CAPÍTULO III

Idris se movió y despertó. Pero, ¡ay!, despertó a la desgracia. Vio las señales de la enfermedad en mi rostro y se preguntó cómo había permitido que pasara la larga noche sin procurarme, no ya cura, pues la cura era imposible, sino alivio a mis sufrimientos. Llamó a Adrian y al poco el sofá se vio rodeado de amigos y asistentes, y de los medicamentos que se juzgó adecuado administrarme. Era característica distintiva y terrible de aquella epidemia que nadie a quien hubiera atacado se había recuperado jamás. El primer síntoma de la enfermedad era, pues, la sentencia de muerte, que en ningún caso había venido seguida del perdón o el indulto. Así, ni un atisbo de esperanza iluminaba los rostros de mis amigos.

Mientras, la fiebre me causaba sopor y fuertes dolores, se posaba con el peso del plomo sobre mis miembros y agitaba mi pecho. Yo me mostraba insensible a todo salvo a mi dolor, y al final ni ante él reaccionaba. A la cuarta mañana desperté como de un sueño sin sueños. Sólo sentía una sed irritante, y cuando trataba de hablar o moverme las fuerzas me abandonaban por completo.

Durante tres días con sus noches Idris no se había movido de mi lado. Ella velaba por todas mis necesidades y no dormía ni descansaba. Así, ni siquiera trataba de extraer información de la expresión del médico ni de escrutar mi rostro en busca de síntomas de restablecimiento, pues sus cinco sentidos se concentraban en cuidar de mí hasta el final, y entonces tenderse a mi lado y dejarse morir. Al llegar la tercera noche toda animación cesó en mí, y al ojo y al tacto se diría que había muerto. Con emotivas súplicas Adrian trató de alejar de mi lado a Idris. Apeló a todo lo apelable, al bienestar de su hijo, al suyo propio. Pero ella negaba con la cabeza y se secaba una lágrima furtiva que resbalaba por su mejilla. No cedía. Su intención era que le permitieran pasar esa noche velándome, sólo esa noche, y lo pidió con tal convicción y tristeza que logró su propósito. Así, permaneció sentada, inmóvil, salvo cuando, azuzada por algún recuerdo intolerable, me besaba los ojos cerrados y los pálidos labios y se acercaba mis manos agarrotadas al corazón.

En plena noche, cuando, a pesar de ser invierno, el gallo cantó a las tres de la madrugada, heraldo que anunciaba la llegada del amanecer, mientras ella se inclinaba sobre mí y me lloraba en silencio, y pensaba con amargura en la pérdida de todo el amor que, por ella, yo había albergado en mi corazón -su pelo despeinado sobre el rostro, los largos tirabuzones sobre el lecho-, Idris sintió que un rizo se le movía apenas, que sus cabellos se mecían como movidos por un soplo de aire. «No puede ser -pensó-, pues él ya jamás volverá a respirar.» Pero el hecho se repitió en diversas ocasiones y, aunque ella no dejaba de hacerse la misma reflexión, en un momento un mechón se retiró con fuerza, y ella creyó ver que mi pecho ascendía y descendía. Su primera emoción fue de gran temor, y el sudor perló su frente. Abrí entonces los ojos y, segura ya, Idris habría exclamado «¡Está vivo!». Pero las palabras se ahogaron en un espasmo y cayó al suelo emitiendo un gemido.

Adrian se encontraba en la estancia. Tras largas horas de vigilancia, el sueño lo había vencido. Despertó sobresaltado y observó a su hermana, inconsciente en el suelo, manchada por el hilo de sangre que le brotaba de la boca. En cierta medida los signos de vida que, cada vez con más fuerza, presentaba yo, podían explicar su estado. La sorpresa, el estallido de alegría, la conmoción de todo sentimiento, habían tensado en exceso su cuerpo frágil, agotado tras largos meses de preocupaciones, zarandeado al fin por toda clase de desgracias y trabajos. Y ahora corría un peligro mucho mayor que el mío, pues los muelles y los engranajes de mi vida habían vuelto a ponerse en marcha y recobraban su elasticidad tras la breve suspensión. Durante largo tiempo nadie creyó que yo fuera a seguir viviendo. Mientras había durado el reinado de la peste en la tierra, ni una sola persona atacada por la letal enfermedad se había recuperado. Así, mi restablecimiento se veía como un engaño. En todo momento se esperaba que los síntomas malignos retornaran con virulencia redoblada. Pero finalmente la confirmación de la convalecencia, la ausencia total de fiebre o dolor y el incremento de mis fuerzas trajeron la convicción gradual de que, en efecto, me había curado de la peste.

La convalecencia de Idris era más problemática. Cuando a mí me atacó la enfermedad sus mejillas ya se veían hundidas y su cuerpo muy desmejorado. Pero ahora el recipiente, roto por los efectos de una agitación extrema, no se había recuperado del todo, y era como un canal que gota a gota drenaba de ella el torrente saludable que vivificaba su corazón. Sus ojos apagados y su semblante ajado le conferían un aspecto fantasmal; sus pómulos, su frente despejada, la prominencia excesiva de la boca, infundían temor. Todos los huesos de su anatomía se mostraban bajo la piel y las manos colgaban, inertes. Las articulaciones se marcaban en exceso y la luz penetraba en ellas cada vez más. Resultaba extraño que la vida pudiera alojarse en un cuerpo que se mostraba desgastado hasta tal punto que se asemejaba mucho más a una forma de muerte.

Mi última esperanza para su recuperación era apartarla de aquellas desgarradoras escenas, procurar que olvidara la desolación del mundo mediante la contemplación de una gran variedad de objetos que el viaje le proporcionaría, lograr que recobrara sus menguadas fuerzas en el clima templado hacia el que habíamos decidido orientarnos. Los preparativos para la partida, suspendidos durante mi enfermedad, se retomaron. Durante mi convalecencia, mi salud no se mostró vacilante, y, como el árbol en primavera, que siente que por sus miembros agarrotados corre la savia que renueva su verdor, así el renacido vigor de mi cuerpo, el alegre torrente de mi sangre y la recobrada elasticidad de mis miembros conferían a mi mente una alegre resistencia y la dotaban de ideas positivas. Mi cuerpo, antes peso muerto que me ataba a la tumba, se mostraba ahora rebosante de salud, y los ejercicios comunes resultaban insuficientes para mis fuerzas recobradas. Sentía que era capaz de emular al caballo de carreras, discernir en el aire objetos que se hallaran a gran distancia, oír las acciones que la naturaleza ejecutaba en su muda morada, pues hasta ese punto se habían aguzado mis sentidos tras recuperarme de mi enfermedad mortal.

La esperanza, entre otras bendiciones, tampoco me era ajena, y confiaba sinceramente en que mis infatigables atenciones me devolverían a mi adorada niña, por lo que aguardaba impaciente a que culminaran los preparativos. Según nuestro primer plan, debíamos haber abandonado Londres el 25 de noviembre. Para su cumplimiento, dos tercios de nuestra gente -la gente, toda la que quedaba en Inglaterra- había partido ya y llevaba varias semanas en París. Mi enfermedad primero, y después la de Idris, había retenido a Adrian y su división, formada por trescientas personas, de modo que nosotros partimos el primer día de enero de 2098. Era mi deseo mantener a Idris lo más alejada posible del ajetreo y el clamor de la multitud, ocultarle las visiones que pudieran obligarla a recordar cuál era nuestra situación real. Tuvimos que separarnos en gran medida de Adrian, obligado a dedicar todo su tiempo a los asuntos públicos. La condesa de Windsor viajaba con su hijo. Clara, Evelyn y una mujer que hacía las veces de asistenta eran las únicas personas con las que manteníamos contacto. Ocupábamos un espacioso carruaje y nuestra sirvienta oficiaba de cochera. Un grupo formado por unas veinte personas nos precedía a escasa distancia. Eran los encargados de buscar y preparar los lugares donde debíamos pasar la noche. Habían sido seleccionados entre gran número de personas que se habían ofrecido para desempeñar la misma tarea en virtud de la sagacidad del hombre que ejercía de guía de la expedición.

Inmediatamente después de nuestra partida constaté con gran alegría que en Idris se operaba cierto cambio, que esperaba que constituyera un augurio de mejores resultados. Toda la buena disposición y la amabilidad que formaban parte de su naturaleza revivieron en ella. Su debilidad era extrema, y aquella alteración se mostraba más en miradas y tonos de voz que en actos. Pero era permanente y verdadera. Mi curación de la peste y la confirmación de mi salud infundían en ella la creencia firme de que, a partir de ese momento, se vería libre del temible enemigo. Me dijo que albergaba una absoluta seguridad en su propia curación, que tenía el presentimiento de que la marea de calamidades que había inundado nuestra raza infeliz comenzaba a descender. Que quienes habían conservado la vida sobrevivirían, entre ellos los objetos amados de sus tiernos afectos. Y que en algún lugar viviríamos todos juntos, en feliz compañía.

-Que mi debilidad no te confunda -añadió-; siento que estoy mejor. Una vida nueva se abre paso en mí, así como un espíritu de anticipación que me asegura que he de formar parte de este mundo durante largo tiempo. Me libraré de esta degradante languidez física que llena de debilidad hasta mi mente y volveré asumir mis deberes. Me ha entristecido irme de Windsor, pero ahora ya me he despojado de esa atadura local. Me alegro de trasladarme a un clima más templado en el que completaré mi restablecimiento. Confía en mí, amor mío, jamás te abandonaré, ni a mi hermano, ni a los niños. Mi firme determinación de permanecer contigo hasta el fin y de seguir contribuyendo a tu bienestar y felicidad me mantendría con vida incluso si la lúgubre muerte se hallara más cerca de lo que en verdad se halla.

Sus palabras sólo me convencieron a medias. No creía que el acelerado fluir de la sangre por sus venas fuera un signo de salud ni que sus mejillas encendidas denotaran restablecimiento. Pero no sentía temor ante una catástrofe inminente. Es más, me convencí a mí mismo de que acabaría por recuperarse. Y así, la alegría reinaba en nuestro círculo cerrado. Idris conversaba animadamente sobre mil temas. Su principal deseo era que mantuviéramos la mente alejada de recuerdos melancólicos, de manera que invocaba imágenes encantadoras de una soledad tranquila, de un retiro hermoso, de los modos sencillos de nuestra pequeña tribu y de la hermandad patriarcal del amor, que sobreviviría a las ruinas de las naciones populosas que habían existido hasta fechas recientes. Manteníamos el presente alejado de nuestros pensamiento y apartábamos los ojos de los lúgubres paisajes por los que transitábamos. El invierno, tenebroso, se enseñoreaba de todo. Los árboles desnudos se recortaban, inmóviles, contra el cielo gris. Las formas de la escarcha, que imitaban el follaje estival, salpicaban el suelo. En los senderos crecía la vegetación y la maleza se apoderaba de los maizales abandonados. Las ovejas se agrupaban a las puertas de las granjas los bueyes asomaban su cornamenta por las ventanas. El viento era gélido y las frecuentes tormentas de aguanieve añadían melancolía al aspecto invernal.

Llegamos a Rochester, donde un accidente nos obligó a detenernos un día entero. Durante aquel tiempo sucedió algo que alteró nuestros planes y que, ¡ay!, produjo un resultado que alteró para siempre el curso de los acontecimientos, llevándome de la esperanza nueva que había surgido en mí a un desierto oscuro y tenebroso. Pero antes de seguir narrando la causa final de nuestro cambio de planes debo ofrecer una breve explicación y referirme de nuevo a esa época en que el hombre hollaba la tierra sin temor, antes de que la Peste se hubiera convertido en Reina del Mundo.

En las inmediaciones de Windsor residía una familia muy humilde pero que había sido objeto de nuestro interés a causa de una de las personas que la integraban. La familia Clayton había conocido mejores tiempos, pero tras una serie de reveses el padre había muerto arruinado, y la madre, destrozada e inválida, se retiró con sus cinco hijos a una pequeña casa de campo situada entre Eton y Salt Hill. La mayor de ellos, que tenía trece años, pareció revestirse de pronto, a la luz de la adversidad, de una sagacidad y unos principios propios de alguien de edad más madura. La salud de su progenitora empeoraba por momentos, pero Lucy se ocupaba de ella y ejercía de madre abnegada para sus hermanos menores, sin dejar de mostrarse en todo momento de buen humor, sociable y benevolente, algo que le granjeaba el amor y el respeto del vecindario.

Además Lucy poseía una belleza extraordinaria, de modo que al cumplir los dieciséis años, como era de suponer y a pesar de su pobreza, le surgieron admiradores. Uno de ellos era el hijo de un predicador rural. Se trataba de un joven generoso y sincero, con un ferviente amor por el conocimiento y exento de malos hábitos. Aunque Lucy era iletrada, la conversación y los modales de su madre le habían procurado un gusto por los refinamientos superior al que su situación actual le permitía gozar. Amaba a aquel joven incluso sin saberlo, aunque sí sabía que ante cualquier dificultad recurría a él de modo natural, y también que los domingos despertaba con un aleteo en el corazón, pues sabía que él vendría a buscarla y la acompañaría en el paseo semanal que daba con sus hermanas. La joven contaba con otro admirador, uno de los camareros de la posada de Salt Hill. Tampoco él carecía de pretensiones de superioridad urbana, aprendida de los criados y las doncellas de los señores que, iniciándolo en la jerga del servicio de la alta sociedad, añadía vehemencia a un carácter ya de por sí arrogante. Lucy no lo rechazaba, era incapaz de algo así. Pero se sentía mal cuando lo veía acercarse y resistía calladamente todos sus intentos de establecer una intimidad entre ambos. El joven no tardó en descubrir que ella prefería a su rival, y aquel hecho convirtió lo que en un principio no había sido más que una admiración casual en una pasión que se alimentaba de envidia y del deseo vil de privar a su competidor de la ventaja que disfrutaba respecto de él.

La historia de la pobre Lucy era común. El padre de su amado murió y él quedó sin medios de subsistencia. Aceptó la oferta de un caballero y se trasladó a la India con él, seguro de que no tardaría en establecerse por su cuenta, tras lo que regresaría a pedir la mano de su amada. Pero se vio inmerso en la guerra que tenía lugar en el país, lo hicieron prisionero y pasaron años antes de que a su tierra natal llegaran noticias de su paradero. Entretanto la pobreza más absoluta atenazaba a Lucy. Su pequeña casa de campo, rodeada de celosías por las que trepaban los jazmines y las madreselvas, se incendió, y perdió lo poco que poseía. ¿Dónde llevaría a los suyos? ¿Mediante qué trabajos lograría procurarles otra morada? Su madre, casi postrada en la cama, no sobreviviría a otro embate de la hambruna o la miseria. En aquellas circunstancias su otro admirador acudió en su ayuda y renovó su oferta de matrimonio. Había ahorrado dinero y pensaba abrir una pequeña posada en Datchet. Aquella oferta no le resultaba nada atractiva a Lucy, salvo por el hogar que garantizaba a su madre. Además la aparente generosidad de la proposición era un punto a favor de quien la hacía, así que acabó por aceptar, sacrificándose en aras de la comodidad y el bienestar de su madre.

Cuando nosotros la conocimos, la pareja llevaba algunos años casada. Una tormenta nos llevó a guarecernos en la posada, donde fuimos testigos del comportamiento brutal y pendenciero del esposo, así como de la paciencia con que ella lo soportaba. No había tenido mucha suerte. Su primer pretendiente había regresado con la intención de hacerla suya, y por casualidad la había encontrado en el puesto de tabernera de su localidad, esposa de otro hombre. Desolado, partió hacia el extranjero. Las cosas le fueron mal hasta que logró regresar a Inglaterra herido y enfermo. Pero incluso así a Lucy no se le permitió que cuidara de él. La disposición agria de su esposo se veía agravada por su debilidad ante las numerosas tentaciones que su puesto le procuraba, con el consecuente desbaratamiento de sus asuntos. Afortunadamente no tenían hijos, pero el corazón de ella se sentía ligado a sus hermanos menores, a los que el posadero, movido por la avaricia y el mal genio, no tardó en echar de su casa. Se dispersaron por todo el país y se vieron obligados a ganarse el pan con esfuerzo y sudor. Aquel hombre parecía incluso querer librarse de la madre, aunque en aquel punto Lucy se mostró firme. Se había sacrificado por ella, vivía para ella, de modo que no lograría separarlas. Si su madre se iba, ella también lo haría; mendigaría pan para ella, moriría con ella, pero jamás la abandonaría. La presencia de Lucy resultaba tan necesaria para mantener el orden en la casa y para impedir la ruina del establecimiento, que él no podía permitirse perderla. De modo que cedió en ese punto, aunque durante sus arrebatos de ira, o cuando se emborrachaba, volvía a sacar el tema y zahería a la pobre Lucy con oprobiosos epítetos dedicados a su madre.

Con todo, las pasiones, si son del todo puras, absolutas y correspondidas, procuran su propio consuelo. Lucy sentía una devoción profunda y sincera por su madre. Su única meta en la vida era el bienestar y la preservación de la persona que le había dado la vida. Aunque lamentaba el resultado de su decisión, no se arrepentía de haberse casado, a pesar de que su primer pretendiente hubiera regresado para reclamarla. Habían transcurrido tres años. ¿Cómo, en ese tiempo y en su estado de ruina, habría podido subsistir su madre? Aquella mujer excelente era merecedora de la devoción de su hija. Entre ellas existía una confianza y una amistad perfectas. Además, la madre no era en absoluto iletrada: y Lucy, cuya mente se había educado algo en el trato de su anterior pretendiente, encontraba ahora en ella a la única persona que podía comprenderla y valorarla. Así, aunque sufría, no era del todo desgraciada, y cuando, durante los días más hermosos del verano, acompañaba a su madre por las calles sombreadas y llenas de flores cercanas a su casa, un brillo de dicha absoluta iluminaba su semblante. Veía que la anciana era feliz y sabía que aquella felicidad era creación suya.

Entretanto los asuntos de su esposo se complicaban por momentos. La ruina estaba próxima y ella se sabía a punto de perder el fruto de tantos sacrificios cuando la peste vino a cambiar el aspecto del mundo. El posadero sacó provecho de la desgracia universal, pero a medida que el desastre avanzaba, su naturaleza delictiva se apoderó de él. Abandonó su casa para gozar de los lujos que Londres le prometía, y allí halló su sepultura. El primer pretendiente de Lucy había sido una de las primeras víctimas de la enfermedad. Pero Lucy siguió viviendo por y para su madre. Su valor sólo flaqueaba cuando temía que algo malo pudiera sucederle a ella o que la muerte le impidiera cumplir con las obligaciones a las que se entregaba con total devoción.

Cuando dejamos Windsor para trasladarnos a Londres como paso previo para nuestra emigración final, fuimos a visitar a Lucy para organizar con ella el plan de su evacuación y la de su madre. A la hija le entristecía tener que abandonar sus calles y su aldea natal, tener que apartar a su achacosa progenitora de las comodidades de un hogar para arrastrarla a las vastas extensiones de una tierra despoblada. Pero era demasiado disciplinada ante la adversidad y de carácter demasiado dócil como para quejarse por lo que era inevitable.

Las circunstancias subsiguientes, mi enfermedad y la de Idris, la alejaron de nuestro recuerdo, al que regresó casi al final. Llegamos a la conclusión de que habrían sido de las pocas en llegar desde Windsor para unirse a los emigrantes y que ya debían de encontrarse en París. Así, cuando llegamos a Rochester nos sorprendió recibir, de manos de un hombre que acababa de llegar desde Slough, una carta de aquella sufridora ejemplar. Según el relato del emisario, en su viaje desde su tierra natal había pasado por Datchet y se sorprendió al ver humo salir de la chimenea de la posada. Suponiendo que en su interior hallaría a otros caminantes con los que seguir viaje, llamó a la puerta y le abrieron. Excepto Lucy y su madre, allí no había nadie. Ésta se veía privada del uso de piernas y brazos por culpa de un ataque de reumatismo, de modo que los habitantes de la localidad habían ido abandonándolas uno tras otro, dejándolas solas. Lucy trató de que el hombre se quedara con ella. En una semana o dos su madre se habría recuperado lo bastante como para emprender el viaje. Si se quedaban allí, indefensas y olvidadas, perecerían. El hombre respondió que su esposa e hijos ya se hallaban entre los emigrantes y que por tanto le resultaba imposible permanecer allí más tiempo. Lucy, como último recurso, le entregó una carta para Idris, con el ruego de que se la entregara allí donde nos encontrara. El hombre cumplió al menos con aquel encargo, e Idris recibió con emoción la siguiente misiva:

Respetada señora:

Estoy segura de que me recuerda y se compadece de mí, y me atrevo a solicitar su ayuda. ¿Qué otra esperanza me queda? Disculpe mi manera de escribir, me siento tan desorientada... Hace un mes mi madre perdió la movilidad en sus extremidades. Ya se siente mejor, y tengo la seguridad de que en un mes más podrá emprender el viaje que usted, tan amablemente, organizó para nosotras. Pero ahora todo el mundo se ha ausentado, todo el mundo. La gente me decía que tal vez mi madre mejoraría antes de que todos se ausentaran, pero hace tres días fui a ver a Samuel Woods, que acaba de tener un hijo y se había quedado en el pueblo hasta el final. Como se trata de una familia numerosa, creía que lograría persuadirlos para que nos esperaran un poco más. Sin embargo, hallé la casa vacía. Desde entonces no había visto ni un alma, hasta que ha aparecido este buen hombre. ¿Qué va a ser de nosotras? Mi madre ignora nuestro estado. Está tan enferma que se lo he ocultado.

¿Podría enviar a alguien a buscarnos? Sé que si nos quedamos aquí moriremos sin remisión. Si tratara de trasladar a mi madre inmediatamente, fallecería en el camino. Y si cuando mejore, no sé cómo, encontráramos el modo de dar con los caminos correctos y recorrer las muchas, muchas millas que nos separan del mar, ustedes ya habrían llegado a Francia y nos separaría un mar inmenso, que incluso para los marineros resulta hostil. ¿Qué no sería para mí, una mujer que jamás en su vida ha navegado, que jamás ha visto el océano? El mar nos aprisionaría en esta tierra y quedaríamos solas, solas, sin ayuda. Mejor morir donde estamos. Apenas puedo escribir; no logro detener mis lágrimas, que no vierto por mí. Deposito mi confianza en Dios. Y si llegara lo peor, creo que podría soportarlo incluso sola. Pero mi madre, mi madre enferma, mi madre querida, que nunca, desde que nací, me ha dedicado una mala palabra, que se ha mostrado paciente ante mis muchos sufrimientos... Apiádese de ella, señora, pues si no lo hace morirá una muerte miserable. La gente habla de ella sin respeto porque es vieja y está enferma, como si no hubiéramos todos de pasar por lo mismo, llegados a su edad. Y entonces, cuando los jóvenes envejezcan, pensarán que alguien debe cuidar de ellos. Pero qué absurdo por mi parte escribirle en estos términos. Con todo, cuando la oigo tratando de no lamentarse, cuando la veo sonreír para consolarme, aunque yo sé que sufre; cuando pienso que ignora lo peor, aunque no tardará en saberlo; cuando recuerdo que incluso en ese caso no se lamentará... Y yo trato de adivinar lo que tendrá que soportar, el hambre, la desgracia, y siento que mi corazón está a punto de partirse y no sé qué decir ni qué hacer. Madre mía, madre que tanto me ha dado, que Dios te preserve de este destino. Presérvela usted de él, señora, y Él la bendecirá. Y yo, criatura pobre y desgraciada, se lo agradeceré y rezaré por usted mientras viva.

Su infeliz y abnegada servidora,

Lucy Martin

30 de diciembre de 2097

La carta afectó profundamente a Idris, que al momento propuso que regresáramos a Datchet en auxilio de Lucy y su madre. Yo acepté partir hacia allí sin más dilación, pero le supliqué que ella y los niños se reunieran con su hermano, y en su compañía aguardaran mi regreso. Sin embargo, Idris se sentía muy animada ese día, y llena de esperanza. Declaró que no consentiría separarse de mí y que además no había razón para ello, pues el movimiento del carruaje le hacía bien y la distancia a recorrer era poca. Podíamos enviar mensajeros a Adrian para informarle de la modificación de nuestros planes. Se expresaba con gran convicción, imaginando la gran alegría que proporcionaríamos a Lucy, y declaró que, si iba yo, ella debía acompañarme, y que le desagradaría confiar la misión de rescatarla a otras personas que tal vez la llevaran a cabo fría o inhumanamente. La vida de aquella mujer había sido un camino de devoción y virtud y era bueno que ahora cosechara la pequeña recompensa de descubrir que su bondad era apreciada y sus necesidades cubiertas por aquéllos a quienes respetaba y honraba.

Aquellos y otros argumentos los planteaba con amable pertinacia, con un deseo ardiente de obrar todo el bien que estuviera en su poder, ella, Idris, cuya mera expresión de un deseo, cuya petición más nimia, habían sido siempre órdenes para mí. De modo que, como no podía ser de otro modo, consentí desde el momento en que constaté que había puesto su corazón en ello. Enviamos a la mitad de la partida que nos acompañaba al encuentro de Adrian. Y, junto con la otra mitad, nuestro carruaje dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a Windsor.

Hoy me pregunto cómo pude estar tan ciego, ser tan insensato como para poner así en peligro la vida de Idris. Pues si hubiera tenido ojos habría visto el implacable aunque engañoso avance de la muerte en su mejilla febril, en su debilidad creciente. Pero ella me aseguró que se sentía mejor, y yo la creí. La extinción no podía hallarse cerca de una mujer cuya vivacidad e inteligencia aumentaban hora a hora, cuyo cuerpo se veía dotado de un intenso (yo lo creía sinceramente), fuerte y permanente espíritu de vida. ¿Quién, tras un desastre grave, no ha vuelto la vista atrás con asombro ante la inconcebible torpeza de comprensión que le impidió percibir las numerosas hebras diminutas con que el destino teje la red inextricable de nuestros destinos, hasta que se ve atrapado en ella?

Los caminos en los que ahora nos adentrábamos se hallaban en un estado aún peor que el de las calzadas, echadas a perder por falta de mantenimiento. Aquel inconveniente parecía amenazar con la destrucción del frágil cuerpo de Idris. Tras pasar por Hartford, y después de dos días de viaje, llegamos a Hampton. A pesar de lo breve del tiempo transcurrido la salud de mi amada había empeorado ostensiblemente, aunque seguía de buen humor y recibía mis muestras de preocupación con alegres ocurrencias. En ocasiones, una idea surgía en mi mente -«¿Se está muriendo?»- cuando posaba su mano blanca, esquelética, en la mía, o cuando tenía ocasión de observar la dificultad con que llevaba a cabo las acciones cotidianas de la vida. Y aunque apartaba aquel pensamiento de mí, como si fuera la demencia la que me lo sugiriera, el pensamiento regresaba a mí una y otra vez, y sólo la animación que mostraba lograba disuadirme de su verdad.

Hacia el mediodía, tras abandonar Hampton, nuestro carruaje se rompió. Idris se desmayó del susto, pero volvió en sí y, tras aquel percance, no se produjeron más contratiempos. Nuestro grupo de ayudantes se había adelantado, como de costumbre, y el cochero fue en busca de otro vehículo, ya que el nuestro había quedado inservible. El único lugar cercano era una aldea modesta en la que sólo encontró una especie de caravana con capacidad para cuatro personas, aunque bastante incómoda y en mal estado. También pudo hacerse con un cabriolé excelente. No tardamos en idear un plan: yo conduciría a Idris en éste y los niños irían en aquél con el cochero. Con todo, las nuevas disposiciones consumieron parte de nuestro tiempo. Habíamos acordado seguir esa noche hasta Windsor, y hacia allí habían partido nuestros asistentes. Antes de aquel punto nos resultaría difícil encontrar alojamiento, y después de todo, la distancia a recorrer, de diez millas, no era considerable. Mi caballo era bueno, de modo que avanzaría a buen paso, con Idris, y permitiría que nuestros pequeños siguieran a una velocidad más acorde con el maltrecho estado de su vehículo.

La noche llegó deprisa, mucho más deprisa de lo que yo esperaba. Apenas se había puesto el sol cuando empezó a nevar intensamente. En vano trataba de proteger a mi amada de la ventisca, que nos azotaba el rostro. La nieve se acumulaba en el suelo, dificultando en gran medida nuestro avance, y la noche era tan negra que, de no ser por el manto blanco que cubría la tierra, apenas habríamos visto el suelo que teníamos delante. La caravana había quedado muy rezagada y transcurrió un largo rato hasta que constaté que me había alejado de la ruta y me hallaba a varias millas de donde debía encontrarme. Mi conocimiento del terreno me permitió encontrar el camino, pero en lugar de pasar, tal como habíamos acordado, por un atajo que atravesaba Stan- well para llegar a Datchet, me vi obligado a tomar la calzada de Egham y Bishopgate. De modo que, sin duda, no iba a encontrarme con el otro vehículo y no veríamos a nadie hasta que llegáramos a Windsor.

La parte posterior de nuestro cabriolé era abierta, y yo colgué una pelliza en ella para proteger a mi sufriente amada del aguanieve. Ella se apoyaba en mi hombro, cada vez más lánguida y débil. Al principio respondía a mis palabras con expresiones de agradecimiento tiernas y alegres. Pero gradualmente fue sumiéndose en el silencio. La cabeza le pesaba cada vez más y yo sólo sabía que seguía con vida por su respiración irregular y sus suspiros frecuentes. Pensé en parar, en colocar el coche en dirección contraria a la fuerza de la tormenta, en guarecernos lo mejor posible de ella hasta que llegara el alba. Pero el viento era gélido y lacerante, y como Idris tiritaba de vez en cuando, y yo sentía también mucho frío, llegué a la conclusión de que no era una buena idea. Al fin me pareció que mi amada se dormía; sueño fatal, inducido por la escarcha. Y en ese momento creí distinguir la forma maciza de una casa de campo recortada en el horizonte oscuro, cerca de donde nos encontrábamos.

-Amor mío -susurré-, resiste un poco más y hallaremos cobijo. Nos detendremos aquí y trataré de abrir la puerta de esta bendita morada.

Mientras pronunciaba aquellas palabras mi corazón se sentía transportado y mis sentidos nadaban en una dicha y un agradecimiento inmensos. Apoyé la cabeza de Idris contra el carruaje y, de un salto, me arrojé sobre la nieve que rodeaba la vivienda, cuya puerta estaba abierta. Disponía de los medios para proporcionarme luz, y al encenderla vi que había llegado a una estancia cómoda, con una pila de leña en una esquina, de aspecto ordenado, salvo por la nieve que la puerta abierta había permitido que se acumulara frente a la entrada. Regresé al cabriolé y el súbito paso de la luz a la oscuridad me cegó momentáneamente. Cuando recuperé la vista... ¡Dios eterno de este mundo sin ley! ¡Muerte suprema! No perturbaré tu reino silencioso ni mancharé mi re-lato con estériles exclamaciones de horror... Vi a Idris, que había caído de la silla al suelo del coche: la cabeza echada hacia atrás, el pelo largo, como descolgado, un brazo extendido hacia un lado. Sacudido por un espasmo de horror, la tomé en mis brazos y la levanté. No le latía el corazón y de sus labios exangües no brotaba el menor hálito. Entré con ella en la casa y la tendí en el lecho. Encendí el fuego para que sus miembros, cada vez más rígidos, entraran en calor. Durante dos horas traté de devolverle la vida, que ya la había abandonado. Y cuando mi esperanza estaba tan muerta como mi amada, cerré con mano temblorosa sus ojos pétreos. No albergaba dudas sobre lo que debía hacer. En la confusión que había seguido a mi enfermedad, la misión de enterrar a nuestro querido Alfred había recaído sobre su abuela, la reina destronada, y ella, fiel a su afán de mando, lo había trasladado a Windsor y había ordenado que le dieran sepultura en la cripta familiar, en la capilla de Saint George. De modo que yo también debía seguir hasta el castillo para tranquilizar a Clara, que ya estaría esperándonos, nerviosa... Aunque no podría ahorrarle el desgarrador espectáculo de la muerte de Idris, que llegaba sin vida al término del viaje. Así que primero dejaría a mi amada junto a su hijo, en la cripta, y después acudiría en busca de los pobres niños, que ya estarían esperándome.

Encendí los faroles del carruaje, la envolví en pieles y la coloqué tendida en el asiento. Entonces, tomando las riendas, ordené a los caballos que se pusieran en marcha. Avanzábamos sobre la nieve, que se acumulaba en montículos dificultando el camino, mientras los copos que caían con fuerza redoblada sobre mí me cegaban. El dolor ocasionado por los elementos airados, sumado al frío acero del hielo que me abofeteaba el rostro y penetraba en mi carne doliente, me parecían un alivio, pues adormecían el sufrimiento de mi mente. Los caballos resbalaban y las riendas se me escapaban de las manos. Con frecuencia pensaba en apoyar la cabeza junto al rostro dulce y frío de mi ángel perdido y entregarme así al sopor que me conquistaba. Pero no podía dejarla allí, presa de las aves rapaces. Debía cumplir mi decisión y enterrarla en el sepulcro de sus antepasados, donde un Dios piadoso tal vez me permitiera reposar a mí también.

El camino que transcurría a través de Egham me era familiar, pero el viento y la nieve obligaban a los caballos a arrastrar su carga lenta y torpemente. Súbitamente el viento giró de suroeste a oeste y acto seguido a noroeste. Y lo mismo que Sansón, haciendo acopio de todas sus fuerzas, derribó las columnas que soportaban el templo de los filisteos, así la galerna se sacudió los densos vapores acumulados en el horizonte y me mostró, entre la telaraña rasgada, el claro empíreo y las estrellas que titilaban a una distancia inconmensurable de los campos cristalinos y vertían sus finísimos rayos sobre la nieve. Incluso los caballos se sintieron revivir y tiraron con más fuerza del coche. Entramos en el bosque de Bishopgate, y al final del Gran Paseo divisé el castillo, el «orgulloso Torreón de Windsor, alzándose en la majestad de sus proporciones, rodeado por el doble cinto de sus torres semejantes y coetáneas.»76 Contemplaba con reverencia la estructura, casi tan antigua como la roca sobre la que se alzaba, morada de reyes, motivo de admiración de los sabios. Con gran respeto y doloroso afecto lo veía como el refugio del gran préstamo de amor que había disfrutado en él junto al tesoro de polvo perecedero e incomparable que ahora yacía frío a mi lado. Y en ese instante podría haber cedido a mi naturaleza frágil y haber llorado. Y, como una mujer, haber emitido amargos lamentos, mientras ante mí aparecían, uno por uno, los árboles tan conocidos, los ciervos, la hierba tantas veces hollada por sus pies etéreos. La verja blanca que se erguía al final del camino estaba abierta de par en par y, tras franquear la primera puerta de la torre feudal, accedí a la ciudad desierta. Ante mí se alzaba la capilla de Saint George, con sus laterales ennegrecidos y calados. Me detuve al llegar frente a la puerta, que estaba abierta. Entré y deposité sobre el altar mi lámpara encendida. Retrocedí y, con gran delicadeza, llevé a Idris hasta el presbiterio y la tendí sobre la alfombra que cubría los peldaños que llevaban a la mesa de la comunión. Los estandartes de los caballeros de la orden de la Jarretera y sus espadas a medio desenvainar pendían en inútiles blasones sobre los asientos del coro. La enseña de la familia también colgaba allí, todavía rematada por la corona real. ¡Adiós a la gloria heráldica de Inglaterra! Di la espalda a todas aquellas muestras de vanidad sin poder evitar asombrarme al pensar que aquellas cosas pudieran haber despertado el interés de la humanidad. Me incliné sobre el cadáver de mi amada y, mientras contemplaba su rostro, percibí que el rigor de la muerte le contraía los rasgos, y sentí que todo el universo visible se había vuelto tan sombrío, inane y desconsolado como la imagen fría de barro que reposaba junto a mí. Por unos instantes se apoderó de mí una sensación intolerable de negación, de rechazo de las leyes que gobiernan el mundo. Pero la calma aún visible en el rostro de mi amada trajo a mi mente un tono más sosegado y me dispuse a cumplir con el último servicio que era capaz de brindarle. No podía lamentarme por ella, pues la envidiaba por poder disfrutar de «la triste inmunidad de la tumba».77

La cripta se había abierto hacía poco para alojar a nuestro Alfred en su interior. La ceremonia, tan habitual en aquellos tiempos, se había celebrado como correspondía, y el suelo de la capilla por el que se accedía al sepulcro no había sido sustituido por otro tras haber sido levantado. Descendí por la escalera y avancé por el largo pasadizo hasta la cripta que contenía los restos de los antepasados de mi Idris. Allí distinguí el pequeño ataúd de mi niño. Con manos apresuradas, temblorosas, construí un catafalco junto a él y coloqué sobre la estructura algunas pieles y mantones de la India, los mismos que habían envuelto a Idris en su último viaje. Encendí la lámpara, que parpadeaba en aquella húmeda morada de los muertos. Deposité a mi amada sobre su lecho final, disponiendo sus miembros en gesto digno, y la cubrí con un manto, dejando sólo el rostro sin velar, un rostro que seguía siendo encantador y plácido. Parecía reposar tras un gran cansancio, sus ojos bellos sumidos en un dulce sueño. Mas no era así. ¡Estaba muerta! Con qué intensidad deseé entonces tenderme a su lado, demorarme allí hasta que la muerte me concediera a mí el mismo reposo.

Pero la muerte no acude a la llamada del desgraciado. Yo me había recuperado hacía poco de una enfermedad mortal y mi sangre no había circulado jamás con un flujo tan constante, y mis miembros no habían estado jamás tan llenos de vida. Sentía que mi muerte debía ser voluntaria. ¿Y qué podía haber más natural que el hambre, mientras observaba aquella cámara de mortandad, situada en el mundo de los difuntos, junto a la esperanza perdida de mi existencia? Pero mientras contemplaba su rostro, sus rasgos, que se asemejaban a los de su hermano Adrian, me llevaron a acordarme de los vivos, de su querida amiga, de Clara y de Evelyn, que probablemente ya habrían llegado a Windsor y aguardarían nuestra llegada llenos de impaciencia.

Creí oír un ruido, unos pasos en la capilla lejana, que resonaron en el techo abovedado y llegaron a mí a través de los pasillos huecos. ¿Habría visto Clara mi carruaje al pasar por la ciudad y habría acudido en mi busca? Si era así, debía ahorrarle al menos la horrible escena que tenía lugar en la cripta. Subí a toda prisa por la escalera y vi una figura femenina, encorvada por los años, vestida con ropas de luto, que avanzaba tambaleante por la capilla en penumbra, a pesar de ayudarse de un fino bastón. Alzó la vista al oírme. La lámpara que sostenía iluminaba mi cuerpo, y los rayos de luna, que se abrían paso a través de las vidrieras, caían sobre su rostro demacrado y surcado de arrugas, al que sin embargo asomaba un gesto autoritario y una mirada severa. Reconocí al instante a la condesa de Windsor, que con voz sorda me preguntó:

-¿Dónde está la princesa?

Le señalé el estrabo levantado y ella, tras acercarse al lugar, clavó la vista en la densa oscuridad, pues la cripta se hallaba demasiado lejos para que la luz de la lámpara que había dejado en ella llegara hasta nosotros.

-Tu luz -me ordenó. Se la di, y ella permaneció un tiempo observando los peldaños, ahora visibles, pero muy empinados, como calculando si sería capaz de descender por ellos. Instintivamente, con un gesto mudo me ofrecí a ayudarla. Pero ella me apartó con ademán desdeñoso y me habló con voz arisca, apuntando abajo.

-Al menos ahí lograré que dejes de molestarla.

Inició el descenso mientras yo, vencido, triste más allá de las palabras, de las lágrimas, de los lamentos, me tendía en el suelo. El cuerpo de Idris, cada vez más rígido, cerca de mí el semblante mudo, atacado por la muerte, sumido en el reposo eterno, debajo de donde me hallaba. Para mí aquello era el final de todo. Apenas un día antes había imaginado varias aventuras, la unión con mis amigos transcurrido un tiempo. Ese tiempo ya había pasado volando y había alcanzado el límite y la meta de la vida. Así envuelto en tinieblas, encerrado, emparedado, cubierto de un presente omnipotente, me sobresaltaron unos pasos en los peldaños de la cripta, y entonces recordé a la que había olvidado por completo: a mi airada visitante. Su alta figura se alzó despacio del sepulcro como una estatua viviente, rebosante de odio y rencor apasionado. Creí ver que había alcanzado ya el pavimento de la nave. Permaneció inmóvil, tratando de hallar algún objeto con la mirada, hasta que, percibiendo que me hallaba cerca, alargó la mano y la posó en mi brazo.

-¡Lionel Verney, hijo mío!

Que la madre de mi ángel se refiriera a mí con aquel término y en aquellas circunstancias me infundió por la desdeñosa dama más respeto del que jamás había sentido. Incliné la cabeza y le besé la mano arrugada. Al constatar que temblaba violentamente, la conduje hasta el final del presbiterio, donde se sentó en el peldaño por el que se llegaba al trono real. Lo hizo con esfuerzo, y sin soltarme la mano apoyó la cabeza en el trono, mientras los rayos de luna, teñidos por los diversos colores de las vidrieras, se reflejaban en sus ojos húmedos. Consciente de su debilidad y tratando de recobrar al momento el porte digno que siempre había mantenido, se secó las lágrimas. Pero éstas volvieron a asomar a sus ojos cuando me dijo, a modo de excusa:

-Está tan hermosa, y se ve tan plácida, incluso en la muerte. Ni un solo mal sentimiento nubló jamás su rostro sereno. ¿Y cómo la traté yo? Hiriendo su corazón gentil con frialdad salvaje. En los últimos años no le demostré compasión. ¿Me perdonará ahora? De qué poco sirve hablar de arrepentimiento con los muertos. Si en vida suya hubiera atendido sus dulces deseos y amoldado mi huraña naturaleza a su placer, hoy no me sentiría como me siento.

Idris y su madre eran muy distintas. El pelo moreno, los ojos negros y profundos, los rasgos prominentes de la reina contrastaban enormemente con la cabellera rubia, la mirada azul, las líneas delicadas del semblante de su hija. Y sin embargo, en los últimos tiempos la enfermedad había privado a mi niña del perfil delineado de su tez, reduciéndola al hueso que asomaba por debajo. Y en la forma de su cara, en su barbilla ovalada, sí había un parecido con su madre. No, en cierto sentido sus gestos no eran tan distintos, lo que no podía resultar tan asombroso, pues habían vivido juntas muchos años.

Existe un poder mágico en las semejanzas. Cuando alguien a quien amamos muere, deseamos volver a encontrarlo en otro estado y albergamos a medias la esperanza de que la imaginación consiga recrearlo con el mismo aspecto de su vestimenta mortal. Pero ésas son sólo ideas de la mente. Sabemos que el instrumento se ha roto, que la imagen sensible se encuentra tristemente fragmentada, disuelta en la nada polvorienta; una mirada, un gesto o una forma de los miembros similares a la del muerto, contemplados en una persona viva, pulsan una nota emocionante, cuya armonía sagrada suena en los refugios más recónditos y queridos del corazón. Así yo, curiosamente conmovido, postrado ante aquella imagen espectral, esclavizado por la fuerza de una sangre que se manifestaba en un parecido de gestos y movimientos, permanecía, tembloroso, en presencia de la arisca, orgullosa y hasta entonces nada querida madre de Idris.

¡Pobre mujer! ¡Qué equivocada estaba! Pensaba que recibiría con una sonrisa su ternura exhibida hacía un instante, y con una sola palabra, con aquel gesto de reconciliación, pretendía pagar por todos sus años de severidad. Como la edad ya no le permitía seguir ejerciendo su poder, había aterrizado de pronto en la espinosa realidad de las cosas y sentía que ni las sonrisas ni las caricias eran capaces de alcanzar a quien yacía inconsciente en la cripta ni de ejercer la menor influencia sobre su felicidad. Esta convicción, acompañada del recuerdo de respuestas amables a comentarios venenosos, de gestos bondadosos a cambio de miradas coléricas; de la percepción de la falsedad, insignificancia y futilidad de sus sueños más deseados de cuna y poder; del conocimiento ineludible de que el amor y la vida eran los verdaderos emperadores de nuestra condición mortal, todo, como una marea, cobraba fuerza y llena-ba su alma de tormentosa y desconcertante confusión. Y me correspondía a mí ejercer una poderosa influencia sobre ella, aplacar el fiero embate de aquellas olas tumultuosas. De modo que hablé con ella y le hice recordar lo feliz que había sido Idris, el aprecio y el reconocimiento que sus pasadas virtudes y numerosos dones habían suscitado. Ensalcé al ídolo venerado por mi corazón, al ideal admirado de la perfección femenina. Con ferviente y exuberante elocuencia alivié mi corazón del peso que lo oprimía y desperté a la sensación de un nuevo placer en la vida mientras pronunciaba mi elegía. Luego me referí a Adrian, su amado hermano y único hijo que le quedaba con vida. Declaré -casi las había olvidado-, cuáles eran mis obligaciones respecto de aquellas adoradas porciones de ella misma, y logré que la madre, triste y arrepentida, pensara en el mejor modo de expiar el maltrato que había deparado a los muertos, que no era otro que ofrecer a los supervivientes un amor redoblado. Al consolarla a ella mis propias penas se aplacaron, y mi sinceridad la convenció por completo.

Se volvió para mirarme. La mujer dura, inflexible, persecutora, compuso un gesto dulce y me dijo:

-Si nuestro amado ángel nos está viendo ahora, le alegrará ver que, aunque tarde, te hago justicia. Has sido digno de ella. Y desde lo más hondo de mi corazón me alegro de que te llevaras el suyo lejos de mí. Perdona, hijo mío, por los muchos males que te he causado. Olvida mis palabras crueles y mi trato distante. Llévame contigo y gobiérname a tu antojo.

Aproveché lo sereno del momento para proponerle que abandonáramos la iglesia.

-Cubramos antes la entrada de la cripta -sugirió la condesa.

Nos acercamos a ella.

-¿Deberíamos bajar a verla una vez más? -le pregunté.

-Yo no puedo -respondió-. Y te ruego que tampoco lo hagas tú. No conviene que nos torturemos contemplando el cuerpo sin alma, mientras su espíritu vivo se halla enterrado en nuestros corazones y su belleza sin igual está esculpida en ellos. Duerma o vele, siempre estará presente entre nosotros.

Permanecimos unos instantes en solemne silencio sobre la cripta abierta. Yo consagraría mi vida futura a mantener intacto su amado recuerdo. Juré servir a su hermano y a su hijo hasta mi muerte. El sollozo ahogado de mi acompañante me hizo abandonar mis letanías internas. Arrastré las losas hasta el acceso a la tumba y cerré el abismo que contenía la vida de mi vida. Y entonces, ayudando a caminar a la decrépita plañidera, abandonamos despacio la capilla. Al percibir en el rostro el aire frío sentí que dejaba atrás la guarida feliz de mi reposo para adentrarme en una selva atroz, en un sendero tortuoso; que iniciaba amargamente, sin alegría, una peregrinación desesperada.

El último hombre
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