—¿Usted aquí, a esta hora?

—Ante todo buenas noches, señor Ramírez.

—¿Viene a cuidar a algún otro, a esta hora?

—No.

—¿Entonces?

—Espero que no le moleste que haya entrado sin pedir permiso.

—¿Los guardianes nocturnos lo dejaron pasar?

—No me vieron.

—¿Y la puerta mía? Yo siempre la cierro por dentro.

—Tal vez entré por la ventana. Usted nunca lo sabrá.

—¿Estoy imaginando su visita, tal vez?

—Tal vez sí.

—No, prefiero que su visita sea real.

—Como le plazca.

—Creo entonces que sí, que usted está aquí. No lo estoy imaginando.

—No es demasiado tarde, ¿verdad? Yo sé que los residentes cenan a las siete, pero usted nunca me dijo a qué hora se acuesta.

—No me gusta su tono, Larry. Demasiado obsecuente, dulzón.

—Perdone.

—Me está pidiendo perdón porque ese tono era falso, ¿verdad?

—Así es, perdón.

—Como usted ya sabe, todavía no capto bien a qué corresponden ciertos tonos. El del arrepentimiento sincero… no sabría reconocerlo.

—Tal vez reconozca esto…

—Larry, ¡no se ponga de rodillas!… los demás nos pueden estar viendo… es gente senil pero malintencionada.

—La puerta está cerrada.

—Dirán que usted es servil, no comprenderán la situación. Yo… yo aprecio al que se arrepiente.

—Gracias. Es usted muy generoso.

—¿A qué vino? Es casi medianoche. Supongo que hay una razón, para presentarse como un fantasma, como una alucinación.

—…

—No baje la frente.

—Soy una alucinación y nada más, ¿qué importa si bajo la frente?

—No, su visita es real. Si no lo fuera, significaría que…

—¡Nada! Cometí un error de cálculo, y me quedé sin dinero para cenar, señor Ramírez.

—Ah…

—Tengo hambre, pensé que podía irme a dormir sin cenar… pero ya la languidez de estómago se me está haciendo sentir demasiado.

—¿Es un dolor?, ¿dónde lo siente?

—Aquí en el estómago, justó debajo del esternón.

—¿Llega a ser una puntada?, ¿o es apenas un malestar?

—No llega a ser una puntada, todavía no.

—Ve que no lo miro con sorna, o con satisfacción.

—No entiendo…

—Sí Larry. Usted me miraba con sorna, se divertía, cuando yo le hablaba de mis dolores, de esa espantosa opresión, y esas puntadas terribles, en el pecho. Yo no me río de usted.

—Tal vez, señor Ramírez… sea cierto que todavía no lee correctamente las expresiones de la gente. Yo tal vez… quería darle ánimo con una sonrisa.

—Sonreír es falso, vacío… una mierda, según sus palabras.

—Señor Ramírez, ¿cómo es la comida del Hogar?

—No tiene sabor, pero es sana, y muy abundante.

—¿Usted se satisface?

—Sí, dejo mucho en el plato, por lo menos la mitad.

—¿Dónde comen?

—En una sala grande, o si yo quisiera podría comer en mi habitación, si me conformase con comer un poco más temprano.

—Señor Ramírez… ¿qué es lo que llevan al parque ciertas gentes que vimos juntos, o que vio usted solo, no sé, y después me contó?

—Vimos juntos que ciertas gentes llevan unos recipientes de plástico donde guardan la comida que les sobra, y se la llevan a un gato, o a un perro, o tal vez se trate solamente de pan mojado en leche, que le llevan a las palomas, Larry.

—Ah…

—…

—Yo gasto mucho dinero en comida, señor Ramírez.

—Quema mucha energía con tanto correr, y debe reponerla.

—Eso debe ser…

—A mí no me gusta cenar tan temprano, pero tampoco me gusta juntarme en la sala con todos. De modo que… vaya un sacrificio por otro, si como en mi cuarto más temprano me salvo de verles la cara a los demás. Y así nadie se enterará de que pondré más de la mitad de mi comida en recipientes de plástico.

—Para mi gato.

—Sí, para su gato… ya comprendí.

—Gracias…

—Cuando los ojos se llenan de lágrimas, dice la Enciclopedia, a veces es de alegría, no siempre de dolor. Parece ser que ciertas emociones muy profundas, aunque positivas, placenteras, hacen llorar.

—Así es, señor Ramírez, por eso me ve así.

—No baje la frente, no me gusta ese gesto.

—Bueno, ya me voy…

—Si no fuera porque tiene tanta hambre le diría que se quede un rato a conversar.

—Puedo aguantar, le aseguro.

—No, no está bien forzarlo a quedarse, porque me deba un favor.

—Al contrario, hay muchos temas de que quiero hablar con usted, una persona superior, señor Ramírez.

—Nada me halagaría más.

—Usted estuvo leyendo artículos sobre la intervención de este país en Vietnam, y se preguntará cómo los que éramos jóvenes en ese momento pudimos ir a arrojar el napalm sobre gente inocente.

—¿Usted peleó en Vietnam?

—Sí, participé de todas las atrocidades que se pueda imaginar. Quiero contarle todo, pero antes usted me tiene que contar de lo suyo, el sabio tiene que hablar primero, para marcar el rumbo al ignorante.

—¿Yo… contar?

—Sí, todo.

—Pero Larry, ¿no se acuerda que yo… tengo mucho… olvidado?

—Posiblemente sea una táctica suya, para defenderse de posibles espías.

—Lo siento Larry, pero de pronto me siento muy cansado. Me voy a retirar a dormir.

—Tal vez otro día entonces… Necesito su ayuda, su iluminación…

—Otra vez esa mirada de sorna, de burla…

—Usted no sabe leer las expresiones humanas, todavía.

—…

—¿Se queda callado, señor Ramírez?

—…

—Me voy entonces.

—…

—Pero si es tan gentil… necesito esos dólares, para cenar.

—…

—Usted me los prometió.

—Saque lo que necesite.

—¿Me da su billetera?

—Perdone Larry… tengo el pulso tan débil… no la dejé caer a propósito.

—Yo la recojo, no me importa inclinarme.

—Ya lo veo.

—¿Cuántos saco?

—Los que necesite.

—Cinco… con cinco me alcanzan, muy bien… Gracias.

—De nada.

—Buenas noches, señor Ramírez.