—Y ahora llueve. Para qué le habré hecho caso…

—Puede parar pronto, Larry.

—…

—¿Le molesta si lo llamo Larry?, ¿o debería ser señor Larry?

—Mejor Larry solo. Por lo pronto ya nos agarró la lluvia. Antes de cruzar la Sexta Avenida se lo dije, que iba a llover. Pero usted siguió insistiendo en venir.

—Una de las enfermeras me dijo varias veces que tenía que ver Soho.

—La enfermera de Virgo, seguro.

—Sí, muy perspicaz su observación, Larry.

—El horóscopo aconsejaría paseos bajo la lluvia, estoy seguro.

—Pero ahora que estoy en Soho no puedo ver nada.

—Hay unos cuantos charcos.

—No le mencioné la cuestión del aumento, todavía.

—Cierto, ¿qué hubo de eso?

—Bueno, me va a tener que disculpar. La verdad es que el teléfono del Hogar está siempre ocupado.

—Si es por eso entramos en un bar y llamamos desde ahí.

—Pero al final di con esa secretaria tan amable, de quien le hablé.

—¿Y qué resolvió?

—Ella no podía decidir, tiene que hablar con el director de la Fundación.

—¿Por un aumento de dos dólares tiene que reunirse el Directorio?

—Eso es lo que dijo, ¿yo qué le voy a hacer?

—No importa, me ajusto el cinturón y basta.

—Ah, a todo esto, me olvidé de mostrarle algo que le traje.

—¿Qué es?

—Comida del Hogar, bien guardada en estos recipientes de plástico, muy higiénicos.

—¿Se la quiere echar a las palomas?

—No, es para usted.

—¿Para mí?

—No ponga esa cara… Larry, no se ofenda.

—Da asco, es un revoltijo, ¿no?

—Es… para su gato, pensé que le resultaría un ahorro, de tiempo… más que de dinero.

—No, gracias. Al gato le doy leche y una cosa especial que viene en lata. Me dura hasta dos semanas, no es problema.

—Ah, no sabía…

—Esta comida parece de lo peor. Los van a matar a ustedes, ahí. Se come muy mal en Nueva York, yo por eso tengo mucho cuidado. Alimentos integrales, siempre que puedo. Y verduras, pescado, ninguna grasa, ni pasta. Ni excitantes, nada de café ni té, y lo peor de todo es el azúcar.

—Déjelo ahí Larry, o lo tiramos al cesto que hay en la esquina, cuando pare de llover.

—¡No me mire así! Las galerías de arte no abren de mañana, ya se lo dije.

—No quiero ver cuadros, no quiero encerrarme.

—Sí, pero bajo la lluvia no lo puedo estar paseando.

—Si por lo menos pudiésemos estar en una parte donde no se vean estas escaleras de incendio.

—¿Qué tienen de malo?

—Pregunta inútil. No he leído nada sobre escaleras de incendio últimamente, así que no puedo decirle nada al respecto. Lo único que sé es que no voy a estar acá quieto mirándolas un segundo más.

—¿Dónde mierda vamos a ir?

—Por favor sáqueme de acá.

—Llueve a cántaros. Dé gracias que encontré este toldo.

—Apenas si viene unas horas tres veces por semana, y nos tenemos que quedar quietos así.

—…

—Tenía una lista de preguntas que hacerle, pero me olvidé el papel en el Hogar. He estado leyendo mucho y me surgieron dudas.

—¿Qué leyó?

—La Enciclopedia. Y libros de Historia. ¿Se acuerda que hace unos días no sabía casi quién era Washington? Ahora sé todo. Y parece que me acuerdo de todo lo que leo. Aunque por cuánto tiempo no sé.

—¿Encontró algo interesante?

—La Argentina, mi país, está compuesta principalmente por inmigrantes españoles e italianos.

—Eso me interesa.

—…

—Cuénteme algo. Yo tengo un abuelo italiano, el paterno, Giovanangelo se llamaba.

—Su apellido es John, como el nombre de pila.

—Sí, cuando mi abuelo entró se lo mutilaron en Inmigración.

—Después que usted me dijo que había estado en Vietnam, me puse a leer todo lo que encontré al respecto.

—Yo no estuve.

—¿Cómo que no? Por edad le tocaba.

—Me negué a ir.

—¿Se negó y basta?, ¿qué es eso?

—Cuando me preguntaron por qué me negaba, les conté la historia completa del colonialismo imperialista en Indochina.

—¿Y lo escucharon?

—Al terminar mi tirada ya no querían saber nada conmigo, y me empezaron a dar citas para más adelante. Otros como yo fueron más valientes, porque se dejaron alistar y una vez adentro propagaron sus ideas, como pudieron, trataron de imponerlas.

—¿Sabotaje… dentro del servicio?

—Sí.

—¿Cuántas veces tuvo que repetir la tirada?

—Con un vez les bastó. Después de oírme lo que querían era asegurarse de que no iba a entrar al Ejército, y les vino el gran alivio cuando encontraron una excusa para eliminarme: me faltaban nueve meses para cumplir los veintiséis años. Esa era la edad tope para los reclutas.

—Yo creí que sí había ido a Vietnam.

—…

—¿Por qué me mintió entonces?

—Jamás salió el tema con usted. Y no sea irritante, que hoy tengo los nervios de punta.

—¿Por qué razón?

—…

—¡Larry! No lo mire, por favor.

—¿A quién?

—Al que camina hacia la esquina.

—¿De dónde lo conoce?

—Por favor, no deje que se acerque. Yo no lo miro, éntreme a la tiendita.

—Ya se fue. Dobló a la izquierda, por Prince Street.

—Larry, sé qué no se le paga para escuchar mis quejas, pero le aseguro que algo muy malo puede pasar, y no sé cómo evitarlo.

—¿Malo en qué sentido?

—¡No se vaya!, ¡no mire!, ¡vuélvase acá!, por favor…

—…

—¡Larry!

—Nada, quería echarle otro vistazo. Era un tipo vulgar y silvestre. Entró en una casa de departamentos. Un edificio pobre… Es posible que se parezca a alguien que usted conoció en su país. Alguien que le hizo daño. Pero ya se fue, y mojado hasta el fundillo.

—Larry, por favor no vaya a decirlo a nadie. Es un secreto.

—Mejor no me lo diga, entonces.

—Es que no quiero que piense que me estoy imaginando cosas. Por desgracia el tiempo me va a dar la razón.

—Yo le creo, señor Ramírez.

—No me cree nada. Pero ya lo va a ver, y bien pronto. A ese hombre lo están siguiendo y no se va a poder escapar, lo tienen al alcance de la mano casi.

—¿Quiénes lo siguen?

—Conviene no estar cerca. Porque no lo podemos ayudar. Ese es el problema.

—…

—Si por lo menos pudiese soportar estas puntadas, no se imagina lo que duelen.

—¿Le ha vuelto el dolor?

—¿No se había dado cuenta?

—No, para nada.

—De acuerdo, tampoco para eso se le está pagando. Pero es como si alguien me arrancase parte del pecho.

—No sabía que era tan fuerte.

—Así y todo no se dio cuenta.

—¿Pero cómo diablos me voy a dar cuenta si no me dice nada?

—No quiero aprovecharme de usted. Después de todo es joven, qué puede saber de estas cosas.

—En primer lugar, no soy tan joven, señor Ramírez. Tengo treinta y seis años. Y en segundo lugar, también soy un ser humano.

—¿Treinta y seis años?

—Sí, ¿no se me nota? Hay quien dice que parezco mayor todavía.

—Entonces se tiene que ir ya. Al dueño de la tienda le pido que telefonee al Hogar, me mandarán a buscar.

—Pamplinas, lo llevo yo de vuelta. Tener 36 años no significa que un gángster me va a balear. El peligro está en que se me caiga el pelo.

—No bromee, es muy serio lo que le digo.

—¿Quién bromea? Es una edad crucial en la vida de un hombre. Hay tipos que se hacen trasplantes, se ponen pelucas, se peinan para adelante, se tiñen el pelo, se dejan crecer la barba, cualquier cosa. En este país el pelo es titánico como problema.

—Por favor, déjeme solo.

—Señor Ramírez, ahora es usted el que se deja de bromas. ¿A qué me viene con tanta pavada? No puede ser que hable en serio, ¿quién va a estar interesado en hacerme mal a mí? Además tiene todo el día para mortificarse con esos pensamientos. Por dos horas podría ahorrarme la molestia. Especialmente hoy.

—Discúlpeme, explicarlo me es muy difícil. No puedo darle razones, no las sé. Pero estoy convencido de lo que digo. Cada vez que me ha venido esa certidumbre, el tiempo me ha dado la razón.

—Empiece por pensar que no está en su país, donde había bastante alboroto, ¿no? Está en Nueva York. Acá no hay mucha garantía, ¿pero quién se va a interesar por usted, o por mí?

—¿De veras?

—¡Sí!, ¡de veras!, ya me saturó con tanta paranoia.

—Larry… perdóneme, no fue cierto lo que le dije de ese que pasó. Fue todo fingido. Quise ver cómo reaccionaba, si me decía a todo que sí como a los locos.

—¿Y por qué hizo eso, no me tiene confianza?

—No, no puedo tenerle confianza, lo conozco muy poco.

—Con usted, mi único interés está en cumplir el horario con el menor desgaste nervioso posible.

—…

—…

—Supongo que esta mañana no pudo correr como de costumbre.

—A la mañana no llovía.

—¿Se entrena todas las mañanas?

—Sí, todas.

—¿Corre y basta?

—Hago gimnasia, salto a la cuerda, nado. Y a veces ando en bicicleta, lo que sea. Para descargar esta tensión terrible que tengo.

—¿Tensión terrible?

—Sí, hacer algo, para lograr algún tipo de satisfacción.

—Le tiemblan las manos, Larry.

—Hay días que estoy muy nervioso, eso es todo.

—¿Usted se droga?

—Ni con café. Detesto los excitantes.

—¿Que le sucede?

—Nada. Déjeme temblar en paz.

—…

—La vida está llena de cosas, y hay quien no puede estirar la mano para alcanzarlas.

—¿Por qué no?, ¿se refiere a mi caso?

—…

—¿A qué hora se levanta?

—Temprano, por disciplina. Hago flexiones ni bien me levanto. Conviene entrar en calor corriendo algunas cuadras, después parar y dejar que el corazón lata a gusto, hasta calmarse. Después corro unas cuantas millas, hasta la punta sur de Manhattan, la plaza Battery. Y respiro a todo pulmón el aire de mar. Después de correr me desayuno, y todo me parece un manjar. Si pudiera pasarme el día corriendo, me daría por feliz.

—¿Le gustan las mañanas, o le tardan mucho en pasar?

—Lo mejor es antes de que el tráfico y el ruido empiecen, cuando uno no se ha despertado del todo.

—Eso es antes de que la mañana real empiece, ¿pero y después?

—Hay que planear el día, aunque uno esté sin trabajo. No es fácil, hay un vacío o una nada, ahí delante, y uno tiene que llenarla… con tareas menores, cualquier actividad que sea. Alguna compra, el lavadero, almorzar, dar una vuelta, leer los anuncios de trabajo, cenar, ver televisión, pero…

—¿Pero qué?

—Uno duerme en cantidad, cada vez más… El día se vuelve más corto, y cualquier tarea se vuelve pesadísima, cada vez uno hace menos.

—Larry, está dejando de llover. Puede llevarme de vuelta.

—Vamos entonces.

—Por ahí no ¡por favor!

—¿Por qué no?

—Es un camino más largo, y estoy sintiendo frío.

—No, es un atajo. Vamos a llegar más pronto.

—Aunque sea más largo, el otro camino es mejor. Hay menos charcos.

—Tonterías, no lo voy a meter en ningún charco.

—Se lo ruego, no podemos correr el menor riesgo.

—¿Qué riesgo?

—Por usted no me importa, ya que es tan tozudo, pero yo no, no quiero correr riesgo ninguno, por favor ¡pare!, por aquí no…

—¡Déjese de aletear con esos brazos! Yo sé lo que hago.

—Usted corra todos los riesgos que quiera, pero a mí no me exponga, ¿me oye?, ¡no vaya a doblar a la izquierda!

—Está blanco como un papel, ¿qué le pasa?

—¡Qué idiota es! Pare, le digo ¡pare! Vuelva atrás ¡¿me entiende?!

—¿Qué le pasa?, está transpirando…

—¿Por qué puerta entró?

—¿Quién?

—Aquel hombre. El que pasó hace un rato.

—Creí que había sido un truco suyo, para ponerme a prueba.

—¿Pasamos ya la puerta?

—Sí, era ahí donde esos chicos están jugando.

—No vi ningún chico.

—Dese vuelta y los verá.

—Usted trata de confundirme.

—No tenga miedo, estamos perfectamente a salvo.

—Ahora por favor vaya más ligero, retroceder sería peor.

—Le va a hacer mal, sudar en este frío.

—Por favor acelere. Y no quiero que nunca más vuelva. No quiero ser responsable de lo que pueda pasarle.

—¿De qué está hablando?, ¿me está despidiendo?

—Es mejor así, créamelo.

—¿Qué?, ¿no se da cuenta que así me parte en dos? Necesito este trabajo.

—No se preocupe, insistiré en que le paguen la semana completa.