CAPÍTULO VI
Que ahora el lector, sobrevolando un breve periodo de tiempo, penetre en nuestro feliz círculo. Adrian, Idris y yo nos establecimos en el castillo de Windsor. Lord Raymond y mi hermana se instalaron en una mansión que éste había construido al borde del Gran Parque, cerca de la casa de Perdita, como seguíamos llamando a aquella morada de techo bajo donde tanto ella como yo, pobres incluso en esperanzas, habíamos recibido la confirmación de nuestra felicidad respectiva. Manteníamos ocupaciones distintas pero compartíamos diversiones. A veces pasábamos jornadas enteras bajo el follaje del bosque, que era nuestro palio, en compañía de nuestros libros y nuestra música. Ocurría sobre todo en los días, excepcionales en nuestro país, en que el sol erige su trono etéreo en un cielo sin nubes, y reina sobre una atmósfera sin viento, apacible como un baño de aguas cristalinas y serenas, envolviendo con su tranquilidad todos los sentidos. Cuando las nubes velaban el cielo y el viento las esparcía por él, rasgando sus hebras y esparciendo sus fragmentos a través de las llanuras aéreas, salíamos a caballo en busca de nuevos lugares de belleza y reposo. Y cuando las frecuentes lluvias nos obligaban a permanecer en casa, el esparcimiento de las noches seguía al estudio diurno, de la mano de la música y las canciones. Idris poseía un talento musical innato, y su voz, cultivada con esmero, sonaba dulce y poderosa. Raymond y yo participábamos en el concierto, mientras que Adrian y Perdita asistían a él como público entregado. Por aquel entonces éramos felices como insectos de verano, juguetones como niños. Siempre nos recibíamos con la sonrisa en los labios y leíamos la alegría y la dicha en los semblantes de los demás. Nuestras mejores fiestas se celebraban en casa de Perdita, y nunca nos cansábamos de hablar del pasado ni de soñar con el futuro. Desconocíamos los celos y las inquietudes, y ni el temor ni la esperanza de cambios alteraban jamás nuestra paz. Tal vez otros dijeran: «podríamos ser felices»; nosotros decíamos: «Lo somos».
Cuando alguna vez nos separábamos, por lo general Idris y Perdita salían a pasear juntas, y nosotros nos quedábamos a debatir sobre el estado de las naciones y la filosofía de la vida. Nuestras diferencias de opinión aportaban vigor a nuestras conversaciones. Adrian contaba con la superioridad de su formación y su elocuencia, pero Raymond poseía rapidez y capacidad de penetración, así como un conocimiento práctico de la existencia que solía mostrarse en oposición a Adrian, lo que mantenía viva la danza de la discusión. En otras ocasiones realizábamos excursiones que duraban varios días y recorríamos el país para visitar algún lugar reconocido por su belleza o importancia histórica. A veces nos llegábamos hasta Londres, donde gozábamos de las distracciones y el ajetreo. También nuestro retiro era invadido por personas que venían a visitarnos desde la ciudad. Aquellos cambios nos hacían más conscientes de las delicias que nos proporcionaba el contacto íntimo de nuestro pequeño círculo, de la tranquilidad de nuestro bosque divino, de las felices veladas que pasábamos en los salones de nuestro amado castillo.
El carácter de Idris era un derroche de franqueza, dulzura y afecto. Siempre estaba de buen humor. Y aunque firme y resuelta en todo lo que le llegara al corazón, se plegaba a los deseos de sus seres queridos. La naturaleza de Perdita era menos perfecta, pero la ternura y la felicidad habían influido para bien en su ánimo, suavizando su reserva natural. Su capacidad de comprensión era grande, y su imaginación, muy vívida. Se mostraba sincera, generosa y razonable. Adrian, mi insuperable hermano del alma, el sensible y excelente Adrian, amaba a todos y era amado por todos, y sin embargo parecía destinado a no encontrar su otra mitad, la que le aportaría una felicidad completa. A menudo nos dejaba y se internaba solo en los bosques, o salía a navegar en su pequeño bote, con sus libros por toda compañía. Con frecuencia era el más alegre de todos nosotros, y a la vez el único que sucumbía a arrebatos de tristeza. Su delgadez parecía abrumada por el peso de la vida, y su alma, más que unida a su cuerpo, parecía habitar en él. Yo sentía apenas más devoción por Idris que por su hermano y ella lo amaba como maestro, amigo y benefactor que había hecho posible la materialización de sus mayores deseos. Raymond, el ambicioso e inquieto Raymond, se encontraba en mitad del gran camino de la vida, y se alegraba de haber abandonado todas sus ideas de soberanía y fama para unirse a nosotros, flores del campo. Su reino era el corazón de Perdita, sus súbditos, los pensamientos de su amada. Ella lo adoraba y lo respetaba como a un ser superior, lo obedecía en todo, lo servía. No existía misión, devoción o vigilancia que le resultara fastidiosa si se refería a él. Perdita se sentaba algo alejada del resto y lo contemplaba. Lloraba de alegría al pensar que era suyo. En lo más hondo de su ser había erigido un templo en su honor, y todas sus facultades eran sacerdotisas entregadas a su culto. A veces se mostraba exagerada y caprichosa, pero su arrepentimiento era sincero, su propósito de enmienda absoluto, e incluso lo inconstante de su carácter encajaba bien con Raymond, que por naturaleza no estaba hecho para flotar tranquilamente sobre la corriente de la vida.
Durante su primer año de matrimonio, Perdita le dio a Raymond una preciosa hija. Resultaba curioso descubrir en aquel modelo en miniatura los mismos rasgos de su padre. Los mismos labios algo desdeñosos, la sonrisa triunfante, los mismos ojos inteligentes, la misma frente, el pelo castaño. Incluso sus manos, sus deditos, eran idénticos a los de él. ¡Cuánto la amaba Perdita! Con el paso del tiempo, yo también me convertí en padre, y nuestros pequeños, que eran nuestros juguetes y motivo de nuestra dicha, nos descubrían mil sentimientos nuevos y felices.
Así pasaron los años, unos años plácidos. A cada mes sucedía otro mes, y a cada año otro año como el que dejábamos atrás. Nuestras vidas eran un comentario vivo al hermoso sentimiento descrito por Plutarco, para quien «nuestras almas sienten una inclinación natural a amar, y nacen para amar tanto como para sentir, razonar, comprender y recordar». Hablábamos de cambios, de metas por alcanzar, pero seguíamos en Windsor, incapaces de violar el encanto que nos unía a nuestra vida retirada.
Pareamo aver qui tutto il ben racocolto
che fra mortale in più parte si rimembra.17
Y ahora que nuestros hijos nos mantenían ocupados, hallábamos excusas para el mantenimiento de nuestra ociosidad, pues nuestra idea era proporcionarles una vida más espléndida. Finalmente nuestra paz se vio alterada y el curso de los acontecimientos, que durante cinco años había avanzado con tranquilidad serena, se halló con impedimentos y obstáculos que nos apartaron de nuestro sueño feliz.
Iba a tener lugar la elección del nuevo Señor Protector18de Inglaterra y, a instancias de Raymond, nos trasladamos a Londres para presenciar las votaciones e incluso tomar parte en ellas. Si Raymond se hubiera unido a Idris, ese puesto habría sido la palanca hacia cargos de mayor autoridad; y su deseo de poder se hubiera coronado en su más alta medida. Pero había cambiado el cetro por el laúd, un reino por Perdita.
¿Pensaba en todo ello mientras nos dirigíamos a la ciudad? Yo lo observaba, pero él revelaba poco de sus emociones. Se mostraba especialmente alegre, jugaba con su hijita y se volvía para repetir, orgulloso, todas las palabras que ésta pronunciaba. Tal vez lo hacía porque veía la sombra de la inquietud en la frente de su esposa. Ella trataba de mantener el ánimo, pero de vez en cuando las lágrimas asomaban a sus ojos y parecía preocupada por Raymond y su pequeña, como si temiera que algún mal fuera a alcanzarlos. Eso, precisamente, era lo que sentía. Un mal presagio pendía sobre ella. Contemplaba los bosques desde la ventanilla, y los torreones del castillo. Al ver que éstos se ocultaban tras el paisaje, exclamó apasionadamente:
-¡Escenarios de felicidad! ¡Lugares sagrados, dedicados al amor! ¿Cuándo volveré a veros? Y cuando regrese a vosotros, ¿seré todavía la amada y feliz Perdita, o con el corazón destrozado, hundida, vagaré por entre vuestros jardines como fantasma de lo que fui?
-¿Por qué hablas así, tonta? -exclamó Raymond-. ¿En qué está pensando tu cabecita, que de pronto te sientes tan triste? Alégrate, o te enviaré con Idris y pediré a Adrian que se monte en nuestro carruaje, pues veo, por sus gestos, que su humor coincide con el mío.
En ese instante Adrian, que iba a caballo, se acercó al coche, y su alegría, unida a la de Raymond, ahuyentó la melancolía de su hermana. Llegamos a Londres por la tarde, y nos dirigimos a nuestras respectivas moradas, en las inmediaciones de Hyde Park.
A la mañana siguiente lord Raymond vino a visitarme temprano.
-Vengo a verte -dijo- sin estar del todo seguro de si me asistirás en mi plan, pero decidido a llevarlo a cabo tanto si me apoyas como si no. En cualquier caso prométeme discreción, pues si no contribuyes a mi éxito, al menos no debes impedirlo.
-Cuenta con ella.
-Y ahora, mi querido compañero, ¿para qué hemos venido a Londres? ¿Para presenciar la elección del Protector y dar nuestro sí o nuestro no a su torpe Excelencia, el duque de ...? ¿O a ese escandaloso Ryland? ¿Crees de veras, Verney, que os he traído a la ciudad para eso? No, el Protector saldrá de entre nosotros. Escogeremos a un candidato y nos aseguraremos su triunfo. Nominaremos a Adrian y haremos lo posible por conferirle el poder que le corresponde por nacimiento y que merece por sus virtudes.
»No respondas. Conozco tus objeciones y responderé a ellas ordenadamente. En primer lugar, la de si él consentirá o no convertirse en un gran hombre. Déjame sobre este punto a mí la tarea de persuadirlo. No te pido que me ayudes en ello. En segundo lugar, la de si debe cambiar su empleo de recolector de moras y médico de perdices heridas en el bosque por el de dirigente de la nación. Mi querido amigo, nosotros somos hombres casados, y hallamos ocupación suficiente entreteniendo a nuestras esposas y bailando con nuestros hijos. Pero Adrian está solo, no tiene esposa, hijos ni ocupación. Llevo mucho tiempo observándolo y sé que anhela interesarse por algo. Su corazón, exhausto por sus pasados sufrimientos, reposa como una extremidad recién curada, y se abstiene de toda emoción. Pero su buen juicio, su caridad, sus virtudes, necesitan de un campo en el que ejercitarse y actuar. Y eso se lo procuraremos nosotros. Además, ¿no es una lástima que el genio de Adrian desaparezca de la tierra sin dar fruto, como una flor en un sendero remoto? ¿Acaso crees que la naturaleza creó su incomparable maquinaria sin objeto? Créeme, está destinado a ser el autor de un bien infinito para su Inglaterra natal. ¿No le ha regalado ella tan generosamente todos sus dones? ¿Cuna, riqueza, talento, bondad? ¿No lo ama y admira todo el mundo? Vamos, veo que ya te he persuadido, y que me secundarás cuando proponga su nombre esta noche.
-Has expuesto todos tus argumentos en un orden excelente -respondí-, y si Adrian consiente, resultan irrebatibles. Sólo te pondría una condición: que no hicieras nada sin su consentimiento.
-Confía en mí -insistió él-. Mantendré una estricta neutralidad.
-Por mi parte -proseguí yo-, estoy del todo convencido de la valía de nuestro amigo, y de la inmensa cosecha que Inglaterra recogería con su Protectorado, como para privar a mis compatriotas de semejante bendición, si él acepta administrársela.
Por la tarde Adrian vino a visitarnos.
-¿También tú conspiras contra mí? -dijo, riéndose-. ¿Y harás causa común con Raymond para, arrastrando a un pobre visionario desde las nubes que le rodean, plantarlo entre los fuegos artificiales y los destellos de la grandeza terrenal, apartándolo así de los rayos y los aires celestes? Creía que me conocías mejor.
-Te conozco lo bastante -apostillé- como para saber que no serías muy feliz en tal situación. Pero el bien que harías a los demás podría inducirte a aceptar, pues seguramente ha llegado el momento de que pongas en práctica tus teorías y propicies la reforma y los cambios que han de conducir a la consecución del sistema de gobierno perfecto que tanto te gusta esbozar.
-Hablas de un sueño casi olvidado -dijo Adrian, el gesto algo velado por la tristeza-. Las visiones de mi infancia se han desvanecido hace tiempo a la luz de la realidad. Ahora sé que no soy un hombre capacitado para gobernar naciones. Bastante tengo con mantener íntegro el pequeño reino de mi propia moral.
»¿Es que no comprendes, Lionel, la intención de nuestro noble amigo? Una intención que tal vez ni él mismo conoce, pero que a mis ojos resulta evidente. Lord Raymond no nació nunca para ser zángano en un panal, ni para hallar contento en nuestra vida pastoral. Él cree que debe conformarse con ésta. Imagina que su situación presente impide sus posibilidades de engrandecimiento. Y por tanto, ni siquiera en lo más profundo de su corazón piensa en cambiar. Pero ¿no ves que, tras la idea de exaltarme a mí, está dibujando una nueva senda para sí mismo? ¿Una senda de acción de la que lleva mucho tiempo apartado?
»Acudamos en su ayuda. Él, el noble, el guerrero, el más grande en todas las cualidades que adornan la mente y el cuerpo de un hombre... Él está capacitado para ser el Protector de Inglaterra. Si yo, es decir, si nosotros lo proponemos para el cargo, sin duda saldrá electo, y hallará, en el desempeño del cargo, terreno para ejercer los crecientes poderes de su ingenio. Incluso Perdita se alegrará. Perdita, en cuya ambición anidaba un fuego acallado hasta que se casó con Raymond, evento que durante un tiempo colmó todas sus esperanzas... Perdita se alegrará de la gloria y el ascenso de su señor y, tímida y bella, no rechazará la parte que le corresponda. Entretanto nosotros, los sabios del campo, regresaremos a nuestro castillo y, como Cincinato,19nos ocuparemos de nuestras tareas ordinarias hasta que nuestro amigo requiera nuestra presencia y ayuda aquí.
Cuanto más razonaba Adrian en relación con ese plan, más factible me parecía. La terquedad con que defendía su no participación en la vida pública era inexpugnable, y su delicado estado de salud parecía suficiente argumento a favor de tal decisión. Su siguiente paso era lograr que Raymond confesara sus deseos secretos de reconocimiento y fama. Éste se presentó ante nosotros mientras nos hallábamos conversando. El modo en que Adrian había recibido su plan de proponerlo como candidato al Protectorado, así como sus propias respuestas, habían logrado que despertara ya en su mente el tema que ahora debatíamos. Su semblante y sus gestos delataban indecisión y nerviosismo. Pero éste surgía del temor a que no secundáramos o a que no tuviera éxito nuestra idea; y aquélla lo hacía de una duda, la de si debíamos arriesgarnos a una derrota. Unas pocas palabras nuestras bastaron para que tomara la decisión, y la esperanza y la alegría brillaron en sus ojos. La idea de iniciar una carrera tan acorde con sus primeros hábitos y más recónditos deseos hizo aflorar su naturaleza más briosa y atrevida. Conversamos sobre sus posibilidades de ganar, sobre los méritos de los demás candidatos y sobre la predisposición de los votantes.
Pero habíamos errado en el cálculo. Raymond había perdido gran parte de su popularidad, y sus peculiares partidarios habían desertado de él. Su ausencia de la escena pública había propiciado el olvido de la gente. Sus anteriores apoyos parlamentarios eran sobre todo de realistas que, cuando se había tratado de presentarse como heredero del condado de Windsor, se mostraron dispuestos a convertirlo en su ídolo, pero que en realidad le profesaron indiferencia cuando se presentó ante ellos sin más atributos ni distinciones que los que ellos, en su opinión, también compartían. Con todo, conservaba muchos amigos, admiradores de sus conocidos talentos. Su presencia, elocuencia, aplomo e imponente belleza se combinaban para producir un efecto electrizante. También Adrian, a pesar de sus hábitos solitarios y sus teorías, tan contrarias al espíritu de partido, contaba con muchos amigos, a los que sería fácil convencer para que votaran al candidato que él proclamara.
El duque de ... , así como el señor Ryland, viejo antagonista de Raymond, eran los otros candidatos. Al duque lo apoyaban todos los aristócratas de la república, que lo consideraban su representante natural. Ryland era el candidato popular. Cuando, en un primer momento, el nombre de lord Raymond se añadió a la lista, sus posibilidades parecían escasas. Abandonamos el debate que siguió a su nominación: nosotros, sus postulantes, mortificados, y él desanimado en exceso. Perdita nos regañó duramente. Habíamos alentado exageradamente sus expectativas. En su momento, ella no sólo no se había opuesto a nuestros planes, sino que se había mostrado claramente complacida por ellos. Pero el evidente fracaso de éstos había modificado el curso de sus ideas. Creía que, una vez despertado, Raymond ya no regresaría de buen grado a Windsor. Excitados sus viejos hábitos, su mente inquieta desvelada de su sopor, la ambición sería ya su compañera de por vida. Y si no alcanzaba el éxito en aquel primer intento, preveía que la infelicidad y un descontento incurable se apoderarían de él. Tal vez su propia decepción añadía dolor a sus pensamientos y palabras. No se calló nada, y nuestros propias ideas no hacían sino empeorar nuestra zozobra.
Debíamos promocionar a nuestro candidato, persuadir a Raymond para que se presentara ante los electores la tarde siguiente. Él se mantuvo obstinado largo rato. Se montaría en un globo; navegaría hasta un confín lejano del mundo, donde su nombre y su humillación no se conocieran. Pero todo fue inútil. Su candidatura ya se había registrado; su propósito, dado a conocer al mundo. Su vergüenza jamás se borraría del recuerdo de los hombres. Era preferible fracasar tras someterse al combate que huir ahora, al inicio de su empresa.
Desde que adoptó esa idea, todo en él cambió. Se esfumaron de un plumazo el desánimo y el nerviosismo. Pasó a ser pura vida y actividad. La sonrisa de triunfo brillaba de nuevo en su rostro. Decidido a perseguir su objetivo hasta el fin, sus gestos y expresiones parecían presagiar el logro de sus deseos. No era ése el caso de Perdita. La excitación de su esposo la asustaba, pues temía que, al final, se tornara en una decepción mayor. Si a nosotros su alegría nos infundía esperanza, en ella sólo alentaba la zozobra de su mente. Le daba miedo perderlo, aunque no se atrevía a decir nada sobre los cambios que observaba en su carácter. Lo escuchaba atentamente, pero no se sustraía de dar a sus palabras un significado distinto del que tenían, lo que minaba aún más sus expectativas. No tendría valor para presenciar la contienda y permanecería en casa, presa de aquella doble preocupación. Lloraría con su hijita en brazos. Su mirada, sus palabras, demostraban que temía el advenimiento de una horrible calamidad. Los efectos de su agitación incontrolable la llevaban a enloquecer.
Lord Raymond se presentó en la cámara con absoluta confianza y maneras seductoras. Una vez el duque de ... y el señor Ryland hubieron concluido sus parlamentos, comenzó su intervención. Sin duda, no la llevaba preparada y al principio vaciló, deteniéndose para meditar sus ideas y escoger las expresiones que consideraba más adecuadas. Gradualmente adquirió soltura. Sus palabras brotaban con fluidez, llenas de vigor, y su voz ganaba en persuasión. Se refirió a su vida pasada, a sus éxitos en Grecia, al favor de que había gozado en su país. ¿Por qué había de perderlo, ahora que los años transcurridos, la prudencia acumulada y los votos que, con su matrimonio, había contraído con su país, lejos de mermar su confianza, no hacían sino aumentarla? Habló del estado de Inglaterra. De las medidas que era necesario adoptar para garantizar su seguridad y potenciar su prosperidad. Trazó un retrato muy vívido de su situación presente. A medida que hablaba, los asistentes enmudecían y seguían sus palabras con absoluta atención. Su elocuencia encadenaba los sentidos de los allí congregados. En cierto modo, él era el hombre adecuado para unir a las diversas facciones. Por su nacimiento complacía a la aristocracia. Y ser el candidato propuesto por Adrian, un hombre íntimamente ligado al partido popular, hacía que muchos, que no se sentían especialmente representados por el duque ni por Ryland, se alinearan con él.
El debate fue intenso e igualado. Ni Adrian ni yo mismo nos habríamos mostrado más inquietos si nuestro propio éxito hubiera dependido de nuestro esfuerzo. Pero habíamos empujado a nuestro amigo a la empresa, y nos correspondía a nosotros asegurar su triunfo. Idris, que tenía en gran aprecio sus habilidades, se mostraba muy interesada en el desarrollo de los acontecimientos. Y mi pobre hermana, que no se atrevía a esperar nada, y a quien el miedo sumía en un estado lamentable, parecía presa de una inquietud febril.
Transcurrían los días. Planeábamos qué hacer por las noches, que ocupábamos en debates en los que no alcanzábamos conclusión alguna. Por fin llegó el momento crítico: la noche en que el Parlamento, que ya había demorado en exceso la elección, debía decidirse: cuando dieran las doce y llegara el nuevo día, habría de disolverse, según la Constitución, su poder extinto.
Convocamos a nuestros partidarios en casa de Raymond. A las cinco y media nos dirigimos al Parlamento. Idris se esforzaba por calmar a Perdita, pero la agitación de la pobre niña era tal que no lograba controlarse. Caminaba de un lado a otro de la sala, contemplaba con ojos desbocados a cualquiera que entrara, imaginando que tal vez le trajera la noticia de su condena. Para hacer justicia a mi dulce hermana, diré que no era por ella por quien agonizaba. Sólo ella sabía la importancia que Raymond otorgaba a su propio éxito. Fingía tanta alegría y esperanza, y las fingía tan bien, que nosotros no adivinábamos las secretas preocupaciones de su mente. A veces un temblor nervioso, una breve disonancia en la voz, o cierta abstracción pasajera revelaban a Perdita la violencia que ejercía contra sí mismo. Pero nosotros, concentrados en nuestros planes, observábamos sólo su risa siempre presta, las bromas que nos dedicaba a la menor ocasión, la marea alta de su buen humor, que parecía no retirarse nunca. Perdita, en cambio, seguía a su lado cuando se retiraba. Ella era testigo del cambio de humor que llegaba tras su hilaridad. Sabía que le costaba dormir, que se mostraba irritable... En una ocasión lo descubrió llorando. Desde entonces, desde que fue testigo de aquel llanto causado por su orgullo herido, un orgullo que sin embargo era incapaz de desterrar, las lágrimas de ella apenas dejaban de asomar a sus ojos. No era de extrañar, entonces, que sus sentimientos hubieran alcanzado aquellos extremos. Al menos yo trataba de explicarme así su estado de agitación. Pero eso no era todo, y el desenlace nos reveló otra causa.
Antes de partir nos demoramos un poco para despedirnos de nuestras amadas niñas. Yo albergaba pocas esperanzas de éxito, y rogué a Idris que se ocupara de mi hermana. Al acercarme a Perdita, ella me tomó de la mano y me llevó a otra estancia de la casa. Allí se arrojó en mis brazos y lloró largo rato, amargamente. Yo traté de calmarla. Apelé a su esperanza. Le pregunté qué era aquello tan tremendo que temía, incluso en el caso de que fracasáramos en nuestros planes.
-¡Hermano mío! -exclamó ella-. ¡Protector de mi infancia, mi querido Lionel, mi destino pende de un hilo! Ahora os tengo a todos a mi lado, a ti, compañero de mi infancia, a Adrian, al que quiero como si me unieran a él lazos de sangre. A Idris, hermana de mi corazón, y a su adorado retoño. Esta... esta puede ser la última vez que os tenga a todos conmigo.
Entonces se detuvo de pronto y dijo:
-¿Qué es lo que he dicho? ¡Qué necia y qué falsa soy!
Me miró con ojos desbocados y, serenándose de pronto, se disculpó por lo que definió como palabras sin sentido, diciendo que debía de estar loca pues, mientras Raymond viviera, ella sería feliz. Y acto seguido, aunque no dejaba de sollozar, me aseguró que podía irme tranquilo. Cuando Raymond se despidió de ella apenas le sostuvo la mano y le dedicó una mirada intensa. Ella le respondió sin palabras, asintiendo, comprensiva.
¡Pobre muchacha! ¡Cuánto debió de haber sufrido! Nunca perdonaré del todo a Raymond las pruebas que le impuso, ocasionadas, como lo estaban, por unos sentimientos egoístas. Había planeado, si fracasaba en el empeño que le ocupaba, embarcarse para Grecia sin despedirse de ninguno de nosotros y no regresar jamás a Inglaterra. Perdita había accedido a sus deseos, pues complacerlo era la sola meta de su vida, el colmo de su dicha. Pero abandonar a todos sus compañeros, a las personas amadas con las que había compartido sus años más felices y, mientras llegaba el momento, ocultar aquella temible decisión, era una misión que casi consumió toda su fuerza mental. Llevaba un tiempo preparando su partida. Le había prometido a Raymond, durante aquella tarde decisiva, que aprovecharía nuestra ausencia para avanzarse en su primera etapa del viaje. Él, tras su derrota, se ausentaría de nuestro lado y se uniría a ella.
Aunque al tener conocimiento de semejante plan me sentí ofendido en gran manera por lo poco que Raymond había tenido en cuenta los sentimientos de mi hermana, pasado el tiempo reflexioné y pensé que en realidad había actuado bajo el peso de tal excitación que no pensaba en lo que hacía y que, por tanto, debía quedar exento del peso de la culpa. Si nos hubiera permitido ser testigos de su agitación, se habría hallado más bajo la guía de la razón; pero su empeño en mantener la compostura actuaba con tal violencia sobre sus nervios que destruía su capacidad de autodominio. Estoy convencido de que, en el peor de los casos, habría regresado desde la costa para despedirse de nosotros y hacernos partícipes de sus planes. Pero la tarea que impuso a Perdita no era menos dolorosa. Había obtenido de ella promesa de mantener el secreto, y su papel en el drama, que debía representar sola, debía de causarle una agonía inimaginable. Pero debo regresar a mi relato.
Los debates, hasta el momento, habían sido largos y acalorados, en ocasiones dilatados con el único objeto de retrasar la decisión. Pero ahora todo el mundo parecía temer que el momento fatal llegara sin que la elección se hubiera consumado. Un silencio atípico reinaba en la cámara, cuyos miembros hablaban en susurros. Los procedimientos habituales se zanjaban sin revuelo y con premura. Durante la primera etapa de la elección, el duque de ... había quedado eliminado, de modo que la decisión estaba entre lord Raymond y el señor Ryland. Éste se había mostrado seguro de la victoria hasta la aparición en escena de lord Raymond. Pero desde que el nombre de éste se había añadido a las candidaturas, aquél se había dedicado a una intensa campaña para la obtención de apoyos. Aparecía todas las noches, la impaciencia y la ira dibujadas en su gesto, censurándonos desde el otro extremo de Saint Stephen, como si fruncir el ceño le bastara para eclipsar nuestras esperanzas.
Todo en la Constitución inglesa se había redactado pensando en el mantenimiento de la paz. Así, el último día sólo se permitía que quedaran dos candidatos en liza. Además, para evitar en lo posible la lucha final entre ellos, se ofrecía un soborno a aquel de los dos que renunciara voluntariamente a sus pretensiones. Se le reservaba un cargo que le reportaba honor y pingües ingresos, y el éxito garantizado en una futura elección. Con todo, por curioso que parezca, ese caso no se había dado nunca hasta el momento y la ley había quedado obsoleta (nosotros ni siquiera la habíamos tenido en cuenta en el curso de nuestras conversaciones). Por tanto, supuso para todos una sorpresa mayúscula que, una vez se nos hubo pedido que nos constituyéramos en comité para la elección del Lord Protector, el miembro que había nominado a Ryland se alzara y nos informara de que su candidato había renunciado a sus pretensiones. En un primer momento aquella noticia fue recibida con el silencio. A éste le siguió un murmullo confuso que, cuando el presidente declaró a lord Raymond oficialmente electo, se convirtió en aplauso y ovación de victoria. Parecía que, si ignorando todo temor a la derrota el propio señor Ryland no hubiera presentado su renuncia, todas las voces se habrían unido igualmente a favor de nuestro candidato. De hecho, una vez la idea de la competición se hubo disipado, los corazones regresaron al respeto y la admiración anteriores para con nuestro amigo. Todo el mundo sentía que Inglaterra no había contado jamás con un Protector tan capaz de cumplir con los responsabilidades de su alto cargo. Una sola voz, hecha de muchas voces, resonó en toda la cámara, gritando el nombre de Raymond.
El aludido hizo entonces acto de presencia. Yo me hallaba en uno de los escaños más elevados y le vi recorrer el pasillo en dirección al estrado. La discreción natural de su carácter se imponía sobre su alegría por el triunfo. Miró tímidamente a su alrededor. Una tenue neblina parecía velar sus ojos. Adrian, que se hallaba junto a mí, se apresuró a reunirse con él y, saltando entre los bancos, no tardó nada en llegar a su lado. Su presencia animó a nuestro amigo. Y cuando le llegó el turno de hablar y actuar, desvanecidas ya sus vacilaciones, brilló, supremo en su majestad y en su victoria. El anterior Protector le tomó juramento y le impuso la insignia del cargo, en cumplimiento de la ceremonia de traspaso de poderes. El Parlamento quedó disuelto. Los más altos dignatarios del Estado se congregaron alrededor del nuevo gobernante y lo condujeron al palacio del Protectorado. De pronto Adrian se esfumó y, cuando los partidarios de Raymond ya no eran más que unos pocos amigos íntimos, regresó en compañía de Idris, que quería felicitar a su amigo por el éxito obtenido.
Pero, ¿dónde estaba Perdita? Concentrado en asegurarse una pronta y discreta retirada en caso de fracaso, Raymond había olvidado organizar el modo de que su esposa pudiera enterarse de su éxito. Y a ella, demasiado alterada, también le había pasado por alto aquella circunstancia. Cuando Idris fue a hablarle, hasta tal punto se hallaba él fuera de sí que le preguntó por mi hermana. Un solo comentario, que le informó de su misteriosa desaparición, le hizo recordarlo todo. Adrian, cierto es, había acudido ya en busca de la fugitiva, imaginando que su indomable angustia la habría conducido a las inmediaciones del Parlamento, y que algún contratiempo la había retenido. Pero Raymond, sin darnos explicación alguna, se ausentó de pronto, y al instante oímos el galope de su caballo por las calles, a pesar del viento y la lluvia que la tormenta esparcía sobre la tierra. Como desconocíamos adónde se dirigía y cuánto tardaría en regresar, abandonamos el lugar, suponiendo que tarde o temprano regresaría con Perdita, y que no lamentarían verse solos.
Mi hermana, entretanto, había llegado con su hija a Dartford, llorando desconsoladamente. Ordenó que todo se dispusiera para poder proseguir viaje y, acostando a su pequeña en una cama, pasó varias horas de agudo sufrimiento. A veces observaba la violencia con que descargaban los elementos y pensaba que la atacaban a ella. Oía el golpeteo de la insistente lluvia, que la sumía en la tristeza y la desesperación. En ocasiones sostenía a su hija en brazos, buscándole parecidos con su padre, temerosa de que más adelante demostrara también las mismas pasiones e impulsos incontrolables que tan infeliz la hacían. Pero volvía a constatar con una mezcla de orgullo y delicia que al rostro de su pequeña asomaba la misma sonrisa hermosa que con frecuencia iluminaba el semblante de Raymond. Su visión la aliviaba. Pensaba en el tesoro que poseía al contar con el afecto de su señor; en sus hazañas, que superaban todas las de sus coetáneos, en su genio, en su devoción por ella. Y se le ocurrió que renunciaría de buen grado a todo lo que poseía en el mundo, salvo a él, como ofrenda propiciatoria que le asegurara el bien supremo que con él conservaba. Y no tardó en imaginar que el destino exigía de ella ese sacrificio como prueba de que vivía entregada a Raymond, y que debía hacerlo con alegría. Se imaginó su vida en la isla griega que él había escogido para su retiro, y donde ella trataría de aliviar su dolor. Imaginó que allí cuidaría de su hermosa hija Clara, que allí cabalgarían juntos, que allí se dedicaría a consolarlo. Y la imagen se formó ante ella con colores tan vivos que empezó a temer precisamente lo contrario, la vida de magnificencia y poder en Londres, donde Raymond ya no sería sólo suyo ni ella la única fuente de felicidad para él. Por lo que a ella respectaba, empezó a desear que su esposo saliera derrotado. Sólo teniéndolo en cuenta a él sus sentimientos vacilaron cuando oyó el galope de su caballo en el patio de la posada. Que acudiera a su encuentro a solas, empapado por la lluvia, pensando sólo en el modo de llegar antes, ¿qué podía significar sino que, derrotado y solitario, debía emprender la marcha de su Inglaterra natal, el escenario de su vergüenza, y ocultarse junto a ella entre los mirtos de las islas griegas?
De pronto se hallaba en sus brazos. El conocimiento de su éxito había impregnado su ser hasta tal punto, que a Raymond no le pareció necesario transmitir la noticia a su amada. Ella sólo sintió en su abrazo la seguridad de que, mientras él la poseyera, no desesperaría.
-Qué bueno eres -exclamó ella-. Qué noble, mi amado. No temas la desgracia ni los reveses de la fortuna mientras estés con tu Perdita. No temas la tristeza mientras nuestra hija viva y sonría. Vayamos donde tú quieras. El amor que nos acompaña ahuyentará nuestros pesares.
Rodeada por sus brazos habló de ese modo, y echó hacia atrás la cabeza en busca de un asentimiento a sus palabras en los ojos de su esposo. Y vio que éstos lanzaban destellos de alegría.
-¿Cómo decís, pequeña Protectora? -preguntó él, burlón-. ¿Qué es lo que habláis? ¿Qué oscuros planes de exilios y tinieblas has urdido, cuando una tela más brillante, tejida con hilos de oro, es la que, en verdad, deberías estar contemplando?
Raymond le besó la frente, pero ella, lamentando a medias su triunfo, agitada por tantos cambios súbitos en su pensamiento, ocultó el rostro en su pecho y lloró. Él la consoló al momento, le transmitió sus propias esperanzas y deseos, y el rostro de Perdita no tardó en iluminarse. ¡Qué felices fueron esa noche! ¡Cómo rebosaba su alegría!