MITRÍDATES
VERCINGÉTORIX
ORODES II
CLEOPATRA
GUERRA CIVIL
Entonces se produjeron varios reveses. Una guerra relativamente menor en África se convirtió en una campaña muy prolongada. Aunque el enérgico y capaz Mételo Numídico ayudó a ganar la guerra, la incompetencia militar y la desvergonzada corrupción de los llamados «mejores» dañaron seriamente la fe del pueblo llano en el sistema.
Y éste se volvió entonces hacia el demagogo Cayo Mario. Para el pueblo romano, la principal cualificación de Mario para ejercer un alto cargo consistía en que le disgustaba profundamente todo lo que representaba la clase gobernante romana. Mario tomó el mando de las operaciones en África, y en poco tiempo puso fin a la guerra. Para obtener los reclutas necesarios para tal fin, Mario decidió que los capite censi, aquellos hombres demasiado pobres para permitirse su propia equipación militar, podrían prestar el servicio militar, y que el estado financiaría con el dinero de sus arcas el equipo de protección y el armamento.
Durante el consulado de Mario, la migración de la enorme tribu germánica de los cimbrios amenazó las fronteras septentrionales de Roma. Gracias a la arrogante estupidez de su comandante, el ejército enviado a detenerlos fue exterminado casi hasta el último hombre. La fortuna salvó a Roma, pues los cimbrios decidieron saquear España antes de volver hacia Italia. Cuando los cimbrios se presentaron de nuevo, Mario les estaba esperando con un ejército cuidadosamente entrenado, y destruyó a los invasores en el norte de Italia. Sin embargo, Roma tenía algunos problemas que no podían solucionarse con el poder militar.
La aristocracia romana estaba pagando la testarudez de la generación anterior. Los conservadores (los optimates, u «hombres mejores», como se llamaban a sí mismos) habían derrotado a los reformadores sociales por medio de la violencia más que a través de un debate racional. Ahora se estaba desencadenando una reacción, y la elección de Mario era sólo un síntoma de la insatisfacción que se había apoderado del electorado. Elegían demagogos radicales para el tribunado, un cargo que poseía un gran atractivo para los reformadores, pues los tribunos disfrutaban de una consideración especial en Roma. Podían proteger a sus conciudadanos vetando las leyes que considerasen opresivas, e incluso arrestar al propio cónsul. Pero, sobre todo, los tribunos podían proponer medidas legislativas y emplear su considerable autoridad para convertirlas en leyes.
Esto es lo que hizo el mal afamado Saturnino, y de nuevo en la década de los 90 a. C. el altruista Livio Druso. Éste había detectado un grave defecto en la sociedad romana: la concepción del derecho de ciudadanía. En aquel momento, Roma concedía el privilegio de ciudadanía en pocas ocasiones, y aquellos que disfrutaban de sus considerables ventajas eran muy reacios a repartir sus beneficios, lo que molestó a los pueblos súbditos italianos. Muchos de ellos habían servido junto a las legiones en las guerras de Roma, y eran una parte integral de la maquinaria bélica romana. Cuando Druso fue asesinado, la frustración de la población italiana explotó en una rebelión que amenazó la misma existencia de Roma.
Esta rebelión recibe el nombre de Guerra Social, por la palabra latina socii o «aliados». En esta guerra, el ejército romano combatió en gran medida contra sí mismo. En lugar de a hordas de bárbaros o asiáticos, los romanos se enfrentaron a un ejército disciplinado y muy motivado que les igualaba en todos los aspectos. Roma sólo consiguió «ganar» esta guerra concediendo la ciudadanía a cualquier rebelde que abandonase las armas, lo que significó que el ejército romano incluyó en sus filas a numerosos soldados que habían combatido contra Roma unos pocos años antes. Muchos procedían de tribus montañosas con poca experiencia democrática, y una lealtad todavía más reducida hacia el senado. Desfilaban bajo el emblema SPQR (Senatus Populusque Romanus: «el senado y el pueblo de Roma»), pero, en realidad, su lealtad era principalmente para con ellos mismos y su general; especialmente desde los cambios instituidos por Mario, esto significó que los capite censi esperaban que su general les concediese tierras a las que poder retirarse después de prestar servicio en las legiones.
La atmósfera política envenenada que se respiraba en Roma no ayudó a mejorar las cosas. El estado se había polarizado entre la línea dura de los conservadores y los demagogos radicales, lo que, a su vez, provocó que se atacase salvajemente a cualquiera que intentara ocupar el terreno político intermedio. Era sólo una cuestión de tiempo que los perdedores de esta agria batalla política recurrieran a las armas para defender sus intereses.
El hombre que dio ese paso fue Lucio Sila. Roma cayó en manos de sus propios soldados, primero comandados por Sila, luego por sus rivales, y más tarde otra vez por Sila. Cada caída fue seguida por una sangrienta purga de las más orgullosas familias romanas. Marco Craso, del clan aristocrático de los Licinios, se vio obligado a huir a España. Julio César, emparentado con Mario por matrimonio, fue sacado de su escondite y se salvó de la ejecución en el último instante.
La guerra no se confinó al territorio italiano. La dominación romana de Asia Menor se convirtió en el mayor trasvase de capital de la historia antigua cuando los señores romanos de la guerra exprimían cada onza de oro de las desafortunadas provincias para financiar sus luchas intestinas.
El rey del Ponto, Mitrídates (capítulo 5), era un monarca enérgico y ambicioso. Lentamente, Roma había devorado los pequeños reinos que habían surgido tras la caída del Imperio Seléucida, y Mitrídates no estaba dispuesto a que también el Ponto se convirtiera en una víctima de Roma. Casi en el mismo momento de acceder al trono, Mitrídates comenzó a expandir y fortificar su reino, algo difícil de hacer sin enfrentarse a Roma, especialmente cuando los generales romanos se mostraban ávidos de la gloria y el botín que iban aparejados a cada conquista. Mitrídates no pudo evitar provocar a Roma más de la cuenta, y acabó estallando la guerra. Aprovechando que los romanos estaban ocupados en su guerra civil entre Mario y Sila, Mitrídates se apoderó de las ciudades griegas de Asia Menor, y su orden de ejecución de los romanos e italianos en aquellas ciudades fue obedecida con entusiasmo. Sin embargo, incluso con sus líderes enzarzados en una guerra civil, los ejércitos de Roma seguían siendo formidables. En cierto momento, Mitrídates sólo pudo escapar porque el ejército y la flota de los romanos pertenecían a diferentes bandos en el conflicto civil, y no estaban dispuestos a cooperar ni siquiera para capturar a uno de sus mayores enemigos.
Los romanos invadieron varias veces el Ponto, pero uno de los puntos fuertes de Mitrídates era la determinación de su pueblo de no ser absorbido por el Imperio Romano. Los romanos encontraron resistencia en todos los pueblos y castillos, e incluso en el campo. Cuando Mitrídates fue expulsado del Ponto, sus súbditos continuaron la lucha y lo recibieron con entusiasmo cuando regresó. Igual que ocurrió en España, en el otro extremo del Imperio, la reputación de los gobiernos corruptos de Roma dificultó la labor de sus ejércitos.
Mientras todavía estaba en marcha la guerra contra Mitrídates, Italia se tambaleaba en la década de los 70 a. C. por la revuelta del gladiador Espartaco (capítulo 6). Que un oscuro bandido tracio pudiera aterrorizar a Italia de ese modo reflejaba el malestar que atenazaba al estado. Espartaco era un esclavo condenado a muerte, situado en lo más bajo de la escala social romana. En teoría, tendría que haber sido un hombre ante el que cualquiera volviera la cara con desprecio y desdén. Sin embargo, tan alienado estaba el pueblo llano de Italia que, en lugar de resistir a Espartaco, se unieron a él por millares. Las generaciones romanas posteriores consideraron la revuelta de Espartaco como un episodio profundamente humillante de su historia. El hecho de tener que hablar de una caterva de esclavos y gladiadores fugitivos como si hubieran sido unos enemigos dignos ya resultaba suficientemente vergonzoso para los romanos. Que fueran derrotados por aquella turba una batalla tras otra era una humillación que los romanos sufrieron en lo más profundo de su ser. Siempre ha desconcertado a los historiadores cómo pudo lograr Espartaco aquellas victorias. No hay duda de que fue un líder y general de primera fila, y sólo cuando los romanos reconocieron a regañadientes este hecho comenzó a cambiar la suerte de Espartaco.
Los romanos entregaron el mando de la campaña contra Espartaco a Marco Craso, un plutócrata y general muy experto. Craso era un astuto político, y su intenso sentido comercial lo convirtió durante cierto tiempo en el hombre más rico de Roma.
A pesar de derrotar a Espartaco, el prestigio popular de Craso quedó eclipsado por Pompeyo, que adquirió unas riquezas inmensas en su campaña en Asia Menor. La importancia del dinero y la influencia en la política de Roma confirió a Pompeyo tal poder que en ocasiones le hizo sombra a las instituciones del estado de una manera que recordaría a la de los posteriores emperadores romanos. Pero Pompeyo tenía rivales por el poder. El senado, dirigido por el joven idealista Catón, lo acosaba a la menor ocasión y, en las calles, la muchedumbre romana se rebeló liderada por el fogoso Clodio, miembro de la familia aristocrática Claudia, una de las más importantes de Roma, hasta que fue asesinado en un motín.
Otro joven aristócrata parecía dispuesto a ocupar el lugar de Clodio: el ambicioso y poco escrupuloso Julio César. Se creía que César había estado implicado en el complot del decadente aristócrata Catilina para hacerse con el poder mediante un golpe de estado. La conjuración de Catilina fue frustrada por el orador y cónsul Marco Cicerón, y César consiguió salir indemne, en parte porque era protegido del poderoso Marco Craso.
Éste y César unieron sus fuerzas con Pompeyo. Su alianza, conocida posteriormente como el Primer Triunvirato, dominó el panorama político romano y permitió a César asegurarse un cargo de gobernador en el sur de la Galia. César no tenía un mandato del senado para expandir las fronteras de Roma hacia el norte -de hecho, la mayoría del senado era tan contraria a César que no querían entregarle ningún mando en el extranjero-. Por otro lado, César quería una guerra precisamente por la misma razón por la que no la quería el senado: la victoria le proporcionaría una riqueza y una gloria que podría transformar en un mayor poder político.
Así pues, las guerras de las Galias -guerras que supondrían la muerte y el desahucio de millones de personas no se libraron ni por motivos estratégicos ni para defender el estado romano. Su única razón fue que un aristócrata ambicioso y cruel podría mejorar de este modo su posición en las luchas políticas internas.
Un joven galo de familia noble, Vercingétorix (capítulo 7), lideró la resistencia frente a las legiones de César. El iluminado liderazgo de Vercingétorix y el temor a Roma lograron la hazaña sin precedentes de unir contra el invasor a las tribus rivales de la Galia. Pero esta heroica rebelión acabó en fracaso. Vercingétorix fue superado en casi todos los ámbitos de la guerra, e incluso su ventaja numérica fue considerablemente menor de lo que informa César en sus obras. No obstante, Vercingétorix obligó a César a jugarse su carrera, e incluso su vida, al resultado de un único asedio, y durante un momento César no tuvo ninguna certeza de obtener la victoria. Finalmente, sin embargo, la Galia fue conquistada e incorporada dentro del creciente Imperio Romano, y se romanizó tan profundamente que incluso hoy en día la lengua nativa de la región desciende directamente del latín, y sus leyes se basan en el derecho romano.
Durante el siglo II a. C, el imperio de los Seléucidas, basado en las conquistas de Alejandro Magno, se desmoronó lentamente bajo la presión de sus enemigos. Entre éstos se contaban los romanos, que en el año 190 a. C. aplastaron al monarca seléucida Antíoco III en la batalla de Magnesia. Para ocupar el vacío dejado por el Imperio Seléucida habían surgido numerosos reinos pequeños en el oeste de Asia Menor pero, en el este, los pueblos de la meseta irania estaban unidos bajo los reyes arsácidas del Imperio Parto. Roma entró en contacto con los partos a comienzos del siglo I a. C., y el río Eufrates se convirtió en la línea divisoria de las áreas de influencia de ambas potencias.
Este acuerdo se rompió en pedazos con la flagrante agresión romana del año 53 a. C, cuando Craso intentó emular los logros de César en la Galia conquistando a los partos. Sin embargo, Craso había subestimado gravemente a su enemigo. Sus legiones estaban mal equipadas tanto para las condiciones en las que tendrían que combatir como para el tipo de lucha que adoptaron los partos. Además, los romanos interpretaron el adulador servilismo del pueblo parto hacia sus gobernantes como un signo de decadencia esclavista, y quedaron desagradablemente sorprendidos por la determinación y valentía de sus enemigos cuando se enfrentaron a ellos en batalla.
El rey parto Orodes II (capítulo 8) era un consumado general y diplomático. Consiguió aislar a Craso de sus aliados, y sus soldados aplastaron la invasión romana en Carras, donde Craso perdió la vida.
Roma no pudo vengar esta derrota porque César, siguiendo los pasos de Sila, había llevado sus ejércitos contra la República. Pompeyo lideró la causa republicana, que fue derrotada en el año 48 a. C. por los veteranos de César en Farsalia, en Grecia.
Pompeyo huyó a Egipto. Eligió este país porque era la última potencia mediterránea que permanecía fuera del control romano. También Egipto era una parte del antiguo imperio de Alejandro, y desde su muerte había sido gobernado por la familia de Ptolomeo, uno de los generales del macedonio. Aunque habían gobernado Egipto durante siglos, los Ptolomeos seguían conservando su sangre puramente macedonia, demasiado pura, de hecho, pues habían estado practicando el incesto durante generaciones.
En el momento de la llegada de Pompeyo, el matrimonio de Ptolomeo XIII con su hermana Cleopatra (capítulo 9) sufría ciertas tensiones, tantas que ésta había sido expulsada del palacio real y temía incluso por su vida. La irrupción de Pompeyo en este tenso escenario suponía una complicación que los cortesanos de Ptolomeo consideraron necesario eliminar cuanto antes. Pompeyo fue asesinado cuando intentaba desembarcar en Alejandría.
César llegó poco después persiguiendo a Pompeyo, pero se quedó para ayudar a Cleopatra en sus luchas contra su hermano. De hecho, Cleopatra se alineó tan estrechamente con su protector romano que tuvo un hijo con él; sin embargo, para cuando nació el niño, César había regresado a Roma como señor de la ciudad y su Imperio. Planeaba extender el Imperio mediante la conquista de Partia cuando fue asesinado por sus camaradas senadores en las Idus de marzo del año 44 a. C.
Cleopatra apoyó a la mano derecha de César, Marco Antonio, en la guerra civil que siguió a continuación y, una vez más, mantuvo una relación de amor con su protector. Aunque los dramaturgos y novelistas han alabado el encanto de Cleopatra, su reino también poseía recursos muy valiosos que ofrecer a la causa de Marco Antonio, que se encontraba inmerso en una lucha por el poder con el heredero de César, su sobrino Octavio, que tenía bajo control la parte occidental del Imperio. Las relaciones entre los dos hombres se tensaron cada vez más hasta desembocar en una abierta hostilidad. Antonio fue incapaz de igualar la habilidad política de Octavio, ni el genio militar de sus generales, y él y Cleopatra acabaron derrotados en la batalla de Actio en el año 31 a. C. El victorioso Octavio adoptó el nombre de César Augusto, y lanzó a Roma hacia a era imperial. Sus inmediatos sucesores iban a llevar al Imperio Romano hasta su máxima extensión.