—Podría haber elegido una biblioteca con menos escalones, Larry.

—Todas tienen escalones.

—Más que esta imposible, eso seguro.

—Déjese de berrear.

—Me subió muy suave, se lo tengo en cuenta. Pero le costó mucho esfuerzo.

—Ahora se anota, a ver si le dan el carnet.

—No me gusta la facha que tiene esta gente.

—Todos los bibliotecarios son así.

—Están muy ocupados, no nos van a atender.

—No se haga tanto problema.

—Deje de empujar, quedémonos acá.

—Nada de eso, tiene que anotarse. No lo van a comer.

—¿Qué son esas revistas?

—Revistas de todo el mundo. ¿Quiere mirarlas?

—No. Muéstreme libros.

—Por donde mire está lleno de libros.

—No, únicamente los que me mostraría con gusto.

—Podríamos revisar la sección de Astrología.

—¿Por qué?

—Le podría interesar.

—No creo. Además, eso a usted no le gusta, Larry.

—Estamos para satisfacer su curiosidad, no la mía.

—Tal vez haya algo que nos interese a los dos, así la próxima vez viene con ganas. No me gusta que se queje.

—¿Quién se queja?

—Busquemos los libros que le gustaría mostrarme.

—Muy bien, de acuerdo. Por ahí hay una sección chica sobre Marxismo.

—…

—En el segundo corredor. No es mucho pero algo hay. El primer tomo del «Capital», todas las bibliotecas tienen el primer tomo.

—¿Y eso por qué?

—Es como una pequeña concesión que le hacen al tema. No creen que nadie lea o estudie los tres volúmenes. Así que le dejan caer por ahí el primero. Como la Biblia en un motel.

—El apellido aparecía tan seguido que lo busqué en la Enciclopedia. Hasta recuerdo la cara, gordita con una gran barba gris.

—Ese es.

—¿Por qué uno de sus libros favoritos?

—Bueno, no es un libro favorito, como «Cumbres borrascosas» podría ser para algunos.

—¿Para usted también?

—No, la verdad es que nunca lo leí.

—Yo sí, está en el Hogar. Lo leí en dos días. Este último fin de semana. ¿Por qué nunca lo leyó?

—No sé.

—Al leerlo me imaginaba que era la enfermera, la enfermera de Virgo, quien me lo leía. Como si me lo estuviese leyendo en voz alta… Bueno, en realidad, me lo empezó a leer en voz alta. Yo se lo pedía, una página sola. Porque el autor es una mujer, ¿usted lo sabía?

—Un día me la va a presentar, a esa enfermera.

—No va a gustar de usted.

—¿Por qué no?

—Francamente, no podría darle una razón. Tal vez me equivoque. Pero no se parecen en nada.

—Me alegro de que haya encontrado alguien a su gusto, señor Ramírez.

—Pero sin resultados. Está muy ocupada todo el tiempo, no puede ocuparse de mí. Y además…

—¿Además qué?

—Nada.

—Me estaba por decir algo.

—Cuando se va a su casa está más ocupada todavía. No como usted y como yo. Tiene hija y marido que atender. Pero antes le pregunté a usted si sabía que «Cumbres borrascosas» estaba escrito por una mujer.

—Sí, no hay quien no lo sepa.

—El día que usted lo lea, ¿qué voz va a imaginar que se lo está leyendo?

—Nunca pensé en eso. Me encanta leer, me encantan las palabras y las frases, nada mejor que unas horas libres para pasar con un libro. Me da un gran placer, pero nunca se me ocurrió que podía tener que ver con alguien leyéndome o hablándome.

—Cuando leo un libro escrito por un hombre, no oigo más que mi voz.

—Quien haya escrito el libro a mí me da lo mismo.

—A usted tal vez tendríamos que encontrarle más novelas escritas por mujeres. Las echa de menos.

—…

—Ella no va a tener tiempo, ya le dije. Una página, al máximo. Ahora una cosa, Larry, dígame, cuando lee el libro de un hombre que admira mucho, como en el caso de Marx, pongamos, ¿la voz de quién se lo va leyendo?

—Mi propia voz, creo.

—Pero no está seguro.

—No, no estoy seguro, señor Ramírez.

—Y cuando se habla a sí mismo, ¿es su voz la que oye?

—Hmmm, me parece que no.

—Por favor, ¿cuál es la voz que oye?

—No sé.

—Por favor, concéntrese, se lo ruego.

—Cuando uno conversa consigo mismo, hay siempre una parte que ve y juzga lo que la otra parte está haciendo. Como cuando se está tratando de tomar una decisión.

—Entonces oye dos voces. Una es la suya, ¿pero y la otra?, ¿de quién es?

—Algunas veces, una de las partes se vuelve maligna…

—…

—¿Está estudiando el piso, señor Ramírez? ¿Qué tiene de interesante?

—¿Eh…?

—¿Por qué mira para abajo?

—Yo oigo una sola voz. Aunque haya dos partes mías hablándose entre sí. Pero no es mi voz… Es una voz joven. Una voz que suena bien, fuerte, segura, y hasta de timbre agradable. Como la voz de un actor. Pero después si tengo que llamar a la enfermera, o a cualquiera, oigo mi verdadera voz. Cascada, carraspeante, y no me gusta.

—A cierta edad es natural.

—Si por lo menos no oyese más esa voz joven… tal vez podría acostumbrarme a la mía.

—Oiga, dijo que quería saber cuáles libros me gustaban. Aparte del «Capital» aquí está «Estado y Revolución», uno de mis favoritos. De veras es algo notable.

—¿De quién?

—Lenin.

—Me gusta su cara. Hay una foto grande de él en la caja de cristal; ahí expuesto en el Kremlin. Lo vi en la Enciclopedia. Me recordó a alguien, pero por supuesto no sé a quién.

—Es un libro muy legible.

—Tal vez me hagan falta mis notas, para entenderlo bien.

—Si puede entender horóscopos entenderá esto.

—¿Quién le dijo que leo horóscopos? Eso es muy peculiar de su parte. Usted desprecia toda la cuestión y sin embargo quiere creer que a mí me gusta. Lo que significa que se siente mejor si soy un tonto. Usted quiere que yo sea tonto. Al mismo tiempo tiene que pasar horas conmigo, así que todo resulta muy raro de su parte, estimado joven, ¿no cree? Prefiere pensar que está pasando horas con un tonto, degradándose. ¿Se siente mejor si se degrada?

—No sé… Tendría que pensarlo.

—…

—…

—«El Capital» y «Estado y Revolución». Me parece ver dónde van sus preferencias. ¿No tiene miedo de decirlo?

—No, en este país se puede hablar de cualquier cosa. Basta con que no actúe. Pero puede leer lo que quiera.

—Actuar, dijo usted. ¿Eso sí le daría miedo?

—No, creo que no. Y a veces me gustaría tener la oportunidad.

—¿Como ser?

—En cuestiones sindicales.

—¿Están prohibidas aquí?, ¿le daría miedo?

—No, no están prohibidas, pero para un marxista implica métodos distintos de lucha, y objetivos distintos que lo van a hacer chocar de inmediato, con la burocracia sindical.

—Baje la voz…

—Además de luchar contra la empresa tiene que luchar contra los cabecillas del sindicato.

—Es muy complicado para mí. Mejor cambiemos de tema.

—¿De qué tiene miedo? Déjeme darle un ejemplo de lo que quiero decir. Hace algunos años trabajé para una dependencia del Estado. Un día las oficinas cerraron por una nevada fuerte, tuvimos que volver a casa y no nos pagaron el día sino que lo dedujeron de las vacaciones. Nos enteramos al día siguiente, cuando el delegado sindical entró y lo anunció. Lo anunció y se fue a su oficina, no habló con nadie, no pidió ninguna opinión, ni explicó lo que el sindicato pensaba hacer, para defendernos. La gente se sintió desamparada, y ofendida. La rabia, sin encontrar una salida, se volvió sobre cada uno de nosotros. El tipo debió convocar a un mitin, sugerir alguna estrategia, o pedir que se la sugirieran a él.

—¿Qué quiere decir con «la rabia se volvió sobre cada uno de nosotros»?

—Nos habían quitado algo, injustamente. Estábamos despechados, rabiosos, queríamos recuperar lo perdido. Cuando esos sentimientos no se canalizan, no se descargan en alguna acción, alguna acción positiva, el individuo se siente impotente y… entra en regresión.

—Usted habla como alguien que conocí pero no recuerdo quién.

—¿Le molesta lo que digo?

—¿Qué hizo esa misma noche?

—La solidaridad que se hubiese logrado en ese mitin, la concientización, habrían sido útiles para otras ocasiones. Pero no, el delegado viene, tres semanas después, y nos informa de los pasos que el sindicato va a dar para reparar el daño. A esta altura la gente estaba desmoralizada, se sentía ajena, no esperaba ganar, ni conseguir nada.

—…

—El planteo acá es totalmente burocrático. Las distintas jerarquías no se mezclan. Seis meses después el sindicato ganó el caso y restituyeron el día de vacaciones, pero si un día surge un problema grave, y el sindicato necesita organizar a sus miembros para pelear, va a tener que superar apatía, cinismos, todo el resultado de su mala política del pasado. Esa es la diferencia entre mantener una administración y construir un movimiento social.

—Usted que se acuerda de todo, sabrá lo que sintió esa vez que perdió su día de sueldo. ¿Durmió esa noche?

—Claro que dormí. Pero en el trabajo me sentí muy frustrado, y deprimido, y confuso.

—Por favor emplee palabras que me signifiquen más. Conozco las palabras, pero no lo que estaba pasando dentro suyo.

—…

—¡Diga algo!, ¡no se haga rogar así! Frustración, confusión, ¿dónde se siente eso?

—…

—¿Siente algún dolor en ese momento, en el cuerpo?

—Sí. En el estómago y el pecho. Y la garganta. Ahogo, señor Ramírez.

—¿Qué hace, para calmar el dolor?

—Fórmula no hay.

—Hábleme del dolor en el pecho, ¿se lo produce qué?

—No sé si en el pecho, pero es como si todos los órganos se anudaran, o se cerraran como un puño.

—El dolor en el pecho, por favor, ¿se lo produce qué?

—No sé. Estar con una mujer que me gusta, y que deseo…

—Sí…

—Ese es el principal.

—Pero Larry, si le gusta, ¿por qué es doloroso estar cerca de ella?

—En esos casos siempre pienso en mis defectos, en que a la persona no voy a caerle bien, porque mi nariz es demasiado grande, o se me está cayendo el pelo, o mi voz es desentonada, o porque no tengo gracia, o suficiente verba. Siempre me las arreglo para echar todo a perder.

—El dolor en el estómago, ¿se lo produce qué?

—Podría ser la ansiedad.

—Un ejemplo, por favor.

—Le acabo de dar un ejemplo, el de la oficina. Cuando hay un ataque de esos por injusto que sea parece encontrar un eco en la gente, en mí. Cierta parte mía rechaza la acusación, y otra parte la acepta, por puro masoquismo, y esas dos fuerzas se trenzan, y se obstruyen el paso la una a la otra, hasta que quiero escupir toda esa basura, descargarme por la boca, vomitar. Y creo que esa sensación tiene su razón de ser. La parte que nos resulta dañina tiene que ver con antiguas identificaciones, que han sido internalizadas. Internalizar es como tragar algo, o comer algo, incorporar algo. Escupir o vomitar es el reverso de lo mismo.

—Está hablando como mis médicos. El mismo modo de decir las cosas. No muy personal, creo.

—Aprendí bastante de todo ese proceso, usted también podría.

—¿Qué proceso?

—Psicoanálisis.

—¿También a usted lo están tratando?

—No, hace varios años. Ahora no podría pagármelo. Son caros los reductores.

—¿Reductores?

—Sí, reductores de cabezas.

—¿Y eso?

—Como los salvajes que reducen las cabezas, los jíbaros. Así llaman en Estados Unidos a los analistas.

—¿Dónde va a vomitar?, ¿dónde es que va y vomita?

—En el piso, en la calle. Sobre la mesa o la silla de alguien.

—¿La silla de quién?

—Sobre cualquier cosa que pertenezca a otro.

—¿Que pertenezca a quién?

—No importa, la propiedad del que sea. En el subterráneo, en la vereda, en lugares donde está prohibido escupir, lugares con reglas establecidas.

—Por favor, prométame que nunca va a vomitar encima mío, y de mi silla.

—Señor Ramírez, se lo prometo. Además, es encima de figuras poderosas que uno piensa vomitar. No encima de seres inofensivos como usted.

—Yo estoy enfermo, pero eso no significa que sea inofensivo.

—Usted depende de los demás. Es como si quisiera que lo llenase de pensamientos, de ideas, sensaciones. A veces me da la impresión de que me quiere sorber la vida, como una coca-cola.

—La Enciclopedia podría darme casi todas las respuestas que usted me da. ¡Pero una enciclopedia no podría empujarme la silla de ruedas!

—No me interesa discutir con usted. Pero no sabía que podía levantar tanto la voz. Nos pueden echar de acá.

—Así que una enciclopedia, ¿oyó?, y quien sea, un chico que me empuje la silla, podrían reemplazarlo.

—…

—Es culpa suya si hablé demasiado fuerte.

—Parece que nadie se molestó, señor Ramírez.

—Alguien podría habernos escuchado, el tema era impropio.

—Si habla tan bajo, señor Ramírez, yo no lo voy a entender.

—No hable tan fuerte, por favor.

—Ahora me culpa a mí del barullo… De todos modos, ¿a quién mierda le va a interesar lo que hablemos nosotros?

—¿Acaso no sabe que todos los líos en mi país tuvieron que ver con esa… locura? Y no creo, realmente, que las autoridades de acá verían bien cualquier complicación de ese género. Qué irresponsable es usted, ¿no se da cuenta que soy un extranjero, al que se supone muy agradecido por la hospitalidad que está recibiendo?

—Ahí en esa silla de ruedas, vaya una amenaza al Estado. Pero la verdad es que un día me tiene que contar de sus ideas políticas.

—Nunca tuve que ver con política.

—¿Qué sabe?, puede habérsele olvidado, junto con otras cosas.

—Algo por dentro me dice, me asegura, que nunca tuve que ver con esos asuntos. Les tengo un profundo desprecio.

—Para mí esos asuntos cuentan mucho. No estamos de acuerdo entonces.

—Me alegro.

—Pero usted vino aquí por medio de un Comité de Derechos Humanos, no me lo había dicho. De todos modos me enteré.

—No tengo en el mundo más que a un hermano, más viejo que yo, rico, en la Argentina. Él pagó mi viaje.

—¿Y este comité de recepción que se ocupa de usted?

—Mi hermano es influyente, me dicen, y les ha pedido que me ayuden en lo posible. Además paga bien.

—Todo suena muy raro.

—Larry, ¿por qué me hace esas preguntas?

—…

—Salgamos de este pasillo. No quiero estar junto a sus libros favoritos.