CAPÍTULO V
Tras un descanso de varios días celebramos un consejo para decidir nuestros movimientos futuros. Nuestro primer plan había sido abandonar nuestras latitudes natales, sumidas en el invierno, y ofrecer a nuestra escasa población los lujos y las delicias de un clima meridional. No habíamos establecido un lugar concreto como destino de nuestro vagar, pero en la imaginación de todos flotaba la imagen vaga de una eterna primavera, campos fragantes y arroyos cantarines. Varias causas nos habían detenido en Inglaterra y ya nos encontrábamos a mediados de febrero. Si seguíamos adelante con nuestro plan, podíamos vernos en una situación peor que la anterior, pues cambiaríamos nuestro clima habitual por los calores intolerables de los veranos en Egipto o Persia. De modo que nos vimos obligados a alterar nuestro proyecto, dadas las inclemencias del tiempo, y se decidió que aguardaríamos la llegada de la primavera donde nos encontrábamos, y que luego pondríamos rumbo a Suiza para pasar los meses estivales en sus gélidos valles, dejando para el siguiente otoño nuestro avance hacia el sur, si es que vivíamos para contemplar esa nueva estación.
El palacio y la localidad de Versalles nos permitían a todos un alojamiento espacioso, y grupos de avituallamiento se turnaban para satisfacer nuestras necesidades. Entre los últimos de nuestra raza se vivían situaciones de lo más variopintas, raras e incluso escandalosas. En un principio yo las comparaba con las de una colonia que, trasladada a ultramar, empezara a echar raíces en un país nuevo. Pero ¿dónde estaban el bullicio y la industria propios de aquellas concentraciones humanas? ¿Las viviendas construidas de cualquier modo, provisionales, que cumplían su función hasta que se construyeran moradas más cómodas? ¿El deslinde de los campos? ¿Los intentos de cultivarlos? ¿La impaciente curiosidad por descubrir plantas y animales desconocidos? ¿Las expediciones emprendidas con el fin de explorar el nuevo territorio? Nuestra vivienda era regia; nuestros alimentos se almacenaban en los graneros; no había necesidad de trabajar, ni la menor curiosidad, ni el deseo de seguir avanzando. Si nos hubieran asegurado que todos los supervivientes seguiríamos con vida, habría existido mayor vivacidad y esperanza en nuestras reuniones. Habríamos abordado asuntos como cuánto tiempo durarían las provisiones de alimentos con que contábamos y qué modo de vida adoptaríamos cuando éstas se agotaran. Deberíamos habernos preocupado más por nuestros planes de futuro y haber discutido sobre el lugar en el que habíamos de asentarnos más adelante. Pero el verano y la peste se acercaban y no osábamos mirar al frente. Los corazones enfermaban ante la perspectiva de todo entretenimiento. Si los más jóvenes de entre nosotros, movidos por una hilaridad adolescente y desbocada, sentían el impulso de bailar o cantar, tratando con ello de aplacar su melancolía, se detenían de pronto cuando alguien, presa del dolor y la pérdida, adoptaba un aspecto fúnebre o emitía un suspiro de agonía y se negaba a sumarse al resto. Aunque las risas resonaban bajo nuestro techo, los corazones latían vacíos de dicha. Y cuando el azar me llevaba a presenciar alguno de aquellos intentos de distracción, sentía que mi tristeza, en vez de disminuir, aumentaba. En medio del grupo que iba en busca del placer, cerraba los ojos y veía ante mí la oscura caverna donde la mortalidad de Idris se conservaba, y en torno a la cual los muertos se congregaban, marchitándose en callado reposo. Cuando volvía a tener conciencia del momento presente, la melodía de una flauta o los intrincados movimientos de una hermosa danza me resultaban peores que el coro demoníaco del Valle del Lobo 81y que los avances de los reptiles que rodeaban el círculo mágico.
Mi momento más preciado de paz se producía cuando, liberado de la obligación de relacionarme con los demás, reposaba en los aposentos ocupados por mis hijos. Recurro al plural, pues eran las más tiernas emociones de la paternidad las que me unían a Clara, que había cumplido ya catorce años. La pena, y una comprensión profunda de lo que sucedía a su alrededor, aplacaban el espíritu inquieto de su juventud, y el recuerdo de su padre, al que idolatraba, así como el respeto que sentía por Adrian y por mí, imbuía su joven corazón de un gran sentido de la responsabilidad. Mas, aunque seria, no era una muchacha triste. El deseo impaciente que nos hace a todos, cuando somos jóvenes, ahuecar las alas y estirar los cuellos, para alcanzar más deprisa la madurez, se veía en ella tamizado por sus precoces experiencias. Si, tras entregarse al recuerdo amado de sus padres y dedicarse al cuidado de sus familiares vivos, le sobraba algo de dedicación, se la entregaba a la religión, que era la ley oculta que gobernaba su alma, pues la escondía con reserva infantil y la atesoraba más por ser secreta. ¿Qué fe hay más entera, qué caridad más pura, qué esperanza más ferviente que las de la primera juventud? Y ella, toda amor, ternura y confianza; ella, que desde la infancia había sido arrojada al mar bravío de la pasión y la desgracia, veía la mano de la aparente divinidad en todo, y su mayor esperanza era hacerse digna del poder que veneraba. Evelyn, por su parte, sólo tenía cinco años. Su corazón contento no conocía la tristeza y animaba nuestra casa con la alegría propia de su edad.
La anciana condesa de Windsor había descendido desde su sueño de poder, rango y grandeza y, repentinamente, había abrazado la convicción de que el amor era lo único bueno de la vida, y la virtud la única distinción noble, el único bien valioso. Aquella lección la había aprendido de los labios muertos de la hija a la que había abandonado, y ahora, con la fiera intensidad de su carácter, se dedicaba en cuerpo y alma a obtener el amor de los miembros vivos de su familia. En los primeros años de su vida, el corazón de Adrian se había mostrado gélido con ella. Y aunque le demostraba el debido respeto, la frialdad de su madre, combinada con el recuerdo de la decepción y la locura, le habían llevado a sentir incluso dolor en su presencia. Era consciente de ello y, decidida como estaba a obtener su afecto, aquel obstáculo no hacía sino alimentar en mayor medida sus pretensiones. Así como Enrique, emperador de Alemania,82se tendió sobre la nieve, frente a la puerta del papa León, durante tres días y tres noches, así ella también aguardó con humildad ante las barreras heladas de su corazón cerrado a que él, servidor del amor, príncipe de tierna cortesía, las abriera y le permitiera su entrada y le rindiera, con fervor y gratitud, el tributo del afecto filial que ella merecía. Su inteligencia, coraje y presencia de ánimo se convirtieron en poderosas ayudas para él en la difícil tarea de gobernar a la muchedumbre desobediente, sujeta a su control de manera extremadamente precaria.
Las principales circunstancias que perturbaban nuestra tranquilidad durante aquel intervalo las causaba la proximidad del profeta impostor y sus adeptos que, aunque seguían residiendo en París, enviaban con frecuencia misioneros a visitar Versalles. El poder de sus afirmaciones era tal que, por más que éstas fueran falsas, su repetición vehemente, ejercida sobre los crédulos, los ignorantes y los temerosos, lograba casi siempre atraer hacia su secta a algunos de nuestros hombres. Casos como ésos, de los que teníamos inmediato conocimiento, nos llevaban a plantearnos el desgraciado estado en que dejaríamos a muchos de nuestros compatriotas cuando, con la aproximación del verano, nos viéramos obligados a trasladarnos a Suiza, dejando a una multitud engañada en manos de aquel jefe sin escrúpulos. La sensación de que nuestro contingente menguaba, y el temor a que siguiera haciéndolo, ejercía sobre nosotros una notable presión, y si nos felicitábamos por añadir una persona más a nuestro grupo, nos alegraría el doble rescatar de la influencia perniciosa de la superstición y la infatigable tiranía a las víctimas que ahora, aunque encadenadas voluntariamente, se lamentaban bajo su dominio. Si hubiéramos considerado al predicador sincero en la creencia de sus propias denuncias, o al menos movido en parte por la bondad en el ejercicio de los poderes que se había arrogado a sí mismo, nos habríamos dirigido a él sin dilación para tratar de ablandar y humanizar sus puntos de vista con nuestros mejores argumentos. Pero era la ambición la que lo instigaba, y un deseo de mandar sobre los últimos rezagados de la muerte. Sus planes le habían llevado incluso a calcular que si sobrevivían algunos individuos de los restos de la humanidad y surgía una nueva raza, él, agarrando con fuerza las riendas de la creencia, podría ser recordado por aquella humanidad posterior a la peste como un patriarca, un profeta, una deidad, lo que para quienes sobrevivieron al diluvio universal fue Júpiter el Conquistador, Serapis el Legislador y Vishnu el Preser- vador. Aquellas ideas lo volvían inflexible en su defensa y violento en su odio a cualquiera que pretendiera compartir con él su imperio usurpado.
Es un hecho curioso pero incontestable que el filántropo que, ardiente en su deseo de obrar bien, paciente, razonable y gentil, se niega a recurrir a más argumentos que la verdad, influye menos en las mentes de los hombres que el que, avaro y egoísta, no renuncia a adoptar ningún método, a despertar ninguna pasión ni a difundir ninguna falsedad, si ello supone el avance de su causa. Si eso había sido así desde tiempos inmemoriales, el contraste resultaba infinitamente mayor ahora que uno podía aprovecharse de los miedos terribles y las esperanzas de trascendencia, mientras que el otro albergaba pocas esperanzas de futuro y no podía influir en la imaginación de los demás para minimizar unos temores que ese uno era el primero en albergar. El predicador había persuadido a sus adeptos de que su inmunidad ante la epidemia, la salvación de sus hijos y el surgimiento de una nueva raza de hombres a partir de su semilla dependían de su fe en él, de su sometimiento a él. Y ellos había asumido aquella creencia con gran avidez. Su credulidad, siempre creciente, los disponía incluso a convertir a otros a su misma fe.
Cómo convencer a aquellas personas del fraude en que vivían era tema recurrente del pensamiento y las conversaciones de Adrian, que para la consecución de tal fin ideaba muchos planes. Pero la atención a sus propias tropas, para asegurarse su fidelidad y bienestar, consumía todo su tiempo. Además el predicador era un hombre tan cruel como cauto y prudente. Sus víctimas vivían sometidas a estrictas leyes y reglas, que o bien los mantenían prisioneros en las Tullerías, o bien los liberaban sólo en un pequeño número, y controlados siempre por otros jefes, lo que imposibilitaba toda controversia. A pesar de todo ello, había una mujer entre ellos a la que yo estaba decidido a salvar. La habíamos conocido en días más felices, Idris la adoraba, y lo excepcional de su carácter hacía doblemente lamentable que se viera sacrificada a la voluntad implacable de aquel caníbal de almas.
El predicador contaba en total con entre doscientos y trescientos adeptos enrolados bajo su estandarte. Más de la mitad de ellos eran mujeres. Había también unos cincuenta niños de distintas edades y no más de ochenta hombres, procedentes todos de lo que, cuando tales distinciones existían, se denominaban las clases bajas de la sociedad. La excepción eran algunas mujeres de alcurnia que, presas del pánico y doblegadas por la pena, se habían unido a él. Entre ellas una dama joven, encantadora y entusiasta, cuya misma bondad la había convertido en víctima propicia. La he mencionado antes. Se trataba de Juliet, la hija menor, y ahora única reliquia de la casa ducal de L... Existen en este mundo algunas criaturas a las que el destino parece escoger para verter sobre ellas, más allá de toda proporción, frascos enteros de ira, y a las que cubre de desgracia hasta los labios. La infortunada Juliet era una de ellas. Había perdido a sus amorosos padres, a sus hermanos y hermanas, compañeros de su juventud. De un solo zarpazo habían sido arrancados de su lado. Y sin embargo había osado considerarse feliz de nuevo. Unida a su admirador, que poseía su corazón todo y lo llenaba por completo, se entregó al olvido del amor y sentía y conocía sólo su vida y su presencia. En el preciso instante en que recibía con placer las promesa de la maternidad, el único sostén de su vida se vino abajo y su esposo murió abatido por la peste. Durante un tiempo vivió sumida en la demencia. El nacimiento de su hija la devolvió a la cruel realidad de las cosas, pero le dio, al tiempo, un motivo para conservar la vida y la razón. Todos sus amigos y familiares habían fallecido y se veía rodeada de soledades y penurias. Una profunda melancolía, combinada con cierta impaciencia airada, nublaba su razón y le impedía convencerse de la conveniencia de compartir sus desgracias con nosotros. Cuando tuvo conocimiento del plan de emigración universal decidió permanecer en Inglaterra con su hijo y sola en el país vivir o morir, según decretara el destino, junto a la tumba de su amado. Se había ocultado en una de las muchas viviendas vacías de Londres. Fue ella la que rescató a mi amada Idris aquel fatal veinte de noviembre, aunque el peligro inmediato que corrí yo, seguido de la enfermedad de Idris, nos llevaron a olvidar a nuestra desconsolada amiga. Aquella circunstancia, sin embargo, le devolvió el contacto con sus congéneres. Una enfermedad menor de su pequeña le demostró que seguía unida a la humanidad por un lazo indestructible, y preservar la vida de su recién nacida se convirtió en meta de su existencia. Así, se unió a la primera división de emigrantes que partieron hacia París.
Se convirtió en presa fácil del metodista, pues su sensibilidad y sus agudos temores la hacían accesible a todo impulso. El amor que sentía por su hija la llevaba a aferrarse a cualquier clavo ardiendo que le permitiera salvarlo. Su mente, otrora inexpugnable y ahora modelada por las manos más rudas e inarmónicas, se había vuelto crédula: hermosa como una diosa de fábula, con una voz incomparablemente dulce, fervorosa en su nuevo entusiasmo, se convirtió en firme prosélito y en poderosa ayudante del jefe de los Electos. El día en que nos encontramos con ellos en la Place Vendóme la distinguí entre la multitud y, recordando de pronto el rescate providencial de mi amada a ella debido aquel 20 de noviembre, me reproché a mí mismo mi olvido y mi ingratitud y me sentí impelido a intentar todo lo que estuviera en mi mano para rescatarla de las garras de aquel destructor hipócrita y devolverle lo mejor de sí misma.
No relataré ahora los artificios de que me valí para penetrar en el asilo de las Tullerías ni ofreceré un recuento tedioso de mis estratagemas, engaños e insistentes artimañas. Lo cierto es que logré acceder a aquel recinto y recorrí sus salones y corredores con la esperanza de hallar a la conversa. Al atardecer traté de confundirme con la congregación, que se había reunido en la capilla para escuchar la retorcida y elocuente arenga de su profeta. Vi que Juliet se encontraba cerca de él. Sus ojos oscuros, imbuidos de la mirada inquieta y temible de la locura, se posaban en él. Sostenía en brazos a su pequeña, que aún no había cumplido un año, y sólo sus cuidados distraían su atención de las palabras que escuchaba devotamente. Cuando el sermón tocó a su fin, la congregación se dispersó. Todos, excepto la mujer a la que buscaba, abandonaron la capilla. Su pequeño se había dormido, de modo que lo tendió sobre un almohadón y se sentó en el suelo, junto a él, para verlo dormir tranquilamente.
Me presenté ante ella. Por un momento sus sentimientos naturales la llevaron a expresar alegría al verme, una alegría que desapareció casi al momento. Entonces yo, con ardiente y afectuosa exhortación, le pedí que me acompañara y huyera de aquella guarida de superstición y desgracia. Al punto ella regresó al delirio del fanatismo y, de no ser porque su naturaleza amable se lo impedía, me habría cubierto de insultos. Con todo, llegó a maldecirme y me ordenó que me fuera de allí.
-¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Huya ahora que todavía puede! Ahora está a salvo, pero en ocasiones me llegan sonidos raros e inspiraciones, y si el Eterno me revela su voluntad con susurro terrible y me dice que para salvar a mi hijo debo sacrificarlo a usted, yo se lo comunicaré a sus satélites, a quienes usted llama tiranos. Ellos lo destrozarán miembro a miembro. Y yo no derramaré una sola lágrima por la muerte de aquél a quien Idris amaba.
Hablaba deprisa, con la voz inexpresiva y la mirada perdida. Su hija despertó y, asustada, empezó a llorar. Sus sollozos se clavaban en el corazón maltratado de su madre y mezclaba las expresiones de afecto que dedicaba a su pequeña con sus órdenes airadas que me instaban a marcharme de allí. De haber contado con los medios lo habría arriesgado todo, la habría sacado por la fuerza de la madriguera de aquel asesino y la habría expuesto al bálsamo reparador de la razón y el afecto. Pero no me quedaba alternativa ni podía seguir discutiendo con ella. Oí unos pasos en la galería y la voz del predicador más cerca. Juliet, abrazando con fuerza a su hija, escapó por otro pasaje. Incluso entonces la habría seguido, pero mi enemigo y sus secuaces entraron y, tras rodearme, me hicieron prisionero.
Recordé la amenaza de la infeliz Juliet y temí que tanto la venganza de aquel hombre como la ira desbocada de sus adeptos cayeran sobre mí. Me interrogaron. Mis respuestas fueron simples y sinceras.
-Se condena por su propia boca -exclamó el impostor-. Confiesa que su intención era apartar del camino de la salvación a nuestra amada hermana en Dios. ¡Llevadlo a las mazmorras! Mañana morirá. Es conveniente que lo usemos como ejemplo, un ejemplo que cause temor y asombro y que aleje a los hijos del pecado de este refugio de los salvados.
Se me revolvió el corazón al oír aquella jerga hipócrita. Pero consideraba indigno rebatir con palabras a aquel rufián y mi respuesta fue fría, pues lejos de dejarme vencer por el miedo, creía que incluso en la peor de las situaciones un hombre fiel a sí mismo, valeroso y decidido, puede imponerse y vencer, incluso desde el cadalso y ante una manada de necios errados.
-Recuerde quién soy -dije-. Y tenga por seguro que mi muerte no quedará sin vengar. Su superior legal, el Protector, está al corriente de mi plan y sabe que me encuentro aquí. El grito de mi sangre llegará hasta él y usted y sus pobres víctimas lamentarán largamente la tragedia que están a punto de desencadenar.
Mi antagonista no se dignó a responderme y no me dedicó siquiera una mirada.
-Ya conocéis las órdenes -dijo a sus camaradas-. Obedecedlas.
Al momento me vi en el suelo, atado y con los ojos vendados. Sólo recuperé la movilidad y la visión cuando, rodeado por los muros de la mazmorra oscura e inexpugnable, me encontré prisionero y solo.
Tal fue el resultado que obtuve al tratar de rescatar a los adeptos de aquel criminal. No creía que fuera capaz de acabar con mi vida, aunque sin duda estaba en sus manos. El sendero de su ambición había sido siempre siniestro y cruel. Su poder se basaba en el miedo. Tal vez le fuera más fácil pronunciar la palabra que hubiera de causar mi muerte silenciosa y muda, consumada en la oscuridad de mi cautiverio, que tener piedad de mí. Quizá no se arriesgara a someterme a una ejecución pública, pero un asesinato privado lograría aterrorizar a mis compañeros, disuadirlos de intentar algo parecido, al tiempo que lo discreto de su acción le permitiría evitar las pesquisas y la venganza de Adrian.
Hacía dos meses, en una cripta más oscura que la que ahora ocupaba, había contemplado la posibilidad de tenderme y dejarme morir, pero ahora temblaba ante la idea de mi destino cercano. Mi mente se entretenía imaginando la clase de muerte que me infligiría. ¿Me mataría de hambre? ¿O introduciría veneno en mis alimentos? ¿Acabaría conmigo mientras durmiera o habría de luchar hasta el fin con mis rivales, aun a sabiendas de que ellos obtendrían la victoria? Vivía en un mundo cuya exigua población podría contar un niño con escasos conocimientos de cálculo. Había pasado muchos meses con la muerte rondando en mis inmediaciones, mientras a intervalos la sombra de su esqueleto ensombrecía mi camino. Había llegado a creer que despreciaba a aquel fantasma de rictus sonriente y me reía de sus burlas.
Cualquier otro destino lo habría saludado con coraje, e incluso habría acudido a su encuentro con gallardía. Pero ser asesinado de ese modo, en plena noche, a sangre fría, sin una sola mano amiga que cerrara mis ojos o recibiera mis últimas bendiciones; morir en el combate, en el odio y el desprecio; ¡ah!, mi ángel amado, ¿por qué me devolviste la vida cuando ya me había adentrado en el umbral de la tumba, sólo para, al poco tiempo, arrojarme a ella convertido en cadáver desfigurado?
Pasaban las horas, los siglos. De poder expresar con palabras los muchos pensamientos que ocuparon mi mente en interminable sucesión durante aquel intervalo, llenaría volúmenes enteros. El aire estaba enrarecido, el suelo de la mazmorra mohoso y helado. Me asaltó un hambre atroz y no oía ni el más leve sonido del exterior. Aquel rufián había declarado que al día siguiente moriría. ¿Cuándo llegaría el amanecer? ¿Por qué no clareaba de una vez?
Mi puerta estaba a punto de abrirse. Oí girar la llave y el movimiento de barrotes y cerrojos. La apertura de pasadizos intermedios permitió que llegaran hasta mí sonidos procedentes del interior del palacio y oí que un reloj daba la una. Pensé que venían a matarme. Lo intempestivo de la hora no hacía pensar en una ejecución pública. Me arrimé a la pared más alejada de la entrada e hice acopio de todas mis fuerzas y mi valor; no me ofrecería como presa fácil. Lentamente la puerta se abrió, y ya estaba a punto de lanzarme a forcejear con el intruso cuando vi algo que cambió por completo el curso de mi mente. Ante mí se hallaba Juliet, pálida y temblorosa, con una lámpara en la mano en la puerta de mi celda, mirándome con un semblante triste que al momento cambió por un gesto más contenido. Sus ojos lánguidos también recuperaron su brillo anterior.
-He venido a salvarle, Verney -me susurró.
-Y a salvarse usted también -exclamé yo-. Querida amiga, ¿cree de veras que podemos salvarnos?
-No diga nada y sígame.
Obedecí al instante. Avanzamos de puntillas por muchos pasadizos, ascendimos por varias escaleras y recorrimos largas galerías. Al final de una de ellas abrió un portal bajo. Una bocanada de aire apagó la lámpara, pero en su lugar recibimos la bendición de la luna y el rostro abierto del cielo. Sólo entonces Juliet volvió a dirigirse a mí.
-Ya está a salvo. Dios le bendiga. Adiós.
A pesar de su resistencia, le agarré la mano.
-Querida amiga -le dije-, víctima errada, ¿no pretende escapar conmigo? ¿No lo ha arriesgado todo para facilitarme la huida? ¿Cree que permitiré que regrese y sufra sola las consecuencias de la ira de ese desalmado? ¡Jamás!
-No tema por mí -respondió pesarosa la encantadora joven-, y no suponga que sin el consentimiento de nuestro guía se hallaría usted fuera de esas cuatro paredes. Es él quien lo ha salvado. Él me ha asignado a mí la misión de traerlo hasta aquí, porque conozco mejor sus motivos para haberse aventurado hasta nuestra casa y soy capaz de apreciar mejor su piedad al permitir su huida.
-¿Y se deja usted engañar por ese hombre? -exclamé yo-. Me teme con vida, pues soy su enemigo, y si muero teme a mis vengadores. Propiciando mi huida clandestina conserva algo de crédito entre sus seguidores. Pero la piedad se halla muy lejos de su corazón. ¿Olvida usted sus artificios, su crueldad, su fraude? Es usted tan libre como lo soy yo. Venga, Juliet, la madre de la difunta Idris la acogerá con los brazos abiertos, el noble Adrian se alegrará de recibirla. Hallará paz y amor y más esperanza de la que el fanatismo concede. Venga sin temor. Antes de que amanezca estaremos en Versalles. Cierre la puerta de esta morada del crimen, huya, dulce Juliet, aléjese de la hipocresía y la culpa y frecuente la compañía de los afectuosos y los bondadosos.
Hablé apresuradamente, aunque con fervor. Y mientras con amabilidad y empeño la apartaba del portal, algún pensamiento, algún recuerdo de pasadas escenas de su juventud y su felicidad, la llevó a escucharme y sucumbir a mi persuasión. Pero de pronto se soltó de mí y emitió un grito agudo:
-¡Mi hija! ¡Mi hija! Él tiene a mi hija. Mi niña es su rehén.
Se apartó de mí y volvió a meterse en el pasadizo. La reja se cerró entre nosotros y ella quedó atrapada en las fauces de aquel criminal, prisionera, expuesta a inhalar el aire pestilente que exudaba su naturaleza demoníaca. La brisa ligera me rozaba las mejillas, la luna me iluminaba, tenía el camino expedito. Feliz por haber escapado, aunque triste a la vez, regresé a Versalles.