción. Pero en el campo, entre las granjas dispersas, en las mansiones solitarias, en los prados y en los pajares, las tragedias causaban más dolor en el alma y se producían sin ser vistas ni oídas. La ayuda médica era más difícil de conseguir, así como los alimentos, y los seres humanos, no refrenados por la vergüenza, pues sus conciudadanos no los observaban, se entregaban en mayor medida a fechorías o sucumbían con mayor facilidad a abyectos temores.

También se conocían actos heroicos, actos cuya sola mención llena de orgullo los corazones y de lágrimas los ojos. Así es la naturaleza humana: en ella la belleza y la deformidad suelen ir de la mano. Al estudiar historia nos asombra a menudo la generosidad y la entrega que avanzan siguiendo los talones del crimen y cubren con flores supremas las manchas de sangre. Tales actos no escaseaban a bordo del siniestro carro que tiraba de la plaga.

Los habitantes de Berkshire y Bucks sabían desde hacía tiempo que la epidemia había llegado a Londres, Liverpool, Bristol, Manchester, York y las ciudades más pobladas de Inglaterra. No se sorprendieron nada al tener conocimiento de que ya había hecho mella en ellos. En medio de aquel terror se sentían airados e impacientes. Deseaban hacer algo, lo que fuera, para alejar el mal que los acorralaba, pues en la acción creían que se hallaba el remedio; así, los habitantes de las ciudades más pequeñas dejaban sus hogares, montaban tiendas en los campos y vagaban separados sin importarles el hambre ni las inclemencias del tiempo, suponiendo que de ese modo evitarían el contagio mortal. Los granjeros y los dueños de las fincas, por el contrario, presas del miedo a la soledad y ansiosos por contar con ayuda médica, se dirigían a las ciudades.

Pero el invierno se acercaba, y con él la esperanza. En agosto la epidemia se había detectado en la campiña inglesa, y en septiembre había causado sus estragos. Hacia mediados de octubre empezó a remitir, y en cierto modo se vio reemplazada por el tifus, que atacó con una virulencia apenas menor. El otoño se reveló cálido y lluvioso. Los enfermos y los más débiles murieron. Felices ellos: muchos jóvenes rebosantes de salud y de futuro palidecieron por culpa de la enfermedad y acabaron por convertirse en moradores de los sepulcros. La cosecha se había perdido y la poca calidad del maíz y la falta de vinos extranjeros facilitaban la proliferación del mal. Antes de Navidad la mitad de Inglaterra quedó bajo las aguas. Las tormentas del verano anterior se repitieron, aunque la disminución del transporte marítimo nos llevara a creer que las tempestades habían sido menos en el mar. Las inundaciones y los aguaceros causaron daños más graves en el continente europeo que en nuestro país, constituyendo el mazazo final a las calamidades que lo habían destruido. En Italia, los escasos campesinos no bastaban para vigilar los ríos, y como bestias que huyen de sus guaridas cuando se acercan los cazadores y sus perros, el Tíber, el Arno y el Po se abalanzaron sobre las llanuras, acabando con su fertilidad. Pueblos enteros fueron arrasados por las aguas. Roma, Florencia y Pisa se anegaron y sus palacios de mármol, antes reflejados en sus tranquilas aguas, vieron sus cimientos empapados con la crecida invernal. En Alemania y Rusia los daños fueron aún más graves.

Pero la escarcha y la helada al fin llegaron, y con ellas la renovación de nuestro contrato con la tierra. El hielo limaría las flechas de la peste y encadenaría a los furiosos elementos. Y el campo, en primavera, se despojaría de su vestido de nieve, libre de la amenaza de la destrucción. Con todo, las tan esperadas señales del invierno no se presentaron hasta febrero. La nieve cayó durante tres días, el hielo detuvo la corriente de los ríos y las aves abandonaron las ramas de los árboles cubiertos de escarcha. Pero al cuarto día todo desapareció. Los vientos del suroeste trajeron lluvias, y más tarde salió un sol que, burlándose de las leyes naturales, parecía abrasar con fuerza estival a pesar de lo temprano de la estación. No había nada que hacer, pues con las primeras brisas de marzo los caminos se llenaron de violetas, los árboles frutales florecieron, el maíz brotó y nacieron las hojas, obligadas por el calor anticipado. Nos asustaban el aire balsámico, el cielo sin nubes, el campo cuajado de flores, los deliciosos bosques, pues ya no veíamos el material del universo como nuestra morada, sino como nuestra tumba, y la tierra fragante, tamizada por nuestro temor, olía a gran camposanto.

Pisando la tierra dura

de continuo el hombre está

y cada paso que da

es sobre su sepultura.55

Con todo, a pesar de esas desventajas el invierno suponía un alivio, e hicimos lo posible por sacarle el mayor partido. Tal vez la epidemia no regresara con el verano, pero si lo hacía, nos hallaría preparados. Está en la naturaleza humana la adaptación, a partir de la costumbre, incluso al dolor y a la tristeza. La peste se había convertido en parte de nuestro futuro, de nuestra existencia, era algo de lo que había que protegerse, como había que protegerse del desbordamiento de los ríos, de la crecida de los mares y de las inclemencias del tiempo. Tras prolongados sufrimientos y experiencias amargas, tal vez se descubriera la panacea. Por el momento, todo el que contraía la infección, moría. Pero no todo el mundo se infectaba. Así, nuestra misión debía consistir en cavar bien los cimientos y alzar bien alta la barrera que separara a los contagiados de los sanos; en introducir un orden que condujera al bienestar de los supervivientes y que diera cierta esperanza y algo de felicidad a quienes presenciaran aquella tragedia, en caso de que ésta se renovara. Adrian había introducido procedimientos sistemáticos en la metrópolis que, aunque no habían logrado detener el avance de la muerte, sí habían impedido otros males, vicios y locuras que sólo habrían servido para ennegrecer más el trágico destino de nuestro tiempo. Yo deseaba seguir su ejemplo, pero la gente está acostumbrada a

moverse al unísono, si es que se mueve56

y no hallaba el modo de lograr que los habitantes de las aldeas y pueblos, que olvidaban mis palabras o no las escuchaban, y que resultaban más cambiantes que los vientos, modificaran el menor de sus actos.

De modo que adopté otro plan. Los escritores que han imaginado un reino de paz y felicidad en la tierra, han tendido a situarlo en un paisaje rural, donde el gobierno se halla en manos de los ancianos y los sabios. Aquella sería, pues, la clave de mi idea. En casi todas las aldeas, por pequeñas que sean, existe un jefe, uno de entre ellos mismos que es venerado, cuyo consejo se busca en tiempos de dificultad y cuyas buenas opiniones son tenidas en cuenta. Mi experiencia personal me llevaba a saber que así era.

En la aldea de Little Marrow vivía una anciana que gobernaba de tal modo la comunidad. Había vivido algunos años en un hospicio, y los domingos, si el tiempo lo permitía, su puerta se veía siempre asediada por una multitud que acudía en busca de sus consejos, dispuesta a escuchar sus admoniciones. Había sido esposa de un soldado y había visto mundo. La enfermedad, inducida por unas fiebres que contrajo en moradas insalubres, la había minado prematuramente, y apenas se movía de su camastro. La peste llegó a la aldea y el espanto y el dolor privaron a sus habitantes del poco juicio que poseían. Pero la vieja Martha dio un paso al frente y dijo:

-Yo ya he vivido en una ciudad atacada por la peste.

-¿Y escapaste?

-No, pero me recuperé.

Después de aquello, el prestigio de Marta no hizo sino crecer, y con él el amor que los demás le profesaban. Entraba en las casas de los enfermos y aliviaba sus sufrimientos con sus propias manos. Parecía no sentir temor alguno y contagiaba de su coraje innato a quienes la rodeaban. Acudía a los mercados e insistía en que le entregaran alimentos para los que eran tan pobres que no podían comprarlos. Les demostraba que del bienestar de cada uno de ellos dependía la prosperidad de todos. No permitía que se descuidaran los jardines, que las flores enredadas a las celosías de las casas se marchitaran por falta de cuidados. La esperanza, aseguraba, era mejor que la receta de un médico, y todo lo que sirviera para mantener el ánimo valía más que los remedios y las pócimas.

Fueron mis conversaciones con Martha, así como la visión de Little Marlon, lo que me llevó a la formulación de mi plan. Yo ya había visitado las fincas rurales y las mansiones de los nobles, y había constatado que a menudo los habitantes actuaban movidos por la mayor benevolencia, dispuestos a ayudar en todo a sus arrendatarios. Pero eso no bastaba. Se echaba de menos una comprensión íntima, generada por esperanzas y temores similares, por similares experiencias y metas. Los pobres percibían que los ricos contaban con unos medios de preservación de los que ellos carecían, que podían vivir apartados y, hasta cierto punto, libres de preocupación. No podían confiar en ellos y preferían recurrir a los consejos y auxilios de sus iguales. Por tanto, resolví ir de pueblo en pueblo en busca del arconte rústico del lugar para, mediante la sistematización de sus ideas y el perfeccionamiento de sus opiniones, incrementar tanto la eficacia como el uso de éstas entre los habitantes de su misma aldea. En aquellas elecciones reales y espontáneas se producían muchos cambios: los derrocamientos y las abdicaciones eran frecuentes, y en lugar de los viejos y prudentes se destacaban los ardorosos jóvenes, ávidos de acción e ignorantes del peligro. Y también sucedía a menudo que la voz a la que todos atendían se silenciaba de pronto, la mano tendida se cerraba, lo mismo que los ojos, y los aldeanos temían aún más una muerte que había escogido aquella víctima, que había enviado a la tumba aquel corazón que había latido por ellos, reduciendo a la incomunicación irreversible una mente siempre ocupada de su bienestar.

Quien trabaja por los demás suele encontrarse con que la ingratitud, regada por el vicio y la locura, brota del grano que él ha sembrado. La muerte, que en nuestra juventud hollaba la tierra como «ladrón en la noche»,57 alzándose de su bóveda subterránea, ungida de poder, haciendo ondear el negro estandarte, avanzaba conquistadora. Muchos veían, sentada sobre el trono de su virreinato, a la suprema Providencia, que dirigía sus huestes y guiaba su avance, e inclinaban la cabeza en señal de resignación, o al menos de obediencia. Otros percibían sólo una casualidad pasajera, preferían la despreocupación al temor y se entregaban a la vida licenciosa para evitar los aguijonazos del peor de los temores. Y así, mientras los sabios, los buenos y los prudentes se ocupaban en tareas de bondad, la tregua del invierno causaba otros efectos en los jóvenes, los inconscientes y los viciosos. Durante los meses más fríos, muchas personas se trasladaron a Londres en busca de diversión; la opinión pública se relajó. Muchos, hasta entonces pobres, se hacían ricos; eran multitud los que habían perdido a sus padres, los custodios de su moral, sus mentores, sus frenos. Hubiera resultado inútil oponerse a aquellos impulsos poniendo barreras, que sólo habrían servido para lograr que quienes los sentían se entregaran a indulgencias aún más perniciosas. Los teatros seguían abiertos y se veían siempre atestados; los bailes y las fiestas nocturnas gozaban siempre de gran concurrencia; en muchas de ellas se violaba el decoro y proliferaban unos males hasta entonces relacionados con un estado avanzado de civilización. Los alumnos abandonaban sus libros, los artistas sus talleres. Las ocupaciones de la vida habían desaparecido, pero las distracciones perduraban. Los goces podían prolongarse casi hasta la tumba. Todo disimulo desaparecía -la muerte se alzaba como la noche- y, protegidos por sus sombras sórdidas, el rubor de la timidez, la reserva del orgullo y el decoro de la prudencia solían despreciarse por considerarse velos inútiles.

Pero esta tendencia no era universal. Entre personas más elevadas, la angustia y el temor, el miedo a la separación eterna, el asombro natural causado por aquella calamidad sin precenden- tes, llevaban a estrechar lazos con familiares y amigos. Los filósofos planteaban sus principios como barreras contra la proliferación del libertinaje o la desesperación, como únicas murallas capaces de proteger el territorio invadido de la vida humana; los religiosos, con la esperanza de obtener su recompensa, se aferraban a sus credos como a tablones que, flotando en el tempestuoso mar del sufrimiento, los llevaran a la seguridad de un puerto situado en el Continente Ignoto. Los corazones amorosos, obligados a concentrar su campo de actuación, dedicaban por triplicado su desbordante afecto a las pocas personas que quedaban. Pero incluso entre ellas, el presente, como una posesión inalienable, era el único tiempo en que se atrevían a depositar sus esperanzas.

La experiencia, desde épocas inmemoriales, nos había enseñado a contar nuestros goces por años y a extender nuestras perspectivas de vida sobre un periodo dilatado de progreso y decadencia. El largo camino tejía un vasto laberinto, y el Valle de la Sombra de la Muerte, en el que concluían, quedaba oculto por objetos interpuestos. Pero un terremoto había cambiado el paisaje -la tierra había bostezado bajo nuestros mismos pies- y el abismo se había abierto, profundo y vertical, dispuesto a engullirnos, mientras las horas nos conducían al vacío. Mas ahora era invierno, y debían transcurrir meses hasta que nos viéramos otra vez privados de seguridad. Nos habíamos convertido en mariposas efímeras, y el lapso entre la salida y la puesta del sol era para nosotros como un año entero de tiempo ordinario. No veríamos a nuestros hijos alcanzar la madurez ni arrugarse sus mejillas carnosas, ni sus despreocupados corazones ser presas de la pasión o las cuitas; gozábamos de ellos ahora porque vivían, y nosotros también. ¿Qué más podíamos desear? Con aquellas enseñanzas mi pobre Idris trataba de acallar los crecientes temores, y hasta cierto punto lo lograba. No era como en verano, cuando el destino fatal podía llegar de una hora para otra. Hasta la llegada del verano nos sentíamos a salvo. Y aquella certeza, por breve que fuera, satisfizo por un tiempo su ternura maternal. No sé cómo expresar o comunicar la sensación de elevación intensa y concentrada, aunque evanescente, que se apoderó de nosotros en aquellos días. Nuestras alegrías eran más profundas, pues veíamos su final; eran más agudas, pues sentíamos todo su valor; eran más puras, pues su esencia era la comprensión. Y así como un meteoro brilla más que una estrella, así la dicha de aquel invierno contenía en sí misma las delicias destiladas de una vida larga, muy larga.

¡Qué adorable resulta la primavera! Al contemplar desde la terraza de Windsor los dieciséis condados fértiles que se extendían a nuestros pies, salpicados de hermosas mansiones y pueblos ricos, todo parecía, como en años anteriores, hermoso y alegre. El campo estaba arado, las tiernas espigas de trigo asomaban entre la tierra oscura, los frutales florecían, los campesinos trabajaban sus parcelas, las lecheras regresaban a casa con los cubos rebosantes, los gorriones y los martinetes rozaban las albercas soleadas con sus alas largas y apuntadas, los corderos recién nacidos reposaban sobre la hierba joven, las hojas tiernas

elevan su hermosa cabeza en el aire y alimentan

un espacio silencioso con botones siempre verdes.58

Hasta los hombres parecían regenerarse, y sentían que la escarcha del invierno daba paso a una cálida y elástica renovación de la vida. La razón nos decía que las cuitas y las penas avanzarían con el año, pero ¿cómo creer aquella voz agorera que respiraba sus vapores pestilentes desde la tenebrosa caverna del miedo, mientras la naturaleza, riéndose y esparciendo flores, frutas y aguas chispeantes desde su verde regazo, nos invitaba a unirnos a la alegre mascarada de la vida joven que se derramaba sobre aquel escenario?

¿Dónde estaba la peste? «Aquí, en todas partes», exclamó una voz impregnada de temor y espanto, cuando en los agradables días de un mayo soleado la Destructora del hombre volvió a cabalgar sobre la tierra, obligando al espíritu a abandonar su crisálida orgánica para penetrar en una vida ignorada. Con un solo movimiento de su arma poderosa, toda precaución, todo cuidado, toda prudencia, fueron aniquilados. La muerte se sentaba a las mesas de los notables, se tendía en el jergón del granjero, atrapaba al cobarde que huía, abatía al valiente que resistía. La desazón se apoderaba de todos los corazones, la pena velaba todos los ojos.

Las visiones lúgubres empezaban a resultarme familiares, y si hubiera de relatar toda la angustia y el dolor que presencié, dar cuenta de los sollozos desesperados de aquellos días, de las sonrisas de la infancia, más horribles aún, esbozadas en el pecho del horror, mi lector se echaría a temblar y, con el vello erizado, se preguntaría por qué, presa de una locura repentina, no me arrojé por algún precipicio, logrando así cerrar los ojos para siempre ante el triste fin del mundo. Pero los poderes del amor, la poesía y la imaginación creativa habitan incluso junto a los apestados, junto a los escuálidos, a los moribundos. Un sentido de devoción, de deber, de propósito noble y constante, me elevaba. Una extraña alegría inundaba mi corazón. En medio de aquella pena tan grande yo parecía caminar por los aires, y el espíritu del bien vertía a mi alrededor una atmósfera de ambrosía que limaba las aristas de la incomprensión y limpiaba el aire de suspiros. Si mi alma cansada flaqueaba en su empeño, pensaba en mi hogar querido, en el cofre que contenía mis tesoros, en el beso de amor y en la caricia filial; entonces mis ojos se llenaban del rocío más puro y mi corazón sentía al momento una ternura renovada.

El afecto maternal no había vuelto egoísta a Idris. Al inicio de nuestra calamidad, con imprudente entusiasmo se había entregado al cuidado de enfermos y desahuciados. Pero, al desaconsejárselo yo, ella me obedeció. Le conté que el temor por los peligros a los que se sometía me paralizaba en mis esfuerzos, y que saber que se hallaba a salvo, en cambio, fortalecía mis nervios. Le demostré los riesgos que corrían nuestros hijos durante sus ausencias. Y ella, finalmente, aceptó no alejarse del recinto del castillo. Con todo, en el interior de su recinto habitaba una nutrida colonia de seres infelices abandonados por sus familiares, los bastantes como para ocupar su tiempo y sus atenciones, mientras su incansable entrega a mi bienestar y a la salud de los niños, por más que se esforzara en camuflarla u ocultarla, absorbía todos sus pensamientos y consumía gran parte de sus energías. Además de su labor de vigilancia y cuidado, su segunda preocupación consistía en ocultarme a mí su angustia y sus lágrimas. Yo regresaba al castillo todas las noches, y en él hallaba, esperándome, amor y reposo. Con frecuencia permanecía junto al lecho de muerte de algún enfermo hasta la medianoche, y en noches oscuras y lluviosas recorría a caballo muchas millas. Si lo resistía era sólo por una cosa: la seguridad y el descanso de mis seres queridos. Si alguna escena agónica me impresionaba más de la cuenta y perlaba mi frente de sudor, apoyaba la cabeza en el regazo de Idris y el latido tempestuoso de mis sienes regresaba a su ritmo temperado. Su sonrisa era capaz de sacarme del desasosiego y su abrazo bañaba mi corazón pesaroso en un bálsamo de paz.

El verano avanzaba y, coronada por los potentes rayos del sol, la peste arrojaba sus certeros dardos sobre la tierra. Las naciones que se hallaban bajo su influencia inclinaban la cabeza y morían. El maíz que había brotado en abundancia se agostaba y se pudría en los campos, mientras que el pobre infeliz que había acudido a buscar pan para sus hijos yacía, rígido y apestado, en una zanja. Los verdes bosques agitaban sus ramas majestuosamente y los moribundos se tendían bajo su sombra, respondiendo a la solemne melodía con sus lamentos disonantes. Los pájaros de colores revoloteaban en la penumbra. El ciervo, ignorante de todo, reposaba a salvo sobre los helechos. Los bueyes y los caballos escapaban de los establos abandonados y pacían en los campos de trigo, pues sólo sobre los hombres se abatía la muerte.

Con la llegada del verano y el regreso de la mortandad, nuestros temores crecieron. Mi pobre amor y yo nos miramos y miramos a nuestros hijos.

-Los salvaremos, Idris -dije yo-. Los salvaré. Dentro de unos años les hablaremos de nuestros temores, que ya habrán desaparecido. Aunque ellos sean los únicos que sobrevivan en la tierra, vivirán, y ni sus mejillas palidecerán ni languidecerán sus voces.

Nuestro hijo mayor entendía hasta cierto punto las escenas que presenciaba a su alrededor y en ocasiones, con gesto serio me preguntaba sobre el motivo de tan vasta desolación. Pero sólo tenía diez años y la hilaridad de la juventud no tardaba en desfruncirle el ceño. Evelyn, querubín sonriente, niño juguetón, sin idea alguna de lo que era el dolor o la pena, lograba, mientras se apartaba los tirabuzones de los ojos, que en los todos salones resonara el eco de su alegría y atraía nuestra atención con miles de artimañas. Clara, nuestra adorada y bondadosa Clara, era nuestro sostén, nuestro solaz, nuestra delicia. Se había empeñado en asistir a los enfermos, en consolar a los tristes, en ayudar a los ancianos, y además participaba de las actividades de los jóvenes y de su alegría. Iba de sala en sala como un espíritu bueno enviado por el reino celestial para iluminarnos en aquella hora oscura con su esplendor ultraterreno. La gratitud y el elogio se alzaban a su paso. Y sin embargo, cuando con gran sencillez jugaba en nuestra presencia con nuestros hijos, o con entrega infantil realizaba pequeñas tareas para Idris, nos preguntábamos en qué rasgos de su encanto puro, en qué tonos suaves de su melodiosa voz, residía, tanto heroísmo, sagacidad y benevolencia.

El verano transcurría tedioso, pues nosotros confiábamos en que el invierno acabara al fin con la enfermedad. Que ésta desapareciera por completo era una esperanza demasiado íntima, demasiado sentida como para expresarla en palabras. Cuando alguien, inconsciente, la pronunciaba en voz alta, quienes la escuchaban entre lágrimas y sollozos demostraban lo profundo de sus temores, lo frágil de su propia fe. En cuanto a mí, mi misión en aras del bien común me permitía observar con más detalle que otros la virulencia renovada de nuestro enemigo ciego y los estragos que causaba. En un solo mes había destruido un pueblo, y si en mayo había enfermado la primera persona, en junio los senderos aparecían llenos de cadáveres insepultos. En las casas sin dueño las chimeneas no elevaban su humo al aire, y los relojes de las amas de casa marcaban sólo la hora en que la muerte había obtenido su triunfo. En ocasiones, de tales escenarios rescataba yo a algún niño desvalido, apartaba a alguna madre joven de la presencia inerte de su recién nacido o consolaba a un robusto bracero que lloraba desconsolado ante a su extinta familia.

Julio había pasado. Agosto debía pasar, y tal vez entonces, a mediados de septiembre, hubiera alguna esperanza. Contábamos los días con impaciencia. Los habitantes de las ciudades, para que su espera resultara más llevadera se arrojaban en brazos de la disipación, y con fiestas desbocadas, en las que creían hallar placer, trataban de abolir el pensamiento y de adormecer su desasosiego. Nadie excepto Adrian hubiera podido aplacar a la variopinta población de Londres que, como una manada de caballos salvajes galopando hacia sus pastos, había abandonado el temor a las cosas pequeñas debido a la intervención del mayor de los temores. Incluso Adrian se había visto obligado a ceder en algo para poder seguir, si no guiando, al menos estableciendo límites a la permisividad de los tiempos. Así, los teatros se mantenían abiertos y los lugares de asueto público seguían viéndose muy concurridos, aunque él tratara de modificar aquel estado de cosas para aplacar, de la mejor manera posible, la excitación de los espectadores, y a la vez impedir una reacción de tristeza cuando esa excitación terminara. Las obras favoritas eran las grandes tragedias. Las comedias suponían un contraste demasiado pronunciado con la desesperación interna; cuando se intentaba poner alguna en escena, no era raro que algún comediante, en medio de las carcajadas suscitadas por su histriónica representación, recordara alguna palabra o idea que le devolviera a su desgracia y pasara de la bufonada a las lágrimas y los sollozos, mientras los espectadores, con gesto mimé- tico, estallaban el llanto, tornando la pantomima ficticia en exhibición real de trágica pasión.

No se hallaba en mi naturaleza extraer consuelo de tales lugares: de los teatros, cuyas falsas risotadas y alegría discordante despertaban una simpatía forzada, o donde las lágrimas y los lamentos ficticios se burlaban de la pena real; de las fiestas o las reuniones concurridas, donde la hilaridad nacía de los peores sentimientos de nuestra naturaleza o donde la exaltación de los mejores parecía fijada con un barniz de estridencia y falsedad; de las reuniones de personas plañideras disfrazadas de personas festivas. Sin embargo, en una ocasión presencié una escena de gran interés en un teatro, una escena en que la naturaleza superó al arte, del mismo modo que una poderosa catarata se burla de una ridícula cascada artificial, hasta ese momento alimentada con parte del caudal de aquélla.

Había acudido a Londres para visitar a Adrian, pero a mi llegada constaté que no se encontraba en el palacio. Aunque sus asistentes ignoraban su paradero, creían que no regresaría hasta última hora de la noche. No habían dado aún las siete de aquella agradable tarde de verano y yo me dedicaba a pasear por las calles vacías de la ciudad. Ahora me desviaba para evitar un funeral que se aproximaba, luego la curiosidad me llevaba a observar el estado de algún lugar concreto. Pero aquel paseo me llenaba de tristeza, pues el silencio y el abandono se apoderaban de todo lo que veía, y las escasas personas con que me cruzaba presentaban un aspecto pálido y desmejorado, tan marcado por la desconfianza y la zozobra que, temeroso de encontrarme sólo con aquellos signos de desgracia, desanduve mis pasos y me encaminé a casa.

Una vez en Holborn, pasé frente a una posada llena de grupos ruidosos cuyas canciones, risotadas y gritos me parecieron más tristes que el rostro pálido y el silencio de las plañideras. Precisamente una de ellas pululaba por las inmediaciones. El lamentable estado de su atuendo proclamaba su pobreza; estaba muy pálida y cada vez se acercaba más. Primero miró por la ventana y después por la puerta, como temerosa y al mismo tiempo deseosa de entrar. En uno de los corrillos empezaron a cantar y a reírse y la mujer sintió aquellas muestras de alegría como aguijonazos en el corazón. «¿Cómo puede ser capaz?», murmuró, y entonces, haciendo acopio de valor, cruzó el umbral. La casera la interceptó en la entrada. La pobre criatura le preguntó:

-¿Está aquí mi esposo? ¿Puedo ver a George?

-Verlo, sí -respondió la casera-, si va adonde se encuentra. Ayer noche se lo llevaron. Tiene la peste y lo trasladaron al hospital.

Aquella pobre desgraciada se apoyó en la pared y dejó escapar un grito amortiguado.

-¿Tan cruel es usted para haberlo enviado ahí?

La otra mujer se alejó, pero una tabernera, más compasiva, le explicó con detalle lo sucedido, que no era mucho: a su esposo, enfermo y tras una noche de jolgorio, sus amigos lo habían llevado al hospital de Saint Bartholomew. Yo presencié toda la escena, pues había en aquella pobre mujer una dulzura que me cautivaba. La vi salir del local y caminar tambaleante por Holborn Hill. Pero al poco le fallaron las fuerzas y hundió la cabeza en el pecho, palideciendo aún más. Me acerqué a ella y le ofrecí mis servicios. Ella apenas alzó la vista.

-No puede ayudarme -me dijo-. Debo ir al hospital. Eso si no muero antes de llegar.

Todavía quedaban en las calles de la ciudad algunos coches de punto esperando clientes, más por costumbre que por expectativa de negocio. De modo que la subí a uno de ellos y la acompañé hasta el hospital para asegurarme de que llegaba sana y salva. El trayecto era corto y ella habló poco, más allá de pronunciar algunas expresiones soterradas de reproche al hombre que la había abandonado y a algunos de sus amigos, así como sus esperanzas de hallarlo con vida. Había una sinceridad sencilla y natural en ella que me llevaba a interesarme por su suerte, un interés que creció cuando aseguró que su esposo era la mejor persona del mundo, o que lo había sido hasta que la falta de trabajo, en aquellos tiempos difíciles, lo había empujado frecuentar malas compañías.

-No soportaba volver a casa -dijo- y ver que nuestros hijos morían. Los hombres carecen de la paciencia de las madres con los que son de su misma sangre.

Llegamos a Saint Bartholomew y entramos en el edificio de aquella casa de enfermedad. La pobre criatura se apretó contra mí al ver la frialdad y la rapidez con que trasladaban a los muertos desde las salas comunes hasta una estancia cuya puerta entreabierta dejaba ver gran número de cadáveres, visión monstruosa para alguien no acostumbrado a tales escenas. Nos condujeron a las dependencias a la que habían llevado a su esposo tras su ingreso y donde, según la enfermera, seguía aún, aunque no sabía si con vida. La mujer empezó a recorrer la estancia, cama por cama, hasta que en un extremo, tendida en un camastro, distinguió a una criatura escuálida y demacrada que agonizaba sometida a la tortura de la infección. Se abalanzó sobre él y lo abrazó, agradeciendo a Dios que le hubiera conservado la vida.

El entusiasmo que le infundía semejante alegría la cegaba también ante los horrores que se mostraban a su alrededor, pero a mí éstos me resultaban intolerables. Los efluvios que flotaban en aquella sala encogían mi corazón en dolorosos espasmos. Se llevaban a los muertos y traían a los enfermos con idéntica indiferencia. Algunos de éstos gritaban de dolor, otros se reían, presas de los delirios. A algunos los acompañaban familiares llorosos; otros llamaban con voces desgarradoras y tiernas o con tonos de reproche a sus amigos ausentes. Las enfermeras iban de cama en cama, imágenes encarnadas de la desesperación, el abandono y la muerte. Incapaz de soportarlo por más tiempo, entregué unas monedas de oro a mi desgraciada acompañante, la encomendé al cuidado de las enfermeras y sin más demora abandoné el hospital. Pero mi imaginación, atormentándome, no dejaba de recrear imágenes de mis seres queridos postrados en aquellos lechos, desatendidos de ese modo. El país no podía permitirse tanto horror. Muchos desventurados morían solos en los campos, y en una ocasión hallé a un único superviviente en un pueblo desierto, luchando contra el hambre y la infección. Con todo, la asamblea de la peste, el salón de los banquetes de la muerte, se reunía sólo en Londres.

Seguí caminando, con el corazón en un puño. Las dolorosas emociones me impedían toda concentración. De pronto me hallé frente al teatro de Drury Lane. La obra que se representaba era Macbeth, y el actor más importante de la época ejercía sus poderes para adormecer al público y distraerlo de sus pesares. Yo mismo deseaba probar aquella medicina, de modo que entré. El teatro estaba bastante concurrido. Shakesperare, cuya popularidad llevaba cuatro siglos bien asentada, no había perdido su vigencia en aquellos tiempos difíciles y seguía siendo Ut magus, el brujo que mandaba en nuestros corazones y gobernaba nuestra imaginación. Yo había llegado durante una pausa, entre los actos tercero y cuarto. Eché un vistazo al público. Las mujeres pertenecían en su mayoría a las clases inferiores, pero había hombres de todos los estamentos que acudían para olvidar momentáneamente las dilatadas escenas de desgracia que les aguardaban en sus hogares miserables. Se alzó el telón y en el escenario apareció la caverna de las brujas. El armazón sobrenatural e imaginario de Macbeth era garantía de que la representación tendría poco que ver con nuestra realidad presente. La compañía se había esforzado al máximo para lograr la mayor autenticidad posible. La extremada penumbra de la escena, cuya única fuente de luz provenía del fuego encendido bajo la caldera, se sumaba a una especie de neblina que flotaba en el ambiente y que lograba dotar a los cuerpos fantasmagóricos de las brujas de un halo oscuro y lúgubre. No eran tres arpías decrépitas inclinadas sobre una olla en la que vertían los repugnantes ingredientes de su poción mágica, sino seres temibles, irreales, imaginarios. La entrada de Hécate y la música estridente que siguió nos transportaron más allá de este mundo. La forma de caverna que adoptaba el escenario, las piedras en lo alto, acechadoras, el resplandor del fuego, las sombras neblinosas que cruzaban en ocasiones la escena, la música asociada a todas las imágenes de la brujería, permitían a la imaginación explayarse sin temor a ser contradicha, a oír la réplica de la razón o del corazón. La aparición de Macbeth tampoco destruyó la ilusión, pues de él se apoderaban las sensaciones que también nos invadían a nosotros, y así, mientras aquel acto mágico seguía avanzando, nosotros nos identificábamos con su asombro y su osadía y entregábamos por completo nuestra alma al influjo del engaño escénico. Yo ya sentía el resultado benéfico de tales emociones en la renovación de mi entrega a la imaginación, una entrega de la que llevaba mucho tiempo alejado. Los efectos de aquella escena encantada transmitieron parte de su fuerza a la siguiente, y así nos olvidamos de que Malcolm y Macduff eran meros seres humanos, inspirados por unas pasiones tan simples como las que latían en nuestros pechos. Con todo, gradualmente fuimos recobrando el interés real de la escena. Una sacudida, como la que se hubiera producido tras una descarga eléctrica recorrió el teatro cuando Ross exclamó, en réplica a «¿Sigue Escocia como la dejé?»:

Sí, pobre nación, casi con miedo de reconocerse a sí misma.

No se la puede llamar nuestra madre, sino nuestra tumba,

donde no se ve jamás sonreír sino a quien no sabe nada:

donde los suspiros, gemidos y gritos que desgarran el aire,

surgen sin ser observados:

donde la violenta tristeza parece un humor cualquiera:

el redoble por los muertos, apenas se pregunta por quién es,

y las vidas de los hombres buenos se extinguen

antes que las flores que llevan en el sombrero

muriendo sin enfermedad. 59

Cada palabra cobraba sentido y tañía como la campana de nuestra vida efímera. Nadie se atrevía a mirar a los demás y todos manteníamos la vista en el escenario, como si nuestros ojos, sólo con eso, se volvieran inocuos. El hombre que interpretaba el papel de Ross se dio cuenta de pronto del peligroso terreno que pisaba. Se trataba de un actor mediocre, pero ahora la verdad lo convertía en excelente. Siguió declamando, anunciando a Macduff la muerte de su familia, y mientras lo hacía sentía temor, y temblaba al pensar que fuera el público, y no su compañero de escena, quien estallara en llanto. Pronunciaba cada palabra con dificultad; una angustia verdadera se pintaba en sus gestos y un horror repentino inundaba sus ojos, que mantenía clavados en el suelo. Aquella muestra de terror hacía que el nuestro aumentara, y con él ahogábamos el grito, alargando mucho el cuello, modificando nuestra expresión cuando él lo hacía, hasta que al fin Macduff, concentrado en su papel y ajeno a la absoluta identificación del público, exclamaba con pasión bien interpretada:

¿Todos mis queridos pequeños?

¿Has dicho todos? ¡Oh, milano infernal!

¿Todos? ¿Qué, todos mis lindos polluelos,

y su madre, bajo su garra feroz?60

Una punzada de dolor irrefrenable encogió todos los corazones, y de todos los labios brotó un sollozo de desesperación. Yo también me había dejado arrastrar por el sentimiento general, había sido absorbido por los terrores de Ross. Así, también yo reproduje el lamento de Macduff, y al punto salí de allí como de un infierno de tortura, para hallar sosiego en contacto con el frescor del aire, bajo los árboles mudos.

Pero ni el aire era fresco ni los árboles callaban. ¡Cómo habría querido en ese instante gozar del consuelo de la madre Naturaleza, al sentir que mi corazón herido recibía entonces otra estocada, en esta ocasión en forma de la algarabía despreocupada que provenía de la taberna y de la visión de los borrachos que se dirigían tambaleantes hacia sus casas, olvidado el recuerdo de lo que hallarían en ella, y de los saludos más escandalosos de los seres melancólicos para quienes la palabra «hogar» no era más que una burla! Me alejé de allí lo más rápido que pude hasta que, sin saber cómo, me encontré en las inmediaciones de la abadía de Westminster y me sentí atraído por el sonido grave y prolongado de un órgano. Entré con temor reverencial en el presbiterio iluminado, escuchando los solemnes cánticos religiosos que hablaban de paz y esperanza para los desventurados. Las notas, cargadas de las plegarias eternas de los hombres, resonaban en las altas naves, y un bálsamo celestial bañaba las heridas sangrantes del alma. A pesar de la desgracia que yo despreciaba, y que no alcanzaba a comprender; a pesar de los hogares apagados del gran Londres y de los campos cubiertos de cadáveres de mi tierra natal; a pesar de todas las intensas emociones que había experimentado esa misma tarde, creía que, en respuesta a nuestras melodiosas invocaciones, el Creador se compadecería de nosotros y nos prometería alivio. El horrible lamento de aquella música celestial parecía una voz adecuada para comunicarse con el Altísimo; me apaciguaban sus sonidos, y también la visión junto a mí de tantos otros seres humanos elevando sus prédicas y sometiéndose. Una sensación parecida a la felicidad seguía a la absoluta entrega del ser de uno a la custodia del Señor del mundo. Pero ¡ay! Con el fin de los cánticos solemnes, el espíritu elevado regresó de nuevo a la tierra. Súbitamente un miembro del coro falleció. Lo retiraron de su asiento, abrieron apresuradamente las puertas de la cripta y, tras pronunciar unas oraciones breves, lo depositaron en la tenebrosa caverna, morada de miles que la habían ocupado antes que él, y que ahora abría sus fauces para recibir también a todos los que participaban en los ritos fúnebres. En vano me alejé de aquel escenario bajo naves oscuras y altas bóvedas en las que reverberaban melodiosas alabanzas. Sólo en el exterior del templo hallé algún alivio. Entre las hermosas obras de la Naturaleza, su Dios recuperaba el atributo de la benevolencia, y allí podía confiar de nuevo en que quien había creado las montañas, plantado los bosques y trazado los ríos, erigiría otra finca para la humanidad perdida, donde nosotros despertaríamos de nuevo a nuestros afectos, nuestra dicha y nuestra fe.

Afortunadamente para mí, aquellas circunstancias se producían sólo en las escasas ocasiones en que me trasladaba a Londres, y mis deberes se limitaban al distrito rural que se divisaba desde nuestro castillo elevado. Allí, el lugar del pasatiempo lo ocupaba el trabajo, que ayudaba a los paisanos a mantenerse en gran medida al margen de la tristeza y la enfermedad. Yo insistía mucho en que se concentraran en sus cosechas y actuaran como si la epidemia no existiera. En ocasiones se oía el chasquido de las hoces, aunque los segadores, ausentes, se olvidaban de trasladar el trigo una vez cortado. Los pastores, una vez esquiladas las ovejas, dejaban que los vientos esparcieran la lana, pues no encontraban sentido a fabricarse ropas para el siguiente invierno. Sin embargo, en ocasiones el espíritu de la vida despertaba con aquellas ocupaciones: el sol, la brisa refrescante, el olor dulce del heno, el crujido de las hojas y el rumor de los arroyos traían reposo al pecho y derramaban una sensación parecida a la felicidad sobre los temerosos. Y, por extraño que parezca, en aquellos tiempos también se disfrutaba de los placeres. Parejas jóvenes que se habían amado sin esperanza y por largo tiempo veían desaparecer los impedimentos y crecer las riquezas a partir de la muerte de algún familiar. El mismo peligro los unía más. El riesgo inmediato les instaba a aprovechar las ocasiones inmediatas. Con prisas, apasionadamente, buscaban conocer las delicias que la vida les brindaba antes de entregarse a la muerte, y

robando sus placeres con gran esfuerzo

y sacándolos por las rejas de la vida,61

desafiaban a la peste a que destruyera lo que había existido o a que borrara de sus pensamientos, en el lecho de muerte, la felicidad que había sido suya.

De uno de esos casos tuvimos conocimiento por aquel entonces: una joven de alcurnia había entregado su corazón, años atrás, a un hombre de extracción humilde. Se trataba de un compañero de escuela y amigo de su hermano, y solía pasar parte de sus vacaciones en la mansión de su padre, que era duque. Habían jugado juntos de niños, habían sido confidentes de secretos mutuos, se habían ayudado y consolado en momentos de dificultad y tristeza. El amor había surgido entre ellos imperceptiblemente, silencioso, sin temor en un primer momento, hasta que los dos sintieron que su vida se hallaba atada a la vida del otro, y al mismo tiempo supieron que debían separarse. Su juventud extrema, la pureza de su unión, les llevaba a oponer menor resistencia a la tiranía de las circunstancias. El padre de la buena Juliet los separó, aunque no sin antes lograr que el joven prometiera mantenerse alejado de su hija hasta que se hubiera hecho digno de ella. La joven, por su parte, prometió preservar virgen su corazón -tesoro de su amado- hasta que él regresara para reclamarla y poseerla.

Llegó la peste, amenazando con destruir de golpe las ambiciones y las esperanzas del amor. Durante mucho tiempo el duque de L... se negó a admitir que pudiera correr peligro si se mantenía recluido y tomaba ciertas precauciones. Hasta el momento había sobrevivido. Pero en aquel segundo verano la Destructora dio al traste de un solo golpe con sus precauciones, su seguridad y su vida. La pobre Juliet vio cómo su padre, su madre, sus hermanos y hermanas, enfermaban y morían uno tras otro. La mayoría de los criados huyeron tras la primera aparición de la enfermedad, y los que permanecieron en la casa sucumbieron a la infección mortal. Ningún vecino, ningún campesino se atrevía a acercarse a la finca por temor al contagio. Por una rara vuelta del destino, sólo Juliet escapó, y hasta el fin cuidó de sus familiares y los veló en la hora de su muerte. Llegó el momento en que el último habitante de la casa recibió el último mazazo: la joven superviviente de su raza se sentaba sola entre los muertos. Ningún otro ser humano se hallaba cerca para consolarla ni para apartarla de aquella horrenda compañía. Cuando ya declinaba el calor de septiembre, una noche se formó una tormenta con vientos huracanados, truenos y granizo, que se abatió sobre la casa, entonando con fantasmagórica armonía un canto fúnebre por su familia. Y Juliet, sentada sobre la tierra, inmersa en una desesperación muda, creyó oír que alguien pronunciaba su nombre entre las ráfagas de viento y lluvia. ¿De quién podía ser aquella voz que le resultaba conocida? De ningún miembro de su familia, pues todos ellos, tendidos a su alrededor, la contemplaban con ojos pétreos. Su nombre volvió a oírse y ella se estremeció al pensar que tal vez estuviera volviéndose loca o muriendo, ya que oía las voces de los fallecidos. Pero entonces otra idea atravesó su mente, rauda como una flecha, y Juliet se acercó a la ventana. El destello de un rayo le proporcionó la visión que esperaba: su amante asomándose a los arbustos. La alegría le proporcionó las fuerzas necesarias para bajar la escalera y abrir la puerta. Se desmayó en sus brazos.

Mil veces se reprochó a sí misma, como si de un crimen se tratara, que reviviera la felicidad con él. La mente humana se aferra de modo natural a la vida y a la dicha; en su joven corazón aquellos sentimientos se hallaban en la plenitud de sus facultades, y Juliet se entregó con ímpetu al hechizo. Se casaron, y en sus rostros radiantes vi encarnarse por última vez el espíritu del amor, de la entrega absoluta, que en otro tiempo había sido la vida del mundo.

Les envidiaba, sí, pero sabía que me resultaba imposible impregnarme del mismo sentimiento, ahora que los años habían multiplicado mis lazos con el mundo. Sobre todo, la madre angustiada que era mi amada y exhausta Idris reclamaba mis abnegadas atenciones. No podía reprocharle el temor que jamás abandonaba su corazón y me esforzaba por apartarla de una observación demasiado detallada de la verdad de las cosas, de la cercanía de la enfermedad, la desgracia y la muerte, de la expresión desgarrada de nuestros sirvientes, con la que revelaban que una muerte, y otra más, nos habían alcanzado. Con respecto a esto último empezó a suceder algo nuevo que trascendía en horror a todo lo que había sucedido antes. Seres desgraciados acudían arrastrándose para morir bajo nuestro techo acogedor. Los habitantes del castillo menguaban día tras día, mientras que los supervivientes se acurrucaban juntos y temerosos; y como en un barco donde reinara el hambre y flotara a la deriva a merced de las olas indómitas e interminables, todos escrutaban los rostros de todos, tratando de adivinar quién sería el siguiente en sucumbir a la muerte. Todo ello intentaba ocultárselo yo a Idris, para que no le causara tan honda impresión. Y sin embargo, como ya he dicho, mi valor sobrevivía incluso a mi desesperación: tal vez fuera derrotado, pero no me rendiría.

Un día -era 9 de septiembre- pareció llegar para entregarse a todo desastre, a todo hecho doloroso. A primera hora supe de la llegada al castillo de la abuela, muy anciana, de una de nuestras criadas. Aquella vieja había alcanzado los cien años. Tenía la piel muy arrugada, caminaba encorvada y se hallaba sumida en una decrepitud extrema, pero pasaban los años y ella seguía existiendo, sobreviviendo a muchos que eran más jóvenes y más fuertes que ella, hasta el punto de empezar a sentir que iba a vivir eternamente. Llegó la peste y los habitantes de su aldea murieron. Aferrándose, con la cobardía y mezquindad propias de algunos ancianos, a los restos de su vida gastada, cerró a cal y canto las puertas y las ventanas de su casa, negándose a comunicarse con nadie. Salía de noche a conseguir alimento y regresaba a casa, satisfecha por no haberse cruzado con nadie que pudiera haberle contagiado la enfermedad. A medida que la desolación se apoderaba de la tierra, aumentaban sus dificultades para garantizarse el sustento. Al principio, y hasta que murió, su hijo, que vivía cerca, la ayudaba dejándole algunos productos en su camino. Pero aun amenazada por el hambre, su temor a la epidemia era enorme, y su mayor preocupación seguía siendo mantenerse alejada de otras personas. Su debilidad aumentaba día a día, y al mismo tiempo, día a día debía trasladarse a mayor distancia para encontrar alimentos. La noche anterior había llegado a Datchet y, merodeando, había encontrado abierta y sola la panadería del lugar. Cargada con su botín, las prisas por regresar la llevaron a perderse. Era una noche cálida, nublada, nada ventosa. La carga que transportaba le resultaba demasiado pesada y, una tras otra, fue deshaciéndose de las barras de pan con la idea de seguir avanzando, aunque su paso lento se convirtió en cojera y su debilidad, al cabo, le impidió seguir caminando.

Se tendió en un maizal y se quedó dormida. A medianoche la despertó un ruido de algo que se movía junto a ella. Se habría incorporado, sobresaltada, si sus miembros agarrotados se lo hubieran permitido. Entonces oyó un lamento grave emitido junto a su oreja, y los chasquidos se hicieron más audibles. Oyó que una voz acallada susurraba: «¡Agua, agua!», y lo repetía varias veces. Después, un suspiro brotó de lo más hondo de aquel ser sufriente. La anciana se estremeció y con gran esfuerzo logró sentarse. Pero le castañeteaban los dientes, le temblaban las piernas. Cerca, muy cerca de ella, había tendida una persona medio desnuda, apenas distinguible en la penumbra, una persona que volvió a emitir un gemido y a pedir agua. Los movimientos de la anciana atrajeron al fin la atención de su acompañante desconocido, que le agarró la mano con inusitada fuerza.

-Al fin has venido -fueron las palabras que brotaron de aquellos labios, aunque el esfuerzo que hubo de hacer para pronunciarlas las convirtió en las últimas del moribundo. Los miembros se distendieron, el cuerpo se echó hacia atrás y un gemido leve, el último, indicó el instante de la muerte. Amanecía, y la anciana contempló junto a ella el cadáver, marcado por la enfermedad fatal. La muerte abrió la mano que se había aferrado a su muñeca. En ese preciso instante se sintió atacada por la peste. Su cuerpo envejecido no era capaz de alejarse de allí con la suficiente rapidez. Ahora, creyéndose infectada, ya no temía relacionarse con los demás, de modo que en cuanto pudo fue a visitar a su nieta al castillo de Windsor, para lamentarse y morir en él. La visión era horrible: seguía aferrándose a la vida y lloraba su mala suerte con gritos y alaridos terroríficos. Mientras, el rápido avance de la pestilencia demostraba lo que era un hecho: que no sobreviviría muchas horas más.

Clara entró en la sala en el momento en que yo ordenaba que se le proporcionaran los cuidados necesarios. Estaba temblorosa y muy pálida. Cuando, inquieto, le pregunté por la causa de tal agitación, ella se arrojó en mis brazos y exclamó:

-Tío, querido tío, no me odies eternamente. Debo decírtelo porque debes saberlo, que Evelyn, el pequeño Evelyn... -La voz se le quebró en un sollozo.

El temor ante una calamidad tan poderosa como era la pérdida de nuestro adorado hijito hizo que se me helara la sangre. Pero el recuerdo de su madre me devolvió la presencia de ánimo. Me acerqué al pequeño lecho de mi amado hijo, aquejado de fiebre. Mantenía la esperanza. Con temor pero con entrega, confiaba en que no hubiera síntomas de la peste. No había cumplido los tres años y su enfermedad parecía uno de esos accesos característicos de la infancia. Lo observé largo rato, con detalle: sus párpados entrecerrados, sus mejillas ardientes, el movimiento incesante de sus deditos. La fiebre era muy alta, el sopor absoluto, y en cualquier caso, incluso de no haber existido el temor a la peste, su estado habría sido suficiente por sí solo para causar alarma. Idris no debía verlo en ese estado. Clara, a pesar de tener apenas doce años, y a causa de su extrema sensatez, se había convertido en una persona tan prudente y cuidadosa que me sentía seguro dejando a mi hijo a su cargo. Mi tarea consistiría en impedir que Idris notara su ausencia. Tras administrar a mi hijo los remedios necesarios, dejé que mi adorada sobrina se ocupara de él, con la orden de que me informara de cualquier cambio que se produjera en su estado.

Acto seguido fui a ver a mi esposa. De camino, intentaba buscar alguna excusa que me permitiera justificar que ese día me quedaría en el castillo, y trataba de disipar el gesto de preocupación de mi semblante. Por suerte Idris no se encontraba sola. Merrival la acompañaba. El astrónomo se hallaba demasiado absorto en sus ideas sobre la humanidad como para preocuparse por las bajas del día, y vivía rodeado por la enfermedad sin ser consciente de su existencia. Aquel pobre hombre, tan instruido como Laplace, ingenuo y despreocupado como un niño, había estado varias veces a punto de morir de hambre, él, su pálida esposa y sus numerosos hijos, aunque nunca tenía apetito ni daba muestras de alterarse. Sus teorías astronómicas lo absorbían por completo: anotaba sus cálculos con carbón en las paredes de su desván. No sentía remordimiento alguno al cambiar una guinea ganada con esfuerzo, o alguna prenda de ropa, por un libro. No oía llorar a sus hijos ni se fijaba en el cuerpo deformado de su esposa y el exceso de desgracias equivalía, para él, a una noche nublada en la que habría dado el brazo derecho por poder observar los fenómenos celestes. Su esposa era una de esas criaturas maravillosas, que sólo se dan entre el género femenino, cuyos afectos no disminuyen con las desgracias. Su mente se repartía entre un amor ilimitado por su esposo y una ternura angustiada por sus hijos: atendía a Merrival, trabajaba para todos ellos y jamás se lamentaba, aunque tantas atenciones hacían de su vida un sueño largo y melancólico.

Él se había dado a conocer a Adrian cuando éste, en una ocasión, había solicitado observar a través de su telescopio algunos movimientos planetarios. Mi amigo detectó al momento su pobreza y puso los medios para aliviarla. El astrónomo nos daba a menudo las gracias por los libros que le prestábamos o por permitirle el uso de nuestros instrumentos, pero jamás nos hablaba de los cambios en su hogar ni en sus circunstancias cotidianas. Su esposa nos aseguraba que no había observado más diferencia que la relativa a los niños, que ya no ocupaban su estudio y a los que, para infinita sorpresa de aquella mujer, echaba de menos, pues aseguraba que todo le parecía demasiado silencioso.

Aquel día había llegado al castillo para anunciarnos que había terminado su ensayo sobre los movimientos pericíclicos del eje de la Tierra y la precedencia de los puntos equinocciales. Si un romano de la época republicana hubiera resucitado y nos hubiera hablado de la inminente elección de algún cónsul laureado o de la última batalla contra Mitrídates, sus ideas no hubieran resultado menos ajenas a los tiempos que la conversación de Merrival. El hombre, que había perdido la necesidad de sentirse comprendido, vestía sus pensamientos con señales visibles. Además ya no quedaban lectores. Mientras todos, tras resistir la espada con apenas un escudo, aguardaban la llegada de la peste, Merrival conversaba sobre el estado de la humanidad dentro de seis mil años. Y lo mismo podría -suscitando en nosotros el mismo interés- haber añadido un comentario describiendo los desconocidos e inimaginables rasgos de las criaturas que ocuparían entonces la morada de los hombres. Nadie se atrevía a desengañar al pobre viejo, y cuando yo entré en la sala, él le leía a Idris partes de su obra y le preguntaba qué respuesta podía darse a esta o aquella posición.

Ella no podía evitar sonreírse mientras lo escuchaba. Ya le había sonsacado que su familia se encontraba bien de salud. Aunque yo notaba que no lograba olvidar el precipicio del tiempo al borde del cual se hallaba, me daba cuenta también de que en aquel momento estaba divirtiéndose gracias al contraste entre la visión limitada que sobre la vida humana habíamos mantenido durante tanto tiempo y las zancadas de siete leguas con que Me- rrival avanzaba hacia la próxima eternidad. Me alegré al verla contenta, pues ello me aseguraba que ignoraba por completo el peligro que corría su hijo, pero me estremecí al pensar en el impacto que le causaría el descubrimiento de la verdad. Mientras Merrival hablaba, Clara entreabrió con cuidado la puerta que quedaba a espaldas de Idris y, con gesto triste, me pidió que saliera. Pero un espejo permitió a mi esposa ver a nuestra sobrina, y al punto se sobresaltó. Sospechar que sucedía algo malo, deducir que debía de afectar a Evelyn, pues Alfred se hallaba con nosotros, salir corriendo de la sala y entrar en los aposentos del pequeño fue todo cuestión de segundos. Una vez allí contempló a su niño atacado por las fiebres, inmóvil. Yo la seguí y traté de inspirar en ella más esperanza de la que yo mismo albergaba. Pero ella negaba con la cabeza, presa de la desolación. La angustia le impedía mantener la presencia de ánimo. Nos dejó a Clara y a mí los papeles de médico y enfermera y ella se sentó junto al lecho, sosteniendo la manita ardiente de su hijo; y sin apartar de él los ojos llorosos, pasó el día en aquella agonía fija. No era la peste la que se había apoderado con tal intensidad del pequeño, pero ella no atendía a mis razones. El temor la privaba de la capacidad de juicio y raciocinio. La menor alteración en el semblante de Evelyn la hacía temblar. Si éste se movía, ella temía una crisis inminente; si permanecía quieto, en su sopor veía la muerte y su gesto se ensombrecía al momento.

De noche la fiebre de nuestro hijo aumentó. La idea de tener que pasar las largas horas de oscuridad junto al lecho de un enfermo resulta temible, por no recurrir a peor término, y más si el paciente es un niño que no sabe explicar su dolor y cuya vida parece la llama de una vela a punto de extinguirse

cuyo mínimo fuego

el viento agita, y a cuyo límite

la oscuridad, ávida, acecha.62

Con inquietud uno se vuelve en dirección al este, con airada impaciencia acecha la tiniebla inviolada; el canto de un gallo, ese sonido alegre durante el día, llega como un lamento átono; se oye el crujido de las vigas, el ligero revoloteo de algún insecto invisible, y ese sonido encarna el sentimiento de la desazón. Clara, vencida por el cansancio, se había sentado a los pies del lecho de su primo, y a pesar de sus esfuerzos, el sopor le cerraba los párpados. En dos o tres ocasiones trató de desprenderse de él, pero al fin la venció el sueño. Iris, junto a la cama, no soltaba la mano de Evelyn. Temíamos dirigirnos la palabra. Yo observaba las estrellas, me acercaba a nuestro pequeño, le tomaba el pulso, me acercaba a su madre, volvía a la ventana... Al alba, un ligero suspiro del enfermo me atrajo hacia él. El rubor de sus mejillas se había suavizado y el corazón le latía lenta y regularmente. El sopor había dado paso al sueño. Al principio no quise permitirme la esperanza, pero al observar que su respiración se mantenía constante y que el sudor perlaba su frente, supe que la enfermedad mortal le había abandonado; y me atreví a compartir la noticia con Idris, que tardó bastante en convencerse de que decía la verdad.

Pero ni mi convicción ni la pronta recuperación de nuestro hijo lograron devolverle parte de la calma de que antes había disfrutado. Su temor había calado demasiado hondo, la había absorbido demasiado por completo como para poder tornarse en seguridad. Se sentía como si antes, cuando estaba tranquila, hubiera estado soñando, y como si ahora hubiera despertado. Era

como quien

en torre de vigía solitaria

despertara de balsámicas visiones del hogar que ama

y temblara al oír el airado rugido de las olas,63

como quien, empujado por una tormenta, despierta y descubre que su barco se hunde. Antes recibía zarpazos de temor, y ahora ya no disfrutaba del menor intervalo de esperanza. Las sonrisas de su corazón ya no iluminaban su hermoso semblante. A veces se obligaba a esbozar una, pero al momento las lágrimas asomaban a sus ojos y un mar de dolor se abalanzaba sobre los restos del naufragio de su felicidad pasada. Con todo, cuando me hallaba a su lado su desesperación no era completa -confiaba del todo en mí- y no parecía temer mi muerte ni plantearse su posibilidad. Dejaba en mis manos todo el peso de sus ansiedades, se guarecía en mi amor, como el cervatillo atacado por el viento se guarece apretándose contra su madre, como un aguilucho herido se cobija bajo el ala de quien le ha dado la vida, como una bar- quita rota, temblorosa, busca la protección de un sauce. Entretanto, yo, con menos aplomo que en nuestros días de felicidad pero con la misma ternura, y feliz con la conciencia del consuelo que le brindaba, estrechaba en mis brazos a mi amada y trataba de apartar de su naturaleza sensible todo pensamiento doloroso, toda circunstancia adversa.

A finales de ese verano tuvo lugar otro incidente. La condesa de Windsor, reina depuesta de Inglaterra, regresó de Alemania. Al iniciarse la época estival había abandonado una Viena desierta e, incapaz de entregar su mente a nada que se pareciera a la sumisión, pasó un tiempo en Hamburgo. Cuando al fin llegó a Londres, pasaron varias semanas hasta que se dignó informar a Adrian de su retorno. A pesar de su frialdad y de lo prolongado de su ausencia, nuestro amigo la recibió con calidez, demostrando con su afecto que pretendía restañar pasadas heridas de orgullo y tristeza. Pero ella demostraba una falta absoluta de comprensión. Idris, por su parte, sintió gran alegría al enterarse de la vuelta de su madre. Sus propios sentimientos maternales eran tan vivos que suponía que ella, en aquel mundo agonizante, se habría desprendido de su orgullo y altivez y recibiría con placer sus atenciones filiales. Sin embargo el primer indicio de que la majestad caída de Inglaterra no había cambiado llegó a través de una notificación formal en la que declaraba que no pensaba recibirme a mí. Consentía, eso sí, en perdonar a su hija y en reconocer a sus nietos, pero no debían esperarse mayores concesiones de ella.

A mí su proceder me parecía (si se me permite un término tan ligero) extremadamente caprichoso. Ahora que la raza humana había perdido, de hecho, toda distinción o rango, aquel orgullo resultaba doblemente fatuo. Ahora que todos sentíamos un parentesco fraterno, natural, con todos los que llevaban impreso el sello de la humanidad, aquella airada reminiscencia de un pasado perdido para siempre parecía un gesto de locura. Idris se sentía demasiado poseída por sus propios temores como para enfadarse y apenas le dio importancia, pues le parecía que la causa de aquel rencor sostenido debía de ser la insensibilidad. Aquello no era del todo así, aunque era cierto que la determinación de aquella señora adoptaba las armas y el disfraz de un sentimiento endurecido, y que la dama altiva se negaba a mostrar en público el menor atisbo de las luchas que libraba. Esclava de su orgullo, imaginaba que sacrificaba su felicidad en aras de unos principios inmutables.

Todo aquello era falso, todo menos los afectos de nuestra naturaleza y la relación entre nuestra comprensión y el placer o el dolor. Sólo existían un bien y un mal en la tierra: la vida y la muerte. La pompa del rango, la idea de poder, las posesiones de la riqueza se esfumaban como la neblina de la mañana. Un mendigo vivo había llegado a valer más que una asamblea nacional de lores muertos, de héroes, de patriotas, de genios muertos. Y había tanta degradación en todo ello... Pues incluso el vicio y la virtud habían perdido sus atributos. La vida, la vida, la continuidad de nuestro mecanismo animal, era el alfa y el omega de los deseos, las plegarias, la ambición postrada de la raza humana.

El último hombre
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