—Gracias por dejarme ese sobre con dinero.

—Larry… qué susto me ha dado…

—¿No me oyó entrar?

—No.

—El silencio de la noche es total. ¿Cómo pudo no oír mis pisadas?

—Otra vez por la ventana, cómo una alucinación.

—Disculpe, señor Ramírez.

—Por ventanas y puertas que están cerradas.

—Hay cosas más urgentes de que hablar. No se lo mencioné antes porque temí que se burlase de mí. Pero ahora estoy seguro de que sabrá comprenderme.

—Mis límites son notorios, pero le pondré, la máxima atención. Tome asiento.

—Gracias. Sucedió la misma noche de la cita con la enfermera, poco después de salir de aquella cafetería asfixiante. Iba solo, había elegido una calle oscura, para que todo se volviera tiniebla. No se veía alma viviente, soplaba un viento helado que hacía crujir las ramas peladas de los árboles. Había que caminar con cuidado, parte de la nieve de las calles se había tornado hielo resbaladizo, traicionero.

—Por una transversal apareció una sombra. Dobló, tomando el mismo rumbo que usted.

—Sí, pero iba a muchos metros de distancia.

—Era una mujer.

—Vestía un abrigo de pieles, con capuchón. Calzaba botas. Caminaba muy despacio.

—Algo encorvada.

—A pesar del abrigo amplio noté la cintura. Una cintura pequeña. Una tira de cuero la ceñía. Yo supe que era una mujer joven antes de verle la cara, tal vez por el modo en que colgaban sus brazos.

—Usted se le acercó sin que ella le oyera las pisadas. Como un asaltante.

—Ella caminaba despacio, irremediablemente iba a alcanzarla si seguíamos avanzando en la misma dirección. A mí me perturba que alguien, me camine detrás, y ella también habría podido sobresaltarse si de pronto me veía pasar a su lado.

—Usted estiró el brazo para alcanzar algo.

—…

—Sí, Larry, el mundo está lleno de cosas y los jóvenes deben estirar el brazo para alcanzarlas.

—Me oyó, se dio vuelta sin dejar de caminar pero pronto se detuvo, levantó los brazos como para protegerse. Yo le grité que no tenía nada que temer. No había terminado de decírselo que ya se empezaba a tambalear. En seguida cayó desmayada. ¿Qué debí hacer entonces, señor Ramírez?

—Usted la socorrió, acudió adonde estaba, la tomó en los brazos, y pese a sus palabras tranquilizadoras, pese a sacudirla levemente para despertarla, ella no volvió en sí. Finalmente la levantó en brazos. Golpeó a una puerta.

—Una puerta con llamador de oro. Se encendió la ventana contigua y un rostro poco amistoso nos observó. Sacudió la cabeza en señal negativa. Era un viejo como usted, de poca paciencia. La luz se apagó. No se abrió la puerta.

—Yo le habría abierto.

—Posiblemente sí. Pero usted no tiene casa propia.

—¿Dónde la llevó finalmente?

—Señor Ramírez, me ruborizaré de solo mencionar lo que pasó a continuación. Podría haberla cargado en brazos hasta la avenida, allí esperar un taxi. Pero en el momento ese todo se oscureció en mi memoria. Sí, todo se había vuelto tiniebla, yo había logrado mi cometido. Me había olvidado de mi nombre y muchas cosas más. Imposible que el chofer del taxi adivinara dónde estaba mi casa. No se encendía ninguna luz en mi mente. Algo me hizo seguir caminando en la misma dirección que traía, y a una cuadra más estaba el muelle abandonado sobre el río Hudson. Allí hacen campamento a veces los mendigos que no encuentran otro techo. En mi memoria de pronto apareció una hoguera. Una hoguera de mendigos en el muelle abandonado. La mujer no pesaba mucho, pero yo debía avanzar con cuidado por el hielo, llegué jadeando al galpón en ruinas. Se lo he mostrado a usted, en algunos de nuestros recorridos.

—Sí, el inmenso galpón junto al muelle, semidestruido por un incendio.

—Y esa noche sumido en la total oscuridad. En la bolsa de la mujer había un encendedor. Lo utilicé para pegar fuego a unas hojas de periódico que yacían en el suelo, arrolladas por mí en forma de antorcha. En un rincón divisé dos mesas viejas, y otros maderos, llevados allí por los vagabundos para sus fogatas. Pronto encendí una, la mujer yacía en el cemento sucio pero su carne no tocaba el basural; las botas, los guantes, el abrigo de capucha, la protegían. Continuaba sin conocimiento. La acerqué al fuego, me senté en el piso con ella reclinada sobre mis rodillas. El aire cálido que la iba envolviendo le inspiró una expresión de placer casi, o al menos de bienestar. Después abrió los ojos.

—Le preguntó dónde estaban, sin sobresalto.

—Sí, pero a continuación me preguntó quién era yo. Lo único, absolutamente lo único que recordaba en ese momento era la tirante escena jugada con la enfermera en la cafetería. «¿Quién es usted?», me dijo ella, y yo le contesté así, del único modo que pude: «La vi por la calle, caminar sin fuerzas, la vi después desvanecerse. Yo venía de un encuentro poco grato, comprendí muy bien que podría haber alguien así como usted, a quien las últimas fuerzas estaban abandonando». Ella volvió a preguntar quién era yo.

—Descríbame por favor a esa mujer. Su rostro.

—Cuando hablaba, su sinceridad, su decencia, eran evidentes.

—Eso es importante.

—¿Cree usted?… Bien, cuando yo a mi vez le pregunté quién era ella, su expresión volvió a nublarse como antes. Ella recordaba todo, estoy seguro, pero no podía decir nada. «He prometido, bajo juramento, no revelar el secreto». ¿Qué secreto?, me pregunté yo. Le dije entonces una simpleza, que ella no quería contarme nada para así desquitarse de mi silencio. Le pregunté si mi silencio la ofendía. Me respondió que no había tiempo para juegos de ese tipo, en cambio había que actuar, sin pérdida de tiempo. Pero para ello necesitaba de mi ayuda. Y eso sí le resultaba importante, saber si yo estaba dispuesto o no dispuesto a socorrerla. Respondí que sí, ignorando si realmente me encontraba en condiciones de hacer algo por ella. Pero el vértigo de lo que iba a seguir me impidió toda reflexión inútil. Ella necesitaba volver a esa calle oscura donde la había encontrado, no lejos de donde vivo. Apagué el fuego para evitar que nos vieran desde la distancia. Ella había llegado antes a la puerta de determinada casa y no se había animado a entrar. Había sido al emprender un rodeo más, que yo la había encontrado.

—¿No se sobresaltó usted al llegar con ella a esa puerta y descubrir que era la de su mismo edificio de departamentos?

—Era muy parecida. Pero no la misma.

—Eso es lo que usted se dijo, para calmar un terror creciente.

—Pero durante el camino ella me había explicado lo que debíamos hacer. Adentro del departamento estaban sus documentos y sus joyas, y algún dinero. Tenía que recuperarlos. Antes de que llegase el hombre a quien tanto temía. Después podría alejarse de la ciudad, del país. Y resultaría imposible seguirle la pista.

—¿Quién era ese hombre?

—Se negó a darme explicaciones. Ya frente a la puerta tuvo un vahído, el frío y el miedo se habían confabulado para robarle una vez más el equilibrio. Yo la sostuve. Ella dijo que era mejor no intentar nada, el hombre podía estar adentro de la casa, esperándola. Yo le respondí que en tal caso la defendería, el hombre no podría atacarla si yo me interponía.

—El hombre podía contar con un arma de fuego.

—Yo le pregunté de quién era la casa. No me respondió. Supuse entonces que era la casa de él, y que íbamos a introducirnos como ladrones. Me pidió que confiara en ella, del mismo modo que ella había confiado en mí desde el instante aquel en que se despertó en mis brazos, junto a la hoguera.

—Al abrir la puerta se vieron las cucarachas de siempre, Larry, la cocina chorreada de grasa, las estalactitas y estalagmitas de basura.

—No se vio nada, ella prefirió no encender la luz, a tientas encontraría todo lo que necesitaba.

—El colchón estaba tirado en el suelo, era posible tropezar y caer.

—Ella avanzó con paso seguro, me llevaba de la mano como a un ciego. Oí que abría cajones, que lo revolvía todo, sin resultados. Me llevó después hacia otro rincón, abrió una puerta corrediza. Allí había ropas colgadas, las tanteó una por una al parecer. Me dijo, con un hilo de voz apenas, que la búsqueda había sido inútil. Estaba junto a mí y me bastó estirar los brazos para alcanzarla y abrazarla. Traté de darle aliento, para que siguiera buscando, yo estaba allí y la defendería si el viejo llegaba.

—¿Se trataba de un viejo, entonces?

—Sí, señor Ramírez. Faltaban pocos segundos para descubrirlo. Ella estaba tratando de convencerme de la inutilidad de seguir buscando, cuando… a pocos metros… se oyó una respiración dificultosa, jadeante…

—El viejo.

—Sí, ella ahogó un grito de horror. El viejo dejó oír entonces una risa sarcástica, perversa. Yo le pregunté qué hacía allí, por qué irrumpía en la casa de una mujer que no quería saber nada de él. Respondió que quien irrumpía en casa ajena no era él, y repitió su risa repulsiva. La voz parecía provenir de un plano inferior al de nuestras cabezas, como si aquel viejo maldito estuviese sentado. Una voz cascada, carraspeante. Nos ordenó entonces que siguiéramos sus instrucciones, si no queríamos caer bajo los disparos de un revólver.

—Usted tenía que salir y la muchacha quedarse.

—Exactamente. Si me preguntase usted ahora por qué actué como lo hice a continuación, no sabría responderle. Porque no había terminado de amenazarnos el infame cuando ya me le había arrojado encima, como una fiera. Nos trenzamos salvajemente, sentí sobre la cara los dedos crispados del viejo, me buscaba los ojos para hundírmelos, reventármelos. Yo había conseguido encontrarle el puño con que sostenía el arma, traté de doblegárselo. Forcejeamos, se oyó un tiro, los dedos de él se me clavaron más hondo que nunca y después me soltaron. Sentí que el brazo caía. Ella me preguntó si el viejo estaba herido. Le respondí que no, que aún seguía sentado en su silla, pero muerto. Los pasos de ella se acercaron lentamente, sus manos me encontraron la frente y me la acariciaron, dejó escapar un «gracias». En seguida se puso a tantear los bolsillos del viejo. Allí encontró el pasaporte ansiado, la billetera llena de dólares, un bolso sedoso lleno de joyas poco voluminosas pero de gran valor. Finalmente exhaló un profundo suspiro de alivio, me explicó que si procedía con cautela ya pronto sería una mujer libre de todo miedo, el paso siguiente consistiría en dejar ese edificio sin ser notados. Yo entonces le dije que sería mejor no perder un minuto más de tiempo, alguien podría haber oído el disparo.

—Usted estaba cometiendo un error. El viejo no había muerto, estaba herido solamente, y esperaba el momento propicio para echar mano al revólver y disparar las balas restantes del tambor.

—Yo no me había percatado.

—Pero yo sí, Larry. Lo que usted tiene que hacer es de inmediato echar las manos al cuello del enemigo y estrangularlo. Presione, él no tuvo ninguna piedad con usted, él quiso reventarle los ojos, húndale ahora esos dedos jóvenes de usted en la piel fláccida y maloliente.

—Sí, señor Ramírez, gracias, le estoy obedeciendo.

—Ya lo que se oye no es más que los últimos estertores.

—Cuando su respiración no se oyó más, lo solté y cayó de su silla al suelo. «Está muerto, ahora sí», le dije a ella. Sentí entonces sus dedos delicados buscando algo en mi rostro. Mis labios. Después posó encima los de ella. No me besó. Me rozó nada más, pero con gran ternura. Me anunció que ya partía, y tal vez nunca más nos veríamos.

—Usted le pidió que lo llevase, porque si se quedaba sin ella volvería a hundirse en la soledad y la tristeza.

—No, no me atreví.

—Usted se lo pidió y ella no respondió nada. Usted le dijo entonces que ella lo abandonaba porque era un pobre diablo sin nada en la vida, ni siquiera algún buen recuerdo, un pobre diablo tal que ni siquiera sabía quién era.

—Ella entonces me volvió a posar los labios y anunció que me iba a revelar quién era yo. Y que me quería mucho, porque sabía muy bien quién yo era.

—¿Y entonces, Larry?

—Entonces se lo pregunté, y me respondió que yo era el hombre que la había salvado.

—Se lo dijo por fin.

—Y me tomó las manos, y no parecía ya pensar en marcharse.

—¿Por qué no parecía ella pensar en marcharse?

—No sé… algo me dio esa impresión.

—¿Qué?, ¡recuérdelo!, ¿qué es lo que le dio esa impresión?

—Señor Ramírez… estoy tratando de recordarlo, es cierto, hago el esfuerzo más grande… y de nada sirve… ya no me acuerdo…

—¿Y después? ¡¿Qué pasó después?!

—Señor Ramírez… no grite así… en esta oscuridad no puedo ver su cara… pero esos gritos suenan tan mal… parecería que está enojado… furioso conmigo… sus dedos crispados me buscan los ojos, para hundírmelos hasta reventarlos…

—¿Yo?, pero si no tengo fuerzas sino para… respirar… de esta manera… jadeante… dificultosa… que tanto miedo le dio…

—…

—Larry… Larry…

—…

—No se vaya… ¿dónde está? Larry… contésteme…