—¿Lo molesto?

—¿Qué?… Ah, no… ¿es usted, Larry?

—Ajá.

—Pase…

—¿Por qué tan oscuro aquí dentro, no prefiere un poco de luz?

—Como quiera… Puede descorrer las cortinas, no haga cumplidos…

—Perfecto… Si no esto parece una tumba… Bueno, un hospital está ya a mitad de camino.

—Pero hoy es sábado, ¿verdad? No entiendo por qué ha venido.

—Para trabajar en los libros, un poco.

—Ah… Es una lástima que hoy no podamos salir. Parece que hay sol, y no hace tanto frío.

—Si quiere salir… yo lo saco.

—Usted bromea. Le participo que mi estado sigue siento el mismo.

—Un poco de aire le hará bien.

—El médico me dijo que no tengo que alarmarme… si me llevan otra vez a terapia intensiva… A tal punto me encontró repuesto… Ellos ahora están preocupados por el modo en que se me disminuyó la vista… Fue esta mañana… creí que era un día nublado… y al enfermero… cuando entró… lo confundí con usted.

—¿Qué le pasa en la vista?

—No le veo más que el contorno… La cara no.

—¿Dónde puso los libros?

—Cuando usted descorrió la cortina pude apreciar la diferencia de luz. Pero el hecho de no ver muy bien me da un poco de sueño… Estaría perfecto hablar con usted un rato… Pronto me voy a quedar dormido y va a poder leer, todo lo que quiera.

—De acuerdo, pero dígame dónde están, antes de que se duerma.

—No… no se preocupe… se los voy a dar. Dese cuenta… esta va a ser la única oportunidad que se me presente… de conversar con alguien… en todo el día.

—No crea que yo voy a hablar con alguien más, tampoco.

—¿De aquí a la noche?

—Desde el día que fui a Columbia, no hablé con nadie, que no sea usted.

—¿Por qué?

—No me gusta hablar sin razón. Además, ¿quién querría hablar conmigo?

—¡La gente! Usted parecería sano, lleno de vida.

—Sano estoy, y lleno de vida.

—Pero, por amor al cielo… no vaya a creer que a mí sí me gusta hablar con cualquiera. Menos que menos con los jíbaros, como los llama usted. Si algo me gusta de este hospital… es tenerlos lejos.

—Lo que ellos quieren es que usted mejore.

—Pero no lo consiguen. Prefiero leer… ¿Sabe una cosa?, cuando lo puedo ver entiendo mejor lo que me está tratando de decir.

—Pero si no los consulta cada vez se enferma más.

—El enfermero me dijo lo mismo esta mañana. Exactamente las mismas palabras. A veces tengo miedo de que la gente me haga bromas… y se divierta desconcertándome… haciéndome creer que son quien no son. ¿Con quién estoy hablando en este momento, con usted o con el enfermero? A él no le tengo confianza, realmente.

—…

—Si no habla no puedo estar seguro de que sea usted, Larry, quien ha venido a verme.

—¿Quién si no?

—Nunca jamás me mencionó usted las pandillas.

—¿Qué pandillas?

—Si no hubiese sido por el periódico, no me habría enterado. Habría salido a la calle… sin un arma.

—Me acabo de morder un labio y usted hizo lo mismo. Su vista no puede ser tan mala.

—¿Qué quiere significarme… Larry?

—Hice un gesto de tantos, como morderme el labio, y usted repitió lo mismo, como un mono.

—¿Por qué no me advirtió de las pandillas callejeras? Deben ser aterradoras.

—¿De qué está hablando?

—Son muchachos muy jóvenes, pero violentos, peligrosos. El enfermero me trajo el periódico de la tarde, porque anoche no me podía dormir. Por eso usted debe decirme qué precauciones tomar.

—Yo no le debo decir una mierda. Y es hora que pare de decir «debe». Me irrita.

—…

—Dígame dónde puso los libros.

—Estoy aterrado por esas pandillas. El artículo del periódico estaba lleno de detalles truculentos. Leí ese… y después otro sobre la nueva iglesia católica… Cualquier cosa con tal de olvidarme de esas pandillas.

—Déjeme trabajar en los libros. Son más importantes que esta conversación. Pueden resultar un poco más productivos.

—Suena tan enojado. Quién sabe lo que será su cara en este momento.

—La ceguera es fingida, usted ve bien.

—Anoche me desperté con ese miedo… de que hoy alguien podría venir… y pedirme los libros. A estas horas… ya deben saber que los libros llegaron… Y justamente hoy tenía que suceder, que me fallara la vista…

—Hoy no soy Larry, ¿quién preferiría que fuese?

—Nadie… y en cuanto a los libros… nunca los podrá encontrar…

—Métase sus libros donde quiera.

—Vaya grosería.

—Es usted el grosero, Ramírez. Peor que grosero… usted es un maquinador. Y eso no se lo voy a permitir… no me voy a dejar chantajear… Los libros me interesan, pero no al punto de soportarle toda esta mierda… Si no quiere que los use dígalo de una vez.

—¿Maquinador?, ¿chantajista?, ¿no está algo fuera de mi alcance, todo eso? Carezco del poder para maquinar…

—Tiene la energía suficiente… En pie usted debe haber sido feroz.

—De eso no hay prueba… en absoluto. Y nunca la habrá.

—…

—¿Por qué no conversa?

—¿Dónde leyó eso de las pandillas?

—En el periódico de la tarde.

—¿Qué decía?

—Usted debería saberlo, habiendo nacido en esta ciudad. Jovencitos horrendos sueltos por las calles.

—Para mí no fue así. Usted sabe, un barrio de clase obrera es como un cuartel, la gente va a trabajar, vuelve a la casa, cansada, y se acuesta a dormir. Algunos miran televisión. Limpian el auto. Cortan el césped. Van a la iglesia. Es muy opresivo. Para los jóvenes no había nada. La vida toda estaba organizada en función del trabajo y la recuperación de fuerzas para volver a trabajar. Y el trabajo no tenía lugar en el barrio mismo, Ahí no existía nada entonces, solo un vacío. Los jóvenes se aburrían enormemente, pero creaban su propia realidad… en las pandillas.

—¿Deshaciéndose a golpes?, ¿matándose entre sí?

—No tanto. Se hablaba mucho de peleas… y arrojo, pero las peleas verdaderas eran escasas… aunque sí las había de vez en cuando, para que la idea de pandilla no se perdiese. Nos encontrábamos en esquinas, tarde a la noche, fumábamos, tomábamos cerveza, dábamos vueltas en automóvil, íbamos al cine y a las boleras, hacíamos bochinche, en pos de la aventura.

—¿Aventura?

—Emociones fuertes, algo nuevo. Algo que aparejase riesgos.

—¿Robar, violar muchachas, matar?

—Nunca llegamos tan lejos. Nos gustaba escandalizar a la gente convencional. O para provocar reacciones, sacudir esa realidad estancada, aburrida, repetitiva. Algo que probara que éramos diferentes, únicos.

—¿Recuerda alguna de esas reglas que rompió?

—Recuerdo una noche que robamos un autobús de la gasolinera, y manejamos hasta la playa. Fue de lo más emocionante. Las llaves del motor habían quedado en el autobús, y forzamos la puerta. Pusimos al volante al que parecía mayor de todos. Lo peinamos diferente, para que no se notase que era adolescente. Los demás nos colocamos como pasajeros, mirando por las ventanillas, con cara de gente seria. Los que tenían sombrero a mano se lo colocaron, y desplegamos periódicos. Cada vez que pasábamos un coche de la policía por el camino, pegábamos alaridos de triunfo. Manejamos hasta la playa, nadamos un poco y volvimos, estacionando el autobús en el mismo lugar de la gasolinera. Pero en sentido contrario. Los comentarios duraron años.

—Entonces no teme a las pandillas.

—La verdad es que no.

—Valentía la suya. Y ya ve, ahora tampoco yo tengo miedo, porque he recibido pruebas suficientes de quién es usted.

—¿Por ejemplo?

—Anoche el médico de guardia me ofreció un cura. Lo rechacé. ¿Usted alguna vez tuvo trato con curas?

—Ajá.

—Me cuesta confiar en ellos. ¿No me podría conversar un poco sobre eso?

—¿No se podría hablar de algo más agradable, deportes o lo que sea?

—Usted bromea pero yo la noche menos pensada me las voy a tener que ver con uno de ellos. Puede darse que pierda el conocimiento y un cura correrá a absolverme.

—¿Cuánto cobran en ese caso?

—Usted no los quiere nada. Por favor cuénteme qué le hicieron.

—No me interesa el tema. Es un anacronismo tan obvio, y reaccionario. Tan fácil de tirar abajo. Como dispararle a un caballo muerto. Aunque la verdad es que tan muerto no está. Y hasta parece haber una nueva iglesia, de parte del pueblo. Eso sí sería novedad.

—Usted me dijo que su padre era buen obrero e iba a la iglesia.

—Mi padre nunca iba a la iglesia. Un pagano total. Eso me gustaba de él, su indiferencia ante la religión. Pero ante la política también era así. Ambas le parecían un embuste, porque ni la una ni la otra tenían que ver con su realidad.

—No se preocupe, Larry. Porque… a todo esto, aquí está la llave.

—¿De qué?

—De ese armario pequeño, los libros están adentro. Guarde la llave. Pero no la pierda.

—La voy a cuidar.

—Pero… si usted continuase contándome algo yo recordaría más todavía… no solamente de mis primeros años, sino de mis primeras salidas, también…

—Ya veo.

—Encuentros… encuentros felices, estoy seguro de que los hubo.

—Seguramente.

—¿No le gustaría decirme cuáles son las cosas positivas que le pueden suceder a un hombre joven?

—Recuerdo cuando empecé a leer, el gocé que me dio. En época de la pubertad. Antes había leído por supuesto en la escuela, libros de texto. Pero era siempre un deber, y leía solamente por obligación. En la escuela primaria nos llevaban a una biblioteca, una vez por semana, nos obligaban a elegir un libro, sentarnos y leer durante una hora. Y después hacer un informe, para el día siguiente. Todos odiábamos la hora de biblioteca. Recuerdo que tenían unos libros delgaditos sobre América Central, uno por país, Costa Rica, Honduras, Panamá… Eran bonitos, y venían con muchas ilustraciones en colores, pero nunca me gustó leer el texto. Todo eso cambió con la pubertad. Me devoraba los libros después de la escuela, ese fue mi período religioso.

—¿Quién le dijo que leyera libros?

—Nadie me lo dijo, yo los buscaba. En la iglesia había libros. La Biblia, el Libro de las Plegarias. Los curas solían leérnoslos.

—¿Leían en voz alta?

—Sí, durante la misa. Yo era monaguillo. Y a veces servía en una misa de la mañana temprano, de día de semana, sin feligreses, solos el cura y yo. Era un gigantote, con cara de biftec crudo, anteojos con montura de oro, falda roja y unos encajes encima, y el pelo gris cortado al rape.

—Como el suyo ahora.

—La misa era a las seis de la mañana, me tenía que levantar temprano, y caminar cerca de una milla hasta la iglesia. A veces hacía frío, y estaba oscuro, pero me encantaba ir, porque el cura y yo quedábamos solos. Nunca venía nadie a estas misas. A veces el cura andaba cansado, y de mal humor, y tenía mal aliento. Recitaba lo más rápido que podía algunos de los rezos, y yo tenía que decir «amén», «amén», «amén»… Pero después venía la mejor parte. Nos desayunábamos en el presbiterio. Para entonces ya se tranquilizaba y hasta se ponía contento. En general compraba un pan más caro que mamá, y tostado era riquísimo. Escuchaba el noticiario de la radio, y me conversaba. Después me iba a la escuela.

—¿No se acuerda, por casualidad, de algo que él le dijese?

—Me preguntaba cómo me iba en la escuela. Y me pedía opinión sobre las cosas, como si yo hubiese sido un hombre en miniatura. Eso me encantaba.

—¿Le recomendaba libros?

—No recuerdo. Pero tenía una gran biblioteca. Yo me llevaba libros prestados.

—¿Libros de ilustraciones?, ¿novelas?, ¿poesía?

—No, libros grandotes de historia, y de religión.

—¿Le daba pena devolvérselos?

—No, siempre podía llevarme algún otro. Una vez me hizo un regalo, un librito negro de letras doradas, con extractos de San Agustín. Lo leí mil veces. Nunca entendí nada, pero yo estaba convencido de que me gustaba.

—…

—En seguida empecé a leer cosas por mi cuenta. Filosofía, Teología, cuanto más arrevesado el libro mejor. Me gustaban especialmente las frases largas y complicadas, con referencias a referencias de referencias. El tema no importaba, era el movimiento que adquiría, la lógica, la belleza, la arquitectura complicada, la estética, que me daban placer. Supongo que lo que estaba emergiendo era mi capacidad de gozar. Pero mamá me tiró todos los libros. Había un capítulo en «El ser y la nada», de Sartre, titulado El Cuerpo. Creyó que era un libro pornográfico y lo tiró a la basura. Todo lo que ella no podía entender, y que a mí me daba placer, le resultaba sospechoso.

—¿Su padre lo creyó pornográfico también?

—Mi padre apenas si podía leer el periódico más popular de la tarde. Y mi madre siempre le echaba en cara su ignorancia.

—¿Quién le daba dinero para comprar libros?

—Yo recibía una mensualidad que solía poner aparte. Y era tesorero del Club de Niños del Altar. A veces metía la mano en la bolsa. A veces también robaba algún dinerito que andaba suelto por casa. Y siempre se conseguía algún libro barato de segunda mano.

—¿Había alguien que le dijese lo que debía leer?

—No, empecé por elegir solo, mis propias materias. Parecían abrirme un mundo ilimitado, de aventuras sin fin.

—Al leer reconozco las palabras, pero en alguna no creo.

—…

—¿No me pregunta en cuáles?, ¿por qué no me hace preguntas?

—Yo buscaba un vocabulario, para darle nombre a todo lo que iba descubriendo. La religión me dio el primer vocabulario. Fui intensamente religioso, hasta que la compuerta cedió, y los malos pensamientos empezaron a abrirse paso, en toda su crudeza, sin disfraz.

—¿Malos pensamiento?

—Toda esa estructura religiosa tuvo que desmoronarse. Creí que estaba perdiendo para siempre mi moralidad.

—¿Encontró a alguien con quien discutir esos libros?

—No. Mis compañeros no leían, y me tomaron por excéntrico, un cabeza de huevo. Era el término que se usaba entonces. Derivado de la política de McCarthy. Una palabra peyorativa que se aplicaba a los intelectuales. Circulaba un dibujo de un hombre calvo con anteojos, antideportivo, encorvado. Ese era el cabeza de huevo.

—Un día estábamos frente a aquel árbol, ese muy viejo de la plaza, que me gusta tanto. Pero no sentí ganas de tocarlo. El árbol estaba allí, y podía ir a verlo cuando se me antojaba. No había por qué tocarlo, no se podía mover de allí, y desaparecer para siempre.

—¿A qué viene eso?

—Siga con lo suyo.

—Recuerdo la primera vez que me enamoré, ¡vaya la palabra!, de una muchacha. Me dio muy fuerte. Se llamaba Dohrman, como la marca de queso. Se sentaba cerca mío en la clase de inglés, en la escuela secundaria. Tenía pelo largo con rulos, y era muy delicada. Esa dulzura de ella me cautivó, y yo la miraba a lo largo de toda la clase, aunque sin dejar de escuchar al profesor, porque era buen alumno, buscaba excusas para hablarle en los pasillos, cualquier cosa. Hacía como que me olvidaba de cuáles habían sido los deberes para telefonearle, oírle decir las cosas más comunes era para mí fuente de deleites sin fin. Una sonrisa de ella me hacía derretir. De veras era encantadora, muy dulce, pero quien está enamoriscado le agrega enormemente a la otra persona.

—¿Por qué le agrega?

—Difícil pregunta.

—Diga…

—Especialmente con el primer amor, que es como un derrumbarse de fronteras, todo lo que había estado latente, dormido… ahogado, de pronto germina y sale a relucir. Pero hay todo un arsenal de necesidades que ninguna persona sola puede satisfacer. A la persona se la idealiza, con la esperanza de que por medio de ella todas las necesidades sean atendidas.

—¿Las necesidades?

—Sí, las necesidades.

—¿Cuáles son?

—Es difícil describirlas. Primero creí que eran aspiraciones religiosas. Después aspiraciones intelectuales. Después vino la necesidad de muchachas. Se trata de energía más que nada, energía que desborda con la pubertad. Una bomba en el cuerpo… programada para que detone, en un cierto momento.

—¿Sería tan amable de decirme qué son… o eran, esas necesidades religiosas? Luego las intelectuales. En cuanto a las muchachas creo que puedo imaginar de qué se trataba. Se me ocurrió pensar en mi necesidad de cosas dulces, y como usted me dijo que la muchacha era dulce, hice la asociación. ¿Tiene sentido o no?

—Sí, es como la necesidad de dulces. Muy parecido, es algo que el organismo pide, para devorar en cantidades enormes. Un ansia insaciable. Gula. Sin eso algo nos está faltando, una parte importante de nosotros mismos.

—¿Qué parte es la que falta?

—No es una parte específica. Pero se siente como si una herida estuviese abierta, que uno está incompleto, que no se puede hacer nada hasta que esa necesidad sea atendida. Se parece mucho al hambre. Usted puede muy bien darse cuenta.

—Las necesidades religiosas no son como el hambre, entonces.

—En la pubertad eran como el hambre. Eran voraces. Pero todo se desvaneció a los trece años, ciertas imágenes se transformaron en otras.

—¿Podría nombrarme una imagen en especial, que se convirtió en otra?

—No, no puedo.

—¿Cuál era la primera imagen de todas?

—No sé, Dios y Cristo son hombres, señor Ramírez.

—¿Qué sentía usted por ellos dos?

—Amor y admiración por la figura de un hombre, y llegó la hora en que quise transferirlo todo a otra figura, diferente. A un cuerpo real, con pelos y todas las imperfecciones, a una mujer que debía sustituir a criaturas etéreas con túnicas blancas. Los niños pueden concebir a las deidades solo con apariencia humana, y la relación con Dios es siempre la relación con un hombre, un hombre poderoso.

—¿Un hombre joven?

—No, un hombre viejo, poderoso pero amantísimo, que se encariña con nosotros cuando negamos nuestra individualidad, cuando nos borramos ante él, luchando contra los impulsos propios. La religión está al servicio de la represión, pero esperamos ser recompensados por nuestros sacrificios, recibiendo una versión cambiada de lo mismo que fue reprimido.

—De las pinturas religiosas en los libros me gustan los niños, los ángeles, y tal vez Cristo en la cruz, pero no cuando está en pie, y las mujeres, especialmente cuando están llorando porque Cristo lleva la cruz, o está ya crucificado.

—¿Y esas pinturas medioevales voluptuosas, señor Ramírez, en que María amamanta a Jesús?

—No las he visto, recientemente.

—A mí me gustan. Especialmente la sonrisa de satisfacción en la cara de la madre. Eso es algo que nosotros los hombres nunca conoceremos.

—¿De niño quería ser uno de esos ángeles?, ¿o quería ser Jesús crucificado, centro de toda la atención?

—Al principio tan solo uno de los ángeles. Después alguien en especial, señalado por Cristo, por su bondad, que más tarde suplanta a Cristo o se vuelve Cristo mismo… en virtud de su generosidad y sufrimiento. Pero así me convertía nada menos que en el hijo de Dios, y Dios y todo el mundo me miraban favorablemente. La aspiración religiosa responde a la psicología del sufrimiento. Sufriendo también tan pacientemente, tan desinteresadamente se alcanzaría la protección y la admiración de Dios.

—¿Qué le dice Dios al hijo?

—…

—¿Qué hacen a lo largo de todo el día?

—…

—¿Dijo usted bien la protección de Dios?

—Sí, la promesa de que no se va a enojar, o de que no va a castigarnos, como la Mafia, esa clase de protección. Como la de mi padre.

—Usted también mencionó la admiración de Dios, ¿cómo sería eso?

—Me miraría con benevolencia. Me permitiría existir, no me destruiría. Restringiría su poder, y me permitiría ganar la admiración de todos. El castigo y el sufrimiento equivalen a decir «por favor papá no me pegues, mira como yo me golpeo y me castigo solo».

—Cuando le pregunté sobre esa protección contestó simplemente «la promesa de que no se va a enojar». Después le pregunté sobre la admiración y usted dijo… «no me destruiría». O se equivoca el diccionario o se equivoca usted… en cuanto al significado de ciertas palabras.

—Sí, antes dije que Él me miraría con benevolencia. Pero usted tiene razón, la parte de admiración es secundaria, lo importante es la protección. Protección de su propio poder. Como la Mafia.

—¿Qué le dice Dios a su hijo?

—La verdad es que nunca me pensé como Dios mismo. Y con un hijo que mandonear.

—Imagíneselo, no se detenga. Imagínese un día en la vida de ambos.

—¿Un día en la vida de Dios y su hijo?

—Sí.

—¿De dónde saca esos temas?

—¿Se levantan temprano por la mañana?

—Generalmente a la seis y cuarto, señor Ramírez.

—Son las seis y cuarto, empieza el día.

—…

—¿Qué tiempo hace?

—Es un día hermoso, señor Ramírez… Levántate, hijito. ¿Quieres un poco de café?

—…

—Al chico le cuesta despertarse. Quiere dormir un poco más, da media vuelta y vuelve a cerrar los ojos. El padre le sacude los hombros, con rudeza. Empieza a hablar, en voz muy alta. Lo obliga a levantarse. Le hace tomar una ducha fría. Y desayunarse fuerte. Lo obliga a empezar el día.

—¿Qué hay servido en la mesa?

—Comida sana. Cereales, pan, fruta… y jugos. No hay dulces… El padre es agresivo, extrovertido, seguro de sí, no tiene dudas, no se cuestiona, no le sobra sensibilidad. Es seguro de sí y comunicativo.

—¿Cómo está vestido?

—Sencillo, con pantalón y camisa… El hijo es más tímido. Le ve cinco patas al gato, titubea.

—Es prudente, entonces.

—Parecería que sí. Pero en realidad no. Sus actos contenidos redundan en un aumento de sensibilidad. No le gusta la seguridad en sí mismo del padre, su aplomo. Cree que la vida es más complicada, de trama más sutil, más rica, y en secreto critica al padre, por simplón, por unidimensional, preocupado por el poder y nada más, sin interés por otros aspectos de su propia vida y la de los demás. El hijo rechaza los propósitos del padre, sus valores, y por dentro se siente superior. Pero no puede actuar. No puede tomar decisiones.

—¿Cómo demostrará Dios a su hijo que lo que se produjo no es más que un malentendido?

—¿Qué malentendido?

—El hijo tiene una idea equivocada de Dios, alguien le ha contado mentiras y se las ha creído.

—…

—Esa mañana la pasan maravillosamente, Larry, nada me gustaría más que recordarla, en su totalidad.

—¿A qué mentiras se refirió usted, señor Ramírez?

—Las vamos a descubrir, si nos mantenemos atentos a lo que va a suceder.

—¿Qué va a suceder?

—Larry, ¿dónde van ellos dos?

—Salen a mirar el reino. Para ver en qué andan los Judíos, y todos los demás, para catalogar los pecados, Sodoma y Gomorra, abrir manantiales, dictar los Diez Mandamientos, crear catástrofes, inundaciones… Gobernar.

—…

—Esa es la religión. Una obsesión con el poder. Poder que ninguno de los creyentes tiene, pero que en Dios adoran. Y Dios camina de la mano del hijo, mostrándole todo ese caos de mierda, y diciéndole «Un día tendrás que limpiar todo eso. Tú solo».

—…

—«Te voy a mandar a esa cloaca. Tú pondrás el orden necesario». El hijo no quiere ir, pero el padre lo obligará. El hijo preferiría quedarse, bajo la protección del padre.

—El padre le permitirá quedarse, la mañana no ha terminado aún. Todavía tienen tiempo para pasarla bien.

—¿Qué harán?, ¿jugarán a algo?, ¿leerán juntos?

—Al padre no le gusta leer, señor Ramírez.

—¿Usted cree que el hijo descubrirá la manera de complacer a Dios?

—La manera de complacer a Dios es marcar el paso y hacer lo que manda, sin traerle problemas, sin provocar desorden, marcar el paso y basta.

—¿Qué le gusta hacer a Dios?

—Tiene algunos pasatiempos tontos, arreglar cosas, nada que requiera demasiada habilidad, o que tenga demasiada significación, o trascendencia.

—Tal vez le gustaría que le enseñasen… cómo hacer algo significativo, o trascendente.

—Tal vez sí.

—¿Qué podría gustarle… que le enseñasen?

—No sé. Es de alcances limitados. También él está atrapado, en su círculo reducido, y en su propia frustración. Y al no poder soltar amarras, descarga sobre el hijo su rabia e irritación, cuando este actúa independientemente. Dios es autoritario.

—Los demás niños, entre ellos, se están divirtiendo mucho, ¿cuál es el primer juego que deberían enseñarle?

—Es terriblemente difícil, cambiar a un hombre que ya está formado desde hace tanto tiempo. Enseñarle algo de esa índole, podría destruirlo.

—Él quiere pasarla bien, Larry, lo necesita, es posible que se muera pronto, está viejo. O no, peor todavía, es inmortal, debe seguir viviendo… ¿Qué hacen por la noche?

—¿Ya da por liquidada la mañana?

—Ya pasó. Ha caído la noche y queda poco tiempo. Es preciso hacer algo para transformar este día difícil y sombrío en uno feliz.

—Usted siempre está pendiente de la felicidad. Y la felicidad no es un artículo que abunde.

—¿Qué cara tiene él?

—¿La cara de Dios?

—Sí.

—Es recia, con arrugas. Pero también suave, y tiene facciones grandes. Una cara fuerte y suave. Dura y amable. Ambas cosas me gustaban, era amigo mío. Había algo más que esperaba de él, algo más, pero no sé qué era. Nada que él me habría negado, él no podía dar mucho, porque no tenía, pero era de una gran bondad, y eso importaba mucho. No sé qué es lo que esperaba de él.

—¿Usted se imaginó a Dios con la cara de alguien ya conocido?

—Tenía ojos celestes. A veces la mirada resultaba dura y fría. La nariz grande, mejillas y mentón pronunciados. Se estaba quedando calvo, tenía manos grandes y peludas.

—¿En qué momento la mirada resultaba dura y fría?

—Era imposible de prever. Ahí estaba el problema. Él tampoco sabía el porqué de esos cambios, parecían arbitrarios, antojadizos. No lo comprendíamos. Lo queríamos pero no lo entendíamos. Lo queríamos mucho, pero nos defraudó.

—¿Había algún modo de hacerlo feliz esta noche, con algo, con un juego que también a usted lo hiciese feliz, antes de que fuera hora de dormir?

—…

—¿Había algo que les gustaba mucho a los dos, de veras mucho?

—…

—¿Algo que les gustaba hacer juntos?

—Tal vez si me hubiese llevado a alguna parte, solos, sin mi madre, a algún lugar nuevo, donde sentirnos bien juntos, y si hubiese compartido más de sí mismo, todo habría sido más fácil.

—Creo que no queda mucho tiempo, es tarde, Larry, habrá que ir a dormir muy pronto. Por favor, hay que hacer algo de inmediato, para que el día…

—No hay por qué afligirse, seguiremos viviendo, sin necesidad de ser felices.

—Mi caso es otro, Larry. Me queda muy poco tiempo. Le ruego que me diga qué hacer para complacerlo.

—Ya se lo dije. Marque el paso. No cause problemas. Así lo complacerá.

—No fue mi intención causar problemas.

—Por lo que he visto de su diario personal sí causó un montón de problemas. Fue algo de veras magnífico.

—Usted está tratando de confundirme.

—No. Admiro lo que hizo. Le hizo frente a una entera maquinaria represiva.

—No quiero causar problemas, lo único que quiero es que los ojos de él cambien… Me están mirando…

—Usted quiere que él lo mire bien, que le sonría… ¿pero para que necesita de un padre? Usted puede hacer de su vida lo que quiera.

—Me estoy quedando dormido, me siento exhausto… Si quiere empiece y trabaje con esos libros, no me va a molestar…

—Muchas gracias… De veras se lo digo.

—No soy nadie, para que me agradezca tanto… yo no he hecho nada.

—Señor Ramírez, permítame ser sincero con usted. Me da asco verlo así, débil y patético. Es absurdo… usted le hizo frente a vicisitudes increíbles, era alguien de veras muy fuerte, ¿qué se hizo de esa persona tan fuerte? Me gustaría conocer a esa persona, y hablarle… No a este sustituto… Usted no es el señor Ramírez… ¿Dónde está, qué se hizo de él? ¿Quién es usted?

—…

—Usted le hizo frente al enemigo, no rehuyó la batalla…

—No quiero causar problemas… Si lo hiciese, él me volvería a mirar con esos ojos duros y fríos…

…………………………

…………………………

—¿Qué hace usted aquí?

—Nada, trabajando con sus libros. Se quedó dormido de un momento para otro.

—Ah… perdón.

—Durmió más de una hora.

—No me di cuenta. Es que anoche no dormí casi.

—Además no quería admitir lo que yo le estaba demostrando, sin lugar a refutación posible, por eso cortó el tema. Bueno, sigo trabajando en esto.

—No… por favor, no…

—¿No qué?

—Converse un poco.

—Entonces sigamos con el mismo tema, señor Ramírez.

—Dígame todo lo que piensa. No se calle.

—De acuerdo. Usted trabajó muy duro en su profesión, ¿no es así? Se me ocurre que era abogado en principio, especializado en leyes laborales, algo así. Seguramente fue muy empeñoso, diligente, minucioso, por la manera de llevar las notas aquí, por la manera de leer la Enciclopedia, se ve que tiene entrenamiento académico, como yo. Y esos hábitos de trabajo fueron adquiridos, y con esfuerzo, y hasta dolor. Pero llegó el momento en que empezó a querer a su trabajo, ya no le resultaba doloroso; lidiar con libros y abstracciones, y tópicos ajenos a la vida diaria, se le tornó placentero, confortable. ¿Acaso no fue así?

—Supongo que sí, ¿pero qué habría de malo en ello?

—Es bueno trabajar, pero lo bueno puede volverse peligroso, puede seducirnos. Porque es bueno y redunda en logros, en conquistas, y porque está desarrollando una tarea socialmente válida, la mente aprovecha para así desentenderse de otros quehaceres dolorosos o difíciles. Se sacrifica a la familia en nombre del trabajo. Usted se desentendió de su esposa e hijos, y de las carencias diarias de ellos, de los reclamos de ellos. Y eso ahora no lo deja vivir en paz.

—Usted está inventando. No tiene cómo saberlo.

—Está escrito por su propio puño, en el diario de la prisión.

—Invento suyo. Era su padre quien no le prestaba atención. O mejor dicho… lo único que sé es que de eso lo acusa usted. Me gustaría oír la versión de él.

—Usted se declara inocente, pero se siente culpable. Por algo será.

—Estoy asustado, lo cual es diferente. No tengo casi fuerzas para defenderme.

—Es culpable, por eso está asustado.

—Ese será el caso suyo. Sí, Larry, ese es su caso. ¿De qué se siente culpable?

—…

—Si me dice de qué es culpable, tal vez yo logre recordar mis propias faltas. Las admitiré sin avergonzarme. Pero para todo ello necesito de su bondad.

—Ya se lo dije, soy culpable de desear a mi madre, de querer quitársela a mi padre, de no importarme por la suerte de él, de echarlo a la calle, de abandonarlo, de dejarlo perdido y muerto de hambre, de matarlo, de lo que sea, con tal de apartarlo para siempre, alguien a quien también amé mucho, pero que lo mismo quise destruir, para poder satisfacer mis necesidades. Quitársela a él, ella que era de su propiedad, según él, y empuñar lo que por derecho me pertenecía.

—A la menor insinuación usted sale con ese cuento. Está siempre listo para repetir lo mismo, ya tiene las frases hechas. ¿Es eso lo que le cuentan los jíbaros para sacárselo de encima?, ¿o lo repite por diversión?, ¿no le parece que en vez de divertido es inexacto y desagradable?

—Ellos dicen que el problema es ese, y yo tiendo a creerles.

—¿No hay nada más desagradable en el mundo que se le pueda ocurrir?, ¿o sí hay algo todavía peor?

—Cuando era niño mi madre me hizo otro cuento. Me dijo que recién nacido era muy flaco y feo, que parecía un mono, que me crecían unos pelos largos de la nuca, que era tan feo que tanto ella como mi padre me tenían asco, pero que de lástima no me tiraron a la basura. Un día volviendo de la escuela dos muchachitos me pasaron al lado y se rieron, y me dijeron que parecía un mono. Me sentí muy herido, y les contesté que no era cierto. Mi madre me había hecho el cuento pocos meses antes, y esto parecía una confirmación.

—¿Es eso lo más aterrorizante que se le ocurre?

—Estoy seguro de que hay otros terrores. Muy profundos.

—…

—Hay una película, la del increíble hombre encogido. El hombre está en un yate, un yate pequeño, en viaje de placer, y tiene que atravesar una niebla, o neblina, que de repente se desprende del agua. Es una gran película. Todo empieza ese domingo de sol. Él está con un amigo, feliz de la vida. De un momento para otro aparece esa nube, y tienen que atravesarla, y dicen «qué cosa rara, ¿qué será?». Él está casado con un mujer muy bonita, también él es bien parecido. Una pareja perfecta, muy aflatada en términos de inteligencia, belleza y tamaño. Una hermosa pareja, y muy feliz el uno con el otro. Hasta que él empieza a notar que la ropa le va un poco grande, el cuello de la camisa demasiado holgado, el traje algo bolsudo. Lo atribuye a una pérdida de peso. Pero después se produce el siguiente encogimiento y nota que los puños le cubren casi la mano. Y al lado de la esposa se ve más bajo. Llegado a ese punto se desata la angustia. La esposa se muestra muy comprensiva en todo momento, y constantemente le da prueba de su cariño, mientras que él está muy perturbado, se irrita por todo y se desquita con ella. Él va y busca el consejo de un médico. En cierto momento tiene que protegerse de un gato, que en comparación es gigantesco, como un animal antediluviano. Es como si le arrebatasen la masculinidad, porque la esposa está siempre presente cada vez que algo lo humilla. Y el asunto avanza hasta que él se vuelve diminuto, pero después el proceso se revierte. La cuestión es que uno se asusta de veras, es como la materialización de un estado depresivo, en el que todos nos reconocemos.

—Yo no deseo a mi madre. Quiero recordar su cara. Quiero tocarla, ¿significa entonces que la deseo?

—No sé.

—¿Cree que también mi hijo quiso matarme?

—Sí. Mi padre no era un hombre como usted, era un obrero, iletrado, que no sabía expresarse, un hombre simple, tonto incluso, y la idea de desplazarlo producía una culpa enorme. Imagínese la culpa de su hijo, al querer desplazar a un hombre como usted. Un hombre cuyas cualidades él seguramente no se creería capaz de emular. Y no obstante él intentó desplazarlo.

—Sabe una cosa… esas supuestas notas que ha estado leyendo… yo no creo una sola palabra de lo que dicen… Esas palabras pertenecen a una novela, muy vieja además. Usted las lee y ve en ellas lo que quiere… Y no se trata de una acusación… Le estoy muy agradecido por sus esfuerzos.

—…

—Usted llega a mentir con tal de no hacerme sentir inferior. Sé de la superioridad de sus padres. Conozco los errores que los míos cometieron, y me deleitaría oyendo todos los errores que sus padres no cometieron.

—Pareciera ser que cometieron todos los habidos y por haber. Son muy pocos los buenos momentos que recuerdo…

—Me tiene demasiada consideración. No puede exhibir sus riquezas, sus anécdotas más queridas. Pero propongo una solución, cuéntemelas como si fueran mías. Cuénteme de mis padres maravillosos.

—…

—…

—Está bien, señor Ramírez.

—Primero mi madre.

—Hubo un día en que su madre lo llevó al zoológico. Ese día ella estaba muy contenta. Se vistió para salir, se peinó bien, y se pintó. A usted le parecía que estaba muy bonita. Ella no hacía más que sonreír, no podía dejar de hablar. Charlaron de una cosa y de la otra. Eso era lo que más le gustaba a usted, cuando de veras le hablaba, como ahora veo que algunas madres hacen con los hijitos… en el autobús o el subterráneo. Ella y usted iban al zoológico, y tomaron el tren subterráneo al Bronx, una línea subterránea muy larga, pero ella no se impacientaba ni protestaba, porque seguían charlando sin parar.

—¿Sobre qué?

—Recuerdo que usted le pidió un pañuelo para soplarse la nariz, y goma de mascar. Ella abrió la cartera y le dio lo que pedía. «Mamá, ¿me das un pañuelo?»… Ella estaba contentísima y usted no sabía por qué, se sentía encantado nomás, de que ella estuviese feliz con usted solo, de que usted fuese buena compañía, y verla así a gusto.

—Yo no recuerdo ese día feliz, le ruego que me cuente más.

—Después caminaron por las calles de Manhattan. Iban tomados de la mano, y ella seguía riéndose y hablando.

—¿Por qué ella estaba así, ese día?

—Ustedes dos eran como socios en algo.

—¿Le gustaban los dulces a ella?

—Una única vez más usted recuerda haberla satisfecho. Un día de lluvia, en un departamento pequeño que tenían. No podían salir por la lluvia. Ella se le quejaba del dueño del edificio, de la falta de calefacción, del alquiler alto, cosas así. Pero las quejas no importaban, importaba que le estuviese hablando, confiando en usted, compartiendo cosas con usted. De a ratos usted se iba a jugar con algo en el suelo. Después volvía a la cocina a picotear algo de la heladera y charlar un poco más. Se estaba muy a gusto ese día, afuera lloviendo y ustedes dos adentro.

—Creí que estábamos viviendo en una casa.

—Antes de la casa vivieron en un departamento. Esa misma noche su padre llegó a casa con un regalo. Creo que era un disco, tal vez mi primer disco. Yo estaba entusiasmadísimo, saltando de contento.

Mi primer disco, y yo estaba entusiasmadísimo. Saltando de contento.

—Seguramente usted lo abrazó y lo besó por el regalo. También él estaba contento. Los dos estaban contentos. Debió darles placer verlo tan feliz con algo que ellos le habían dado. Recuerdo cómo lo miraban, los dos estaban contentos… y evidentemente las cosas andaban bien entre ellos, porque esa felicidad irradió sobre usted también. Un recuerdo muy viejo, esas alegrías eran tan escasas, pero sí, había veces en que los tres eran felices.

—¿Qué disco era?

—Usted siempre pregunta los detalles más bobos.

—Entonces cuénteme cuál fue el mejor regalo que él me dio en mi vida. No logro recordarlo.

—…

—Veamos Larry… no tiene por qué ser un regalo concreto, puede haber sido un consejo que me dio. Por lo menos recordará ese consejo, el mejor de todos.

—Créame, los consejos no importan. Las palabras no importan. La inteligencia no importa.

—¿Entonces qué?

—Es la sensación que recibe el hijo. De haber satisfecho a sus padres. Todo lo que sienten por él y por ellos mismos… es captado por el hijo, que se confunde y piensa que eso es su propio rostro, lo que él está viendo al asomarse a una cloaca.

—¿El hijo se ve a sí mismo, reflejado en el agua podrida de la cloaca?

—Y es con esas luces y sombras que debe construir su alma. No con un consejo de mierda.

—Quiero tocar a mis padres, ¿sería prueba suficiente de que los quiero?

—Sí.

—¿Dónde debería tocarlos, para que estuvieran contentos conmigo?

—Donde sea.

—Usted me oculta cosas, sé que hay errores que debería evitar.

—Nunca le he dicho tantas cosas a nadie.

—Le ruego que no me deje cometer errores.

—Los cometería fatalmente.

—Quiero tocar a mi madre.

—Está muerta. Está muerta desde hace mucho tiempo.

—…

—Pero la lleva dentro, en alguna parte dentro de usted, señor Ramírez.

—No comprendo lo que usted me dice, lo único que quiero saber es si puedo tocarla.

—No simplifique tanto todo, las cosas no son tan simples.

—Quiero besarla donde están sus pensamientos, en la frente… y donde está su corazón… Y la mano de mi padre… quiero besarla… porque su mano está cansada… de quitar el troquel… y levantar los papeles, y colocarlos a un lado…

—…

—¿Le gustaría a mi madre que la besase donde están esos pensamientos de ella, tan bondadosos?… ¿y allí donde están esos sentimientos tan tiernos de ella… ahí en su corazón?

—No entiendo de qué habla.

—Mi padre me trajo un disco de regalo, usted me lo acaba de decir… Lo cual significa que también hay pensamientos bondadosos en su frente… Y debería besar el corazón de mi padre… por haberla amado… y debería besar el sexo de mi padre… por haberme dado la vida… Mi padre me dio la vida… Él me hizo a su imagen y semejanza… ¿Pero por qué?, ¿por qué lo hizo?

—Él no tenía idea de usted. No pensó en usted. Nunca.

—Y yo debería besarle las manos a ella… también sus manos están cansadas… ha estado trabajando todo el día… en la casa… y debería besarle el vientre, donde me llevó… y el sexo de ella… que me dio a la luz… ¿O significaría eso que la estoy deseando mal, según ese sistema suyo de psicoanálisis sintético?… Después de oírle tantas mentiras sobre mi modo de desearla mal ya me estoy sintiendo culpable sin ninguna razón. Usted está minándome la mente, deliberadamente.

—Pórtese bien, o vendrá la Mafia y lo interrogará.

—¡Por favor!, no vuelva a pronunciar esa palabra. Me asusta tanto…

—¿Por qué?

—Por lo que he leído, evidentemente. Siempre hay alguna referencia terrible en los periódicos. Se me ocurrió que podrían venir a interrogarme, por alguna razón, y no creerían que perdí la memoria. Parece que no tienen piedad, son implacables, como en el Juicio Final. Es posible que me acusen de algún crimen, que tengan sospechas, ¿pero de qué crimen?

—…

—¿Y a usted de qué lo acusarían? Si me lo dijese entonces yo recordaría, como siempre, de qué he sido acusado yo…

—No está dirigida a un objeto concreto, pero está allí, y lo invade todo. Usted sabe que es culpable, pero no sabe por qué. También usted la lleva adentro, señor Ramírez. Es por eso que siempre está imaginando que alguien le va a robar, o le va a espiar sus anotaciones. O robar sus libros. El objeto a que está dirigida ha desaparecido y el acto original está olvidado pero la culpa se extiende sobre su vida como una mancha de aceite.