—Hoy hace menos frío. El tiempo cambia muy rápido en esta ciudad.

—Así es.

—…

—Tenemos un rato más, ¿qué calle tomamos?

—La misma, por favor.

—¿Hizo la llamada?

—¿Qué llamada?

—La llamada telefónica para conseguirme el aumento.

—Llamé, pero la secretaria ya se había ido.

—Tendrá que llamar otra vez.

—Sí, voy a llamar.

—Entonces, señor Ramírez, la misma calle.

—Sí, la misma por favor.

—Hay otras más interesantes aquí en el Village.

—¿Tiene anotaciones hechas sobre el barrio?

—¿Qué anotaciones? Ahora vivo aquí, pero lo conozco de antes, de cuando estudiaba en la Universidad.

—¿Y eso?

—Estudié en esa Universidad de la plaza. Estoy diplomado.

—¿En qué?

—Historia.

—¿Pero entonces por qué está haciendo un trabajo así?

—¿Qué es esto, la Inquisición?, ¿no se puede hablar de otra cosa?

—A mí me gustaría hablar de esta Universidad adonde fue, por ejemplo.

—¿Dos personas no pueden conversar sin meterse en cuestiones privadas? Hablemos de deportes, o de las últimas noticias, ¡qué sé yo!, ¡de terremotos!, ¡de libros!

—¿Cuál es el libro que más le gustó?

—Eso no se puede contestar. He leído muchos libros, de muchos temas diferentes. Muchos me impresionaron realmente, pero es imposible compararlos. No se puede hacer una pregunta así.

—Cuando vaya a su casa puede mirar la biblioteca, y a lo mejor encuentra el libro que prefiere.

—No tengo biblioteca. Me estaba mudando tan seguido que dejé los libros en un depósito, en el sótano de un tal que tiene ferretería, en Canal Street.

—¿Se piensa mudar otra vez, de donde está?

—Espero que no. Si puedo seguir pagando el alquiler.

—¿Tiene familia numerosa que mantener?

—Sí, un gato.

—Entonces vive solo.

—Sí.

—¿En qué calle?

—Carmine, por aquí cerca.

—Creo que una vez la cruzamos.

—¿Le gusta el ajedrez, señor Ramírez?

—No.

—¿Juega a las cartas?

—No.

—No me diga que le interesan los horóscopos…

—No sé, Larry…

—Si hay algo que me revienta es la gente que trata de explicarse la vida con el horóscopo.

—Vi a una enfermera del Hogar estudiando uno de esos libritos y me dijo que podía hacerse amiga mía, porque ella también era de un signo de tierra, Virgo.

—…

—Yo soy capricorniano.

—Toda una hazaña, señor Ramírez.

—¿Y usted?

—Hace algunos años trabajé en una oficina, y los más ignorantes seguían todos el horóscopo, en especial las mujeres. Para entender por qué no les había ocurrido nada especial, mientras que sí les iba a tocar en el futuro. La mayoría no tenía salida en la vida, tanto por circunstancias externas como por inhibiciones propias.

—¿Circunstancias externas?

—Ajá, el empleo, el dinero…

—Y usted anotó todo eso, y cuando quiere va y lo lee de nuevo.

—¿Cómo?

—Tal vez lo haya leído esta misma mañana, y por eso me lo está mencionando.

—¿De qué habla?

—Así es, ojalá tuviese yo mis anotaciones, para poder discutirlas. Con alguien que se interesase, claro está.

—Yo no anoté nada de eso, me acuerdo nomás.

—Yo también me acuerdo de cualquier cosa que estudio, todo lo que leo, ahora en el Hogar, de todo me acuerdo. Tengo buena memoria.

—Sigo sin entender. Esas mujeres no tenían importancia para mí, se me ocurrió acordarme de ellas nada más, de cómo eran.

—Yo recuerdo todo lo que llevo leído desde que aterricé en esta ciudad, la semana pasada.

—Si lee mucho no se pierda el horóscopo del año próximo, acaban de publicarlo. Buen regalo para las Fiestas.

—Ese tono de voz corresponde a burla, ¿verdad?

—Veo que está haciendo progresos… A todo esto, señor Ramírez, había un papel con una anotación suya con mi nombre, sobre su mesa, y una línea y la palabra enfermera. Es todo lo que alcancé a ver. ¿Qué era eso?

—Nada.

—¿Cómo que nada?, ahora hago yo las preguntas. Si no me contesta le aplicaré la misma ley.

—Era una tontería.

—Por algo lo quiere ocultar.

—Pues nada. Una enfermera del Hogar me preguntó por usted.

—¿La de Virgo?

—¡No!, esa es joven y bonita.

—¿Quién entonces?

—Una… más vieja. Sí, vieja y fea.

—¿Qué quería saber?

—Ella y otra que se acercó, más vieja todavía, me preguntaron quién era usted.

—¿Y?

—Parece que cualquier joven las impresiona. Lo encontraron bien parecido, viril.

—Qué amables, merecen recompensa: no les cuente nada… ¿Pero qué más le dijeron?

—¿Su gato está solo en su casa, todo el día?

—Cuénteme qué más le dijeron de mí.

—Nada. Bueno… una de las enfermeras viejas, no la de Virgo, me dijo algo, ¡vaya a saber qué! Parece que vive en este mismo barrio, y lo ha visto antes.

—Es posible. ¿Qué más dijo?

—Nada.

—Sí, vamos, se nota que me está ocultando algo.

—Dice que hace mucho que lo viene viendo. Y que siempre piensa lo mismo, un muchacho bien parecido y siempre solo, y todo canoso, ya pronto se va a poner viejo, ¿qué espera para encontrar una mujer?

—…

—Y dice que también pensó si usted andaba sin trabajo, porque lo veía muy seguido en la plaza, a la tarde temprano, mirando a los viejos que juegan al ajedrez.

—Estoy sin trabajo.

—¿Ya antes había cuidado gente como yo?

—No, esta es la primera vez.

—¿Por qué no tiene un trabajo mejor?

—Otra vez con las preguntas personales. Hablemos del mundo, de la realidad, que es más importante. ¿No le interesa la cuestión de Egipto e Israel?

—No estoy respirando bien hoy… algo me pasa.

—…

—Pensándolo de nuevo, tal vez haya tomado notas toda mi vida, pero cuando llegué tenía poco equipaje.

—Me perdí de nuevo, señor Ramírez.

—Quiero decirle que soy de esas personas que tienen el vicio de las notas. En el Hogar tomo notas todo el tiempo. Creo que antes también.

—Supongo que sí.

—Pero usted no, ¿verdad?

—No, casi nunca.

—¿Pero entonces cómo es posible?, ¿lo mismo recuerda cosas de hace tiempo?

—Sí.

—¿Y eso lo puede hacer usted solo, o mucha gente?

—Bueno, hay quien se acuerda.

—Yo no.

—Tal vez salga ganando, señor Ramírez.

—Nunca me vuelva a ocultar algo, porque se lo voy a hacer pagar muy caro.

—¿Cómo dice?

—Sí, a usted y a todo aquel que me oculte algo.

—¿Por qué tiene que hablarme en ese tono?, ¿está loco?

—El médico me la va a pagar… Me ha hecho pasar por un imbécil.

—…

—Yo busqué en la Enciclopedia algo sobre la memoria, y estaba todo explicado, pero creí que se refería a lo reciente nada más.

—…

—El enfermero del Hogar maneja la silla mejor que usted. Y es hombre también él. De las muchachas ni hablar, son más suaves todavía.

—…

—¿Por qué mete la mano en la basura? Es todo mugre.

—No todo, señor Ramírez, la gente saca de vez en cuando los diarios y revistas viejos… para que se los lleve el basurero. Me gustan las revistas, pero son caras.

—No se ponga ahora a leer, preste atención adónde va.

—Yo sé lo que hago.

—La calle Carmine. Por aquí vive usted.

—Ajá.

—Nunca he entrado en una casa de verdad, aquí en este país.

—…

—¿Por qué no me invita un momento?, ¿está lejos?

—Está cerca, esta calle tiene dos cuadras de largo nada más.

—Qué bien… No, no doble, ¿por qué dobla?

—Es fea esta calle. Y mi casa peor todavía.

—¿De veras?

—Son dos piezas chicas.

—En el Hogar yo tengo una sola. Me gustaría ver una casa norteamericana por dentro.

—…

—¿No me invita?

—¡No!

—Dice que la casa es fea para no invitarme. Dos piezas chicas pero muy acogedoras.

—Dos piezas chicas. En una está la cocina, toda chorreada de grasa vieja, una costra dura. Con todo el polvo, y la basura que vuela, que se le fue pegando. Son como estalactitas de mugre que se han formado. Estalactitas y estalagmitas. Y no hay muebles, un silla rota que encontré en la calle. Y en el suelo las hojas de diario que se volaron de no sé dónde. Y un colchón tirado ahí mismo, una sábana sola, que era blanca pero que se volvió marrón. Y cucarachas en abundancia.

—¿Y frazada?, ¿no tiene frazada?

—No, yo nunca siento frío. A veces tengo que apagar la calefacción. Y no uso almohada, es más sano así. De la calle se puede ver, o de la ventana de los vecinos, la mugre que hay.

—No es cierto. Todas excusas para no invitarme. Usted está siempre impecablemente limpio. Y más aún, ¿si no quiere mostrar la casa, por qué entonces deja que lo vean por la ventana?

—No tengo cortinas.

—¡No se ponga a hojear esa revista! Preste atención adónde va.

—Yo sé adónde vamos ¡de vuelta! Ya se cumplió mi horario.