—La noche es oscura. El cuarto del hospital también. El cuarto del Hogar es menos oscuro, tiene ventana más grande. Larry entra por la ventana del Hogar, de noche, para asustar. Las horas más oscuras son las primeras de la madrugada. Está prohibido mirar el reloj durante la noche, si son las cuatro de la mañana faltan tres horas y media para amanecer, si son las dos de la mañana se está más cerca de la noche anterior que de la mañana siguiente. «La soledad es mala consejera», dijo un día la enfermera de Virgo, ¿con buena o mala intención? A Larry no se puede preguntar porque tampoco él lo sabe. La vigilancia de la puerta central es implacable, para que no se tema el ingreso al hospital de gente malintencionada. Imposible descolgarse por la ventana de un piso decimoquinto, si son las dos de la mañana se está más cerca de la noche anterior que de la luz del día.

—Usted y sus quejas.

—¿Eh…?, ¿qué hace allí?

—Aquí estoy, dormía tranquilamente echado sobre la alfombra, cuando usted me despertó con su letanía.

—Una de estas noches me va a matar definitivamente de un susto.

—No se haga el niño.

—¿Por dónde entró?

—No sé. ¿Para qué perder tiempo en detalles sin importancia? Tenemos cosas mucho más urgentes que tratar.

—Sin duda.

—Ahora que me tiene delante, ¿recuerda a este animalito?, lo vimos juntos un día.

—Encienda la lámpara, la de luz menos hiriente.

—Ya… ¿lo reconoce o no?

—Sí… claro…

—Veamos, señor Ramírez. No me vaya usted a mentir.

—No tengo por qué mentirle… Lo recuerdo muy bien, es el perro de aquella mujer de la plaza Washington, la que sonreía y llevaba un niño además.

—Diez puntos.

—Me impresionó por lo blanco y lanudo.

—No haga gestos tan amplios, recuerde que está en carpa de oxígeno.

—Ah, sí… sí… es cierto, no me había dado cuenta…

—Habrá sido durante la noche… su respiración afanosa seguramente alarmó al médico, y le volvieron a colocar la carpa.

—El médico y sus enfermeros. Curioso que no hayan tropezado con usted y el perro.

—¿Por qué tiembla así?

—Tengo un frío tan grande, sobre todo mis pies están helados.

—¿Quiere otra manta?

—Me la han negado, y no hay otra en el armario. Además no es posible llamar al enfermero de turno porque descubriría su presencia.

—La alfombra estaba tibia, yo dormí muy a gusto, señor Ramírez.

—Este perro tiene ojos de bueno.

—Sí, y usted le ha caído bien. Por eso es que se le acerca. ¿Verdad que huele a muy limpio, a lana abrigada y suave?

—Sí, es verdad.

—Es un buen animal. Fíjese en el modo tímido con que se le acerca. Tiene las patas impecablemente limpias, y de su hocico sale un aire cálido, un vaporcito que no huele a nada, como un buen aparato de calefacción.

—Ha puesto suavemente una pata sobre mi cama, como pidiendo permiso.

—Si usted le acaricia detrás del cogote él se dará cuenta que es bienvenido y colocará la otra pata también.

—Debajo de los pelos del cogote se siente el cuero tibio.

—El animal está protegido por su lana, las cuatro patas están limpias y al montarse sobre el cubrecama no lo ensucia en absoluto, el animal es bastante liviano y sí calentito, se extiende alrededor de los pies de usted y se los abriga sin pesarle, muy pronto dejará de sentir frío.

—Es como una manta de piel, muy blanca. En extremo agradable.

—El animal tal vez apreciaría una caricia suya, en señal de aprobación.

—Pero Larry… ¿No se ha dado cuenta que desde que le empecé a sobar el cogote no he dejado de mimar a este animal tan manso?

—Tan solo me preocupa la dueña, estará pensando que su animal se ha perdido.

—Y el niño, también el niño debe echar de menos a este animal tan bueno.

—… Pero mire, Larry, se trata de una hembra… mire esas ubres todavía rosadas de haber amamantado a sus cachorros.

—Es verdad. La dueña llevaba a este animal a pasear, junto con el niño, aquella mañana tan fría. La dueña sonreía.

—La perra me mira con el hocico abierto, y las orejas paradas, y los ojos brillantes. Me muestra los dientes, que es lo mismo que hace la gente al sonreír.

—Si usted se atreve, saque una mano fuera de la carpa y acaricie al animalito, es lo que espera de usted.

—¿Acaso antes no lo acaricié?

—¿No oye cómo se queja esta pobre perrita?, ya está algo vieja, y cansada, mucho más cansada que usted, señor Ramírez.

—¿Más que yo todavía?, eso me suena a disparate.

—Esa perra es mucho más vieja que usted, estoy seguro, por los dientes sé decir la edad de los animales.

—No me atrevo, a sacar la mano.

—La perra está gimiendo lastimosamente, pobrecita.

—¿No la molestaré, con mi mano tan fría?

—Me arriesgaría a decir que no, señor Ramírez.

—Qué pelo tan suave. Me parece ya haber acariciado antes, a este animal… Hace muchos años… ¡Sí!, ¡ahora lo recuerdo! Alguien me llevaba de la mano a la plaza. Allí está ese árbol tan antiguo. Y me llevaba ella de la mano, esa mujer, la que me sonreía, y me aseguraba que nunca jamás en la vida me iba a abandonar. Y estaba nevando, pero yo había insistido tanto para que me llevara a la plaza. Y era tan hermoso ver todo blanco de nieve y la perra igual de blanca. Y en el momento en que esa mujer me juraba que nunca me abandonaría, cayó muerta.

—No es cierto. Usted tiene miedo siempre, e imagina cosas.

—Yo no tengo frío en la nieve, no me estoy quejando, ¿por qué me regaña?

—Usted siente frío y hambre.

—Nada de eso, porque las ubres rosadas y suaves también están tibias y la leche me calma el hambre.

—Ya no gime, está satisfecha con sus caricias.

—Ya no soy un niño, Larry, no puedo beber de las ubres, ella no me dejaría.

—Tampoco ella tiene más leche que darle, están próximos sus últimos días.

—Larry… oigo un rumor, como si alguien estuviese arañado a la puerta.

—Es cierto, veamos quién es…

—Qué curioso, otro perro de la misma raza. Está herido…

—No, renquea, pero es de viejo. Y este es macho. Y tan viejo como la hembra.

—Pero tiene las patas sucias, no quiero que se suba a la cama.

—Esta raza es tan mansa, no hay que temerle. Aunque este animal sí que ya está moribundo, nunca vi a un ser más cansado.

—Tal vez este oxígeno, lo reanimaría…

—No, usted es tanto más joven, señor Ramírez, si uno de ustedes debe morir, que sea el más viejo.

—Me da mucha pena, Larry, ese perro. Tengo muchas ganas de acariciarlo. Tráigamelo más cerca.

—¿Aunque le ensucie esa cubrecama tan blanca?

—No importa…

—Es una pareja de toda la vida, evidentemente.

—Larry. Yo sé que quiero a este perro porque tengo muchas ganas de acariciarlo. Y mientras lo acaricio me estoy dando cuenta de muchas otras cosas.

—¿Cuáles?

—A usted imposible explicarle. Pero el perro me entiende, y con eso me basta. La perra está dormida. Sabe que es este el momento en que tengo que acariciar al recién llegado.

—¿Esta puerta se cierra por dentro?

—No, Larry, no tiene pasador…

—Entonces estamos perdidos… Oiga esos pasos…

—¡¿Por qué?!, nunca se había puesto pálido de miedo… ¿quién se acerca?

—Usted tenía razón… y yo me resistía a creerle, perdóneme tanta insensatez… ahora ya es tarde…

—Larry, también yo oigo pasos… ¡¡No!!, son hombres feroces y con el crimen escrito en la frente…

—No son los adolescentes de una pandilla…

—Son gente asesina, el interrogatorio es solo una farsa.

—Tal vez era cierto lo que usted decía de la Mafia.

—Son asesinos, Larry, eso es lo único que importa, de qué bando no viene al caso.

—Lo miran a usted, es a usted que buscan, a mí me han empujado a un rincón… ¡Pero qué salto certero, ese perro que parecía ya sin fuerza!

—Ya lo ha volteado al más temible de ellos… ¡y le ha mordido, le ha hincado esos dientes todavía fuertes y filosos en la yugular inmunda!

—Y la perra… más feroz aún pareciera… los tiene paralizados a los otros dos… no aciertan a nada… ni siquiera a escapar… y ya el perro se lanza… la hembra los mantiene quietos y así el macho toma puntería, y envión, y los desangra, uno a uno…

—Sí… ya están casi moribundos… los dos defensores empujan los cuerpos inertes fuera de este cuarto… todo está nuevamente en orden…

—Pero es la última hazaña de ellos, Larry, oiga cómo respiran afanosos, son dos pobres perros viejos, que me han defendido, como a su cría.

—Señor Ramírez… tal vez el oxígeno los reavivaría…

—El médico dijo que no dejase la carpa ni por un instante…

—Señor Ramírez… Ya se están muriendo… Son ya estertores y nada más, ambas respiraciones…

—Larry… acerque a la perra… primero a ella… a ver si se salva… me da mucha pena pensar que se pueda morir… prefiero arriesgar yo la vida…

—Sí, yo se la acerco…

—Y en seguida que se reanime acérqueme al perro…

—No… no… ¡¿qué es esto?!

—¿Acaso estaba la ventana abierta?

—Un salto al vacío… desde el piso más alto…

—¡Y el macho la sigue!… Larry, no es mía la culpa… ¡no me mire así!

—Ya sé que usted quiso salvarlos…

—Se sacrificaron para que yo pudiera vivir…

—Esos pobres animales sabían cuidar a su cría.