—Entre.

—¿Cómo se siente, señor Ramírez?

—¿No es martes, hoy?, ¿a qué ha venido?

—Bueno, supe que estaba enfermo, y se me ocurrió pasar, para ver cómo estaba.

—¿Se lo dijo ella, que me había quedado en cama?

—No, llamé yo más temprano a la recepción, pero me dijeron que no lo podían traer al teléfono, porque estaba enfermo.

—…

—Lo llamé para cambiar la hora. Mañana a la tarde tengo cita para una entrevista de trabajo.

—Comprendo…

—Es para un puesto como asistente de investigaciones, en la Universidad de Columbia… Qué mal semblante tiene hoy.

—¿Empezará a trabajar en seguida?, ¿cuántas horas?

—Empezaría dentro de algunos meses.

—Siento un frío terrible, ya se lo he dicho. Me bajó la presión, pero el sudor frío continúa. Tengo las axilas mojadas, en este momento mismo, y los pies helados, y al mismo tiempo empapados de sudor. Es de lo más asqueante, siento repulsión de mí mismo… no aguanto más. Huelo mal, por añadidura. Y no puedo darme más de una ducha por día, me debilitaría demasiado.

—Lo siento.

—No se acerque, deje el abrigo allá. No quiero que me huela.

—La transpiración no me molesta.

—Si no mejoro, mañana me internan en un hospital.

—¿Qué le pasó? Ayer se sentía perfectamente.

—Si voy a parar a un hospital, entonces mis jíbaros van a saber por fin si acertaron, al ocultarme lo que quiero saber.

—No entiendo ni una palabra.

—Para ellos lo importante es que yo siga sin saber nada.

—…

—Y yo lo que necesito es saber. No que me traten como a una piltrafa que no aguantaría un golpe más.

—¿Qué le han dicho los médicos, de lo que pasó antes de llegar a este país?

—Muy poco. Que me metieron preso por un error, yo no había estafado a nadie. Después el avión, y un hospital dos días en este país. Nada más.

—¿Sabe lo que sucedió mientras estaba preso?

—No.

—¿Querría saberlo?

—Me es indispensable para mejorar.

—Pero después no me denuncie.

—Lo que usted haga cae bajo mi responsabilidad, Larry. No olvide que yo lo contraté sin permiso de nadie.

—Pues… le diré lo que sé.

—…

—…

—Sí… escucho… ¿por qué se calla?

—Pienso como usted, que hacen mal en tratarlo como a un inválido… mental.

—Lo oigo.

—Mataron a su familia.

—¿Cómo lo puede saber?

—¿Dónde están, si no, sus familiares?

—¿Quién se lo dijo?

—La enfermera. Ella no es muy profesional. Yo se lo pregunté.

—Larry… ella me dijo que no sabía nada.

—No quería perturbarlo. Yo tampoco. Tal vez usted prefiera no saber nada.

—¡Dígame todo lo que le contó! ¡Por favor!

—Recuéstese, y trate de relajarse. Según usted le es indispensable saberlo, para su curación, y yo estoy de acuerdo. Pero tiene que calmarse.

—¡Calmarme un bledo!

—…

—Pero por favor… se lo ruego, repítame todo lo que dijo ella.

—De acuerdo. A su familia la mataron.

—¿Cómo?

—Pusieron una bomba en su casa. Ocurrió cuando usted ya estaba preso. Pero era por cuestiones políticas, nada de estafas.

—Ellos me quieren alegrar, los médicos. Haciendo que yo crea esto que me dice. Pero no puedo dejarme engañar así. Ojalá fuese cierto.

—¿Cómo?, ¿le alegra la noticia?

—No sé lo que es alegrarse, pero sí sé que no es la peor noticia posible, que una bomba los mató. Si existieron alguna vez.

—¿Cómo?, ¿no le da vergüenza decir algo así? ¿No preferiría que estuviesen vivos?

—No.

—¿Por qué no?

—No sé, porque entonces… podrían estar sufriendo. Podrían estar pagando culpas mías.

—¿Qué culpas?

—No recuerdo nada. Pero usted, ¿por qué quiere saberlo?, ¡alguien lo manda a averiguar!

—Lo del desfalco es un invento suyo. Su hermano es un invento.

—Hace dos años yo era un hombre fuerte, eso me lo han dicho los médicos mismos.

—¿No lo cree entonces, lo que acabo de decirle?

—Tengo mis razones… para saber… que no es cierto.

—Démelas, señor Ramírez.

—…

—En sus adentros, usted debe saber mejor que nadie lo que pasó.

—También usted debe darme todos los datos. Debe repetirme todas las mentiras que ella le dijo. ¿Qué clase de familia me inventaron?, ¿a quién dijo que mataron?

—A su mujer, a su hijo y a su nuera.

—Sé que una vez viví con una mujer, fuimos de vacaciones a la playa una vez, un lugar de médanos. Hijos nunca tuvimos. Así que cambiemos de tema.

—Yo le dije lo que la enfermera me contó, porque usted quería saber lo sucedido. Creí que la verdad lo ayudaría, señor Ramírez.

—Larry, le pido disculpas, de veras. No me gusta reprimir a la gente con mi… con el espectáculo de mi miseria… Pero antes de que se vaya, quiero que me escuche una cosa… Creo que no fue muy generoso de su parte, el asunto aquel con la enfermera. Pero no estoy resentido. Usted es joven, he estado leyendo sobre las necesidades que sufren ustedes, y cómo eso los esclaviza.

—No pasó nada con la enfermera. Para los jóvenes no es todo miel sobre hojuelas. Y no siempre nos resulta fácil establecer un primer contacto.

—Pero con ella tenía cita.

—Bueno… no pasó nada. Y aunque hubiese pasado, ¿por qué se queja de la necesidad sexual de los jóvenes? No hace más que hablar de eso. Y como si fuera algo maligno, egoísta.

—Si me dice que no pasó nada con ella… para que me sienta mejor, es inútil.

—Señor Ramírez, me parece que usted es un voyeur. ¿Quiere que organice algo, por ejemplo que lo coloque en un cuarto contiguo para oír los ruidos?, estoy seguro de que eso lo reanimaría.

—No me interesa la parte exterior del asunto. Quiero saber lo que sucede en lo interior de la gente. ¿Qué sintió cuando la vio aquella tarde, esperándolo?, ¿o es que ella no vino a la cita?

—¿No es más importante para usted la noticia que acabo de darle, sobre su familia?

—No hubo tal familia. Siga con lo suyo.

—¿No prefiere discutir un asunto… tan fundamental para usted?

—Todos inventos suyos para no contarme de la enfermera.

—Hágase su voluntad… ¿En qué iba? Pues… hay muchas variantes, en estos encuentros. Se necesitan mil cosas para que todo salga bien. Uno de los dos puede estar de humor adecuado, y el otro no. Uno puede estar comunicativo y de buen talante, el otro un poco caído.

—No me interesan «estos encuentros», me interesa el encuentro de ayer.

—…

—Por favor…

—¿Se va a mejorar si le cuento?

—Prometido.

—¿Prometido qué?

—Hacer todo lo posible para mejorarme, todo lo que esté a mi alcance.

—Usted es como un vampiro. Se alimenta de la vida de los demás. Trate de imaginarse cómo se siente la víctima, mientras la van vaciando, de a poco.

—Aquí hay una sola víctima, y soy yo, víctima de mala salud y peores médicos.

—…

—Larry, ¿por qué fue tan vergonzoso lo que pasó esa tarde?

—No pasó nada, una charla tirante y basta.

—¿Cuánto duraba la lección de la hija?

—Una hora.

—Ella lo iba a llevar a su departamento, a dos cuadras. El marido tenía horario nocturno. Usted me lo dijo. ¿Dónde pasaron esa hora?

—Sentados en una cafetería.

—¿Por qué no en el departamento?

—Es que yo no estaba seguro, que fuese eso lo que me apetecía.

—Ella es muy agraciada.

—Ajá.

—¿De qué hablaron?

—Toda clase de temas. Estas conversaciones en general esquivan la cuestión. Se puede hablar de un millón de cosas, del mundo, de los demás, pero lo difícil de plantear es los propios sentimientos y necesidades con relación a la otra persona. Nunca se dice directamente, se sugiere nomás. Alusiones indirectas, flirteo. Flirteo y represión van de la mano, y tiene que haber represión para que un cierto placer se desprenda del flirteo.

—No entiendo. Cuando usted salió de aquí esa tarde esperaba algo diferente, noté que la deseaba mucho, y no le importó hacerme a un lado. Usted estaba cegado por las ganas. Y ella lo iba a llevar al departamento. Por eso no voy a creerle esta versión. Lo que usted no quiere es que me entere de que la gente sale con la suya.

—…

—Usted salió con la suya, confiese.

—A veces la gente sale con la suya, y otras no.

—¿Salió ella con la suya? Entonces lo único que quería era flirtear y sentirse deseada.

—Ella quería eso y algo más.

—¿Qué más?

—Sexo y afecto.

—¿Y usted qué es lo que quería?

—Lo mismo.

—Lo que no me dice es que los dos tuvieron otra cita al día siguiente.

—Me encanta su imaginación. No hubo segunda cita, una fue tortura suficiente. Me resulta muy incómodo estar junto a alguien que deseo, a no ser que la esté ya poseyendo.

—Estaba a dos cuadras de poseerla, ¿por qué dejó que ella lo detuviera?

—Ella no me detuvo. Yo solo me detuve, tiendo a sabotear estas cosas. Hay un modo de hacerlo, de quebrar el encanto, eso que se produce cuando dos personas se sienten cómodas entre sí, receptivas. Son estados de ánimo bastante frágiles, un encanto fácil de quebrar… basta con hacer cualquier mención directa.

—¿Qué sintió cuando por fin la abrazó, una vez en el departamento?

—Ya le dije que nunca la abracé. Y ojalá mi vida fuese tan florida como su imaginación… Si llego al punto en que estoy en una cama con una mujer, entonces no hay problema, el problema viene antes. Cuando uno se abre y expresa hasta qué punto está necesitado… se vuelve muy vulnerable, y a pesar de todo puede ser rechazado.

—Usted no es tan apuesto como cree, pero de todos modos no es un monstruo, ¿quién lo rechazó y por qué?

—No lo sé, siempre he tenido esa sensación.

—Necesito saber cuándo fue que lo hirieron más, y dónde sintió el dolor.

—Un dolor fuerte de barriga, de diarrea, ese efecto me hace usted.

—Qué grosería… ¿No fue en los ojos que sintió el dolor el día que lo hirieron tanto? Una vez me pareció que lo ojos se me llenaban de hielo, un hielo que quemaba.

—¿Cuándo fue eso?

—La tarde que la enfermera lo esperó frente al gimnasio.

—…

—¿Cuándo fue que lo hirieron más?

—¿Por qué se sintió rechazado, señor Ramírez? Yo iba a venir dos días después.

—Pero ella no iba a venir a verme esa noche. Lo había preferido a usted.

—…

—El mismo hielo poco a poco invade y mata el cerebro, pero los pulmones siguen trabajando unas horas más, lo mismo que el corazón. Voy a estar agonizando de dolor pero no voy a poder pensar, no voy a poder descubrir qué es lo que me está matando.

—…

—Espero que esto le suene muy ajeno, algo remoto que le está pasando a un viejo. Dígame que nunca estuvo así de mal en su vida, a punto de morir.

—Me he sentido así. Y peor todavía, porque sabía que no me iba a morir.

—Pero Larry, el que se muere pierde todo, no puede haber nada peor que eso.

—¡Basta, viejo absurdo! Acaba de decir que sus familiares están mejor muertos, pero usted no se quiere morir.

—Yo me sé defender. Ellos tal vez no. Si los mataron es porque no supieron defenderse. En este mundo me sé defender, en el otro quién sabe.

—En el otro no va a poder molestar a la gente. A veces me parece más un chico malcriado, que un hombre que ha vivido setenta y cuatro años.

—Entonces… ¿de veras nunca piensa en esas enfermedades, en la gangrena, y en las otras infecciones, las que vienen del frío?

—No.

—Quiere decir que todavía está intacto, de una pieza. Tal vez el miedo mayor que conoció en su vida fue que el sueldo no le alcanzara hasta fin de mes.

—Lo cual es bastante molesto.

—Larry, ¿puedo pedirle un favor?

—Depende.

—Si me dice qué es lo que ve cuando cierra los ojos, en el momento de su mayor miedo, tal vez yo trate de ver lo mismo cuando el miedo me venga.

—En otras palabras, quiere conocer mis defensas.

—Quiero conocer a sus enemigos, trataré de creer que son los míos.

—…

—Cierre los ojos y dígame cómo son sus enemigos. Parecerían casi mansos.

—…

—¿Ve casas?, ¿casas donde ha estado?, ¿o lugares desconocidos? ¿Ve gente?, ¿gente que conoce?

—…

—¿Qué le están haciendo?, ¿quién está ahí para defenderlo?, ¿quién lo traiciona después de hacerse pasar por amigo?

—Está bien. Uno de mis terrores más grandes es el de perder mi atractivo físico, de no contar más con ese arma. Usted debe saber de lo que hablo. ¿Cómo hizo para aceptar que ya no era el de antes y al mismo tiempo sentirse intacto, con una vida todavía por delante, una vida con algún sentido, que le podía seguir deparando placeres? Dígame cómo fue eso, y cómo pudo salir de ese mal trance.

—Soy muy pobre, no puedo dar mucho, no puedo dar nada. No sé nada.

—…

—Todo lo que tengo… es una esperanza mínima, de encontrar mis anotaciones.

—No me venga con ese patetismo. ¡Pone demasiado énfasis en esas notas! Nada le va a venir de afuera, está ya todo en su cabeza. Su cerebro no está dañado.

—Dígame qué cara tiene, ese que le declara amistad, el que va caminando al lado suyo, pero que poco después da un paso atrás. Es ahí que usted se da vuelta, y le ve un cuchillo en la mano.

—Sucede constantemente. La gente se echa atrás, no intima, no se atreve a encariñarse, por poco que sea. Por más que necesite de afecto. Yo soy así siempre. Doy un paso atrás.

—¡No!, usted no es el que retrocede, Larry…

—Sí, es lo que hago siempre.

—Ese otro, el que camina detrás suyo, ¿tiene su misma cara entonces?

—No sé de qué me está hablando.

—¿Qué cara tiene, ese que camina detrás suyo, con un puñal en la mano?

—…

—No tiene importancia, ya le hice suficientes preguntas, ¿verdad? Y me había olvidado de que hoy está en calidad de visita, no de acompañante. Gracias, no dude por un momento de mi aprecio por lo que está haciendo.

—Nada de eso, estaba cerca y pensé en entrar un rato.

—No me refiero a eso. Vino a decirme que con la enfermera no había pasado nada, para que no me sintiese dejado de lado… Usted se tomó el trabajo de inventar una historia de cabo a rabo, todo en mi beneficio.

—No le mentí.

—Mire, es inútil tratar de embaucarme. Ella estuvo a verme antes que usted, y me dio la versión real.

—…

—La enfermera lo vio venirle al encuentro. Usted se detuvo en la esquina. Ella estaba contenta de verlo y no lo ocultaba.

—…

—Ella lo vio venirle al encuentro, pero usted no sabía si cruzar la calle o no.

—No era solamente la pérdida de una persona, sino la del sentido que ella le daba a todo.

—Usted no sabía si cruzar la calle o no. Tal vez fue entonces que cerró los ojos. ¿Era una tarde oscura?, ¿estaba iluminada la calle?

—En momentos así no se ve la calle. El dolor se expande como el cáncer, pretende tragarse todo. Pasa al dormir, pero pocos segundos después de despertarse, vuelve. Y así y todo nunca pensé en matarme, en esos momentos. Me pregunto por qué. Un dolor que llega tan hondo, que destruye todo el significado de la vida. La razón debe estar en el sufrimiento. Horrible como parece debe haber alguna función que ese sufrimiento cumple, algún significado que adquiere para así sofocar toda idea de suicidio, y bloquearlo a uno en esa posición.

—Ella me dijo que en seguida se sintió cómoda con usted en la cafetería, y que entonces…

—¡Cállese! Cuando mi… amiga me dejó, después de diez años juntos, fue como si me arrancasen la piel, por dentro me revolcaba de dolor, pero por fuera hice que no se notase nada. Me quedé ahí en el departamento leyendo con toda calma, mientras ella preparaba sus valijas. Ella estaba muy mal también, se estaba viniendo abajo. Los dos nos estábamos viniendo abajo. Tenía la absoluta necesidad de irse, pero quería que le dijese «no, no te vayas». Empezó a buscarme peleas, sobre qué le correspondía a cada uno. A medida que yo le concedía más cosas, y más y más, sus pretensiones se volvieron extravagantes, y quería todo. Le puse tal distancia, que el único modo de hacerme engranar en la pelea fue atacándome. Pero mantuve la fachada, sin ceder, incapaz de decir «no te vayas, te necesito». Creo que eso era lo difícil. Decir «te necesito, soy una persona incompleta, me falta algo. Sin ti me debilito». Eso no lo pude admitir. Parecía tan doloroso, admitir esa necesidad. Y por fuera pareció que yo estaba tratando la cosa como una cuestión menor, la separación de una mujer con la que había vivido tantos años. Como perder un gato.

—¿Para entonces usted ya había abierto los ojos?, ¿o estaba todavía esperando para cruzar la calle?

—…

—Ya no tiene nada que temer, usted se olvidó de todo lo de esa tarde pero no importa, porque yo lo recuerdo, y se lo puedo decir.

—Sí, dígamelo, ¿qué sucedió?

—Tal vez bastó una palabra de usted, la justa, y la enfermera supo que tenía que echar el marido a la calle. Una sola palabra y usted tenía un hogar esperándolo. Un hogar de veras, cálido y acogedor, y dentro de él a la mujer que ansiaba.

—Me suena sofocante. No quiero vivir ahí.

—Larry, usted dijo que el hombre que caminaba detrás suyo tenía su misma cara. ¿Cómo sé que ahora es usted y no él a quien tengo delante?

—No le entiendo ni una palabra.

—Me lo dijo hace poco, esta misma tarde. ¡Ah!, y ya me acuerdo de algo más. Un día en el parque me dijo que la voz del otro sonaba maligna. Y yo no podría describir cómo suena su voz ahora con una palabra más acertada.

—Si insiste me voy a enojar de veras con usted.

—Si usted es Larry me debe decir quién le pegó una vez con un tablón.

—Mi padre.

—Una voz maligna. Y sépalo, nunca Larry sufrió un rechazo, y tal vez ni conozca el significado de esa palabra. Mientras que usted… no puede pensar más que en eso.

—Se equivoca, señor Ramírez. El sabe lo que es ser rechazado. Cuando tenía diecisiete años, la madre lo echó de la casa, no tenía trabajo, ni dinero, no estaba yendo a la escuela, no tenía donde ir.

—Quien se equivoca es usted. No fue la madre, sino el padre, quien lo amenazó con un tablón.

—No, el padre podía amenazar, y enfurecerse, pero no sabía tomar una decisión, y no habría podido echar al chico a la calle. Era la madre quien tenía fuerza suficiente para eso. Ni bien entró en la pubertad empezaron las peleas, él y su madre.

—Imposible. La enfermera me contó todo, Larry no provocaría nunca una pelea, menos aún con una mujer.

—Un día, temprano a la mañana, iba con mi bate al hombro, a jugar a la pelota con mi amigo Charlie. Iba con zapatillas blancas, camiseta de manga corta y los bluejeans bolsudos que mamá siempre me compraba. Yo era muy flaco de chico, con una gran mata de pelo. Iba por el camino de siempre y vi a esta mujer rumbo a su trabajo, a una oficina probablemente, por la ropa. Usaba tacones altos y la falda le llegaba hasta apenas debajo de las rodillas. Los tacones altos tensionan los músculos de la pantorrilla de la mujer, y la obligan a contornearse, como los caballos. Mis ojos se detuvieron en esas pantorrillas, los músculos y las curvas. De repente sentí algo alborotándoseme bajo el pantalón, no sabía lo que me estaba pasando, creí que podía ser algo malo. Todo eso me sorprendía, y me asustaba un poco, pero seguí a la mujer hasta la parada del ómnibus y la miré subir.

—Larry me contó la misma historia. Y cómo le mostró la erección a la madre. Ella lo besó en la frente y le dijo que no se preocupara, estaba creciendo sano, eso era todo.

—Llegó la madre ideal. Lo único que nos faltaba.

—Ideal, no como la de usted.

—Sí, no como la mía. No se lo conté a nadie. Ni siquiera a mis amigos varones. Estaba demasiado avergonzado, tenía miedo de que se me rieran. No era algo que se podía contar, era algo que me tenía que guardar para mí solo. Y fue así para siempre.

—Su madre vio que usted ocultaba la erección, y por eso se enojó.

—No jugué a la pelota ese día. Volví a casa. Pero antes esperé que el bulto bajase. Tomé conciencia de mi ropa, de lo fea y bolsuda que era. Y quise deshacerme del bate, ponerme un traje y seguir a la mujer del ómnibus. No la conocía, era más alta y de más edad que yo, y la diferencia me hizo sentir un poco ridículo.

—Y desde entonces ha tratado de parecerse a Larry, y, por unos pocos minutos, puede engañar a cualquiera. Muy pocos minutos… Larry se fue. Yo le dejé un sobre en la oficina del Director. Con una nota, y algunos dólares para que coma a gusto.

—Yo lo vi en una pizzería mísera.

—¿Cuándo?

—Hace años.

—¿Dónde?

—En el centro de Nueva York.

—¿Qué lugar del centro?

—En la calle 34.

—¿Qué hacía él ahí?

—Comía algo.

—No me mezquine las palabras.

—Creo que era una pizza siciliana, puede ser que con hongos, envuelta en una hoja grasienta de papel blanco. Le chorreaba el aceite de las puntas, en los labios tenía salsa de tomate.

—¿Por qué estaba en la calle 34?

—Se había ido de la casa y estaba buscando donde dormir.

—Tenía nada más que diecisiete años.

—Así es, diecisiete.

—Se había ido de la casa porque lo esperaría alguna muchacha, una aventura propia de la edad. Mientras que a usted, quien lo echó fue su propia madre. Como se saca a la calle la basura.

—Sí, fue ella. La cuestión había empezado cuatro o cinco años antes. A partir de la pubertad. A ella mi cambio le había traído graves problemas. No solo los pensamientos pecaminosos y perversos que ella me atribuía, sino la misma idea de libertad, que estaba ligada al sexo.

—Sé que las madres bañan a sus niños. ¿Hasta cuándo sigue eso, hasta qué edad?

—No sé, con los varones, hasta que la madre se siente atraída por el cuerpo del hijo, por sus órganos… El padre está fuera de la casa trabajando, todos los hombres de la zona están trabajando. Se quedan las mujeres, y hay nada más que un hombrecito cerca, al que se lo ha bañado y cuidado, y nutrido durante años. Es imposible que este apego no tenga un componente sexual. El chico siente ese apego, ¿y qué efecto le causa?, tiene a su madre toda para él la mayor parte del día. El padre llega a la casa a la noche y come y duerme con ella, y eso queda envuelto en el misterio, pero la mayor parte del día ella pertenece al chico. Y el chico se pregunta por qué ella le dedica tiempo al padre, por poco que sea, ya que el padre es un pobre asno. El hombrecito se siente muy superior al padre. El padre está ahí nada más que en virtud de su tamaño y edad. Es el padre el usurpador, y debe ser eliminado. Todas las noches vuelve y duerme con la madre en la cama grande, y el chico debe volver al propio cuarto… Todos los muebles del dormitorio de mamá me fascinaban, el espejo, la caoba, los candelabros de bronce, los frascos de perfume sobre una bandeja de vidrio, las fotos colocadas al borde del espejo, las borlas del cubrecama, la ropa interior en los cajones de ella, la caja del polvo, las horquillas y sachets, y toallas, y trusas, y chinelas, y la alfombra, y el piso de madera. Yo quería su cuerpo, pero no lo sabía. No me dejaba entrar a su dormitorio muy seguido, a veces cuando íbamos a la playa tenía que cerrarle el cierrerrelámpago del traje de baño. Se cerraba en la espalda, un cierre largo que empezaba justo donde empezaban las nalgas. Ella de adelante se cubría los senos, pero los breteles estaban caídos. Yo tenía que cerrar la parte de atrás, y lo hacía lo más despacio posible. Si me atrevía tiraba un poco la tela para mi lado, y después subía el cierre. Así podía ver el comienzo de la raya, de las nalgas, y la curva hermosa del talle. A veces en verano, cuando hacía mucho calor, ella usaba una blusa suelta, sin sostén. Muchas veces se sentaba en la mesa de la cocina y leía el diario, yo me paraba en una silla detrás de ella haciendo como que leía el diario, pero mirando por debajo de la blusa, a sus pezones, marrón oscuro y grandes. ¿Se imagina usted?, y sin poder tocar.

—Si él era tan buen amigo suyo le habrá contado lo que sucedió después.

—Con mi madre éramos muy unidos, pero todo se agrió después. Me volví indisciplinado, me quedaba en la calle hasta las cuatro de la mañana, me emborrachaba, fumaba, leía libros de filosofía, novelas, y todo eso la perturbó. Me resultaba insoportable seguir ahí, pero la gente que pelea es porque siente un gran apego, y para mí irme fue un verdadero desgarramiento. Pero no demostré la menor emoción, me mantuve frío, indiferente, la perturbada era ella. Peleamos y peleamos y peleamos, y cuando me echó a mí no se me movió ni un pelo. Fui y preparé mi bolsón. Por dentro me moría pero seguía mirándola desafiante.

—¿Dónde pasó usted esa noche?

—La primera noche dormí en el subterráneo. A bordo de la línea E, de una punta a la otra. Es posible dormir sentado sin caerse. Cuando se está por ladear y voltearse del todo, uno solo levanta la cabeza y se endereza, sin despertarse. El cerebro sigue manteniendo cierto contacto con la realidad. Cada tanto el guarda me despertaba en la última parada y me hacía cambiar de tren.

—…

—Llevábamos seis meses peleando, con mi esposa. Ya se la nombré a usted, la mujer con quien viví diez años. Todo se deterioró muy rápido, ya no nos podíamos aguantar más. Tardamos seis meses, o nueve, en llegar a un choque total. Y eso después de pasar un mes de vacaciones juntos. Que fue terrible. Empezó a tener aventuras. La idea de ella, me lo dijo después, no era la de irse. Sino tener aventuras para poder soportar nuestra relación. Ella quería que yo me fuera, me molestaba a propósito, me despertaba a la noche, se emborrachaba, apagaba la televisión cuando yo estaba mirando. Para forzarme a reaccionar, así era yo la causa del rompimiento. Por doloroso que fuera todo eso, yo no podía decidirme a dejar la casa.

—…

—Y me acuerdo de otra cosa. Mamá dijo «si vuelves después de las ocho, la puerta va a estar con el pasador por dentro». Pero era muy temprano para volver a casa, tan irracional como decir «no salgas». Yo ya estaba vestido, tenía una cita, me sentía un hombre, y ninguna regla estúpida me iba a detener. Me comporté desafiante, sin medir las consecuencias. Cuando volví eran las once y la puerta tenía el pasador puesto, y la cadena, no pude entrar con mi llave, ¡así que a la mierda y me voy a dormir afuera!, tomé el ómnibus hasta el subterráneo y dormí ahí toda la noche.

—Me está mintiendo. Primero mencionó un bolso, que ahora no aparece por ninguna parte.

—Al ir hablando, voy recordando mejor lo que pasó. Fue al día siguiente que me echaron para siempre. Ella había encontrado la excusa. Lo iba haciendo de a poco, de otra forma no se animaba. Primero por una noche, y después permanentemente. Ella tenía que deshacerse de mí, por algún conflicto que mi libertad y salvajismo le estaban causando. Ni siquiera era salvajismo, ese era el término de ella, hasta llegó a hablar y pensar con sus palabras. Yo no era más que un adolescente normal, rebosante de vitalidad.

—Larry, por favor dígame otras palabras que usaba su madre.

—…

—¿Le falla la memoria?

—Mi madre no tenía palabras propias. Ni sabía pensar por su cuenta.

—Estoy cansado, no puedo seguir su razonamiento. Pero sí deme alguna palabra de ella, se lo ruego.

—Lo que hacía mi madre era como vivir la vida de otro, y justificarse con frases hechas que creía haber inventado. Sus propias necesidades, que eran distintas, no encontraban un lenguaje con qué expresarse, o con qué aflorar a la conciencia. Pero sí ejercían una presión exasperante.

—Estoy demasiado cansado, no puedo seguirlo. Pero si me repitiera las palabras de ella… tal vez… pudiese… entenderlas…

—…

—No puede repetirlas… porque ella nunca se rebajó a dirigirle una palabra…

—…

—Usted engaña a la gente, pero por un rato nomás. Y a mí ni por un instante.

—…

—Nunca le pedí que viniera. Por favor vayase…

—…

—Le he dicho que salga de aquí.

—Hasta mañana.