—¿Hace mucho frío afuera?

—Sí, es un hielo.

—Se me ve pésimo, ¿verdad?

—No peor que de costumbre.

—En fin, no será por falta de malas noticias.

—Guárdeselas.

—Me temo que le conciernen. El médico a cargo de la sección me dijo que estaba muy contraindicado, en mi caso… viajar.

—¿Qué tiene que ver conmigo?

—No creen que debería volver al Hogar, dicen que Nueva York ya es demasiado frío. Montreal sería imposible. Además de lo cansador del traslado.

—No sé qué decir.

—Este no es mi médico personal, atención. Yo le tengo confianza al que me asignó el Comité únicamente.

—¿Cuánto hace que habló con él?

—La semana pasada, ¿no? Fue quien insistió en que me quedase aquí unos días más.

—¿Usted qué siente?, ¿qué quiere hacer?

—El hospital me deprime. Que no mejoro es evidente, pero le echo toda la culpa a este maldito lugar. Ni bien me vaya estaré mejor.

—¿Adónde quiere ir?

—A Montreal, ¿dónde va a ser?… ¿Ya se está zambullendo en esa lectura espantosa?

—Sí, hay mucho que hacer.

—¿Qué día de la semana es hoy?

—Viernes.

—Hoy se le paga para que venga a verme, son tres paseos en la silla por semana.

—¿Está en condiciones de que lo saque?

—No creo… Si hace tanto frío, especialmente. El médico me lo prohibió. Más aún, quiero yo mismo cuidarme en lo posible, para poder viajar pronto… Sabe un cosa, estar aquí me ha debilitado terriblemente. Cuando el enfermero me lleva al baño me atacan más y más mareos… No mejoro, y es todo culpa del lugar.

—¿Entonces de qué quiere hablar?

—Cuénteme qué le preparó ella de desayuno, esta mañana.

—¿Por qué, tiene hambre?

—No pude tocar la bandeja del almuerzo. Ese médico idiota me arruinó el apetito esta mañana, con sus pavadas. Pero ahora sí, comería algo, pero no me decido a pedir nada.

—…

—¿Por qué tiene esta gente de Montreal que meternos en tal lío?, no veo la necesidad de que nos traslademos todos hasta allá, usted, su mujer y yo.

—Es cierto. Pero son ellos los que patrocinan el trabajo, e imponen las condiciones.

—El trabajo se podría hacer aquí mismo.

—Pero entonces no pagarían.

—¿Pero y si su esposa de veras no acepta quedarse sola? ¿Y si a mí no me permiten viajar al norte?

—Le he dicho que hace años que no vivo con ella. Si usted no quiere que vaya dígalo. No hay necesidad de apelar a personajes ficticios. Diga lo que siente, de otro modo es imposible hablar.

—Lo único que pido es que ella no esté muerta.

—Goza de buena salud, y vive sola. Si estuviese muerta no se quejaría de mi ida a Montreal. Es usted quien no quiere que vaya. El porqué no sé, ambos nos beneficiaríamos.

—Me dijo que le había llegado le beca, no veo entonces cuál es el problema. Más aún, me iba a decir qué desayuno le preparó ella hoy, detalladamente.

—Le agradecería que tuviese un poco de respeto por mi vida. No por lo que fue mi vida pasada, o como se la quiera imaginar, para su propio beneficio, que estoy lejos de entender cuál sea. Pero respeto por mi vida tal cual es en el presente.

—¿Respeto?

—No respeto, sino reconocimiento de la realidad. Hace cinco años que estoy divorciado…

—Me dijo que todos los problemas se solucionaron cuando llegó la beca, y le creí. Ahora quiere que le crea lo contrario, y no puedo.

—Pues no lo crea.

—Está bien, ya ha puesto a prueba mi paciencia, ahora déjese de bromas y cuénteme del desayuno.

—Tomé un vaso de jugo de naranja y un yogurt. ¿Y usted?

—No recuerdo. O sí, no pude probar bocado, después de los comentarios imbéciles del médico.

—…

—La falta de alimento me está debilitando, tengo que pedir algo de almorzar antes de que sea demasiado tarde. Por supuesto que si me cuenta lo que ella le preparó de cena anoche se me va a abrir el apetito.

—¿Qué quiere comer?

—Únicamente lo que ella le cocinó anoche.

—Señal de que no tiene hambre real.

—Tengo necesidad de volver a verla, pronto… Nada sería más doloroso que dejar de verla… no verla nunca más…

—¿De qué está hablando?, jamás la vio.

—Tal vez habría sido mejor así. Porque ahora necesito volver a verla, y oírla, convencerme de que está presente. Pronto acabarán la carrera, y aunque sé que a usted le gusta la vida de estudiante, se avecinan cosas mejores, para usted y para ella.

—No, se hizo más difícil cuando nuestra vida de estudiante terminó. La vida del estudiante es en parte imaginaria, uno vive en siglos diferentes, en diferentes partes del planeta, y todo eso da una gran sensación de libertad. Cuando empezamos a trabajar las cosas cambiaron, la cruda realidad se hizo presente, me dieron un puesto de profesor que me absorbía mucho tiempo; preparar las clases a la noche y durante el fin de semana, un trabajo que además estaba muy mal pagado.

—¿No era acaso un trabajo agradable?

—Sí, lo admito. Pero yo me impuse presiones extra, para hacer un gran papel, y eso lo volvía difícil.

—¿Presiones, extra?

—Sí, tenía que complacer a todos los alumnos, y ser admirado por todos los profesores. Por alguna razón mi identidad pasó a depender de eso. Tenía que brillar y ser la estrella. Es curioso cómo uno se impone esas faenas. Tenía una hermosa mujer, un cerebro que me funcionaba, qué necesidad había de más…

—De modo que otra vez se puso a trabajar después de la cena.

—Sí, me impuse trabajo extra.

—Hay papas en la mesa, ¿están bien cocidas esta noche?

—Sí, están bien, pero ha comenzado a haber desacuerdos.

—Tonterías, apenas.

—Yo estaba feliz con mi empleo, y me sumergí cada vez más en el trabajo. Minuto libre que tenía tomaba notas y leía. El estudio era interminable, de Marx sé retrocede hasta Hegel, de Hegel al idealismo alemán. Todo un mundo de riquezas se me abría. Y me absorbía totalmente. Mi mujer se disgustó. «Me parece que estoy compitiendo con Marx y Hegel», me decía. No hay razón para que dos personas se aburran la una de la otra, jamás. ¿Acaso se agotan las incógnitas de un ser humano? Las cosas que se van descubriendo el uno al otro, de sí mismos, ¿acaso algo así puede aburrir? Pero bien que me aburrió. Los dos solos en ese departamento grande, sin hijos, únicamente gatos, libros y papeles. A veces el sexo era el único aliciente. Después de trabajar separadamente por la noche, más interesados en los libros que en la pareja, hacíamos el amor mecánicamente, por aburrimiento, por falta de otro estímulo, y nos caía bien, nos tranquilizaba, pero eso era todo, y ahí es donde empieza el aburrimiento. Yo quería una mujer nueva en mi vida. O por lo menos eso fue lo que creí. Tenía fantasías con todas las mujeres que veía. Mi vida imaginaria creció como hierba mala. Me empezó a gustar la vecina de arriba, cuando estaba solo me masturbaba pensando en ella.

—¿Qué es lo que dice, la vecina de arriba?

—Es ama de casa, y la he convertido al marxismo. Se pasa buena parte del día leyendo paparruchas filosóficas y económicas. Se entusiasma mucho. Sostenemos discusiones largas, nos damos cuerda el uno a otro.

—Sí…

—También ella está aburrida del marido. Somos interesantes el uno para el otro. A veces baja a conversar, cuando mi mujer no está. Le hago un té, y nos hacemos buena compañía. Cada vez me siento más atraído hacia ella. Parece más y más cariñosa. Pero el hijito le lleva demasiado tiempo. Necesitamos estar solos, hacer el amor. Con gusto intercambiaría esposas.

—¿El marido sospecha algo?

—No, era demasiado tonto.

—Su esposa no gustaba de él.

—Ella empezó a salir con otros hombres. A escondidas. Pero dando la evidencia suficiente para que yo sospechase algo. Trataba de provocarme, de atraer mi atención. Para que la volviera a querer. Cada vez se atrevía a ir un poco más lejos.

—¿Qué es lo que usted tiene que estudiar esta noche, después de cenar?

—Cada vez nos alejamos más el uno del otro. Ya no hay modo de cambiar las cosas. Vivir juntos resulta intolerablemente vacío, algo tiene que explotar.

—¿Consigue complacer a todos los alumnos? ¿Lo admiran todos los profesores?

—Algunos sí, otros me odian. Es una universidad católica. Tengo enemigos adentro. La rectoría está tratando de librarse de mí. Es un lugar de tercera categoría, de todos modos, debería buscarme un empleo mejor, pero no lo hago. Me quedo ahí porque me gusta el trabajo que estoy haciendo. Tendría que empezar a preparar mi doctorado, pero no me interesa. Debería meterme en otros proyectos, para ganar más dinero, conocer gente que me podría ayudar. Pero tampoco eso me interesa. Mi mujer está muy decepcionada, quiere que yo trafique, que me construya una carrera. Quiere una casa de campo, automóvil, buenas vacaciones, viajes y comodidades que yo le brinde, para que su vida cobre un significado.

—No tiene hijos, la vecina de arriba sí.

—Sí, ella querría tanto tener un hijo. Pero yo no gano lo suficiente. Y me da un miedo mortal. Me robaría la libertad. Queda encinta pero aborta espontáneamente. Se siente muy mal. Está deprimida. Pero yo me siento aliviado. Queda encinta otra vez, esta vez yo estoy de acuerdo y le digo que sí, que podemos tener el bebé, nos las arreglaremos de algún modo, ella puede dejar de trabajar, yo buscaré otro empleo. Se siente muy feliz, es lo que quiere. Pero aborta otra vez. Y para mí es el alivio más grande.

—Usted me dice que su trabajo le gusta.

—Sí, me gusta preparar clases, conferencias, organizarlas, pulirlas, notar que aumenta mi habilidad. Y satisfacer a los estudiantes, en las mejores ocasiones. Y aprender algo yo también de paso. Descubrir implicaciones nuevas.

—¿Se le va rápido el tiempo, mientras prepara clases?

—Sí, y mi nivel de energía subía sobre todo al descubrir que yo mismo podía hacer una contribución. Mi mente tenía algo que ofrecer. El trabajo me dio una sensación de importancia, de individualidad, de realidad. Habría muchas cosas que no podía hacer o no entendía, pero esto sí que lo podía hacer. Sí, estaba bien contar con mi mujer, era un auxiliar mío, creía yo. Pero cada vez le dediqué menos tiempo a ella y más al trabajo… Preferí trabajar y crecer dentro de eso que traficar con gente influyente para «hacer» carrera. Y estaba en lo correcto, creo yo.

—¿Trabajar de ese modo era un medio para llegar a algo o un fin en sí?

—Un fin en sí, por supuesto. Solo en esa época tuve una experiencia tal.

—…

—Se supone que uno debe buscar empleos por lo que pagan, y por las posibilidades de ascenso. Si al mismo tiempo es significativo de por sí, mejor aún. Pero no es el motivo principal. Mi empleo estaba de veras mal pagado, debería haberlo usado como trampolín para mi carrera, en vez de un fin en sí. A los profesores que pensaban quedarse, y se sentían cómodos, se los consideraba fracasados, agua estancada.

—Tal vez el trabajo les gustaba, ¿por qué no habrían de quedarse?

—No se empeñaban demasiado en lo que hacían. Lo que los atraía del empleo era la seguridad que ofrecía. Para la gente que estaba viva, o tratando de estarlo, ese lugar era un medio donde ejercitar y consolidar fuerzas, hacer contactos, tender puentes hacia el siguiente empleo. Si uno no hacía eso se lo consideraba muerto, la gente capaz no se estaba quieta.

—El trabajo era significativo en sí, le daba placer, ¿eso a usted le molestaba?

—No, claro que no, me le aferré, para evitar el trato con mi esposa, e ignorar las tensiones que crecían entre los dos, los reclamos que me empezaba a hacer. Las cosas empeoraron terriblemente cuando murió el padre. No fue un proceso de luto normal, fue algo más, ella estaba muy apegada a él, pero decepcionada al mismo tiempo. Decepcionada porque él nunca había llegado a ser lo que prometía. Nunca había podido salir de la clase obrera. A pesar de lo mucho que lo quería estaba decepcionada, le había despertado expectativas inútiles. Y cuando murió, ella quedó muy perturbada, empezó a beber, y mucho. Y se mostró profundamente insatisfecha conmigo. Para aliviar la pena. Se me empezó a quejar de todo lo que no le había brindado, de que era mezquino con mi tiempo y mis sentimientos.

—Usted me miente a mí o a sí mismo. Si aquel trabajo lo satisfacía tanto, ¿por qué hace unos días rechazó la posibilidad de volver a su campo?

—Aquel trabajo me satisfacía, de veras.

—No lo creo.

—Si, me satisfacía, y tal vez eso era lo malo, que todo terminase en mí, en una gratificación personal, sin trascender.

—¿Sin trascender qué?

—Sin salir fuera de mí, fuera de la zona donde todo se echa a perder.

—¿Dónde se esconde ella cuando necesita alcohol?

—¿Cómo sabe que se escondía?

—Está avergonzada, tiene que esconderse.

—Sí, y sabía que yo estaría en contra.

—¿Dónde se esconde?

—Nunca lo supe. Al hacer el balance del banco noté que había una cantidad de cheques atestados a una tienda de bebidas. Según ella era donde le cambiaron cheques por efectivo. Se lo creí.

—¿Dónde están las botellas?

—Escondidas debajo de la pileta de lavar platos. Botellas grandes de un galón de vino barato, y whisky y vodka. Escondidas detrás de los detergentes. Bebía tarde a la noche, a veces después de que me dormía, a veces como una hora antes. No parecía mal beber a esa hora, después del trabajo, después de cenar, después de preparar sus clases, porque también ella era profesora. Era razonable beber un vaso de vino, relajarse antes de ir a la cama. Me acostaba antes, me quedaba en la cama, esperando que viniera, porque yo quería hacer el amor. Ella venía, pero… cuarenta y cinco minutos después, borracha, en camisón, y las piernas —macizas y fuertes como eran— no la sostenían, caía sobre la cama, oliendo a whisky. La mirada era vidriosa y vacía, pero casi siempre quería que la abrazara, y yo me le subía encima porque me resultaba excitante montarme a una borracha. A veces se tomaba otro trago de whisky con hielo antes de chuparme la verga. Y a mí me encantaba porque se sentía la boca fresca. Estaba tan borracha que le costaba quitarse el camisón, y yo la acostaba, le colocaba las piernas muertas sobre mis hombros, y me la montaba sin lástima. Todos los problemas que me había dado esa noche, todas las quejas, los reproches, cuando lo que yo quería era paz, al llegar a casa… paz y atención rápida de mis necesidades… pero finalmente la tenía en una posición que me reportaba algún provecho. Y me resarcía, lleno de resentimiento… por los trastornos que me había causado… Todo sin amor, y con sadismo. ¿Usted sabía que la gente podía hacer el amor así?, con la intención de castigar a alguien. Eso ocurría periódicamente, en nuestro matrimonio. Los resentimientos crecían, sin que se los expresara, se los verbalizara, vaya a saber por qué. Y a veces hacer el amor era un acto de odio, incluido el orgasmo. Nada más que odio. Venganza. No se decía nada pero se sabía. Después, mientras yo me quedaba dormido, la oía levantarse otra vez, y buscar otro trago. Ella no podía dormir. Sabe Dios cuánto tiempo le llevaba volver a noquearse de alcohol otra vez.

—No me siento bien. Pareciera no haber aire en este cuarto, por favor abra la ventana.

—Se va a sentir peor todavía. Empezó a ver hombres, a escondidas. Pasó bastante tiempo antes de que yo empezase a sospechar. A pesar de las borracheras, y los resentimientos, y frialdad entre nosotros, todavía seguíamos confiando el uno en el otro. Se forma esa solidaridad, después de vivir juntos diez años, de modo que descarté cualquier dato… que podría haber resultado evidencia, de sus aventuras. Una noche me acosté, era una noche fresca de verano, ella todavía no había vuelto a casa, era muy tarde. Me subí a la cama matrimonial enorme, yo solo, y traté de dormir. No pude. Me quedé echado, esperando oír sus pasos en la escalera, y la llave en la cerradura. Nada. A las cuatro oí estacionar un coche, frente a la casa. La oí bajarse, y decirle algo a alguien. Cuando entró me le puse furioso, encendí las luces y empecé a gritarle, «¿Dónde has estado? ¿Por qué no llamaste?», Contestó que se había encontrado con un excura, y empezaron a recordar cosas, y hablar de religión, y esto y el otro. La conversación se les había vuelto tan interesante que perdieron noción del tiempo. Me llené de sospechas, por supuesto. Y seguí enojado, pero ella insistía en que eso era lo que había ocurrido, y se lo creí. Nunca nos habíamos mentido, durante todos esos años. Fue por fin la vecina de arriba, que me contó de las aventuras de mi esposa, con hombres.

—Entra mucho frío con la ventana abierta.

—Va entrar más frío todavía. La vecina de arriba era buena amiga, y buena amiga de mi mujer también, íntimas. Pero de todos modos me lo dijo, se sentía muy mal con todo lo que estaba pasando. No sabía a quién serle más leal. Cuando me enteré me quedé helado, porque era el final. Había habido más de media docena de aventuras, estaba probando hombres como quien prueba guantes, y había habido mujeres incluso. Era el final de nuestra relación. Había traicionado mi confianza. Creo que eso es lo que duele más.

—No debí haberle pedido que abra la ventana. Siento que el pecho se me congestiona.

—Se empezó a emborrachar cada vez más temprano, a las ocho de la noche, a las seis de la tarde. Sus carencias eran apremiantes, pero ella no sabía cuáles eran. Borracha, me interrumpía cuando yo estudiaba, «Larry… ¿por qué no hablamos?, ya nunca hablamos, nunca me hablas de lo que te pasa…». Se había graduado en literatura, Literatura Inglesa… Y yo para entonces no sentía más que una cosa… ¡rabia!… imposible de expresar. Debí haberla dejado entonces, pero no podía dar ni un paso, horrenda como era la situación pretendía volverla al cauce antiguo, «Después hablamos… estoy trabajando». Ella no podía escuchar, estaba borracha, y muñéndose de dolor. Me necesitaba, y es probable que podría haberle dado más de lo que le di. Pero es muy difícil, imposible, lidiar con un alcohólico. Tal vez podría haber hecho algo por ella… Sea como fuere, ella seguía haciendo lo posible para perturbar mi programa de trabajo. Y ese programa se volvió cada vez más rígido. Me aparté cada vez más de ella. Pero cada vez hizo más para provocarme.

—…

—…

—Sí…

—Seguía parloteando mientras yo leía. No había un lugar en el departamento donde meterme. Yo quería ver una media hora de televisión antes de dormir, pero ella la apagaba e insistía en hablar. Yo la volvía a encender, y ella la volvía a apagar. Una vez trató de impedirme encenderla otra vez, le di un empujón, empezamos a pelear, llamó a la policía, afirmando que le había pegado. Yo estaba muy mortificado, frustradísimo, a cada rato echaba galones de vino por las cañerías, pero ella encontraba siempre algún subterfugio. Empecé a odiarla, pero no me le podía separar. Ensayó una táctica nueva. Me dijo que me marchase yo. Me era imposible, le contesté que se marchara ella. Le era imposible también a ella, no por el momento, y sola. Creo que ella se esperaba algo muy especial de mi parte. Algo que tenía que ver con la muerte del padre. Pero ninguno de los dos sabíamos qué era, y reñíamos. Una noche invitó a un amigo a cenar, un muchacho joven, amigo de su hermano… A mí no me importó, aunque de interesante tenía poco, pero de todos modos después de cenar estaban los dos acalorados charlando, a mí no me atraía la conversación, y me fui a la cama. Ella me dijo que vendría a acostarse al rato. Me acosté pero no pude dormirme, seguí escuchando la cháchara. No se terminaba nunca. Hasta que de pronto se hizo el silencio. No lo oí marcharse. Pero sí se oían frotes de ropa. Me quedé pasmado, agucé el oído. El departamento estaba en la oscuridad total, yo oía todo. Estaban echados en el sofá, besándose y haciéndose mimos. Podría haberme levantado, y haberlo echado furioso… como era mi derecho… En cambio me aterroricé, y me excité… esperando que sucediese lo inevitable. Finalmente la penetró, y a ella le oí decir «sí», en un sollozo. Mi confusión de sentimientos era total, no podía dejar la cama, lo único que podía hacer era escuchar más… «Ahora puedo hacerlo cuando me plazca», dijo ella. «Claro, es mejor así, ¿verdad?», dijo él. Por fin había sucedido, ella se había liberado de mí, algo que yo me había temido desde el primer momento… Pero oírla gemir, en los brazos de otro hombre fue lo más excitante que se pueda imaginar. No puedo explicar por qué, pero estar ahí como un espía, un intruso…

—…

—… oír sus reacciones sexuales a la distancia, en la oscuridad, en otra habitación, con otro hombre… ¿por qué había de ser más excitante eso que oírla gemir en mis propios brazos? Me habían invadido dos sentimientos opuestos… por un lado una gran humillación, como si siempre hubiera sabido… que otro hombre la satisfaría más sexualmente… y ahora había ocurrido por fin… y al mismo tiempo… la fascinación, de oírla enardecerse sexualmente, con otro hombre… Era mi padre junto a mi madre, era la fascinación de oír a mi madre gemir de placer.

—…

—Ese tipo era un pobre infeliz. Un pobre hippie flacucho, feo, con el pelo largo y sucio, menudo… frívolo… un producto total de su época… mientras que ella era robusta como yo, atlética… La cosa no tenía el menor sentido.

—Usted no podía desaprovechar la oportunidad de sacar a relucir su tema. A la menor insinuación vuelve a ese asunto de su madre. Como si creyese que así me complace. Me asquea, porque no es verdad. Cuenta esa historia para tapar otra cosa mucho peor.

—No sé qué contestarle.

—Tal vez sea mejor tener esa sensación de vergüenza que ninguna otra. Tal vez usted no sea capaz de sentir nada, nada en absoluto. Y eso le da más miedo que todo lo demás.

—Oiga, dijo que no había comido nada, ¿le voy a pedir algo?

—No, no tengo hambre. No tengo hambre en absoluto.