—Ah… es usted… a estas horas creí que ya no venía…

—Ajá… cierto… Se me hizo tarde… Estuve almorzando con ese hombre, de allá de Columbia.

—Aceptó el empleo…

—No… de eso nada… El hombre está muy entusiasmado con los libros, y con que yo los esté revisando.

—¿Los libros?

—Ajá, sus notas de la prisión. Telefoneó a Montreal, incluso.

—A usted nunca lo había visto así. Parece muy contento.

—Es que sí, oiga, esto puede convenirme mucho. Espero que no tenga nada en contra, de que use los libros, quiero decir. Podría ser la gran oportunidad… de mi carrera. Carrera de mierda, ¿no?

—¿Pero por qué tanto salto?… parece un mono… Pero no me va hacer reír, si me río me duelen las costillas… por favor… quédese quieto…

—Oiga, para usted también habrá un reconocimiento… con toda esta cuestión de los derechos humanos. Hay mucho interés por ese tipo de lucha.

—Por favor, estése quieto… no salte…

—Eso sí que sería increíble, verlo a usted reírse…

—No… me haría mal… no lo voy a mirar… más. Me dolería, yo sé, debe ser que tengo algunas costillas resquebrajadas…

—Pamplinas. Si el proyecto cuaja aparecerán artículos en las revistas, libros incluso.

—Me suena aburrido, pero si usted está interesado siga nomás, y haga lo que quiera.

—Espere, déjeme tomar un sorbo de agua…

—Ay… no, basta de saltos… es una ridiculez…

—Tengo seca la garganta. Llamé al hombre de Columbia a raíz de los libros de usted. Y de esos jeroglíficos de notas.

—¿Qué hombre?

—¿Recuerda la entrevista que tuve hace una semana, por un empleo? Bueno, no funcionó. Pero me quedó el número de teléfono de este fulano, de modo que esta mañana pensé y se me ocurrió que sería él la persona indicada, para llamar, por este material suyo…

—Entonces…

—Se entusiasmó, me pidió que nos encontrásemos para almorzar juntos. Me estaba esperando en su oficina del Departamento de Historia, y ya había llamado a Montreal…

—¿Qué es eso? ¿Por qué Montreal?

—El Instituto de Estudios Latinoamericanos, de la Universidad de allá. Están preparando un proyecto sobre represión política en Latinoamérica… El hombre de Columbia no se quería dejar escapar la cosa, pero en Montreal están trabajando sobre el tema, arrancando desde la colonización española… necesitan más material reciente, les viene perfecto.

—No entiendo, el hombre estaba interesado pero llamó a Montreal… No tiene sentido.

—Sí, es cierto… quería guardarse él la cosa, pero no tiene presupuesto para patrocinar ahora mismo el proyecto. Él sabía que yo necesitaba algo y por eso llamó a ese amigo de Montreal.

—Una persona muy decente.

—Ajá, ya lo creo. Almorzamos una enormidad, y nos embalamos hablando. Y alguna copa de más, por eso me retrasé.

—Parece incluso generoso.

—Bueno, él también saca algún provecho. El de Montreal le ofreció otro material a cambio. Allá tienen cartas de navegación trazadas en el período francés que nunca habían salido de la Universidad. Propuso un préstamo. A los de Columbia eso los va a colocar en el mapa, si me permite un chiste tonto.

—¿Pero por qué algo así lo pone tan declaradamente feliz?

—Voy a conseguir contactos. Y me van a publicar. O sea algo de dinero, tal vez un empleo fijo.

—¿Todo eso?

—Ajá, todo eso.

—Qué maravilla, no nos lo esperábamos, ¿verdad?

—Ajá, por fin una oportunidad.

—Vaya y saque los libros, usted tiene la llave.

—Más tarde, a esta hora me toca atenderlo.

—¿Qué quiere decir?

—De dos a cuatro me paga para que lo atienda. No lo puedo pasear en la silla pero podemos hablar.

—Por supuesto, es lunes.

—¿Y usted, anda un poco mejor?

—No sé.

—Hoy ve mejor ¿No es así?

—Sí… No me había dado cuenta… Me siento mejor, sí… Gracias.

—Así tiene que ser. Y hasta anda menos paranoico… Pero se lo digo en broma. Me acordé de usted durante el almuerzo. Como postre el profesor pidió panqueques con crema batida, sé que le gustan los dulces, y habría querido probar. Tal vez cuando se mejore podrá darse el gusto otra vez.

—Ya que aquí hacen tanto espamento con la Navidad, me gustaría algo dulce para entonces.

—No creo que un postre chico lo vaya a matar… A propósito, vi una bandeja del almuerzo en el pasillo, junto a la puerta, casi intacta.

—Sí, era la mía. No me pasaba, no tenía hambre.

—Pero debería comer, ¿no?

—Sí, pero no tenía ganas. Y a propósito o no, Navidad es mañana, no sé si lo sabrá.

—Mañana me gustaría trabajar todo el día con los libros, ¿usted va tener algo que hacer? Si no podríamos pasar el rato tonteando.

—¿Algo que hacer, yo?

—Tal vez venga alguien del Comité, qué sé yo…

—Usted está haciendo cumplidos. Sabe bien que estaré solo todo el día.

—Perfecto, así en los intervalos podremos charlar a gusto. ¿Juega al ajedrez?

—No me gusta estar callado. No. No estando usted aquí.

—Debí suponerlo. ¿Siempre fue así de conversador?

—El otro día empezó a contarme de la chica con el nombre de queso, y después nos olvidamos de ella.

—Yo le pasaba delante de la casa, hasta cinco veces por día. Los fines de semana… con la esperanza de que estuviese en el porche, así podría acercarme a hablarle. Un sábado a la tarde por fin se dio el caso, poco faltó para desmayarme… De veras me empezó a temblar todo el cuerpo, y las piernas se me aflojaron. ¿Quiere que siga?

—Bien sabe que sí.

—Usted es un voyeur, señor Ramírez. Un viejo verde. Pero sigo. Ella estaba sentada en el porche, y me le acerqué, le empecé a hablar de la escuela. Estaba sentada y yo parado. El escote de la blusa era bastante bajo y desde donde yo estaba podía verle casi todos los senos. Imagínese mi excitación…

—No, no puedo imaginármela. Por eso es que quiero oír más…

—Es algo especial cuando uno ve… por primera vez, el cuerpo de alguien que quiere. Me cuesta explicárselo. Tenía los senos blancos como la leche, con pecas, y los pezones eran color rosa. ¿Sabe cómo son los senos de las muchachitas, antes de haber sido toqueteados?

—Sí, son blancos como la leche, con pecas, los pezones de color rosa.

—Cambian de forma después del toqueteo. ¿Sabía eso? El cuerpo del hombre también, caminando por la calle se puede decir si una persona no ha tenido todavía relaciones sexuales.

—¿Es cierto?

—Creo que sí.

—¿Me lo puede explicar?

—Creo que no… La situación aquella me resultó excitante por demás. Yo era un adolescente torpe. La muchacha me atraía mucho, quería deslizarle la mano por debajo de la blusa. Tuve que dominar el impulso, mientras hablábamos de problemas de la escuela, y ella me sonreía. Imagínese lo mierda que uno se siente, cuando alguien le está hablando, de algún tema en particular, y sonriendo, y uno no puede pensar más que en meter la mano debajo de la blusa. Es ahí que uno se siente infrahumano… El resto de la gente parece estar en otra cosa, en la vida de todos los días, mientras que uno está allí, muerto de vergüenza, tratando de esconder esa parte de su ser.

—Dígame las cosas positivas, a esta altura a las malas me las imagino solo.

—¿Qué quiere saber?

—Los goces que le dio ella.

—Ya se los nombré.

—…

—Una vez me armé de coraje para invitarla a salir. Aceptó. Fuimos al cine. La película era mediocre, de un tema que a ninguno de los dos nos interesaba. Yo estaba muy tenso esa tarde, rígido, sin la menor espontaneidad. Fue una tarde de tortura para mí. Me alegré cuando se acabó.

—…

—Se produce una excitación terrible… Es la primera vez que la sexualidad, que ha sido reprimida, con relación a la madre, de una vez por todas se libera… de esas connotaciones, y se aplica a un nuevo objeto…

—¿Qué pasó la vez siguiente que vio a la niña Dohrman?

—Había pocos encuentros reales, con muchachas, a esa edad. Y con ellas no se hablaba de sexo, sino entre los varones mismos, que comentaban sobre las hembras. Y de manera nada amable, y sin tener en cuenta en lo más mínimo el placer que ellas podrían recibir. Los varones hablaban de eso entre ellos, como de un impulso inmundo y lascivo que compartían, y que iba en contra de la hembra, y que iba en contra de las autoridades de la escuela, que lo prohibían, que nunca lo reconocían, y que hablaban siempre de otros temas, más limpios. Había solidaridad entre los varones; por compartir esos impulsos, sin imaginarse que ellas tenían las mismas sensaciones. Si una muchacha aceptaba de veras hacer algo… a nuestros ojos se degradaba, de inmediato. Y se volvía menos deseable, como objeto sexual.

—¿Qué pasó la vez siguiente que vio a la niña Dohrman?

—…

—…

—Le teníamos mucho miedo a la hembra, y pensábamos más en los senos que en cualquier otra parte de su cuerpo.

—Pero un buen día, todo se solucionó. A esta altura, necesito saber lo que pasó tan desesperadamente como ansiaba un dulce en los momentos de fiebre alta.

—…

—Un día, todos los problemas se solucionaron.

—…

—…

—Sí, señor Ramírez, conocí a mi esposa en una fiesta, a los diecisiete años. Los dos estábamos en la escuela secundaria para entonces, ella era muy alta e incluso majestuosa, para alguien de su edad. Tenía facciones aguileñas muy finas, pómulos altos, nariz afilada, cráneo esculpido. El pelo era rubio, y se lo acomodaba en un rodete alto, la moda sería de la época. Estaba vestida con mucha sencillez, y tenía muy buena silueta. Pero la ropa era púdica, nada provocativa. Su recato, la hacía más cautivante. La atracción fue instantánea. ¡Estábamos tan acostumbrados a las de origen italiano, de facciones pronunciadas y toscas, ancas grandes, y faldas ajustadas! O a las irlandesas ¡aj!, de piel blanca como para vomitar, y pecas, pelo crespo, cuerpos mal hechos, y olor raro. Me pareció no haber visto nunca alguien tan refinado. Creo que hacia mí la atrajeron las cualidades opuestas. Delgado, latino, de ojos negros relampagueantes, etc.

—Curioso que mencione sus ojos, los tiene pequeños, y huidizos.

—Ajá, cierto. Ahora están un poco muertos. Pero cuando adolescente tenían su brillo.

—¿Cuál era el tema favorito de conversación de ella?, ¿cómo usted pudo adivinarlo tan pronto?

—Desde el comienzo todo anduvo como sobre ruedas. Las diferencias mutuas nos fascinaban. Quedábamos besuqueándonos en el porche trasero de su casa horas, hasta tarde en la noche. Cada noche de vuelta a mi casa me dolían los testículos.

—Estábamos en la primera fiesta.

—Bailé con ella varías veces esa noche, no quería bailar con otra, y le monté la guardia, vigilando a los demás que la sacaban a bailar. Bailar todas las piezas con ella habría sido demasiado directo, y obvio, y yo me le habría vuelto un pegote. Por eso dejé pasar algunas piezas, y mientras tanto bailaba con otras. Pero la volvía a sacar periódicamente, para que mi presencia no se borrara. Incluso la última pieza, tenía que bailarla con ella. Para consolidar todo lo anterior, y conseguir su número de teléfono, para verla otra vez. Yo sabía que también a ella le había caído bien, y esa noche me volví a casa liviano como un pájaro. No recuerdo lo que soñé.

—¿Cuál era el tema favorito de conversación de ella?

—No sé, hablábamos de todo. Estuve muy creído de mí y atropellador esa noche. Yo leía como loco, y podía disparatear sobre muchos temas.

—Pero con la otra muchacha no había podido disparatear.

—Es cierto. Algo me liberó esa vez. No sé lo que pudo haber sido.

—Podría recordar, si lo intentase.

—No es cuestión de recordar, señor Ramírez. Tendría que estudiar la cosa ahora, por primera vez.

—Me dijo que ella era diferente de las otras, no solo físicamente.

—Había algo no sexual en ella. Era virgen, e inocente, ingenua. Todavía no estaba despierta, su sexualidad quiero decir. Y tal vez eso me tranquilizó. Me permitió arremeter, sexualmente. Jugar el rol del agresor, sabiendo que ella con toda seguridad se me iba a resistir. Eso desató mi masculinidad. ¿Ya con eso está satisfecho, espía hijo de su puta madre?

—Bien sabe que no soy un espía hijo de una puta madre, si me quiere calificar debería usar otros adjetivos.

—Ya lo hice, pero parece que nada lo detiene.

—Posiblemente sea el primer tema agradable que discutimos juntos, ¿no querría seguir adelante?

—No, creo que no. Me cuesta mucho trabajo.

—¿Cuál era el tema favorito de conversación de ella?

—Ninguno en especial. Hablábamos de tantas cosas… Es maravilloso, cuando se ha hecho ya una inversión en un persona, ir descubriendo que es inteligente y sensible.

—Usted descubrió tan pronto cuáles eran las cosas que ella prefería, ¿cómo se las arregló?

—No descubrí nada. Le ruego que no me adjudique cosas que no he dicho.

—De entre todos los muchachos de Nueva York, ella lo escogió. Usted habrá descubierto el porqué en algún momento.

—Me escogió porque ella tenía poca experiencia, esa fue mi impresión hasta después de diez años de casados. La impresión de que yo había tenido suerte, de que se apegara a mí tan joven, antes de ver lo que el mercado le ofrecía. Y me quedé siempre esperando que un día lo descubriese y me abandonase, que descubriese que la había tenido atada en base a astucias y tretas bajas. Nunca creí en mí lo suficiente como para creer en su amor por mí, aún después de diez años. Discúlpeme si no le vengo con los cuentos de hadas que usted querría oír.

—¿Cuáles eran las cosas que usted prefería en ella?

—Su credulidad… y su belleza.

—Una vez mencionó que no se sentía completo, sin una mujer. Le presté atención pero no pude aferrar realmente el significado. Si lo lograse tal vez entendería muchas cosas más. ¿Se le ocurre algún momento en que se sintió completo, durante aquellos días?

—No así, a boca de jarro. Además no recuerdo haber dicho tal cosa.

—Tal vez con otras palabras.

—Dije que tenía una gran sensación de inconcluso, un gran anhelo, de algo que me estaba faltando, y eso traté de llenarlo con una mujer.

—Creo comprender todo lo referente a sentirse incompleto. Lo que quiero saber es lo referente a sentirse completo.

—…

—Quiero enterarme de lo que sucede dentro suyo, cuando dice «me siento completo».

—No lo recuerdo.

—No se apresure a responder.

—…

—¿Entonces?

—Solíamos pasar juntos las tardes del domingo, tardes largas. Después de una semana de escuela, clases de día, estudiar de noche, deberes, tareas varias de los sábados, y al fin… domingo libre. Iba a buscarla a mediodía o a la una, cuando ella volvía de la iglesia, para salir. Nos íbamos con una canasta de picnic, al parque. Desde la media tarde, mirábamos cómo iba oscureciendo. Los colores del aire cambian, aparecen las primeras estrellas… Era un parque enorme, hermoso, más un bosque que un parque, y una vez adentro no se veían más los infames edificios de departamentos que lo rodeaban. Lo único que se veía eran ondulaciones y pinos, traíamos una manta, un poco de comida, libros para leer. Charlábamos, y nos besábamos, dábamos caminatas, nos leíamos pasajes mutuamente…

—¿Recuerda los libros?

—No… No recuerdo. Hace tanto tiempo. No parece que podría volver a suceder. Creo que no fui feliz más que esa vez.

—Seré curioso. ¿Está seguro de que no sabe cuáles eran los temas favoritos de conversación de ella?

—No, creo que no tenía ninguno en especial.

—Dese prisa ahora. Larry, ella debe estar esperándolo. La tarde es corta. ¿Es dentro del mismo parque que lo espera?

—Solía esperarme en su casa. Nunca estaba lista. Siempre tenía que abrir la puerta la madre. Y yo tenía que esperar media hora, mientras seguía maquillándose, antes de bajar las escaleras. Era siempre un momento de gran expectativa, cómo se iba a presentar, qué ropa iba a ponerse.

—¿Qué se ha puesto hoy?

—Esto pasó hace veinte años.

—…

—… una blusa de seda azul. Y se siente una oleada de perfume cuando se acerca. En esa época me gustaba el perfume, pero ahora cuando una mujer entra en el ascensor me asfixio. Únicamente las mujeres son capaces de eso, de pasar horas maquillándose.

—¿Qué hay en la canasta del picnic?

Sandwiches y cosas dulces.

—¿De qué color es el bosque?

—Verde y azul.

—¿Hay gente cerca?

—Hay algo de gente, pero estamos buscando un lugar donde no haya nadie. No se ve más que el bosque, no se ve la ciudad que lo rodea, uno es libre el domingo. La mayor parte de la gente libre del trabajo, nosotros libres de la escuela, que era lo mismo. No podíamos ver nuestra realidad en ese parque, por eso es que podíamos olvidar. Libres para imaginar cualquier cosa.

—¿Como ser?

—Todas nuestras posibilidades de vida, todas las cosas que podríamos llevar a cabo. Cosas que nos hacían remontar el espíritu.

—Una de ellas…

—No recuerdo.

—¿Ser rico?

—No recuerdo.

—¿Estar en otro lugar?

—Sí.

—¿Dónde?

—No recuerdo.

—¿De veras?

—No sé, tal vez Argelia. El desierto. Recuerdo haber leído a Camus, el existencialismo estaba de moda en esos días. Yo había leído «El extranjero». La arena caliente de la playa, las olas perezosas y la espuma, los cuerpos de bronce, el fresco de la tarde. Él que mira hacia abajo desde su departamento, a la noche, viendo a la gente joven, bromeando y riendo en la calle, rumbo a un bar o a un cine… Se me ocurrió lo bueno que habría sido estar en Argelia. Por los espacios abiertos, y el sol abrasador, y la gente bronceada con que me encontraría… Tiempo después descubrí que Camus estaba hablando de una colonia. La gente joven y bronceada era europea, gente odiada y a un paso de ser expulsada.

—¿A ella también le gusta Argelia?

—No sé si se la mencioné alguna vez.

—¿Qué está haciendo con ella en Argelia?

—Caminamos por una playa, desierta. Un calor bochornoso, el sol quema. No se está bien. Pero nos gusta. Nos estamos oscureciendo, bronceando. La hago caer sobre una duna, y empiezo a quitarle el traje de baño. ¿Está bien si me detengo aquí, señor Ramírez?

—Está oscureciendo en el parque, ¿cómo se encuentra la salida más tarde?

—Es época de primavera, y hace un poco de frío. Pero el toqueteo está generando un gran calor. Yo me le he subido encima, estamos completamente vestidos, y froto sin parar, la ropa contra la ropa. Eso se llamaba la cornada seca. Y vaya si era seca, hasta que eyaculaba en el pantalón. Después nos entraba la arena por todas partes, pegándosenos a la transpiración, y nos íbamos al mar, para lavarnos.

—Está tratando de confundirme. Están en el bosque, y no se han desvestido.

—Pasamos la luna de miel en Cape Cod. Íbamos a una playa desierta, y nos quitábamos todo. Podía verle la V blanca que el traje de baño le había formado, y el vello púbico negro brillándole, tan viviente, chisporroteándole luz, al salir ella del agua. Hacíamos el amor sobre la duna, el sol nos estaba asando… y la arena nos picaba, nos raspaba la piel, y nos la enrojecía. El jugo blanco se escurría sobre mi barriga marrón, se detenía casi entre los pelos, y volvía a correr rápido, por el lado de vientre.

—…

—El cielo azul, y el sol caliente… parecían aprobarlo todo. Yo era joven, y después de esperar un rato, volvíamos otra vez a las andadas, y otra vez… hasta que ya no podía. La cena de más tarde era extraordinaria… y el vino.

—¿Qué hay dentro de los sandwiches, en la canasta del picnic? Me está viniendo hambre.

—No hay nada adentro. Cubren un hueco.

—Usted no recuerda lo que había adentro. Pero no debería avergonzarse de admitirlo. Más aún, no debería mentir… porque adentro hay algo.

—Adentro no hay nada. Eso es lo que lo hace tan misterioso.

—No debería ser tan exigente con usted. Ya ha sido gentil por demás al contarme tantas cosas. Ya ahora estará ansioso por sacar los libros del armario y leerlos. Sáquelos nomás.

—…

—No me diga que ha perdido la llave.

—No, nada de eso.

—Yo me entretendré comiendo algo… Me ha venido un gran apetito.

—¿Quiere que le vaya a pedir algo, alguna cosa dulce?

—No, llamaré a alguna enfermera. Quiero algo sano que me caiga bien.

—De acuerdo, señor Ramírez.

—Y por si me duermo… aunque hoy haya comido bien con el fulano de Columbia… déjeme sacar de aquí mi billetera…

—No, no se moleste así…

—Oiga Larry, vaya esta noche a comer al restaurant nuestro. De otro modo no me va a poder contar qué había para comer esta noche, que es víspera de Navidad.

—Gracias, entonces.

—También se celebra la víspera de Navidad, ¿verdad?

—Así es.

—Pues qué tontería la mía, saque doble, para llevarla a ella también.

—Voy a cenar solo esta noche, como todas las noches.