CAPÍTULO I
Durante nuestro viaje, cuando en las noches serenas conversábamos en cubierta, observando el vaivén de las olas y el cielo mudable, descubrí el cambio absoluto que los desastres de Raymond habían operado en la mente de mi hermana. ¿Eran las aguas del mismo amor, últimamente frías y cortantes como el hielo, las que ahora, liberadas de sus gélidas cadenas, recorrían las regiones de su alma con agradecida y abundante exuberancia? Perdita no creía que estuviera muerto, pero sabía que se encontraba en peligro, y la esperanza de contribuir a su liberación y la idea de aliviar con ternura los males que pudieran haberle sobrevenido, elevaban y aportaban armonía a las anteriores estridencias de su ser. Yo, por mi parte, no me sentía tan optimista como ella respecto del resultado de nuestra misión, aunque en realidad ella se mostrara más segura que optimista. La esperanza de volver a ver al amante que había rechazado, al esposo, al amigo, al compañero de su vida, del que llevaba tanto tiempo alejada, envolvía sus sentidos en dicha, su mente en placidez. Era empezar a vivir de nuevo: era dejar atrás las arenas desiertas para ir en pos de una morada de fértil belleza; era un puerto tras una tempestad, una adormidera tras muchas noches en vela, un despertar feliz tras una pesadilla.
La pequeña Clara nos acompañaba. La pobre niña no comprendía bien qué sucedía. Había oído que nos dirigíamos a Grecia, donde vería a su padre, y ahora, por vez primera en mucho tiempo, se atrevía a hablar de él con Perdita.
Al llegar a Atenas constatamos que nuestras dificultades aumentaban: Ni la historiada tierra ni el clima balsámico podían inspirarnos entusiasmo o placer mientras Raymond se hallara en peligro. Ningún otro hombre había despertado un interés público tan grande, algo que resultaba evidente incluso entre los flemáticos ingleses, con los que no trataba hacía tiempo. Los atenienses esperaban que su héroe regresara triunfante. Las mujeres habían enseñado a sus hijos a susurrar su nombre seguido de una expresión de agradecimiento. Su belleza viril, su valor, la devoción que había sentido siempre por su causa, lo hacían aparecer a sus ojos casi como una de las deidades antiguas de aquellas tierras, bajado de su Olimpo para defenderlos. Cuando se referían a su probable muerte y a su cautividad segura, lloraban a lágrima viva. Del mismo modo que las madres de Siria habían llorado a Adonis, las esposas y las madres de Grecia plañían a nuestro Raymond inglés. Atenas era una ciudad de lamentos.
Todas aquellas muestras de desconsuelo llenaron a Perdita de espanto. Mientras se hallaba lejos de la realidad, sus expectativas, mezcla de optimismo y confusión, engendradas por el deseo, habían creado en su mente una imagen de cambio instantáneo que se produciría apenas pisara suelo griego. Imaginaba que Raymond ya habría sido liberado y que sus dulces atenciones borrarían incluso el recuerdo de su mala fortuna. Pero su destino seguía siendo incierto, y ella empezó a temer lo peor y a sentir que las esperanzas de su alma se habían vertido en un azar que podía revelarse adverso. La esposa y la encantadora hija de lord Raymond fueron desde el principio objeto de profundo interés en Atenas. Las puertas de su residencia eran constantemente asediadas, y desde ellas se murmuraban oraciones para el regreso del héroe. Todas aquellas circunstancias llenaban a Perdita de zozobra y temores.
Yo, por mi parte, no cejaba en mi empeño. Transcurrido un tiempo abandoné Atenas y me uní al ejército, acampado en la localidad tracia de Kishan. Mediante sobornos, amenazas e intrigas, no tardé en descubrir que Raymond estaba vivo y que, como prisionero, sufría los rigores de un encierro severo y era sometido a toda clase de crueldades. A partir de ese momento pusimos en marcha todos los mecanismos de la política y el dinero para redimirlo de su infortunio.
El carácter impaciente de mi hermana regresó a ella, crecido por el arrepentimiento, azuzado por la culpa. La perfección del clima primaveral en Grecia no hacía sino potenciar la tortura de sus sensaciones. La incomparable belleza de la tierra, tapizada de flores, el sol benigno, las agradables sombras, las melodías de los pájaros, la majestuosidad de los bosques, el esplendor de las ruinas marmóreas, el claro resplandor de las estrellas por la noche, la combinación de todo lo que era emocionante y voluptuoso en aquella tierra trascendente, que aceleraba su espíritu vital y le excitaba los sentidos en todos los poros de su piel, no hacía más que agudizar su dolor. Contaba el lento transcurrir de las horas y el sufrimiento de su amado ocupaba todos sus pensamientos. Se abstenía de comer. Se echaba en tierra desnuda y trataba de imitar en todo los tormentos de Raymond, esforzándose por comulgar con su dolor distante. Recuerdo que, en uno de sus momentos más difíciles, un comentario mío le había causado irritación y desdén.
-Perdita -le había dicho yo-, algún día descubrirás que hiciste mal al arrojar a Raymond a las espinas de la vida. Cuando la decepción haya mancillado su belleza, cuando las desgracias del soldado hayan ajado su virilidad, cuando la soledad le vuelva amargos incluso sus triunfos, entonces te arrepentirás. Y lamentarás el cambio irreparable
que en corazones hoy pétreos
moverá al fenecido remordimiento del amor.29
Aquel agudo «remordimiento del amor» desgarraba ahora su corazón. Se culpaba del viaje que Raymond había emprendido a Grecia, de los peligros que había corrido, de su encarcelamiento. Imaginaba la angustia de su soledad, recordaba con qué impaciencia y dicha le había comunicado sus alegres esperanzas, con qué inmenso afecto había aceptado que ella se preocupara por él. A su mente regresaban las muchas ocasiones en que había declarado que la soledad era el peor de todos los males, y que a él la muerte le infundía más miedo y dolor cuando se imaginaba la tumba sola. «Mi niña buena -le había dicho- me alivia de mis peores fantasías. Unido a ella, amado por su dulce corazón, no volveré a conocer la tristeza de hallarme solo. Y si muero antes que tú, mi Perdita, conserva mis cenizas hasta que puedan mezclarse con las tuyas. Se trata de una idea absurda para alguien que no es materialista, pero creo que, incluso en esa celda oscura, tal vez sienta que mi polvo inanimado se funde con el tuyo, y de ese modo, cuando me marchite, tendré tu compañía.» En sus días de resentimiento, recordaba aquellas palabras con acrimonia y desprecio. Pero también ahora, apaciguada, la visitaban, privándola del sueño, suprimiendo toda esperanza de su mente inquieta.
Así transcurrieron dos meses, hasta que al fin obtuvimos la promesa de su liberación. El encierro y las dificultades habían minado su salud. Los turcos temían el cumplimiento de las amenazas del gobierno inglés si moría en su poder; creían imposible su restablecimiento y lo entregaron moribundo, dejándonos gustosamente a nosotros la tarea de celebrar los ritos funerarios.
Llegó por mar a Atenas desde Constantinopla. El viento, aunque favorable, soplaba con tal fuerza que no pudimos recibirlo en alta mar, como era nuestro deseo. La torre de vigía de Atenas se veía asediada por los curiosos y se escrutaba la aparición de todas las velas. Hasta que el primer día de mayo apareció en lontananza la gallarda fragata, cargada con un tesoro más preciado que todas las riquezas que, traídas de Méjico, engullía el Pacífico, o que las que surcaban sus tranquilas aguas para enriquecer la corona de España. Al amanecer se vio que el barco arribaba a la costa, y se dedujo que echaría el ancla a cinco millas de tierra.
La noticia se propagó por toda Atenas y la ciudad en pleno se congregó a las puertas del Pireo, tras descender camino del puerto por las calles, a través de los viñedos, de los olivares y los campos de higueras. La algarabía del populacho, los colores vistosos de sus atuendos, el tumulto de carruajes y caballos, el avance de los soldados, todo se mezclaba con el ondear de las banderas y el sonido de las músicas marciales, que se sumaban a la gran excitación de la escena, puntuada por la solemne majestad de las ruinas antiguas que nos rodeaban. A nuestra derecha se levantaba la Acrópolis, testigo de mil cambios, de antigua gloria, del dominio turco, de la restauración de la ansiada libertad; esparcidos por todas partes, los cenotafios y las tumbas cubiertos de una vegetación siempre reverdecida. Los poderosos muertos acechaban desde sus monumentos y, en el entusiasmo de las multitudes, contemplaban la repetición de unas escenas de las que ellos habían sido actores. Perdita y Clara viajaban en un carruaje cerrado. Yo las seguía a caballo. Finalmente llegamos al puerto. Me impresionó la magnitud del oleaje. La playa, por lo que podía distinguirse, estaba llena de una muchedumbre movediza que, empujada por quienes avanzaban hacia el mar, se retiraba cada vez que las grandes olas se acercaban a ellos. Miré por el catalejo y vi que la fragata ya había echado el ancla, temerosa de acercarse más a la costa de sotavento. Bajaron un bote y vi con aprensión que Raymond era incapaz de descender solo por el casco del buque y que tenían que bajarlo sentado en una silla y envuelto en mantos.
Desmonté y pedí a unos marineros que remaban por el puerto que me llevaran. En ese mismo instante Perdita descendió de su carruaje y me agarró del brazo.
-¡Llévame contigo! -exclamó, temblorosa y pálida. Clara se abrazaba con fuerza a ella.
-No debes ir. El mar está muy agitado. Muy pronto estará aquí. ¿No ves su nave? -La barca de remos que había mandado acercarse ya había atracado. Sin darme tiempo a detenerla, ayudada por los marineros, mi hermana montó en ella. Clara siguió a su madre y mientras abandonábamos el resguardado muelle, un grito unánime se alzó desde la multitud. Perdita, en la proa, se aferraba a uno de los hombres, que miraba por el catalejo, y le hacía mil preguntas, sin importarle el agua que la salpicaba, sorda, ciega a todo salvo al punto lejano que, apenas visible sobre las olas, se aproximaba a nosotros, que avanzábamos hacia él con toda la fuerza que seis remeros podían proporcionarnos. Los uniformes pintorescos de los soldados que formaban en la playa, los sonidos de la vigorosa música, los estandartes que la fuerte brisa hacía ondear, las exclamaciones constantes de la multitud, de piel oscura y atuendo extranjero, claramente oriental; la visión del peñasco coronado por el templo, el mármol blanco del edificio que reverberaba al contacto con el sol y se recortaba claramente contra el perfil de las montañas imponentes que se erguían detrás; el rugido cercano del mar, el chasquido de los remos, el salpicar del agua... Todo envolvía mi alma en un delirio jamás sentido, ni imaginado siquiera en el curso de una vida común. Tembloroso, no podía mirar ya por el catalejo con el que había seguido los movimientos de la tripulación desde que el bote de la fragata entró en contacto con el mar. Nos acercábamos deprisa y no tardamos en distinguir a simple vista las formas de los tripulantes y en saber cuántos eran. Su tamaño crecía por momentos, y el golpear de sus remos contra el mar empezaba a resultarnos audible. Al fin veía la forma lánguida de mi amigo que, al ver que nos aproximábamos, trató de incorporarse.
Las preguntas de Perdita habían cesado. Agarrándome del brazo, jadeando, la intensidad misma de su emoción le impedía el llanto. Nuestro bote se aborloó al otro. En un último esfuerzo, mi hermana hizo acopio de todo su tesón, pasó de una barca a la otra y entonces, ahogando un grito, se abalanzó sobre Raymond, se hincó de rodillas a su lado y, pegando los labios a la mano que buscaba, el rostro cubierto por su larga cabellera, se abandonó a las lágrimas.
Raymond se había alzado un poco al ver que nos acercábamos, pero incluso aquel movimiento le he había supuesto un gran fatiga. Con las mejillas hundidas y los ojos ausentes, pálido y flaco, apenas reconocí al amor de Perdita. Permanecí largo rato asombrado y mudo, mientras él contemplaba sonriente a la pobre muchacha. Sí, aquella era su sonrisa. Un rayo de sol iluminando un valle oscuro muestra sus líneas hasta ese momento ocultas; ahora aquella sonrisa, la misma con la que pronunció sus primeras palabras de amor a Perdita, la misma con la que había aceptado el Protectorado, asomándose a su demacrado semblante, me hizo saber en lo más profundo de mi corazón, que se trataba de Raymond.
Me alargó la otra mano, y en su muñeca desnuda distinguí las marcas de unas manillas. Oí los sollozos de mi hermana y pensé en la suerte de las mujeres, que pueden llorar, y que con caricias apasionadas se libran del peso de sus emociones, mientras que al hombre le frenan el pudor y la compostura natural. Habría dejado brotar las palabras de la infancia, lo habría apretado contra mi pecho, me habría llevado su mano a los labios, habría llorado, sí, abrazándome a él; mi corazón, desbordado, me oprimía la garganta. No podía controlar el torrente de mis lágrimas que, rebelándose contra mí, se agolpaban en mis ojos, de modo que me volví y las vertí sobre el mar. Cada vez brotaban con más fuerza, y sin embargo mi vergüenza menguó cuando constaté que aquellos curtidos marineros también se habían emocionado y que los ojos de Raymond eran los únicos que permanecían secos. Yacía en esa calma bendita que siempre procura la convalecencia, y disfrutaba de la serena tranquilidad que le daban la libertad recobrada y el encuentro con la mujer a la que adoraba. Perdita, al fin, controló su arrebato de pasión y se puso en pie. Buscó con la mirada a Clara que, asustada, sin reconocer a su padre, ignorada por nosotros, se había acurrucado en el otro extremo del bote. Acudió a la llamada de su madre, que se la presentó a Raymond. Sus primeras palabras fueron:
-Amado, abraza a nuestra hija.
-Ven aquí, querida mía -dijo su padre-. ¿No me conoces?
La pequeña reconoció su voz, y se arrojó en sus brazos algo pudorosa, pero con incontrolable emoción.
Percibiendo la debilidad de Raymond, yo temía que la multitud que le aguardaba en tierra pudiera desbordarse. Pero su cambio de aspecto dejó sin habla a todo el mundo. A nuestra llegada la música cesó y los vítores se interrumpieron al punto. Los soldados habían liberado un espacio en el que dispusieron un carruaje. Condujeron hasta él a Raymond. Perdita y Clara se montaron con él y sus escoltas lo rodearon. Un murmullo sordo, como el de las olas cercanas, recorrió la muchedumbre, que se echaba hacia atrás para abrirle paso, temerosa de lastimar con sus vítores a aquél a quien había acudido a dar la bienvenida, y se limitaba a inclinar la cabeza al paso del carruaje, que avanzaba despacio por el camino del Pireo, dejando atrás templos antiguos y tumbas heroicas bajo el empinado peñasco de la ciudadela. El rumor de las olas quedó atrás, pero el de la multitud seguía a intervalos, amortiguado, sordo. Y aunque en la ciudad las casas, las iglesias y los edificios públicos estaban decorados con pendones y estandartes; aunque la soldadesca formaba en las calles y los habitantes se congregaban por millares para gritarle su bienvenida, el mismo silencio solemne se mantenía, los soldados le presentaban armas -los estandartes a media asta, muchas manos blancas empuñando banderolas- y en vano buscaban distinguir al héroe en su vehículo que, cerrado y rodeado de guardias, se dirigía al palacio que le habían dispuesto.
Raymond se sentía débil, exhausto, y sin embargo el interés que suscitaba su persona le llenaba de orgullo. El amor que los demás le profesaban estaba a punto de matarlo. Cierto que el pueblo se refrenaba, pero el rumor y el bullicio de la muchedumbre congregada alrededor de palacio, sumados al estrépito de los fuegos de artificio, a los frecuentes disparos de las armas, al repicar de los cascos de los caballos, de cuya efervescencia era él la causa, dificultaban su recuperación. De modo que, al poco, decidimos trasladarnos por un tiempo a Eleusis, donde el reposo y los cuidados lograron que nuestro enfermo recobrara fuerzas prontamente. Las atenciones que le prodigaba Perdita eran la primera causa de su rápido restablecimiento. Pero la segunda era sin duda la felicidad que sentía por el afecto y la buena voluntad que le profesaban los griegos. Se dice que amamos mucho a aquellos a los que causamos un gran bien. Raymond había luchado y conquistado territorios para los atenienses. Había sufrido por ellos, se había expuesto a los peligros, al cautiverio y a las dificultades. Su gratitud le conmovía profundamente y en lo más hondo de su corazón anhelaba ver su destino unido para siempre al de aquel pueblo que sentía por él tal devoción.
El amor y la comprensión de la sociedad constituían un rasgo marcado de mi carácter. En mi primera juventud, el drama vivo que se había desarrollado a mi alrededor había llevado a mi corazón y a mi alma hasta su vórtice. Ahora me percataba de cierto cambio. Amaba, esperaba, disfrutaba. Pero había algo más. Me mostraba inquisitivo respecto a los principios internos de las acciones de aquéllos que me rodeaban, impaciente por interpretar correctamente sus ideas, ocupado siempre en adivinar sus planteamientos más recónditos. Todos los acontecimientos, además de interesarme profundamente, aparecían ante mí en forma de pinturas. Otorgaba el lugar justo a cada personaje de un grupo, el equilibrio justo a cada sentimiento. Esa corriente subterránea de pensamiento solía calmarme en momentos de zozobra o agonía. Confería idealismo a algo que, tomado en su verdad más despojada, hubiera repugnado al alma. Dotaba de colores pictóricos la tristeza y la enfermedad, lo que con frecuencia me aliviaba de la desesperación en momentos de pérdida. Aquella facultad, o instinto, volvió a despertar en mí. Observaba la renacida devoción de mi hermana, la admiración tímida pero indudable que Clara sentía por su padre, el hambre de reconocimiento de Raymond, la importancia que para él tenían las demostraciones de afecto de los atenienses. Así, observando con atención los hechos de aquel capítulo del libro, no me sorprendió demasiado el relato que leí al volver la página.
El ejército turco se encontraba en ese momento asediando Rodosto. Y los griegos, apresurándose en sus preparativos y enviando refuerzos todos los días, estaban a punto de obligar al enemigo a entrar en batalla. Todo el mundo consideraba la lucha inminente como un episodio decisivo en gran medida, pues en caso de victoria, el paso siguiente sería el asedio griego de Constantinopla. Raymond, algo más repuesto, se dispuso a retomar su mando en el ejército.
Perdita no se opuso a su decisión y se limitó a estipular que le permitiera acompañarlo. No se había marcado ninguna pauta de conducta para sí misma, pero ni aun queriendo hubiera podido oponerse al más banal de sus deseos ni hacer otra cosa que aceptar de buen grado todos sus planes. Una palabra, en realidad, la hubiera alarmado más que las batallas y los sitios, pues confiaba en que, durante éstos, la destreza de Raymond lo libraría de todo peligro. Y aquella palabra, que por entonces para ella no era más que eso, era «peste». Ese enemigo de la raza humana había empezado, a principios de junio, a alzar su cabeza de serpiente en las orillas del Nilo y había afectado ya a zonas de Asia por lo general libres de semejante mal. La plaga alcanzó Constantinopla, pero como la ciudad recibía todos los años la misma visita, se prestó poca atención a los relatos que afirmaban que allí ya habían muerto más personas de las que normalmente eran presa de ella en los meses más cálidos. Sin embargo, ni la peste ni la guerra impedirían a Perdita seguir a su señor ni la llevarían a plantear objeción alguna a sus planes. Estar cerca de él, recibir su amor, sentir que volvía a ser suyo, constituían el colmo de sus deseos. El objeto de su vida era darle placer. Así había sido antes, pero con una diferencia; en el pasado, sin preverlo ni pensarlo, le había hecho feliz siéndolo ella también, y ante cualquier decisión consultaba sus propios deseos, pues no se diferenciaban de los de su amado. Ahora, en cambio, no se tenía en cuenta a sí misma, sacrificando incluso la inquietud que le causaba su salud y bienestar, decidida como estaba a no oponerse a ninguno de sus planes. A Raymond le espoleaban el amor del pueblo griego, la sed de gloria y el odio que sentía por el gobierno bárbaro bajo el que él mismo había sufrido hasta casi la muerte. Deseaba devolver a los atenienses el amor que le habían demostrado, mantener vivas las imágenes de esplendor asociadas a su nombre y erradicar de Europa un poder que, mientras todas las demás naciones avanzaban en civilización, permanecía inmóvil, como monumento de antigua barbarie. Yo, por mi parte, habiendo logrado la reconciliación de Raymond y Perdita, me sentía impaciente por regresar a Inglaterra. Pero su petición sincera, unida a mi curiosidad creciente y a una angustia indefinida por presenciar la catástrofe, al parecer inminente, de la larga historia bélica de Grecia y Turquía, me llevaron a consentir en prolongar mi periodo de residencia en suelo heleno hasta el otoño.
Tan pronto como la salud de Raymond estuvo lo bastante restablecida se preparó para unirse al campamento griego, que se había concentrado cerca de Kishan, ciudad de cierta importancia situada al este del río Hebrus. En ella se instalarían Perdita y Clara hasta que se produjera la esperada batalla. Salimos de Atenas el segundo día de junio. Raymond había ganado peso y color. Si bien yo ya no veía el brillo lozano de la juventud en su rostro maduro, si bien las preocupaciones habían surcado su frente,
y en el campo de su belleza profundas trincheras cavado,30
si bien en su pelo, ligeramente teñido de gris, y en su mirada, serena incluso en la impaciencia, se leían los años y los sufrimientos vividos, había no obstante algo conmovedor en alguien que, recientemente arrebatado de las garras de la muerte, reemprendía su carrera negándose a doblegarse a la enfermedad y al desastre. Los atenienses no veían en él, como antes, al joven heroico ni al hombre desesperado dispuesto a morir por ellos, sino al comandante prudente que, por el bien de ellos, cuidaba de su propia vida y ponía en segundo plano sus tendencias guerreras a favor del plan de acción que desde las instancias políticas se hubiera trazado.
La ciudad toda nos acompañó durante varias millas. A nuestra llegada, hacía un mes, nos había recibido silenciada por la tristeza y el miedo, pero el día de nuestra partida fue una fiesta para todos. Los gritos resonaban en el aire y las ropas pintorescas, de vivos colores, brillaban al sol. Los gestos expresivos y las palabras rápidas de los lugareños se correspondían con su aspecto indómito. Raymond estaba en boca de todos, era la esperanza de toda esposa, madre o prometida cuyo esposo, hijo o novio, integrado en el ejército griego, debía ser conducido por él a la victoria.
A pesar del azaroso objeto de nuestro viaje, mientras recorríamos los valles y las colinas de aquel país divino constatábamos que los intereses románticos eran muchos. Raymond se sentía inspirado por las intensas sensaciones suscitadas por su salud recobrada. Se daba cuenta de que, al ser general de los atenienses, ocupaba un cargo digno de su ambición, y que en su esperanza de tomar Constantinopla participaba en un acontecimiento que resultaría trascendental durante siglos, una hazaña inigualada en los anales del hombre, cuando una ciudad de tan grandes resonancias históricas, la belleza de cuya ubicación era la maravilla del mundo, y que durante muchos cientos de años había sido plaza fuerte de los musulmanes, fuera liberada de la esclavitud y la barbarie y devuelta a un pueblo ilustre por su genio, su civilización y su espíritu de libertad. Perdita reposaba en su recobrada compañía, en su amor, en sus esperanzas y su fama, como un sibarita sobre su lujoso triclinio. Todos sus pensamientos eran compartidos, todas sus emociones se impregnaban de un elemento coincidente y balsámico.
Llegamos a Kishan el séptimo día de julio. Durante el trayecto el tiempo había sido benigno. Todos los días, antes del amanecer abandonábamos el campamento nocturno y veíamos retirarse las sombras de valles y colinas y acercarse el esplendor dorado del sol. Los soldados que nos acompañaban saludaban con la vivacidad propia de su país la visión de las bellezas naturales. La salida del astro del día se recibía con cantos triunfantes, mientras las aves, con sus trinos, completaban los intervalos de la música. A mediodía plantábamos las tiendas en algún valle sombreado o bajo el palio de algún bosque encajonado entre montañas, en el que algún riachuelo, conversando con los guijarros, nos inducía al sueño reparador. Nuestro avance vespertino, más pausado, resultaba sin embargo más agradable que el de la mañana, cuando los ánimos se hallaban más exaltados. Si la banda de música tocaba, instintivamente escogía piezas de más moderada pasión: al adiós del amor, al lamento de la ausencia seguía algún himno solemne que armonizaba con la encantadora serenidad del atardecer y elevaba el alma hacia ideas nobles y religiosas. A menudo, no obstante, todo sonido quedaba en suspenso para que pudiéramos deleitarnos con el canto del ruiseñor, mientras las luciérnagas danzaban con su brillo y el suave lamento del aziolo31anunciaba buen tiempo a los viajeros. ¿Cruzábamos un valle? Suaves sombras nos engullían y las peñas se teñían de hermosos colores. Si atravesábamos una montaña, Grecia, mapa viviente, se extendía abajo, sus célebres pináculos rasgando el éter, sus ríos tejiendo con hilo de plata la tierra fértil. Casi temerosos de respirar, nosotros, viajeros ingleses, contemplábamos con éxtasis ese paisaje espléndido, tan distinto a los tonos sobrios y a las gracias melancólicas de nuestra tierra natal. Cuando abandonamos Macedonia, las fértiles llanuras de Tracia nos depararon menos bellezas, aunque el viaje siguió resultando interesante. Una avanzadilla informaba de nuestra llegada y las gentes campesinas no tardaban en ponerse en marcha para hacer los honores a lord Raymond. Las aldeas se adornaban con arcos triunfales tapizados de verdor de día e iluminados con antorchas al ponerse el sol. De las ventanas pendían tapices y el suelo aparecía salpicado de flores. El nombre de Raymond se unía al de Grecia y ambos resonaban en los vítores de los paisanos griegos.
Cuando llegamos a Kishan nos informaron de que, al conocer el avance de lord Raymond y de su destacamento, el ejército turco se había retirado de Rodosto, pero que una vez allí, y tras pedir refuerzos, había desandado sus pasos. Entretanto Argyropy- lo, el comandante en jefe de los griegos, se había adelantado y se encontraba entre los turcos y Rodosto. Se decía que la batalla era inevitable. Perdita y su hija debían quedarse en Kishan. Raymond me preguntó si yo quería acompañarlos.
-¡Por los montes de Cumbria -exclamé-, por el vagabundo y el cazador furtivo que hay en mí, me quedaré a tu lado y alzaré mi espada por la causa griega, y me recibirán victorioso a tu lado!
Toda la llanura, desde Kishan hasta Rodosto -una distancia de dieciséis millas- era un hervidero en que a las tropas se sumaba la gran cantidad de personas que se trasladaban con el campamento. Todo el mundo se movía ante la inminencia de la batalla. Pequeñas guarniciones llegaban desde varias ciudades y plazas fuertes y se incorporaban al ejército principal. Nos cruzábamos con carros de equipajes, y con muchas mujeres de todo rango que regresaban a Fairy o a Kishan para aguardar allí la llegada del día esperado. Cuando llegamos a Rodosto descubrimos que el campo había sido tomado, y el plan de batalla trazado. El sonido de disparos, a primera hora del día siguiente, nos informó de que las avanzadillas de los dos ejércitos ya habían tomado posiciones. Se inició entonces el avance ordenado de los regimientos, sus estandartes ondeando al viento, al son de las bandas de música. Plantaron los cañones sobre una especie de túmulos, únicas elevaciones en esa tierra llana, y formaron en columna y en ángulo recto, mientras los pioneros levantaban pequeños montículos para su protección.
Así que esos eran los preparativos para la batalla, y no sólo los preparativos, sino la batalla misma, tan distinta a todo lo que mi imaginación había recreado. Leemos sobre falanges y manípulos en la historia griega y romana; imaginamos un lugar, plano como una mesa, y unos soldados pequeños como piezas de ajedrez. E iniciamos la partida de un modo en que hasta el más ignorante es capaz de descubrir ciencia y orden en la disposición de las fuerzas. Cuando me encontré con la realidad y vi a los regimientos desfilar hacia nuestra izquierda, perdiéndose de vista, comprobé la distancia que mediaba entre los batallones y me fijé en que apenas unas tropas seguían lo bastante cerca de mí como para poder observar sus movimientos, renuncié a todo intento de comprensión, a todo intento incluso de presenciar una batalla, y me limité a unirme a Raymond y a seguir con gran interés sus acciones. Él se mostraba digno, gallardo e imperial. Transmitía sus órdenes de modo conciso y su intuición de los acontecimientos del día me resultaba milagrosa. Entretanto el cañón rugía y la música elevaba a intervalos sus voces de aliento. Y nosotros, en el más elevado de los montículos que he mencionado, demasiado lejos para ver las espigas segadas que la muerte acumulaba en sus silos, observábamos ora los regimientos perdidos entre el humo, ora los estandartes y las lanzas asomándose sobre la nube, mientras los gritos y los clamores ahogaban cualquier otro sonido.
A primera hora del día Argyropylo fue herido de gravedad y Raymond asumió el mando de todo el ejército. Dio pocas instrucciones hasta que, al observar, valiéndose del catalejo, las consecuencias de una orden que había dado, su rostro, tras unos instantes de vacilación, adquirió un gesto radiante.
-El día es nuestro -exclamó-. Los turcos huyen de nuestras bayonetas.
Y entonces, sin perder un segundo, envió a sus ayudas de campo para que ordenaran una carga de caballería contra el enemigo en retirada. La derrota fue total; el cañón dejó de rugir, la infantería se retiró y la caballería siguió a los turcos que, en desbandada, corrían por la lúgubre llanura. Los oficiales de Raymond partieron en distintas direcciones para realizar observaciones y transmitir órdenes. Incluso a mí se me envió a una zona lejana del campo de batalla.
El terreno en que había tenido lugar era llano, tanto que desde los túmulos se divisaba la línea ondulante de montañas que se alzaba en el lejano horizonte. El espacio intermedio no presentaba la menor irregularidad, salvo por unas ondulaciones que se asemejaban a las olas del mar. Toda esa parte de Tracia había sido escenario de contiendas durante tanto tiempo que seguía sin cultivar y presentaba un aspecto baldío, siniestro. La orden que yo había recibido consistía en otear, desde una elevación que quedaba al norte, en la dirección que podía haber tomado un destacamento enemigo. La totalidad del ejército turco, seguido del griego, se había encaminado hacia el este. En la zona que observaba yo sólo quedaban los muertos. Desde lo alto del montículo miré a lo lejos. Todo estaba desierto y en silencio.
Los últimos rayos del sol poniente se proyectaban desde la lejana cumbre del monte Athos. El mar de Mármara aún brillaba, reflejándolos, mientras que la costa asiática, más lejana, se hallaba medio oculta tras el velo de una nube baja. Muchos eran los cascos, las bayonetas y las espadas esparcidos aquí y allá, caídos de manos inertes, en los que reverberaba el rayo moribundo. Desde el este, una bandada de cuervos, viejos habitantes de los cementerios turcos, se acercaba a su cosecha planeando. Es la hora del día, de melancolía dulce aún, que siempre me ha parecido más propicia para comulgar con los poderes superiores, pues nuestra determinación mortal nos abandona y una dócil complacencia invade el alma. Pero ahora, en medio de los heridos y los muertos, ¿cómo podía apoderarse de uno solo de los asesinos un solo pensamiento celestial, una sola sensación de paz? Durante el día, ocupada, mi mente se había entregado, esclava complacida, al estado de las cosas que le presentaban sus congéneres, y la asociación histórica, el odio al enemigo y el entusiasmo militar me habían dominado. Pero ahora observaba la estrella vespertina que pendía oscilante, serenamente, destacando entre los tonos anaranjados del ocaso. Me volví hacia la tierra cubierta de cadáveres y sentí vergüenza de mi especie. Tal vez también la sintieran los plácidos cielos, pues no tardaron en cubrirse de neblina, cambio al que contribuyó la rápida desaparición de la luz habitual en el sur. Unas nubes densas se aproximaban desde el este y sus bordes oscuros se iluminaban con relámpagos rojos y turbulentos. Se levantó un viento que agitaba las ropas de los muertos y que se enfriaba al pasar sobre sus gélidos perfiles. La oscuridad se apoderaba de todo; apenas distinguía ya los objetos que me rodeaban. Abandoné mi puesto elevado y, con cierta dificultad, avancé a caballo tratando de no pisar a los cadáveres.
De pronto oí un grito desgarrado. Una forma pareció alzarse de la tierra, avanzó rápidamente hacia mí y se hundió una vez más en el suelo, más cerca de donde me hallaba. Todo sucedió tan deprisa que me costó tirar de las riendas del caballo para que se detuviera y no pisara al ser que yacía allí postrado. Las ropas de aquella persona eran las de un soldado, pero el cuello desnudo y los brazos, así como los gritos continuos, revelaban que se trataba de una mujer disfrazada. Desmonté para ayudarla mientras ella, entre lamentos, la mano en un costado, resistía mi intento de levantarla. Con las prisas del momento había olvidado que me hallaba en Grecia, y en mi lengua natal traté de aliviar sus sufrimientos. Entre terribles gritos de dolor, la agonizante Evadne (pues se trataba de ella), reconoció la lengua de su amado. El dolor y la fiebre causados por la herida habían hecho mella en su cordura, y sus exclamaciones y débiles intentos de escapar me movían a la compasión. En su delirio desbocado pronunció el nombre de Raymond y me acusó de impedirle reunirse con él, mientras los turcos, con sus temibles instrumentos de tortura, estaban a punto de quitarle la vida. Y entonces, de nuevo, se lamentó tristemente de su sino, de que una mujer, con corazón y sensibilidad femeninas, se hubiera visto arrastrada por un amor desesperado y unas esperanzas vanas a tomar las armas y a padecer unas privaciones masculinas superiores a sus fuerzas, a entregarse al trabajo y al dolor... Mientras balbuceaba, su mano seca y caliente se aferraba a la mía y su frente y sus labios ardían, encendidos por el fuego que la consumía.
Las fuerzas le fallaban por momentos. La levanté del suelo; su cuerpo desgarrado colgaba casi inerte entre mis brazos, y apoyó su cara hundiéndola en mi pecho. Con voz sepulcral murmuró:
-¡Este es el fin del amor! ¡Pero no es el fin! -El delirio le dio fuerzas para elevar un brazo en dirección al cielo-: ¡Allí está el fin! Ahí volvemos a vernos. Muchas muertes en vida he sufrido por ti, oh Raymond, y ahora expiro, convertida en tu víctima. Con mi muerte te poseo. ¡Mira! Los instrumentos de la guerra, el fuego y la peste son mis servidores. Me atreví y los vencí a todos. Hasta ahora. Me he vendido a la muerte con la sola condición de que tú me siguieras. Fuego, guerra y peste unidos para tu destrucción. ¡Oh, Raymond! ¡No estarás a salvo!
Con el corazón en un puño yo escuchaba los vaivenes de su delirio. Con varios mantos improvisé un lecho para ella. Su cólera remitió. La frente, perlada de sudoroso rocío, se sumaba a la palidez de la muerte, que se había abierto paso tras el rubor febril. La tumbé sobre los mantos. Ella seguía balbuciendo sobre su rápido encuentro con su amado en la tumba, sobre su muerte inminente. A veces declaraba solemne que mandaran llamarlo. Otras veces se lamentaba del triste futuro que le aguardaba. Su voz se debilitaba por momentos, sus palabras se interrumpían. Al poco le sobrevinieron unas convulsiones y relajó los músculos. Las extremidades perdieron fuerza, suspiró profundamente una vez y la vida abandonó su cuerpo.
La alejé de la proximidad de los demás muertos. Envuelta en mantos, la deposité debajo de un árbol. Volví a contemplar su rostro alterado. La última vez que la había visto tenía dieciocho años, hermosa como la visión de un poeta y espléndida como una sultana oriental. Habían transcurrido doce años desde entonces, doce años de cambios, de penas e infortunios. Su rostro radiante se había ensombrecido, ajado. Sus miembros habían perdido la redondez de la juventud y la feminidad. Tenía los ojos hundidos.
hundida, extenuada
las horas su sangre habían consumido
y surcado su frente de líneas y arrugas. 32
Con tembloroso horror velé a ese monumento de pasión y desgracia humanas. La cubrí con todas las banderas y ropajes de que pude hacer acopio, para protegerla de las aves y las alimañas hasta que pudiera proporcionarle una sepultura digna. Triste, lentamente, seguí mi camino entre montañas de cadáveres y, guiado por las luces parpadeantes de la ciudad, llegué al fin a Rodosto.