—Señor Ramírez, despierte.

—¡¿Qué… qué pasa?!

—Alto ahí… nada de tonos insolentes. No se los tolero.

—Estaba descansando… ¿por qué me despierta, tan bruscamente?

—Tenía algo que decirle, señor Ramírez, de gran urgencia.

—¿Y ahora se queda callado?

—S… sí…

—Le tiembla la voz, Larry.

—La noche del norte es tan fría. Usted cree que estoy a su lado, porque me oye hablar.

—Pero no lo veo, la oscuridad es total.

—Señor Ramírez, por alguna razón especial usted oye mis palabras y hasta siente casi el aliento de mi boca, como si estuviera a su lado. Yo estoy muy lejos en realidad, perdido una vez más. Iba en un tren, camino de Montreal, cuando reconocí caras enemigas.

—No se burle de mí, Larry, usted está a mi lado.

—Encienda la luz, y verá que no.

—No, la lámpara me heriría los ojos. Siga adelante, con su chiste.

—Me arrojé del tren, y aparecí en ese mismo paraje que usted vio en la revista, había un lago entre montañas de picos nevados, y vegetación de zona prepolar, ¿lo recuerda?

—Sí. Era el anuncio publicitario de una marca de tabaco. Me había quedado pensando en su llamada a Montreal y cuando vi ese paisaje canadiense lo asocié.

—Óigame bien, ahorre palabras, no hay tiempo que perder. Estoy en grave peligro. La total tiniebla que me envuelve no me permite dar un paso, temo caer a un precipicio.

—Sé que no finge, que su miedo es real. Lo que no comprendo es cómo su voz puede alcanzarme.

—Recordé aquello de los condenados a muerte, y la manera como se les concede un último pedido antes de la ejecución, aunque más no fuera una cena especial, a veces. Y yo pedí antes de abismarme en el aire helado… que usted me oyese.

—Recuerdo el lugar perfectamente, Larry, sea cauteloso, hay rocas escarpadas, recortadas contra un cielo celeste y brillante. El agua del lago es más brillante aún, celeste también, aunque algo más oscuro, pese a reflejos de luz solar, casi enceguecedores.

—Reflejos de sol frío, prepolar. Nunca volverá a despuntar para mí, señor Ramírez.

—No, es cuestión de un poco de paciencia. Ese problema lo conozco mejor que nadie. Tantas veces me despierto en medio de la noche y pienso que el día nunca llegará.

—Temo tropezar, y caer.

—Tengo muy presente el lugar, miré muchas veces ese anuncio. Siga mis instrucciones.

—Escucho.

—Si está de pie, muy despacio hínquese.

—Ya.

—Tantee el terreno con la mano.

—Sí. Toco una roca que se yergue, lisa.

—Larry, usted se encuentra junto a la entrada de una gruta. Afine el oído y oirá muy a lo lejos el rumor de un manantial.

—Sí, cuanto más avanzo más claro oigo el canto de las aguas.

—Usted está adentrándose en la gruta. Allí hace menos frío.

—Sí, el aire se torna templado.

—Hemos tenido suerte, podría haber usted entrado al paisaje por donde los pinos crecen más apretados, y allí la nieve dificulta el paso.

—Señor Ramírez, el manantial… es de agua algo más que tibia y algo menos que hirviente.

—Quítese el frío de los huesos, sumérjase allí.

—Sí, en el aire caliente la ropa húmeda de nieve se está secando. Yo todavía estoy tiritando, me estoy descalzando, me estoy desabotonando estos tantos ojales, los dedos entumecidos apenas si me responden, siento mi cuerpo como el de un viejo.

—Usted siente igual que yo las articulaciones herrumbrosas, los músculos deshilachados y la piel espesada como cuero. Pero en contacto con el manantial el cansancio de los años se evaporará.

—Sí, mis articulaciones ya responden a cualquier capricho, mis músculos se flexionan con placer.

—Descanse, Larry, flote sin miedo, son aguas buenas.

—¿Llegará alguien?, ¿se acerca un caminante portando un farol?, creo ver luz por allí mismo por donde entré.

—Es la luz del día. La boca de la gruta le da paso.

—Tenía usted razón, la noche quedó atrás. Ahora veo que debo seguir en todo sus indicaciones.

—Trataré de no decepcionarlo. Yo tuve la suerte de ver el paisaje, quedó fijado en mis retinas.

—He recobrado el uso de mi cuerpo, puedo avanzar hacia la salida y reponer fuerzas comiendo algo, ¿pero dónde encontrar alimentos?

—Hay troncos de árbol flotando en el lago, átelos con lonjas de corteza, aventúrese con una red hecha de ramajes, y pesque las truchas más deliciosas.

—Señor Ramírez, yo querría saber algo más del paisaje.

—Las rocas son marrón rojizas, los picos blancos inmaculados.

—Las truchas son plateadas, sabrosísimas. Cuando caiga el día volveré a la gruta, satisfecho mi apetito.

—¿Siente cansancio en el cuerpo?

—Sí, pero un cansancio que me da… ¿podría decirlo?…que me da placer. Sé que con un chapuzón en el manantial volveré a estar fuerte.

—Lo que no ha quedado muy claro es si flotando en esas aguas anoche usted se quedó dormido.

—Da lo mismo, señor Ramírez. Lo que cuenta es el descanso.

—Es que me interesa tanto lo concerniente a conciliar el sueño.

—Desde que llegué a este paisaje del lago duermo todas las noches sin el menor problema.

—Hábleme más de eso.

—Sí, señor Ramírez, el día pasa rápido buscando alimentos. Ah, y no le había contado, estoy construyendo una pintoresca cabaña en lo alto, con vista insuperable.

—¿Estaría entonces desdeñando la gruta?

—No, es que durante el día me gusta tomar descansos en plena claridad. La gruta me espera por la noche.

—¿Y qué más, Larry?, ¿no tiene usted ya problema alguno?

—Gracias a usted, señor Ramírez, que me indicó el camino.

—Usted siempre tan considerado. Pero noto en su voz un dejo nostálgico, a mí no me logra engañar.

—No tengo de qué quejarme, solo de eso puedo lamentarme, de no tener motivo para quejas.

—Pero no hay alegría en sus palabras.

—Señor Ramírez, sé en qué está pensando, en que me falta una mujer.

—Evidentemente.

—Pues no es así. Siempre me trajeron problemas. Son extremadamente deseables pero tengo que admitir que me dan miedo. A mi edad debí haber solucionado ese problema y pues no, les sigo temiendo, por eso mejor lejos, las divinas criaturas.

—¿No siente ansias carnales, acuciantes?

—Con la mano las calmo.

—Perdone la indiscreción.

—¿Recuerda usted bien el paisaje, señor Ramírez?, ¿no le parece suficiente esta serenidad ultraterrena?

—Si usted lo dice…

—…

—Larry…

—…

—Larry, respóndame, ¿o es que ya no puedo oírlo?

—Sí… me… puede… oír…

—Usted llora.

—…

—Larry, no me trate así, usted me preocupa.

—El paisaje es… perfecto, señor Ramírez, expresa… una potencia divina. Hubo alguien capaz de crear esta rica y majestuosa… calma.

—Me gusta que lo diga, eso debe ayudarlo en su soledad.

—No, señor Ramírez. Yo no soy el paisaje.

—Usted lo recorre.

—Sí, pero no comparto ni su calma, ni su riqueza, ni su majestuosidad, ninguno de sus atributos. El día que algo, un viento huracanado, una tempestad, me barran de aquí, el paisaje permanecerá impávido. Sin mí se verá tan pleno como siempre.

—Larry… su voz se va acongojando más y más. Me asusta.

—…

—Larry… dígame algo…

—…

—Larry, usted no se equivoca… tiene razón… por lo menos sepa eso… que no está equivocado… yo tampoco me conformo… Tuve un momento de estupidez, en que rogué curarme, y después conformarme con comer y dormir… Pero Larry, usted tiene la más absoluta razón… Yo también quiero ser el paisaje… quiero florecer quieto como un árbol, o correr como la avalancha si lo que me apetece es el movimiento…

—Señor Ramírez… escúcheme, aunque ya me quede poca fuerza en la voz… usted lo que ansia es el poder…

—¡¡No!!… no sea torpe… ¡Imbécil!

—¿Qué?

—Eso, no sea imbécil… es detestable el poder… Dios tendrá ese horrible problema, y no se lo envidio… Lo que yo quiero es… sentir, sentir algo que yo creí que existía… pero que no sé qué es…

—Señor Ramírez, tal vez sean estas mis últimas palabras, no tengo fuerzas ya para nada, no quiero tampoco salvarme, acercarme a la gruta… Me quedaré aquí, la nieve me irá cubriendo y así se terminará esto de una vez por todas.

—No… por favor… ¿quién vendrá a conversar conmigo si usted se muere? Ese es un acto de total egoísmo, tiene que pensar en mí.

—…

—Larry… responda…

—…

—Si yo pudiera llegar hasta usted, lo arrastraría adentro de la gruta. Después de un remojo todo se le olvidaría… Lo peor es que resulta tan pesado un cuerpo que ya no quiere vivir… lo arrastro pero avanzo pocos centímetros por vez. Hay ramas atravesadas en el camino, sí, él eligió el lugar más alejado del paisaje, en las antípodas de la gruta, y para mí tal vez no sea posible semejante empresa… Y en una noche tan oscura, sin saber de un atajo, sin poder escogitar la menor estrategia…

—…

—No recuerdo haber pedido llegar hasta este paisaje como último deseo, de un condenado a muerte. Pero me fue concedido, ya tal vez un signo de que hay posibilidad de salvataje. Es posible que se salve él, pero salvarme yo lo dudo… Con este frío, esta inclemencia del viento, y arrastrando fardo similar…

—Por favor… siga… adelante…

—¿Qué dice?… no le oigo…

—Conozco bien yo el camino, ahora, señor Ramírez… Lo que tiene que hacer es seguir… en la misma dirección… siempre derecho…

—Muy bien…

—Porque ya falta poco.

—Yo no veo nada, Larry, es total la oscuridad de esta noche prepolar. Solo cuando el aire empiece a entibiarse sabré que he entrado a la gruta.

—Gracias… gracias…

—Ya se oye el canto del agua… espero no estarlo soñando…

—En efecto… yo también… y el frío no es más el mismo…

—Pero yo no tengo más fuerzas, Larry… hasta aquí… he podido… he podido…

—Sí… diga…

—He podido… ayudarlo.

—Gracias. Estamos a salvo.

—Yo no, Larry… yo estoy finalmente agotado… no veré el día.

—Usted dice eso porque tiene los ojos cerrados.

—Nunca más quiero abrirlos.

—Cambiará de idea.

—No… no hay tiempo para eso.

—Se equivoca, una vez más. Ábralos ya, y tendrá una sorpresa.

—No…

—Ábralos y verá algo.

—¿Llegará alguien, Larry?, ¿se acerca un caminante portando un farol?, creo ver la luz por allí mismo por donde entramos.

—Es la luz del día. La boca de la gruta le da paso.

—No, es por la ventana del hospital que se filtra apenas un poco de luz al amanecer, pero es tan agradable saber que ya se terminó la noche.

—…

—Qué silencio reparador…

—…

—Si nadie me llama, o pregunta por mí, es posible que vuelva a dormirme. El silencio y la soledad a veces ayudan a descansar, y recuperar energías, después de un esfuerzo muy grande.