CAPÍTULO VI
Y así, plagado de percances, transcurrió el invierno, alivio de nuestros males. Gradualmente el sol, que con sus haces oblicuos había ido ganando terreno al dilatado reino de la noche, alargaba su viaje diurno y ascendía al trono más elevado, prodigando al instante una nueva belleza sobre la tierra y permitiendo la existencia de su amante. Nosotros, que como las moscas que se congregan sobre una roca en la bajamar habíamos jugado caprichosamente con el tiempo, permitiendo que nuestras pasiones, nuestras esperanzas y nuestros deseos insensatos nos gobernaran, oíamos ahora el rugido de aquel océano de destrucción que se aproximaba, y debíamos huir volando en busca de alguna grieta protegida antes de que la primera ola rompiera contra nosotros. Sin más demora resolvimos emprender nuestro viaje a Suiza. Nos sentíamos impacientes por abandonar Francia. Bajo las bóvedas heladas de los glaciares; a la sombra de unos abetos tan cubiertos de nieve que el viento no mecía sus ramas; junto a unos arroyos tan fríos que proclamaban que su origen se hallaba en la fusión del agua congelada de las cumbres; entre tormentas frecuentes que purificaban el aire, encontraríamos salud, a menos que la salud misma hubiera enfermado.
Al principio nos entregamos a los preparativos con entusiasmo. No nos despedíamos de nuestro país natal, de los sepulcros de nuestros seres queridos, de las flores, arroyos y árboles que habían vivido junto a nosotros desde nuestra infancia, de modo que el pesar que se apoderaría de nuestros corazones al abandonar París no sería menor. Aquél había sido el escenario de nuestra vergüenza, si recordábamos nuestras últimas contiendas, y nos incomodaba pensar que dejábamos atrás a una manada de víctimas miserables y engañadas, sometidas a la tiranía de un impostor egoísta, de modo que poco habría de dolernos alejarnos de los jardines, los bosques y los palacios de los Borbones en Versalles que, según creíamos, no tardarían en verse manchados por la muerte, sobre todo porque ansiábamos llegar a unos valles más encantadores que cualquier jardín, a estancias y bosques construidos no para la majestad mortal sino para la naturaleza, por muros los Alpes de blancor marmóreo, por tejado el cielo.
Y sin embargo nuestros ánimos flaqueaban a medida que se acercaba el día que habíamos fijado para nuestra partida. Visiones de penurias y malos augurios, si tales cosas existían, proliferaban a nuestro alrededor, de modo que por más que los hombres, en vano, dijeran:
todo esto tiene causa, y es natural,83
sentíamos que el destino era poco propicio y temíamos los acontecimientos futuros a ellos encadenados. Que el búho noctívago silbara poco antes del mediodía, que el murciélago de alas duras volara en círculos sobre el lecho de la belleza, que el trueno prolongado rasgara el aire despejado de primavera, que los árboles y los arbustos se marchitaran y murieran de pronto eran hechos físicos, aunque desacostumbrados, menos horribles que las creaciones mentales de un miedo todopoderoso. Algunos creían ver procesiones fúnebres, rostros bañados en lágrimas que recorrían las largas avenidas de los jardines, y en plena noche descorrían las cortinas de quienes dormían. Había quienes oían lamentos y alaridos que herían el aire; un cántico lúgubre se elevaba por la atmósfera tenebrosa, como si los espíritus, desde las alturas, entonaran un réquiem por la raza humana. ¿Qué había de cierto en todo aquello, más allá del miedo, que nos dotaba de nuevos sentidos y nos hacía ver, oír y percibir lo que no existía? ¿Qué era todo aquello sino la acción de una imaginación enferma y una credulidad infantil? En efecto, tal vez fuera así, pero no podía negarse la realidad de aquellos temores, de las miradas sobresaltadas de horror, de los rostros bañados de palidez fantasmal, de las voces interrumpidas por un temor doloroso, de quienes veían y oían aquellas cosas. Entre ellos se contaba Adrian, que era consciente del engaño, y sin embargo no podía apartar de sí el creciente espanto que de él se apoderaba. Incluso los niños, ignorantes de todo, parecían, con sus gritos temerosos y sus convulsiones, certificar la presencia de poderes invisibles. Debíamos partir. Con el cambio de escenario, de ocupación, y gracias a la seguridad que esperábamos hallar, descubriríamos una cura para la combinación de tantos horrores.
Al congregarnos todos descubrimos que nuestra compañía estaba formada por mil cuatrocientas almas, entre hombres, mujeres y niños. Así, por el momento nuestro número no había disminuido, exceptuando las deserciones de quienes se habían unido al profeta-impostor y habían decidido quedarse en París. Unos cincuenta franceses se unieron a nosotros. No tardamos en planear un plan de marcha. Los malos resultados de la anterior división llevaron a Adrian a optar por mantener unidos a todos los emigrantes en un solo cuerpo. Cien hombres encabezados por mí irían delante y actuarían de avanzadilla en busca de provisiones y lugares de reposo. Seguiríamos la Cote d’Or, que recorría Auxerre, Dijon, Dole y, atravesando la cordillera del Jura, llegaba a Ginebra. Mi misión debía consistir en detenerme cada diez millas en busca de alojamiento para tantas personas como creyera que cada localidad estaba en disposición de recibir. Allí dejaría a un mensajero con una orden escrita de mi puño y letra que especificaría cuántas personas podían pernoctar allí. El resto de nuestro grupo se dividió en bandas formadas por cincuenta individuos; dieciocho hombres y el resto mujeres y niños. Cada una de ellas iba dirigida por un oficial que custodiaba la lista con los nombres de todos, que debía verificar diariamente. Si el grupo se separaba de noche, los que iban adelantados debían esperar a los rezagados. En todas las ciudades importantes arriba mencionadas, debíamos reunirnos todos, y un cónclave de los principales oficiales se reuniría para velar por el bienestar general. Como digo, yo partiría primero. Adrian sería el último en abandonar Versalles. Su madre, con Clara y Evelyn bajo su protección, también irían con él. Y así, una vez estipulado el orden a seguir, me puse en marcha. Mi plan consistía en llegar, como máximo, a Fontainebleau, donde en cuestión de pocos días se me uniría Adrian y desde donde, sólo entonces, yo proseguiría camino hacia el este.
Mi amigo me acompañó algunas millas desde Versalles. Estaba triste y con tono distanciado, poco habitual en él, pronunció una oración en la que rogaba por que llegáramos lo antes posible a los Alpes y se lamentaba en vano por no hallarnos ya allí.
-En ese caso -observé yo- podríamos acelerar nuestro avance. ¿Por qué cumplir un plan cuyo procedimiento dilatorio ya desapruebas?
-No -respondió-. Es demasiado tarde. Hace un mes hubiéramos sido amos de nosotros mismos. Ahora... -Dejó de mirarme; aunque la penumbra del ocaso ya me velaba su rostro, lo apartó más de mí-. ¡Un hombre murió de peste ayer noche!
Lo dijo en voz baja y, entrelazando las manos, añadió:
-Deprisa, muy deprisa se acerca nuestra última hora. Así como las estrellas se desvanecen en presencia del sol, así también su avance ha de destruirnos. He hecho todo lo que he podido. Apretando mucho las manos, valiéndome de mi fuerza impotente, me he aferrado a las ruedas del carro de la peste; pero ella me arrastra en su avance mientras, como el Juggernaut,84sigue aplastando el ser de todos los que transitan por la noble senda de la vida. Si todo terminara, si su procesión llegara a su fin, todos entraríamos juntos en la tumba.
Las lágrimas brotaban de sus ojos.
-Una vez y otra más -prosiguió- se representará la tragedia. Una vez más oiré los gemidos de los moribundos, los lamentos de los supervivientes. Volveré a presenciar los dolores que, consumiéndonos a todos, rodearán de eternidad su existencia evanescente. ¿Por qué se me reserva para algo así? ¿Por qué, cordero herido del rebaño, no soy de los primeros en caer sobre la tierra? Es duro, muy duro, para un mortal soportar todo lo que yo soporto.
Hasta ese instante, con espíritu infatigable y un inmenso sentido del deber y del valor, Adrian había cumplido con la misión que él mismo se había impuesto. Yo lo había contemplado con respeto y un infructuoso deseo de imitación. Ahora le ofrecí unas pocas palabras de aliento y comprensión. Él enterró el rostro en las manos y, mientras trataba de serenarse, exclamó:
-¡Que durante unos meses, durante unos meses más, no me falle el corazón, Dios mío, y que mi coraje no se venga abajo! Que las visiones de tristeza intolerable no lleven a la demencia a mi cerebro ya enloquecido a medias ni logren que este frágil corazón palpite más allá de su prisión y estalle. He creído que era mi destino guiar y gobernar los restos de la raza humana hasta que la muerte extinguiera mis fuerzas; y a ese destino me someto.
»Discúlpame, Verney, pues te causo molestias. Ya no me lamentaré más. Ya vuelvo a ser el mismo de antes, o mejor aún que antes. Sabes que desde la infancia contendieron en mí las más altas aspiraciones y deseos con la mala salud y un exceso de sensibilidad, hasta que éstas salieron victoriosas. Sabes que he colocado mi mano débil y gastada sobre el timón abandonado del gobierno humano. En ocasiones he recibido la visita de la duda. Pero hasta ahora sentía como si un espíritu superior e infatigable me hubiera tomado por morada o se hubiera incorporado a mi ser más débil. Y ahora ese visitante sagrado lleva un tiempo dormido, tal vez para demostrarme lo impotente que soy sin su inspiración. Yo te pido, Poder de la Bondad y la Fuerza, que te quedes en mí un poco más. Que no desdeñes aún este gastado templo de mortalidad carnal. ¡Oh Fuerza inmortal! Mientras viva un ser humano al que pueda brindarse algo de ayuda, quédate conmigo y pon en marcha tu engranaje destartalado.
Su vehemencia y su voz interrumpida por suspiros irreprimibles me llegaron al alma. Sus ojos brillaban en la oscuridad de la noche como dos luceros terrenales, su cuerpo parecía henchirse y su rostro resplandecer, casi como si verdaderamente, mientras pronunciaba su súplica elocuente, un espíritu sobrenatural hubiera penetrado en su ser y lo elevara más allá de la humanidad.
Se volvió deprisa hacia mí y me tendió la mano.
-Adiós, Verney -exclamó-. Hermano de mi amor, adiós. Ninguna otra expresión de debilidad brotará de estos labios; he vuelto a la vida. ¡A nuestras tareas! ¡A nuestro combate contra el enemigo invencible! Hasta el fin lucharé contra él.
Se aferró a mi mano y me miró fijamente, con más fervor y vida que si me hubiera sonreído. Luego, tras girar con las bridas la cabeza de su caballo, rozó al animal con la espuela, y al momento había desaparecido de mi vista.
Un hombre había muerto esa noche a causa de la peste. La aljaba no estaba vacía ni el arco sin cuerda. Nosotros nos alzábamos como dianas mientras la Peste Parta apuntaba y disparaba, sedienta de conquista, sin que los montículos de cadáveres le supusieran el menor obstáculo. Una enfermedad del alma, que contagió incluso a mi mecanismo físico, se apoderó de mí. Me temblaban las piernas, me castañeteaban los dientes y mi sangre, helada de pronto, trataba con esfuerzo de abandonar mi corazón. No temía por mí mismo, pero me entristecía profundamente pensar que ni siquiera lograríamos salvar a los pocos supervivientes; que mis seres más amados podían, en pocos días, tornarse más fríos que Idris en su sepulcro antiguo. Ni la forteleza de los cuerpos ni la energía de las mentes bastarían para librarnos del golpe. Me invadió una sensación de degradación. ¿Dios había creado al hombre para que al final se convirtiera en polvo en medio de una vegetación saludable y esplendorosa? ¿Era tan poco importante para su creador como un campo de maíz quemado? ¿Debían morir nuestros orgullosos sueños? Nuestro nombre estaba escrito «apenas por debajo de los ángeles»,85 y sin embargo no éramos mejores que las efímeras. Nos habíamos llamado a nosotros mismos «paradigma de animales», y ¡mirad!, éramos la «quintaesencia del polvo».86 Nos vanagloriábamos de que las pirámides hubieran sobrevivido al cuerpo embalsamado de su consructor. ¡Ay! La modesta choza de paja del pastor junto a la que transitábamos en nuestro avance contenía en su estructura el principio de una longevidad mayor que la de toda la raza humana. ¡Cómo reconciliar ese triste cambio de nuestras aspiraciones pasadas con nuestros poderes aparentes!
De pronto una voz interior, clara, bien pronunciada, pareció decirme: así se decretó desde la eternidad, los corceles que tiran del tiempo llevaban esta hora y su cumplimiento encadenados desde que el vacío les procuró su carga. ¿Leerás al revés las leyes inmutables de la Necesidad?
¡Madre del mundo! ¡Servidora del Omnipotente! ¡Necesidad eterna, invariable! Que con dedos incansables tejes siempre las cadenas indisolubles de los acontecimientos. No murmuraré nada sobre tus actos. Si mi mente humana no es capaz de reconocer que todo lo que es, es correcto, y que, como es, debe ser, me sentaré entre las ruinas y sonreiré. Pues sin duda no nacimos para gozar, sino para someternos y esperar.
¿No se fatigará el lector si describo con detalle nuestro viaje de París a Ginebra? Si día a día anotara en forma de diario las crecientes desgracias de nuestro grupo, ¿podría mi mano escribir, o en la lengua hallaría palabras para expresar la variedad de nuestros sufrimientos, el encadenamiento, la acumulación de hechos deplorables? ¡Paciencia, oh, lector! Seas quien seas, mores donde mores, ya seas de raza espiritual o hayas surgido de una pareja superviviente, tu naturaleza será humana y tendrás por morada la tierra. Aquí vas a leer los hechos de una raza extinta, y te preguntarás con asombro si ellos, los que sufrieron lo que tú hallas escrito, eran de la misma carne frágil y el mismo cuerpo blando que tú. Sin duda lo eran, así que llora por ellos, pues es segro que a ti, ser soliario, te inspirarán lástima. Derrama lágrimas de compasión. Pero mientras lo haces presta atención al relato y conoce las obras y los padecimientos de tus predecesores.
Con todo, los últimos sucesos que marcaron nuestro avance por Francia se vieron tan llenos de extraño horror y desgracia fantasmal que no me atrevo a demorarme demasiado en la narración. Si hubiera de diseccionar cada incidente, cada pequeña fracción de segundo contendría una historia atroz, cuya palabra más leve bastaría para espesar la sangre que corre por tus jóvenes venas. Conviene que, para tu instrucción, erija este monumento ala raza perdida, pero no que te arrastre por los salones de un hospital ni bajo las bóvedas secretas de un osario. Por ello este relato transcurrirá deprisa. Imágenes de destrucción, esbozos de desesperación, la procesión del último triunfo de la muerte, aparecerán ante ti, veloces como las nubes arrastradas por los vientos del norte, que salpican el cielo esplendoroso.
Campos descuidados cubiertos de malas hierbas, ciudades desoladas, caballos asilvestrados, desbocados, que venían a nuestro encuentro, se habían convertido en escenas habituales. Y otras mucho peores, de muertos insepultos, de formas humanas alineadas en los márgenes de los caminos y en los peldaños de otrora frecuentadas viviendas, donde
a través de la carne que perece bajo el sol abrasador
sobresalen blancos los huesos
y en polvo se descomponen. 87
Visiones como ésas se habían vuelto tan frecuentes que habíamos dejado de temblar ante ellas, de espolear los caballos para que aceleraran el paso al pasar junto a ellas. Francia, en sus mejores días -al menos la parte de Francia que recorríamos- había sido un campo abierto dedicado al cultivo, y la ausencia de lindes, de casas de campo e incluso de campesinos resultaba triste para el viajero procedente de la soleada Italia o la ajetreada Inglaterra. Sin embargo abundaban las ciudades bulliciosas, y la amabilidad cordial y la sonrisa pronta de los paisanos, calzados con sus zuecos de madera, devolvían el buen humor a los más irritables. Ahora la anciana no se sentaba a la puerta con su rueca, el mendigo flaco ya no pedía limosna con sus frases zalameras, ni en los días de fiesta los campesinos se entregaban con gracia a los lentos pasos de sus danzas. El silencio, novio melancólico de la muerte, avanzaba en procesión junto a ella, de pueblo en pueblo, por toda la vasta región.
Llegamos a Fontainebleau y al punto nos preparamos para recibir a nuestros amigos. Al pasar lista esa noche descubrí que faltaban tres. Cuando pregunté por ellos, el hombre con quien hablaba pronunció la palabra «peste» y acto seguido cayó al suelo, presa de convulsiones: también él se había infectado. Veía rostros curtidos a mi alrededor, pues entre mi tropa había marineros que habían cruzado el océano un sinfín de veces, soldados que en Rusia y en la lejana América habían padecido hambre, frío y peligros de todas clases y hombres de características aún más duras, otrora depredadores nocturnos en nuestra inmensa metrópoli; hombres sacados de su cuna para ver que toda la maquinaria de la sociedad se había puesto en marcha para destruirlos. Observé a mi alrededor y vi en los rostros de todos el horror y la desesperación escritos con grandes letras.
Pasamos cuatro días en Fontainebleau. Varios de los nuestros enfermaron y murieron, y en ese tiempo ni Adrian ni ninguno de nuestros amigos hizo acto de presencia. Mi propia tropa era presa de la conmoción: llegar a Suiza, sumergirse en ríos de nieve, habitar en cuevas de hielo, se convirtió en el loco deseo de todos. Pero habíamos prometido esperar al conde, y él no venía. Mi gente exigía seguir avanzando. La rebelión -si así podía llamarse a lo que no era más que liberarse de unas cadenas de paja- surgía de forma manifiesta entre ellos. Sin un jefe no durarían. Nuestra única opción de mantenernos a salvo, nuestra única esperanza de seguir al margen de toda forma de sufrimiento indescriptible, era seguir unidos. Así lo expresé a todos, pero los más decididos entre ellos me respondieron, adustos, que podían cuidar de sí mismos, y recibieron mis súplicas con burlas y amenazas.
Al fin, al quinto día llegó un mensajero con una carta de Adrian en la que nos instaba a seguir hasta Auxerre y aguardar allí su llegada, pues sólo se demoraría unos días. En efecto, aquel era el contenido de la misiva pública que envió. Las que me escribió a mí a título personal detallaban las dificultades de su situación y dejaban a mi discreción las decisiones sobre mis planes futuros. Su relato del estado de cosas en Versalles era breve, pero la comunicación directa con el mensajero me llevó a obtener un conocimiento más detallado de lo sucedido y me demostró que alrededor de mi amigo confluían los más temibles peligros. En un primer momento se trató de ocultar el resurgir de la plaga. Pero con el aumento de las muertes el secreto se divulgó, y a la destrucción ya perpetrada vinieron a sumarse los temores de los supervivientes. Algunos emisarios de los enemigos de la humanidad, los malditos impostores, se hallaban entre ellos y se dedicaban a propagar su doctrina, según la cual la seguridad y la vida sólo podían garantizarse mediante la sumisión a su jefe. Su éxito fue tal que, al poco, en lugar de desear seguir viaje hasta Suiza, la mayor parte de la multitud, mujeres débiles y hombres cobardes, querían regresar a París para, tras ponerse bajo la bandera del llamado profeta y mediante el culto cobarde del principio del mal, obtener, como esperaban, el salvoconducto que los librara de la muerte. La discordia y los tumultos causados por esos temores y pasiones conflictivas paralizaban a Adrian, que debió hacer acopio de todo su ardor en la persecución de su meta, y de toda su paciencia ante las dificultades, para calmar y animar a un número de seguidores que sirviera de contrapeso al resto y lo llevara de vuelta a los únicos medios de los que podía extraerse cierta seguridad. Su primera intención había sido seguir tras de mí inmediatamente, pero al verse derrotado en sus pretensiones, envió al mensajero para instarme a garantizar la seguridad de mi propia tropa, pues hallándonos nosotros lejos de Versalles, el riesgo de que se contagiara del espíritu de rebelión era menor. También me prometía unirse a mí en cuanto las circunstancias fueran favorables para apartar a la mayoría de los emigrantes de la influencia perniciosa bajo la que se hallaban en ese momento.
Las noticias me causaron una dolorosa incertidumbre. Mi primer impulso fue ordenar el regreso a Versalles para ayudar a nuestro jefe a librarse de los peligros. Para ello reuní a mi tropa y le propuse que, en vez de proseguir viaje hasta Auxerre, emprendiéramos el retorno. Pero todos sin excepción se negaron a obedecerme. Entre ellos se había propagado el rumor de que eran los estragos de la peste los que retenían al Protector. A mi petición opusieron la orden dada por éste y decidieron que proseguirían sin mí, en caso de que yo me negara a acompañarlos. Las discusiones y las súplicas no servían de nada con aquellos cobardes. La constante mengua de su número, causada por la epidemia, les llevaba a mostarse reacios a cualquier demora, y mi oposición sólo sirvió para llevar su determinación hasta un punto de no retorno: aquella misma tarde partieron hacia Auxerre. Aunque habían hecho votos de obediencia, como los que los soldados dedican a sus generales, no los cumplieron. Yo, por mi parte, también había prometido no abandonarlos, y me parecía inhumano cargar sobre ellos el peso de mis infracciones. El mismo espíritu que los había llevado a levantarse contra mí los impulsaría a rebelarse unos contra otros, y los más horribles sufrimientos serían consecuencia de emprender el viaje en las condiciones de desorden y anarquía con que partían. Como aquellos sentimientos dominaban sobre los demás, finalmente resolví acompañarlos hasta Auxerre.
Llegamos aquella misma noche a Villeneuve-la-Guiard, ciudad distante cuatro postas de Fontainebleau. Cuando mis acompañantes se retiraron a descansar y yo me hallaba a solas, dando vueltas a las noticias que Adrian me había comunicado por carta, se me planteó otro punto de vista sobre el asunto. ¿Qué estaba haciendo yo? ¿Cuál era el objeto de mis movimientos? Aparentemente era el encargado de conducir a aquella tropa de hombres egoístas e indómitos hacia Suiza, dejando atrás a mi familia y a mi mejor amigo, a los que, sometidos como constantemente estaban a la muerte que nos amezazaba a todos, tal vez no volviera a ver. ¿Acaso no era mi deber primero auxiliar al Protector, dando un ejemplo de fidelidad y cumplimiento del deber? En momentos críticos como el que vivía yo resulta muy difícil sopesar correctamente los intereses enfrentados, y aquél hacia el que nuestras inclinaciones nos conducen asume con obstinación la apariencia de egoísmo incluso cuando lo estimamos un sacrificio. En esos casos tendemos a optar por una vía intermedia, y eso fue lo que hice en aquella coyuntura: resolví cabalgar esa misma noche hasta Versalles. Si a mi llegada descubría que la situación no era tan desesperada como yo suponía, regresaría sin demora junto a mi tropa. Suponía que mi llegada causaría un impacto más o menos fuerte, del que podríamos sacar provecho en nuestro intento de poner en marcha a nuestra vacilante multitud. No había tiempo que perder. Me acerqué a nuestros establos, ensillé mi caballo favorito y, subiéndome a su grupa, sin concederme más tiempo para la reflexión o la duda, abandoné Villeneuve-la-Guiard camino de Versalles.
Me alegraba de escapar de mi tropa rebelde, perder de vista por un tiempo aquella lucha del bien y el mal en la que éste siempre salía victorioso. Ignorar la suerte de Adrian me llevaba casi a la locura, y no me importaba nada salvo lo que pudiera suceder- le a mi amigo. Con el corazón en un puño, buscando alivio en la rapidez de mi avance, cabalgaba de noche hacia Versalles. Espoleaba a mi caballo, que corría con absoluta libertad alzando orgulloso, la cabeza. Las constelaciones pasaban velozmente sobre mi cabeza, los árboles, las piedras, los hitos, quedaban atrás en mi veloz carrera. Llevaba la cabeza descubierta y el viento bañaba mi frente con delicioso frescor. Al perder de vista Villeneuve- la-Guiard olvidé el drama triste de la miseria humana, me pareció que para la felicidad bastaba con vivir, sensible siempre a la belleza de la tierra cubierta de verdor, del cielo cuajado de estrellas, del viento indómito que todo lo animaba. El caballo se cansaba y yo, sin prestar atención a su fatiga, lo animaba con mi voz, lo azuzaba con las espuelas. Se trataba de un animal gallardo y no deseaba cambiarlo por ningún otro que el azar pusiera en mi camino, abandonándolo para no verlo más. Avanzamos durante toda la noche. De mañana, mi montura se percató de que nos aproximábamos a Versalles y, para alcanzar su morada, hizo acopio de sus escasas fuerzas. La distancia que habíamos recorrido no era inferior a las cincuenta millas, y sin embargo recorrió los largos bulevares veloz como una flecha. Pobre animal: cuando desmonté, a las puertas del palacio, cayó de rodillas, los ojos cubiertos de una película traslúcida, se echó de costado, jadeante, y no tardó en morir. Lo vi expirar presa de una angustia que ni yo mismo lograba explicarme, pues la tortura de sus últimos estertores me resultó, aunque breve, del todo intolerable. Aun así, lo abandoné para cruzar el gran portal abierto, subí la escalinata señorial de aquel castillo de victorias y oí la voz de Adrian.
¡Oh, necio! ¡Oh ser afeminado y despreciable! Oí su voz y estallé en sollozos y convulsiones. Entré a toda prisa en el Salón de Hércules, donde él se encontraba, rodeado por una multitud cuyos ojos, vueltos con asombro hacia mí, me recordaron que en el escenario del mundo un hombre debe reprimir esos éxtasis de muchacha. Hubiera dado el mundo por poder abrazarlo, pero no me atrevía. En parte vencido por el cansancio y en parte voluntariamente, me arrojé al suelo.¿Osaré revelar por qué lo hice ante el amable vástago de la soledad? Sí; lo hice para poder besar el suelo sagrado que él pisaba.
Lo encontré todo en estado de gran alteración. Un emisario del jefe de los Electos vivía tan dominado por su profeta y por su propio credo fanático que había llegado a atentar contra la vida del Protector, el encargado de preservar a la humanidad perdida. Detuvieron su mano cuando trataba de apuñalar al conde. Aquella circunstancia había causado el clamor que oí yo a mi llegada y la reunión confusa de gentes a las que hallé congregadas en el Salón de Hércules. Aunque la superstición y la furia diabólica se habían apoderado sigilosamente de los emigrantes, algunos todavía demostraban fidelidad a su noble jefe. Y muchos a quienes el miedo no había hecho variar su fe ni su amor, sintieron redoblado su afecto por él tras aquel detestable incidente. Una falange de pechos leales cerró filas a su alrededor. El malvado que, aunque preso y maniatado, se vanagloriaba de su intento y reclamaba su corona de mártir, habría muerto descuartizado de no haber mediado su víctima. Adrian, dando un paso al frente, lo protegió con su propio cuerpo y ordenó con vehemencia a sus seguidores que se sometieran a él. Fue entonces cuando aparecí yo.
La disciplina y la paz regresaron al fin al castillo. Y entonces Adrian fue de casa en casa, de tropa en tropa, para serenar los ánimos de sus seguidores y recordarles su antigua obediencia. Pero el temor a una muerte inmediata seguía siendo intenso entre los supervivientes de la destrucción de un mundo. El horror ocasionado por el intento de asesinato había pasado y todas las miradas se volvían hacia París. Los hombres necesitan hasta tal punto aferrarse a algo que son capaces de plantar las manos sobre una lanza envenenada. Eso era él, el impostor que, con el miedo al infierno por látigo, lobo hambriento, jugaba a conducir a un rebaño crédulo.
Fue un momento de suspense que incluso vio peligrar la firmeza del amigo irreductible del hombre. Adrian pareció a punto de ceder, de cesar la lucha, de abandonar, con unos pocos adeptos, a la multitud engañada, dejándola allí, convertida en presa triste de sus pasiones y del siniestro tirano que las alimentaba. Pero, una vez más, después de una breve fluctuación de propósito, recobró su valor y su determinación, que se apoyaban en su único fin y en el incansable espíritu de benevolencia que lo animaba. En ese momento, a modo de presagio favorable, su malvado enemigo atrajo la destrucción sobre su propia cabeza, destruyendo con sus propias manos el dominio que había erigido.
La gran influencia que ejercía sobre las mentes de los hombres se basaba en la doctrina que les inculcaba y que afirmaba que quienes creyeran en él y le siguieran, serían los supervivientes de la raza humana, mientras que el resto de la humanidad perecería. Ahora, como en tiempos del Diluvio, el Omnipotente se arrepentía de haber creado al hombre, y así como antes hizo con el agua, ahora con las flechas de la peste estaba a punto de aniquilar a todos menos a los que obedecieran sus mandamientos, promulgados por el autoproclamado profeta. Resulta imposible saber sobre qué bases construía aquel hombre sus esperanzas de mantener tal impostura. Es probable que fuera plenamente consciente de la mentira que la naturaleza asesina podía otorgar a sus afirmaciones y creyera que no sería sino el azar el que decidiría si, en épocas venideras, sería venerado como delegado clarividente de los cielos o reconocido como impostor por la moribunda generación de su tiempo. En cualquier caso había decidido representar el drama hasta el último acto. Cuando, con la aproximación del verano, la enfermedad fatal volvió a causar estragos entre los seguidores de Adrian, el impostor, exultante, proclamó que su congregación se hallaba a salvo de la calamidad universal. Y lo creyeron. Sus seguidores, hasta entonces encerrados en París, habían llegado a Versalles. Mezclados con la banda de cobardes allí congregada, se dedicaban a vilipendiar a su admirable jefe y a asegurarse su superioridad, su inmunidad.
Pero al fin la peste, lenta pero segura en su avance quedo, destruyó aquella ilusión, invadiendo la congregación de los Electos y desencadenando sobre ellos la muerte promiscua. El falso profeta trató de ocultar el hecho. Contaba con algunos seguidores que, sabedores de los arcanos de su maldad, podían ayudarle a ejecutar sus planes malévolos. Los que enfermaban eran retirados de inmediato, subrepticiamente, y depositados para siempre en tumbas cavadas a medianoche, mientras se inventaba alguna excusa plausible para justificar su ausencia. Al fin una mujer, cuya vigilancia maternal resistió incluso los efectos de los narcóticos que le administraban, fue testigo de aquellos planes asesinos perpetrados en la carne de su única hija. Loca de horror, habría irrumpido entre sus engañados compañeros y entre alaridos de dolor habría despertado sus oídos entumecidos con la historia de aquel crimen demoníaco. Pero entonces el Impostor, en su último acto de ira y desesperación, le clavó una daga en el pecho. Herida de muerte, el vestido chorreando de sangre, con su hijita estrangulada en brazos, hermosa y joven como era, Juliet (pues, en efecto, se trataba de ella) denunció al grupo de adeptos engañados la maldad de su guía. El falso profeta contempló los rostros asombrados de aquellos hombres y mujeres, que pasaban del horror a la furia, mientras los parientes de los ya sacrificados repetían sus nombres, seguros ya de la suerte que habían corrido. Con la perspicacia que lo había llevado tan lejos en su carrera hacia el mal, el canalla vio el peligro que se avecinaba y decidió evadirse de sus formas más dañinas: se acercó a toda prisa a uno de los más adelantados, le arrebató la pistola que llevaba al cinto, y sus risotadas burlonas se mezclaron con el estruendo del disparo con el que acabó con su vida.
Nadie movió los restos de aquel miserable. Depositaron el cadáver de la pobre Juliet sobre un catafalco, junto al de su hijita, y todos, con los corazones invadidos por el más triste de los pesares, en larga procesión se dirigieron hacia Versalles. En el camino se encontraron con los que habían abandonado la benigna protección de Adrian y se disponían a unirse a los fanáticos. Éstos les contaron su relato de terror y todos regresaron. Así, finalmente, acompañados por toda la humanidad superviviente y precedidos por la enseña lóbrega de su razón recobrada, se presentaron ante Adrian y volvieron a jurar obediencia eterna a sus órdenes y fidelidad a su causa.