EL AZOTE DE DIOS
Jordanes, 200
De todos los horrores que acompañaron la caída del Imperio Romano de Occidente, ninguno fue más terrible que los hunos. Su marcha hacia el oeste empujó a los ostrogodos contra los visigodos y precipitó a éstos a una colisión fatal con Roma. Entonces, a fines del siglo IV d. C, llegaron los hunos.
Sus rasgos son tan terribles que intimidan por completo incluso a aquellos que les igualan en el arte de la guerra. Sus enemigos huyen horrorizados ante la contemplación de sus terribles rostros oscuros. Tienen, por así decirlo, tan sólo un bulto sin silueta como cabeza y unos ojos minúsculos […] se comportan brutalmente con sus ¡jos desde el mismo día de su nacimiento, utilizando la espada para rasgar las mejillas de los niños para que aprendan que deben soportar heridas antes de recibir el alimento de la leche. Un rostro tan marcado por la espada estropea el buen aspecto natural de una barba, y los jóvenes son feos y maduran sin que les crezca […] aunque tienen cuerpos de hombre, son salvajes como animales.
Jordanes, 127-28
El origen de los hunos se encuentra en algún lugar de las estepas de Asia. Los chinos los conocían como los Hsiung-Nu, y sus salvajes razias amenazaron el norte de China durante la mayor parte del primer milenio a. C. Más o menos para la época en que los romanos se embarcaban en la primera de sus grandes guerras contra Cartago a mediados del siglo III a. C, los chinos estaban construyendo la Gran Muralla para protegerse de los hunos. Naturalmente, una muralla de esa naturaleza no suponía un serio obstáculo para los atléticos hunos, pero sí para sus caballos.
Los hunos poseían un ejército exclusivamente de caballería. Tenían dos tipos de caballos: pequeños y fuertes corceles de gran resistencia, y otros de mayor tamaño, especialmente criados para la carga que eran utilizados por la caballería pesada. Cada guerrero huno cabalgaba con un hato de caballos que en ocasiones superaba los dieciséis caballos por jinete. Esta disponibilidad tan amplia de monturas, combinada con la propia dureza natural de los hunos, los convirtió en una de las fuerzas de movimientos más rápidos de todo el mundo antiguo. Los hunos eran capaces incluso de cocinar mientras cabalgaban -su dieta básica en campaña era carne cruda que cocinaban lentamente entre sus muslos y los cuerpos de sus ponies en el transcurso de un día de marcha.
Con su poder tambaleándose en Oriente, los hunos se dirigieron hacia el oeste. No fue una migración organizada, porque en aquella época cada tribu huna tenía su propio líder. Cuando escaseaban los pastos y el saqueo en una región, se trasladaban a nuevos campos más occidentales, y mediante este proceso de lenta migración alcanzaron las grandes llanuras de Hungría y las fronteras del Imperio Romano oriental.

Durante esta época tuvieron lugar dos grandes cambios. El liderazgo de los hunos se había hecho gradualmente más consolidado y monárquico, y las llanuras de Hungría, aunque vastas, no ofrecían suficientes pastos para los enjambres de caballos hunos, por lo que el ejército incluyó una gran masa de infantería. No todos estos soldados de infantería eran hunos. Los ostrogodos habían sido derrotados en el 374 y se encontraban entonces entre los soldados vasallos de sus antiguos enemigos.
Al principio, las relaciones con Roma fueron pacíficas, de hecho, algunos hunos pudieron luchar para Estilicón en su campaña contra Radagasito en el 402. La frontera del Danubio se convirtió en un punto de encuentro donde el oro, la seda y las especias de los romanos se cambiaban por caballos y esclavos bárbaros. A los romanos les agradó también que otra oleada de pueblos húnicos, conocidos como eftalitas o «hunos blancos», se hubiesen instalado al norte del mar Caspio y estuvieran haciendo la vida difícil a los persas sasánidas, que eran enemigos habituales de los romanos.
Teodosio II, hijo del emperador oriental Arcadio, elevó al rey del grupo más numeroso de hunos, un hombre llamado Rugila, al rango de general y le pagó un subsidio de 350 libras de oro por asegurar la frontera septentrional del Imperio. En el año 433 d. C. murió Rugila, y le sucedieron dos hermanos, Atila y Bleda, probablemente hijos de Mundzuk, el hermano de Rugila. Bleda no ha dejado rastro en la historia, y se cree que Atila lo asesinó en el 445, aunque eso supondría asumir (puede que de manera injustificada) que la política dinástica de los hunos era tan sangrienta como la de las naciones «civilizadas» del sur.
En la época de su ascensión al poder, Atila ya era de mediana edad.
Tenía un andar arrogante, y ponía los ojos en blanco cuando miraba a su alrededor. El poder de aquel espíritu altivo se demostraba en su cuerpo en todo momento. Sin duda amaba la guerra, y sin embargo era cohibido, poco severo respecto a aquellos a quienes concedía su protección, benévolo con el que suplicaba y justo en el juicio. Era bajo, con un pecho fuerte y grueso y una gran cabeza. Sus ojos eran pequeños y tenía un poco de barba salpicada de tonos grises. Su origen saltaba a la vista en su nariz chata y su complexión morena.
Jordanes, 180
Atila renegoció las relaciones con Teodosio, doblando la cuantía de su tributo y reclamando la entrega de aquellos que habían huido de la soberanía de los hunos y se habían refugiado en el Imperio. También se acordó que Roma no se aliaría con los enemigos de los hunos y que se abrirían mercados libres entre ambas potencias. La paz estaba lejos de ser perfecta. La ciudad romana de Margus, en el área del Danubio, fue arrasada cuando su obispo ofendió gravemente a los hunos en el 441 d. C, y hubo choques con el Imperio occidental. Después de estos incidentes, Atila fue apaciguado fácilmente con otra considerable suma de oro, sobre todo porque estaba muy ocupado con los persas y los tracios por el este y con los burgundios y otras tribus en el oeste.
Pero el Imperio Romano era un objetivo demasiado grande y tentador para que Atila lo ignorara eternamente. En el año 447, sus hunos barrieron las defensas del Imperio oriental. Como Alarico antes que ellos, descubrieron que Constantinopla era un hueso demasiado duro de roer y volvieron su atención hacia Grecia. Una vez más, Teodosio envió su tesoro a combatir por él. El tributo anual alcanzaba en aquel momento las 2.000 libras de oro (incluidos los atrasos que no se habían pagado mientras Atila saqueaba el Imperio), y entonces exigió también recibir el señorío de una franja de territorio en el Danubio medio.
Los romanos invirtieron otra fuerte cantidad de oro en sobornar a uno de los lugartenientes de Atila para que acabara con su vida. El intento de asesinato fracasó sin que Atila se disgustara especialmente por la traición. Contamos con un relato detallado de una visita que realizó al líder huno un tal Prisco, de quien se ha conservado un informe de su embajada. Prisco nos habla de la vida entre los hunos, y de Atila, al que conoció personalmente durante una cena:
Habían preparado un suntuoso banquete en platos de plata para nosotros y para los invitados bárbaros [de Atila]. El propio Atila comió carne en un plato de madera, y era igualmente frugal en otros aspectos. Mientras los invitados bebían en copas de oro y plata, su copa era de madera. También su ropa era sencilla y limpia. La espada junto a él, y los lazos de sus zapatos escitas […] carecían de decoración.
Prisco, Embajada a Atila, 448
En otro momento de su crónica, Prisco nos cuenta que un pastor de las llanuras del Danubio se encontró con uno de sus animales cojeando debido a una extraña herida. El pastor siguió el reguero de sangre de su herida hasta que encontro la hoja de una extraña espada, gran parte de la cual seguía enterrada en la tierra. Reconociendo en esto un buen presagio, el pastor acudió rápidamente a Atila con la misteriosa espada. Inmediatamente, Atila la identificó como la Espada de Marte, y anunció que «había sido designado señor supremo del mundo, y que por medio de aquella espada tendría asegurada la victoria en todas sus guerras».
Aparte de ilustrar el empleo de técnicas básicas de propaganda, esta historia demuestra que las creencias religiosas de Atila, aunque por lo demás poco claras, podrían al menos encontrar acomodo para un dios del antiguo panteón romano. Mostró un cauteloso respeto por el poder temporal del cristianismo, pero no sintió el menor remordimiento por destruir edificios sagrados y arrebatar las vidas y tesoros que había dentro de ellos.
El poder de la propaganda de Atila y la violencia de sus actos se han propagado por el folklore de toda Europa. Su sobrenatural corcel y su espada mágica son temas recurrentes en las Sagas de Noruega e Islandia; y en la antigua Canción de los Nibelungos de Germania, Atila es Etsel, el poseedor de las doce poderosas coronas, que promete a su novia las tierras de treinta reyes. La capital de Etsel, Etselnburgo, es evidentemente la capital de Atila, la ciudad que se alzaba en el mismo lugar de la moderna Budapest.
En el año 450 d. C. murió Teodosio. Su legado fue el famoso Código de Teodosio, la organización sistemática de las leyes del Imperio que afectó profundamente al desarrolló de los sistemas legales europeos. Su muerte hizo que el poder recayera en Pulquería, la hermana del emperador, que en su día había sido regente de su hermano, pero que en los últimos tiempos había sido apartada por una lucha palaciega. Pulqueria se casó con el competente administrador y general Marciano, que comunicó a Atila que el pago de su tributo se interrumpiría de inmediato.
Cuando esto ocurrió, Atila ya estaba planeando invadir el Imperio Romano, aunque su objetivo era la mitad occidental. Se disponía a reclamar al emperador Valentiniano la mano de su hermana Honoria y, lo que resulta más sorprendente, lo hacía a invitación de la propia Honoria. La hermana del emperador había sido sorprendida en un enredo amoroso clandestino con un funcionario del palacio, y puede que incluso estuviera esperando un hijo de él. El emperador intentó ocultar el escándalo y a su hermana de la opinión pública. Honoria estaba furiosa por su reclusión forzosa y la ejecución de su amante, y consiguió hacer llegar a Atila un anillo con un mensaje en el que le pedía ayuda. Atila decidió considerarlo una oferta de matrimonio, y se adjudicó como dote la mitad de los dominios de Valentiniano. «Una cosa vergonzosa, en efecto, [para Honoria] buscar licencia para sus pasiones a costa del bienestar público», comenta tristemente Jordanes.
La invasión no fue un acto impulsivo, y el temerario gesto de Honoria no fue más que un débil pretexto. El gigantesco ejército de Atila incluía cientos de miles de sus propios hunos, sus vasallos ostrogodos, y elementos de otras tribus germánicas, entre ellas los gépidos y los alanos. Los cálculos antiguos estimaban que entre 300.000 y 700.000 hombres surgieron de la otra orilla del Rin y se precipitaron sobre las casi indefensas provincias de la Galia. Justo antes de la invasión, Atila aseguró a los romanos que su conflicto tenía que ver con Teodorico, rey de los visigodos, mientras que a Teodorico le dijo que su invasión era parte de su búsqueda de Honoria, recordándole sus muchas disputas con los romanos. Jordanes comenta acerca de la diplomacia de Atila que «bajo su gran ferocidad, se ocultaba un hombre sutil, y combatía con destreza antes de hacer la guerra».
El encargado de la defensa de la Galia era Etio, un digno sucesor del gran Estilicón. De vez en cuando obedecía al emperador Valentiniano, pero era un signo de la creciente irrelevancia del emperador romano el hecho de que Etio no hubiera alcanzado el poder por nombramiento imperial, sino derrotando en batalla a un rival. Etio tenía mucha familiaridad con los hunos, pues había estado exiliado entre ellos durante uno de los momentos más bajos de su carrera política.
Etio reunió los restos del poder militar romano, pero esto sólo pudo aumentar la fuerza necesaria para detener a Atila: las fuerzas combinadas de francos y visigodos que eran, en cualquier caso, los auténticos gobernantes de las tierras al oeste de Roma. En primera instancia, los obispos cristianos fueron los encargados de organizar la defensa de las grandes ciudades o de llegar a los compromisos más favorables con el conquistador. La moda dominante la resumió perfectamente un eremita cristiano que se enfrentó a Atila con desparpajo: «Eres el azote de Dios, el castigo de los cristianos». Atila adoptó de inmediato el nuevo título. Si sus enemigos creían que le había enviado su dios para castigar sus pecados, entonces oponerse a él podría constituir una blasfemia. Sin duda, esto no ayudaba a reforzar la moral de los cristianos.
El historiador Amiano Marcelino nos ofrece una descripción de los hunos en campaña:
Forman columnas para ir a la batalla, llenando el aire con sus gritos discordantes. Por lo general no tienen un orden de batalla regular. Se mueven rápidamente y de improviso, ahora dispersándose, luego reuniéndose en grupos, o haciendo estragos a lo largo y ancho de la llanura, o lanzándose sobre los terraplenes y saqueando el campamento casi antes de que se hayan dado cuenta de su llegada. Hay que admitir que se trata de unos guerreros formidables. Combaten a distancia utilizando huesos afilados ingeniosamente fijados a los mangos de sus armas. A poca distancia, luchan con espadas, y mientras sus enemigos intentan librarse del desquiciado ataque, arrojan sobre ellos una red y los atrapan, de manera que inmovilizan sus miembros y no pueden ni luchar ni caminar.
Amiano Marcelino, Historia, 31.2. 9
Reforzados por las promesas de ayuda de Etio, los habitantes de Orleans resistieron un feroz asedio. La leyenda dice que sus refuerzos llegaron justo cuando Atila acababa de abrir una brecha en la muralla, pero lo cierto es que el líder huno se vio obligado a abandonar el asedio ante las noticias de que sus enemigos se habían presentado para librar una batalla.
La batalla de Chalôns (llamada con mayor precisión de los Campos Cataláunicos) fue una de las batallas decisivas de la civilización occidental, pues, sin la victoria de Etio no habría habido más civilización occidental que la que Atila hubiera permitido que existiera.
Los ejércitos se encontraron el 19 de septiembre del año 451 d. C, cuando los francos se toparon con una banda de gépidos que se habían separado de la fuerza principal de Atila. Un indicio de la ferocidad de la batalla del día siguiente es que este encuentro se considera una escaramuza a pesar de que se saldó con 15.000 muertos. Cuando volvió a salir el sol quedó claro que aquel que ocupase una colina que había en el centro del campo de batalla adquiriría una ventaja decisiva. Cada bando ocupó su propio lado de la colina, y los romanos consiguieron finalmente ganar la dura batalla por la misma. Los hunos se retiraron en desorden, y los visigodos lanzaron una serie de feroces cargas de caballería contra la retirada del enemigo.
La lucha se convirtió en un cuerpo a cuerpo feroz, salvaje, confuso, sin el más ligero respiro. Ninguna saga antigua ha dado testimonio de un conflicto similar. Tales hechos acaecieron que ningún valiente que se hubiera perdido este increíble espectáculo podría esperar contemplar nada tan terrible durante el resto de su vida. Nuestros padres cuentan que la sangre de los cuerpos de los muertos formó un pequeño arroyo que fluyó por la planicie hasta alcanzar un torrente. Aquellos que se encontraban desesperadamente sedientos por las heridas recibidas bebieron agua tan mezclada con sangre que, en su desgracia, parecía como si se vieran obligados a beber la misma sangre que había manado de sus heridas.
Jordanes, Historia de los Godos, 207
Mientras comandaba una carga, Teodorico, el rey de los visigodos, fue alcanzado por una jabalina, cayó, y murió bajo los cascos de su propia caballería. Pocos se dieron cuenta en aquel momento, y aquellos que lo hicieron se sintieron espoleados por una furia aún mayor. Atila se había colocado en el medio del ejército, y este núcleo recurrió a los carros de su campamento incluso mientras el resto del ejército de los hunos se intentaba organizar a su alrededor. La llegada de la noche provocó una confusa interrupción de la batalla.
Se cuenta que Atila permaneció magníficamente sereno incluso en este momento de extremo peligro. Había amontonado una enorme pila de sillas de montar, y estaba decidido a arrojarse a las llamas de aquella pira funeraria si el enemigo conseguía abrirse camino. De este modo nadie tendría la satisfacción de herirle físicamente, y el señor de tantos pueblos diferentes no caería en manos de sus enemigos.
Jordanes, Historia de los Godos, 213
Etio desaconsejó un asalto sobre los carros de Atila. Algunos pensaron que quería conservar a Atila como contrapeso frente a los visigodos, mientras otros pensaron que, sin una amenaza inminente contra Roma, la posición de Etio sería más débil. En realidad, es probable que los motivos de éste fuesen menos cínicos. Los visigodos estaban dolidos por la muerte de su rey, y el ejército de Etio estaba en unas condiciones lamentables. Hidatio, un historiador contemporáneo, sitúa el número de muertos de ambos bandos en 300.000. Incluso admitiendo cierta exageración, esta cifra hace de la batalla de Chalôns la más sangrienta desde Adrianópolis, y la mayor de cuantas se libraron en Europa occidental en los quinientos años siguientes. Con Atila detenido en seco, se puede disculpar a Etio por querer reservar los restos de su ejército para cualquiera de las múltiples amenazas a las que se enfrentaba Roma.
Atila escapó cruzando el Rin y nunca volvió a amenazar la Galia. Pasó el invierno recuperando fuerzas y tramando venganzas. En el año 452 d. C. lanzó otro devastador ataque contra el Imperio occidental, y esta vez su objetivo fue la propia Roma. En el norte de Italia, conquistó rápidamente Concordia, Altinum y Patavium (moderna Padua), que fueron pasto de las llamas. Los ataques hunos se extendieron por Lombardía y atacaron Milán, empujando a muchos de los italianos del norte a las islas de una laguna junto a la costa nororiental, donde erigieron una ciudad que con el tiempo se convertiría en Venecia.
Etio y el ejército romano no hicieron nada. Las relaciones entre Etio y la corte imperial oscilaban entre la acrimonia y el desprecio y, con su base de poder segura en la Galia, Etio no se sintió muy inclinado a marchar a Italia para rescatar a Valentiniano. Además, sin la ayuda de los visigodos, Etio no hubiera tenido muchas posibilidades frente a Atila, y, lo que era aún más importante, las hambrunas y la peste habían llegado a Italia precediendo a los jinetes hunos. Etio calculó que la invasión de Atila se descompondría lentamente por la sencilla razón de que los hunos acabarían con sus raciones más rápido que la peste con sus soldados. Fue un triste reflejo de lo bajo que había caído Italia el hecho de que, en términos militares, no mereciese la pena ni invadirla ni defenderla.
Se decía que Atila estaba empeñado en la destrucción de la propia Roma, pero sus consejeros estaban igualmente decididos a mantenerle alejado de la ciudad a causa del temor supersticioso provocado por el destino de Alarico, que había saqueado la ciudad y había muerto pocos días después. Entonces, mientras Atila se preparaba para vadear el río Mincio en el norte de Italia, recibió a una extraña delegación.
Este relato es obra del historiador Próspero, que escribió tres años después de los acontecimientos narrados:
Entonces Atila, tras haber reunido una vez más sus ejércitos que se habían desperdigado por la Galia, se dirigió a Italia a través de Panonia […] Para el emperador y el senado, y para el pueblo romano, ninguno de todos los planes propuestos para enfrentarse al enemigo parecía tan realizable como enviar embajadores al más salvaje de los reyes para pedirle la paz. Nuestro más bendito Papa León -confiando en la ayuda de Dios, que nunca abandona a los justos en sus juicios- asumió la tarea, acompañado por Avieno, un hombre de rango consular, y el prefecto Trigetio. Y el resultado fue el que su fe había previsto; porque cuando el rey recibió a los embajadores, quedó tan impresionado por la presencia del sumo pontífice que ordenó a su ejército que detuviese las operaciones militares y, después de prometer la paz, se marchó más allá del Danubio.
Próspero de Aquitania, Crónica Gala, An. 452
Algunos autores posteriores ofrecen relatos más elaborados del encuentro, con los apóstoles Pedro y Pablo apareciendo a ambos lados del Papa, y el poderoso Atila casi postrado y temeroso. Muy probablemente, igual que en su momento Atila había buscado un pretexto para invadir Italia, estaba buscando entonces otro para retirarse. Su ataque había tenido como objetivo, al menos en parte, reparar el daño a su reputación sufrido en Chalôns, y su objetivo se había cumplido, por lo menos hasta cierto punto. Se marchó, pero advirtiendo que pronto estaría de vuelta a menos que le siguiera Honoria y su dote.
Pero la derrota de Chalôns y una estéril campaña en Italia significaban que Atila se encontraba en la, para él, desconocida posición de tener que gestionar sus recursos con moderación. Sus amenazas fueron interpretadas correctamente en la corte de Valentiniano como poco más que fanfarronadas, y Honoria permaneció en Italia. Entonces Atila envió sus embajadores al emperador Marciano de Constantinopla, prometiéndole la más sangrienta campaña jamás librada si no se le volvía a entregar el tributo que recibía de Teodosio. El emperador oriental no se inmutó más que su homólogo occidental. Bajo el enérgico y capaz Marciano, el imperio oriental se encontraba en su mejor situación de los últimos años. Atila hubo de refrenar sus impulsos invasores, probablemente al considerar que incluso una campaña exitosa le debilitaría de tal modo que sería vulnerable frente a las hordas de enemigos y pueblos sometidos rebeldes.
En un intento por reducir el número de sus enemigos, Atila atacó a los alanos, un pueblo al que casi siempre había tenido bajo su control hasta la batalla de Chalôns. Pero en esta ocasión los visigodos estaban en guardia, y su nuevo rey, el joven Torismundo, acudió rápidamente en ayuda de los alanos. La derrota persiguió a los hunos. La batalla no tuvo nada que ver con Chalôns, pero aún así le costó muy cara a Atila. Su reputación como conquistador invencible quedó seriamente dañada. Aunque los hunos resultaban formidables frente a los restos del poder romano, resultaba evidente que en aquel momento los visigodos y sus aliados eran perfectamente capaces de enfrentarse a ellos.
Atila contaba entonces cuarenta y nueve años. A pesar de los recientes reveses, seguía siendo el personaje más poderoso de Europa, y su mando sobre sus propios dominios era indiscutible. Jordanes comenta: «No había forma alguna en la que una […] tribu pudiera librarse del poder de los hunos, excepto con la muerte de Atila, un acontecimiento profundamente deseado por los romanos y otras naciones». Ningún aspirante a rebelde estaba dispuesto a enfrentarse a la ira de Atila. Se decía que había devorado a dos de sus propios hijos, aunque sus motivos para hacerlo no estaban claros. Una historia sugería que una esposa celosa había asesinado a los niños, y que luego se los dio de comer a su ignorante esposo para vengarse de alguna ofensa que había recibido de Atila. Sin duda, una esposa de Atila tendría motivos para estar celosa. Los hunos eran polígamos, y Atila tenía una espléndida colección de esposas.
Fue su propio deseo añadir a su colección a la causante de la perdición de Atila. La doncella en cuestión se llamaba Ildico, una muchacha de tal belleza que todavía hoy en día algunas madres húngaras bautizan a sus hijas con este nombre. Durante la boda, Atila abandonó la mesura que tanta admiración había suscitado en Prisco. Estaba completamente ebrio en el momento de retirarse a su lecho nupcial.
El día siguiente, ni siquiera los obvios encantos de su esposa pudieron explicar la tardanza de Atila por abandonar la cámara nupcial. Sus ayudantes se fueron alarmando cada vez más y, finalmente, entre escenas de alboroto, echaron las puertas abajo. Encontraron al rey de los hunos muerto sobre la cama, mientras su nueva esposa temblaba de miedo en una esquina en un estado de histeria. Naturalmente, las sospechas recayeron en la muchacha. Sin embargo, incluso la ciencia forense de los hunos fue capaz de establecer rápidamente la causa de la muerte. Mientras dormía, Atila había sufrido una hemorragia nasal masiva. Normalmente, Atila se habría levantado y se habría cortado la hemorragia, pero esta vez estaba tan profundamente inconsciente que la sangre encharcó sus pulmones hasta que pasó de tener una borrachera de muerte a estar sencillamente muerto. «Su muerte fue tan miserable como maravillosa había sido su vida», afirma Jordanes.
Prisco creía que la muerte de Atila fue una bendición tan grande que los dioses la anunciaron personalmente a los gobernantes del mundo. Marciano vio en sueños que una divinidad se presentaba ante él mostrándole un arco roto. El arco simbolizaba que el poder de los hunos, que descansaba en gran medida en aquella arma, se había quebrado.
Atila recibió un funeral apropiado:
Su cuerpo fue colocado dentro de una tienda de seda en medio de una llanura como centro de la adoración general. Los mejores jinetes de todos los hunos cabalgaron alrededor de la tienda describiendo círculos, como si fuesen los juegos del circo. En el lugar donde se le había colocado, el canto fúnebre habló así de sus hazañas: «Éste es el señor de los hunos, el rey Atila, hijo de Mundzuk, señor de las tribus más valerosas, único dueño de los escitas y los germanos. Ningún hombre ha hecho lo que él. Ha capturado ciudades y aterrorizado a los romanos tanto del este como del oeste. Sólo por medio de sus súplicas accedió a recibir un tributo anual y consintió en no saquearlos. Y la fortuna le favoreció de tal modo que, después de estas hazañas, no murió a manos de sus enemigos o por la traición de sus amigos, sino en el corazón de una nación en paz, feliz, alegre y sin desgracias».
Jordanes, 257-260
Su sarcófago tenía tres capas, una de oro y otra de plata, lo que significaba que Atila había recibido tributo de dos imperios, mientras que la tercera era de hierro, para indicar que Atila había forzado el pago de ese tributo. Los guerreros hunos se cortaron el rostro con sus espadas para poder llorarlo, no con lágrimas de mujeres, sino con sangre de hombres. A continuación, Atila fue enterrado con las armas arrebatadas a sus enemigos, y con una sustancial selección del botín que había obtenido de ellos. El entierro tuvo lugar en secreto y en plena noche, y los hunos dieron muerte a aquellos que llevaron a cabo el entierro para que nadie pudiera conocer el lugar de eterno descanso de Atila.
Puede que incluso entonces, en el año 453 d. C, los hunos se dieran cuenta de que su poder se tambaleaba. Sin la personalidad de Atila para mantenerla unida, la tribu se descompuso en fracciones enfrentadas encabezadas por los hijos de Atila, ninguno de los cuales pudo alcanzar un acuerdo acerca de quién debería dirigir a su pueblo. Los antiguos súbditos de Atila se sacudieron alegremente el yugo huno, y las tribus germánicas reabsorbieron rápidamente sus conquistas. En apenas dos generaciones, los hunos no eran más que un recuerdo, cuyo principal legado a Europa sería el nombre que dieron a la tierra en la que se asentaron. En Hungría, Atila sigue siendo un héroe nacional y, al igual que el de su desventurada esposa Ildico, el nombre de Atila también es una elección habitual en los bautizos.