—Hace buen tiempo, salgamos.

—Estoy muy resfriado.

—¿Sí? No se le nota.

—Siento que me está viniendo, el resfrío.

—El aire le va a hacer bien, señor Ramírez.

—¿Quiere salir, por algo en especial?

—No, para mí es más fácil estar sentado acá.

—¿Hace mucho frío afuera?

—No, está agradable. Frío pero soleado. Le hará mejor a la salud que estar sentado adentro.

—Parece que la van a echar.

—¿A quién?

—Pero Larry… a la enfermera, ¿a quién si no?

—¿Por qué?

—Es una ladrona, parece. Y ha estado espiando cosas de la gente. Una cuestión muy desagradable. Y delatora además.

—¿En qué sentido delatora?

—En todo el sentido de la palabra.

—Es su trabajo, vigilar a los pacientes.

—¿Y revisarles los papeles secretos?, ¿eso le parece bien?

—No. Pero es posible que se lo hayan ordenado, señor Ramírez.

—…

—Tal vez sea el procedimiento de la casa. Asqueante, de cualquier manera.

—Todo empezó por un detalle ínfimo, pero después se descubrió que no había sido la primera vez. Ya ha sido arrestada antes. Una mujer del hampa, resultó ser.

—Hasta el otro día usted estaba enamorado de ella. Antes de ayer.

—Es que todavía no la conocía. Pero ahora sí.

—¿De veras la van a echar?

—Quién sabe. Lo que más me exaspera es que gente así a veces se sale con la suya.

—Con que deje de leerle, ya está.

—Ya lo creo que no me va a leer más.

—Enuméreme los delitos.

—¿Lo toma a la ligera? Claro, usted sabe que no la van a echar, alguien se lo habrá dicho, y ya se está poniendo del lado de ella, de la espía.

—¿Quién puede interesarse en las ideas políticas de alguien internado en este sitio?

—Está visto que sí existe quién. Y ahora me admite que son ideas políticas lo que están investigando. Además todos me mantienen a oscuras. Y eso usted no me lo negará, ¿o sí?

—¿Qué es eso de mantenerlo a oscuras?

—No quieren decirme qué pasó, antes de salir de… la cárcel. En la Argentina.

—¿Usted preso?

—Hubo un error, es todo lo que sé, se me acusó de un desfalco o algo así, sin razón. Cuando salí mi hermano me mandó para acá. Los médicos sí conocen todo el resto, y deben pensar que empeoraría, si me enterase.

—Usted tiene miedo de haber hecho algo malo. Y seguramente será así, habrá hecho mal a alguien.

—¿En qué se basa?

—En nada. Siempre está imaginando que lo persiguen, por algo será.

—¿Usted qué sabe, tiene algún dato cierto?

—No. Lo dije por decir.

—…

—Usted de veras tiene miedo de haber hecho algo malo, algo muy malo.

—¡Ay!, es justo aquí en el pecho, apenas si puedo respirar… Me estoy ahogando.

—¿Qué le pasa? Tiene color de muerto. ¿Llamo a un médico?

—No… y puede irse si no quiere verme así.

—Perfecto. Chau.

—¿Cómo puede burlarse de mí en un momento semejante?… Ay… ¡ay!, por favor…

—¿Por favor qué?

—…

—Está demasiado pálido, mejor llamo a un médico.

—No, es inútil que vengan. No saben qué hacer conmigo.

—Pero además está transpirando.

—No llame al médico, es inútil.

—Veamos… tiene la frente tan fría… Deme una mano… ¡está helado!

—Por favor, váyase… O dígame algo que me alivie el dolor.

—Oiga, señor Ramírez, usted no es la única persona que haya hecho mal a alguien. Yo maté a un hombre cuando estaba en Vietnam.

—Me dijo que no lo habían enrolado.

—Le mentí.

—¿Por qué esa mentira?

—No quería que se hiciera una idea pobre de mí. Serví con los infantes de marina durante dos años.

—¿Usted conocía a ese hombre que mató?

—No, nunca me enteré de cómo se llamaba. Nuestro pelotón estaba rastreando una aldea. Los habitantes la habían abandonado días antes. Si quedaba alguien era casi seguro del Vietcong. Llevábamos el arma sobre la cadera, de repente sentí una presencia muy cercana, detrás mío. Giré y vi un hombrecito de ropa oscura…

—Y sí, se parecía a alguien…

—No, me miraba nada más. Odio eso, que alguien me venga de atrás, y lo acribillé a balazos.

—E inmediatamente lo reconoció…

—No, jamás lo había visto, pero cuando lo tanteé supe que no era un soldado, sino un campesino viejo que tal vez no había querido irse, y abandonar su aldea.

—Tuvo suerte de disparar primero, él lo iba a matar, con un tablón, o quién sabe qué.

—Sí, pensé que me iba a liquidar, pero me le anticipé.

—O tal vez fue cruel de su parte, antes debió desarmarlo.

—No había tiempo para aclarar nada, destruir o ser destruido.

—¿Qué pasó, después de eso?

—Supongo que me equivoqué, porque él no me iba a hacer nada.

—¿Lo lloró? ¿Lloró sobre su cuerpo, ese pobre cuerpo de viejo?

—No, pero me sentí una mierda.

—¿Qué hizo esa noche, pudo dormir?

—Ajá, dormí.

—Pero antes fue a uno de esos burdeles, los de Saigón.

—Las mujeres eran maravillosas, señor Ramírez. Pulcras, color bronce, con tajos en los vestidos, caras pintadas, y pelo batido. Maquilladas para norteamericanos. No pensaban más que en sexo y dólares. Da gusto una mujer que no piense más que en sexo. Y que me siga.

—¿Fue solo?

—Sí, solo.

—¿No estaba con uno de sus superiores?, ¿echó mano usted a la mejor de todas, o se la birló el otro en vez?

—No fui con nadie.

—¿Cómo eran esos cuartuchos?

—Había a veces un espejo contra la pared, y me colocaba con ella frente a ese espejo para poder verle la espalda y las nalgas mientras me acariciaba.

—…

—Señor Ramírez, ¿le interesa el sexo todavía?

—Sé que era importante, pero no recuerdo lo que sentía en esos momentos. Hay cosas que no entiendo. He estado leyendo escenas de amor, y hay partes que comprendo y otras que no. Comprendo que uno quiera ser acariciado, otras cosas no comprendo.

—…

—Hábleme más de la chica del burdel.

—Mire, señor Ramírez, nada de eso sucedió. Su dolor de pecho pasó, ya puede respirar bien y no hay por qué continuar.

—¿Era mentira?

—Ajá, mentira. Nunca salí del país.

—…

—Ficción pura.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? Usted me mintió sobre aquel de Soho.

—Debe haber algún oficial, superior suyo, que sí estuvo allá. Él le habrá contado de las muchachas.

—No, le inventé todo.

—Si aquella noche del crimen pudo dormir fue gracias a ella.

—Ya le he dicho, señor Ramírez, se lo inventé todo.

—Ella lo acarició porque para eso se le paga, pero lo que yo no entiendo son otras cosas.

—Al mirarle la espalda reflejada en el espejo, al mirarle la nuca, al no sentir esa calidez, al no verle la cara, y la expresión tierna…

—¿Al no sentir esa calidez?

—Está el otro goce, el de estar cara a cara con alguien. Y ver el propio placer reflejado en la otra cara. Es un goce, cálido. Pero el espejo es más perverso, usted sale de escena y ve a la otra persona como un objeto, reducida a una cosa, alguien que está entregándole todo de sí misma, que se está postrando, vaciándose, y eso también es goce.

—¿Cuál de los dos es más fuerte?

—Se necesitan ambos.

—¿Pero por qué tocar?

—Queda menos de ella, como persona, mientras acaricia.

—…

—No me entiende, ¿verdad? Es la idea de ver a alguien reducido a existir nada más que para usted, un esclavo. No sé por qué, pero da placer, excita.

—¿Y qué sucede cuando uno acaricia?

—Tendríamos que ir a algún cine porno. Ya funcionan con comodidad para lisiados. Podemos colocar la silla en la punta del pasillo.

—No quiero mirar, quiero que me diga qué pasa cuando uno acaricia. No, más aún, quiero saber por qué uno va y toca.

—Ni siquiera se necesita que quiera a alguien, basta que le guste un poco, y la caricia lo lleva solo, tiene un envión propio.

—¿La caricia que se da es igual a la que se recibe, o son diferentes?

—Son iguales.

—Sigo sin saber por qué uno va y toca.

—…

—Fue muy generoso de su parte dejar que el otro, un oficial, pasase primero, con aquella muchacha.

—Vuelta a las andadas…

—Usted acaba de decir que no sabía dónde estaba el burdel, y que un superior suyo lo llevó, ¿o fue al revés? Perdone, se necesita paciencia conmigo, me olvido fácil.

—También inventa fácil.

—Ahora quiere que me confunda. La chica era sin duda la mejor del burdel. Y usted lo dejó pasar antes. Lo cual demuestra buen sentido de la camaradería.

—Oiga, ni tengo oficial superior ni voy a burdeles.

—Una vez le pregunté al médico, sobre esas sensaciones.

—¿Y qué le contestó?

—Me pidió que pensara en una comida muy apetente, que por fin podía comer cualquier cantidad, porque me iba a dar sueño, un sueño reparador. O en que tenía mucha sed, y que por fin podía tomar mi vino favorito, que me iba a dar ese sueño. Pero yo no tengo ni hambre ni sed, solo dolores, que se aplacan o recrudecen.

—Señor Ramírez, ¿quiere que le agencie una prostituta? El Comité no se lo pagaría pero usted la podría contabilizar como gastos de farmacia.

—Supongo que primero hay que recordar lo que es el deseo.

—…

—¿En qué hay que pensar en esos momentos?, lo único que me supo responder el médico fue que había que dejar de pensar.

—La verdad es que no hay problema. No es que se deje de pensar, o que ponga la mente en blanco. Es que las preocupaciones, todo se evapora. Deja de urdir planes, y le pasan imágenes por la mente arrastrando más imágenes.

—¿Qué imagen arrastra a otra?, ¿cuál es la primera?

—A veces veo paisajes, de lugares donde he estado, a lo largo de los años. Y me inundan los recuerdos, cosas que creí haber olvidado. Caen defensas, y es muy placentero, dejarse llevar por esa corriente.

—Un paisaje, por favor.

—Lomas, lomas suaves, verdor, y lagos.

—¿Hace frío, en ese paisaje?, ¿hay viento?

—El clima es siempre perfecto. Confortable, de calma contagiosa.

—¿Es un paisaje que vio pintado o en fotografía?

—No, en la realidad. Lugares donde he estado, fuera de la ciudad.

—Dígame uno.

—Los médanos de Cape Cod. Conozco muy pocos lugares.

—¿Quién está en el paisaje?, ¿usted está?

—A veces yo estoy en el paisaje, a veces no.

—¿Qué hace en el paisaje?

—Uhm… No es necesario que haga algo… es nada más que el cuadro, la imagen, las curvas y los colores. Y uno sigue imaginándose otros diferentes, nuevos, es ese el placer.

—Cuando le pregunté qué hacía en el paisaje no me pudo contestar en seguida, y la voz le salió distinta, irritada.

—Nada de irritación, la dificultad de explicar, nada más.

—¿Cuál es el último paisaje que ve, antes de quedarse dormido?

—A veces me quedo dormido y me pongo a soñar con más paisajes. Y esos sueños son siempre agradables. Es como el cuerpo de una mujer, al que se está explorando.

—Trate de concentrarse y dígame cuál es el último paisaje que ve antes de quedarse dormido.

—Basta de paisajes, no puedo seguir más.

—¿Le sería posible explicarme lo que se siente en el miembro en esos momentos?

—La sensación no está ahí solo, inunda todo el cuerpo… No sé cómo explicar…

—Trate de concentrarse. Haga un esfuerzo.

—¿Para qué mierda?

—Ya que no es capaz de explicar lo que se siente, ¿podría por lo menos decir a qué otras sensaciones se parece?, algo que yo pueda experimentar, o recordar, en mi condición actual.

—¿Ha nadado alguna vez?

—Ahora no, pero sí recuerdo lo que era, no sé por qué.

—Cuando la temperatura del agua es perfecta, ni demasiado fría, ni demasiado caliente, fresca y nada más, y uno va nadando, deslizándose por el agua, y después sale, y las gotitas de agua como que brillan encima de uno, y la piel le empieza a hormiguear, esa sensación linda es como la sensación del sexo.

—Recuerdo esa sensación, la de nadar, pero no era muy importante para mí. Mientras que veo que el sexo es terriblemente importante para la gente. Esa importancia es la que no puedo entender.

—Después de terminar, aunque no se quiera a la persona, brota como una cierta… solicitud o afecto, aunque uno haya empezado por mostrarse indiferente o fastidiado, u hostil.

—Esa es su versión, y de ella poco es lo que entiendo. Pero si usted fuera paciente conmigo, le pediría que me contase lo que el otro sintió, en el burdel.

—…

—Los dos querían a la mejor. ¿Le fue muy doloroso a usted, perderla?, ¿qué diferencia había entre ella y las demás del burdel?

—…

—¿Por qué era mejor que las otras?

—…

—¿Se la podía mejorar en algún sentido?, ¿o le gustaba tal como era?

—¿Usted quiere decir la persona que realmente uno desea? Esa, la que lo noquea, esa… cuando se le presenta, le hace retroceder un poco, el impulso sexual. Y uno queda como atolondrado, ante ese objeto mágico, inalcanzable.

—Pero pronto la alcanza.

—No, nunca. Uno puede conseguir a todas las otras sin ningún problema, pero queda siempre suspirando por alguien más. La persona que realmente quiere, la que es mágica para uno, la que le resolvería todos los problemas, y le colmaría todos los vacíos, y le curaría todas las heridas, esa persona es casi inalcanzable, y uno se debilita a medida que se le acerca.

—Pero el momento llega en que la alcanza. Eso quiero recordar, porque sé que la alcancé. Más aún, sé que si pudiese recordarlo todo, no me importaría no tenerla aquí ahora.

—…

—Me cree cuando le digo que la alcancé, ¿verdad?

—No.

—¿Por qué?

—Porque es una ilusión. El que alguien o algo desde afuera pueda completarnos.

—¿Por qué la chica del burdel resultaba insuperable?, ¿qué la hacía perfecta?

—…

—Si no se acuerda bien de ella, piense en otra que también le resultó perfecta.

—…

—¿Recuerda en este momento haber visto un paisaje que le pareció insuperable?

—…

—¿Lo tiene olvidado?

—Lo que impresiona es lo que el paisaje está sustituyendo.

—Larry, ¿no le basta la belleza del paisaje en sí?

—Está reemplazando a algo. Creo que está reemplazando a algo.

—Los médanos de Cape Cod, ¿qué estaban reemplazando?

—Si la mujer es perfecta apenas si uno puede acercársele. Es tan perfecta, una diosa tal, que nos está prohibido imaginarla directamente, y de allí tantas imágenes, y sustituciones.

—Si la busca tan desesperadamente es porque la ha conocido antes. No es cierto que nunca la alcanzó. La alcanzó y la perdió. Lo sé, porque no me importa conseguir lo que antes no tuve. Lo que pasa es que usted no recuerda haberla alcanzado, como yo no puedo recordar tantas otras cosas. La alcanzó y la perdió, pero no se acuerda.

—…

—¿A esos médanos puede recordarlos perfectamente?

—Antes me encantaba explorarlos, caminar detrás de los más altos y por las resquebrajaduras, vadear por las partes pantanosas. No hay nada como explorar un terreno nuevo, y a mí siempre me viene esa compulsión de abarcarlo, al lugar, de trazar el mapa, como si fuera el primer explorador.

—No me contestó todavía. ¿Recuerda perfectamente o no aquellos médanos?

—No.

—¿Por qué no?

—…

—Parece que no quiere continuar la discusión. Pero si usted no me ayuda, ¿quién lo va a hacer?

—…

—El silencio me enferma.

—…

—Y así y todo usted no quiere contarme de ese superior suyo en Saigón.

—Espero nunca llegar a ser un viejo lunático.

—¿Sabe una cosa?, su memoria es peor que la mía. Usted ya me contó todo de su amigo: aquella noche se avergonzó de que él lo viera en ese sitio. Y usted siempre lo había respetado mucho por ser de más edad, y más rango. Y él en cierto modo lo respetaba también.

—…

—Inútil evadirlo. Sucedió y cada uno es responsable de sus actos. Pero si no me dijo la verdad cuando me contó la historia, este es el momento de aclararla. Usted llegó al burdel por su cuenta, era la primera vez, las indicaciones que le había dado eran vagas y el camino tortuoso, pero al fin llegó. El oficial mismo le había dado las indicaciones, ¿entonces por qué se sorprendió tanto al encontrarlo?

—A este hombre le crecen burdeles en el cerebro. Señor Ramírez, ¿los frecuentaba usted mucho?

—Sí, eso es exactamente lo que le dijo al oficial cuando él le sugirió ir juntos. Por eso después le chocó encontrárselo allí.

—De acuerdo, ya estamos en el burdel, ¿y ahora qué pasa?

—Lo vio a él, que tomaba un vaso de vino.

—Vino de arroz.

—Él estaba ahí esperándola a ella, usted se dio cuenta después. Se oyó ese sonsonete que ya me contó, lo oyó a la distancia, un canto raro, pero usted quería saber de dónde venía. Se atrevió a abrir una puerta, que daba a un corredor oscuro. La música ya se podía escuchar mejor. Había cuartos, cuartos muy pequeños, con la puerta entreabierta, a oscuras, o no, algunos tenían una vela diminuta ardiendo. Era gente vieja en su mayoría, echados en camastros, de a uno, de expresión desgraciada, aunque estuviesen en pleno sueño de opio.

—¿Qué tipo de música era? Un tango argentino, ¿verdad?

—Qué tontería, me lo dijo usted mismo, que era china, de gran refinamiento, casi religiosa. Y usted avanzó, al final del corredor había una cortina de cuentas.

—¿Y detrás de la cortina, señor Ramírez?

—Un cuarto extraordinario, pero apenas si se distinguían los contornos de los almohadones, perfilados contra la pared de papel. La música se tornó más fuerte, tuvo que caminar con cuidado, parecía haber algo extraño echado entre los cojines. La única luz provenía del cuarto contiguo, sobre la pared de papel se movían sombras humanas.

—¿Echaban humo, las pipas de opio?

—Usted me habló del perfume de esas pipas… ¿a qué esencias extrañas olían?

—A marihuana colombiana de segunda.

—Usted creyó que era marihuana. Pero era algo mucho más peligroso.

—Tabaco común, entonces.

—No, son bolitas de goma que se queman, lo leí en la Enciclopedia, y había un dibujo de un fumadero de opio, muy parecido al que usted me describió. Después no sé, tal vez haya sido miedo de esas serpientes que parecían reptar entre los cojines, o tal vez usted no quiso jactarse, y lo que en realidad hizo fue desfondar el biombo de papel, porque ya no podía más esperar, quería verla, tenía ese palpito de que ella estaba allí, la más hermosa del burdel. El oficial le había hablado de ella. ¿Se decepcionó al verla, o era tan espectacular como él le había dicho?, ¿le encontró algún defecto?

—Unos pocos lunares.

—Pero para entonces era demasiado tarde. Usted oyó pasos detrás suyo y era el oficial. Él la había estado esperando toda la noche y ella no había salido. Y usted recordó que gracias a él había encontrado el lugar, de modo que se sintió agradecido y lo dejó pasar primero.

—Ajá, lo dejé pasar primero. Que se diera el gusto, con lunares, verrugas y todo. Uno de los pechos lo tenía marchito, y más descolorido que el otro.

—¿Después de haberla poseído el otro?

—No.

—No valía la pena matarlo y tenerla para usted solo, ¿verdad?

—¿Lo maté, señor Ramírez?

—No, claro que no. ¿Pero qué tenía ella de especial, o superior?, ¿por qué las demás eran inferiores?

—Olían mal después, a goma, o a pescado. ¿Alguna vez le olió a alguna mujer entre las piernas, en seguida después de montarla? No hay nada parecido. Siempre tengo que darme una ducha después, para sacarme el olor. Hay que enjabonarse dos o tres veces. Huele a algo infame, putrefacto, en descomposición. Deberían embotellar ese perfume y dárselo a oler a la gente que se ha desmayado. Señor Ramírez, ¿no recuerda el olor a mujer?

—Fue como si el oficial hubiese tenido una revelación. No había la menor evidencia de peligro, pero porque sí nomás le pareció mejor esperarlo a usted, y volver al campamento juntos. El aire en ese antro era irrespirable, salió allí a la selva, en plena noche, no se movía ni una hoja, no había brisa pero por lo menos no tenía que mirar más esas caras. Se puso a esperarlo a usted, escondido detrás de un árbol.

—¿Qué me iba a hacer?

—Podía estar celoso, y esa era la ocasión perfecta para librarse de usted. Algún guerrillero podría haber estado apostado allí, el enemigo habría cargado con la culpa.

—Con el mérito, en mi caso.

—…

—¿Me balearon o no?

—Si el oficial no hubiese estado ahí, sí, con toda seguridad. Él se había escondido nada más que para hacerle una broma, darle un susto. Pero cuando por fin usted salió él vio sombras raras moverse entre el follaje tropical, y no podía ser el vaivén de las palmeras porque no había viento. Le gritó que hiciera cuerpo a tierra. Y usted le obedeció. Las balas de los enemigos no lo alcanzaron. Se los oyó escapar. Y usted estaba a salvo. Gracias a él.

—…

—Es ya hora de irse, ¿verdad, Larry?

—Más o menos, no importa.

—Por favor, le voy a pedir algo especial.

—¿Qué?

—Por favor vaya y coma en el restaurant mañana, el restaurant nuestro. Aquí está el dinero.

—¿Por qué?

—Yo no puedo ir, no estoy del todo bien. Pero si usted fuese después me podría contar, y eso me ayudaría, créamelo. Usted sabe que tengo mis rarezas.