CAPÍTULO 16. ALARICO EL

VISIGODO: EL BÁRBARO A LAS

PUERTAS

[Los embajadores romanos] declararon, quizá en un estilo más altivo del que cabría esperar de su abyecta condición, que los romanos estaban resueltos a conservar su dignidad, tanto en la paz como en la guerra, y que, si Alarico les negaba una capitulación justa y honorable, podría ir ordenando tocar sus trompetas y prepararse para ofrecer batalla a un pueblo innumerable, diestro en el manejo de las armas y animado por la desesperación «Cuánto mas grueso es el heno, más fácil resulta segarlo», fue la concisa respuesta del bárbaro

Gibbon, Decadencia y caída del Imperio Romano

A través de una serie de mutaciones, la palabra inglesa «goth» («godo») se refiere en la actualidad a una moda entre las adolescentes que se caracteriza por un maquillaje excesivo y ropa de colores oscuros. Sin embargo, en los siglos IV y V d. C. los godos resultaban aún más aterradores.

¡Que Jesús proteja en el futuro al mundo frente a estos animales salvajes! Estaban por todas partes. Su rapidez era tal que incluso se presentaron antes del rumor de su llegada. No respetaron a nadie en consideración a su religión, rango o edad. Ni siquiera el llanto de un niño provocaba en ellos un sentimiento de lástima.

Jerónimo, Cartas, 60. 16

Los godos influyeron sobre todo en la historia primitiva de España y Francia, participando activamente en la caída del Imperio Romano occidental. Aunque, para la época de Alarico, el Imperio de César y Cicerón sólo era una triste sombra de sí mismo y estaba a punto de desmoronarse. De hecho, muchos medievalistas atribuyen a los godos la transmisión de un nuevo vigor a la anquilosada y estéril cultura en que había desembocado el mundo mediterráneo.

El origen de los godos es un auténtico rompecabezas. Los testimonios del siglo II d. C. los sitúan en el área de la actual Polonia. Los godos creían que procedían del Báltico, y algunos filólogos sugieren la región sueca de Gotland como su probable lugar de origen. Los godos continuaron trasladándose hacia el sudeste hasta convertirse finalmente en dos pueblos diferentes: los ostrogodos, o godos orientales; y los visigodos, que se instalaron en la entonces abandonada provincia romana de Dacia.

En el año 238 d. C. se presentaron ante los romanos con la primera de las muchas incursiones que se harían habituales en los siguientes años desde la orilla septentrional del Danubio. Durante el siglo y medio siguiente, la salud del Imperio Romano dependió en buena medida del éxito o fracaso de estas incursiones, y más de un emperador romano perdió la vida mientras intentaba evitarlas. La fricción constante con Roma acabó por conferir a los godos un barniz de cultura romana. Ulfilas, un seguidor del credo arriano, convirtió a los visigodos al cristianismo a mediados del siglo IV d. C. y dio una forma escrita a la lengua goda. Se ha conservado algo de la misma en un texto conocido como Codex Argenteus («la Biblia de Plata»), lo que convierte al godo en la lengua germánica oriental primitiva mejor conocida.

Los ataques godos no estaban inspirados por la mera avaricia. El creciente poder de los hunos en las estepas de Asia había desplazado olas de pueblos hacia el oeste. Los ostrogodos presionaron a los visigodos, y éstos, atrapados entre sus desesperados primos y el Imperio Romano, solicitaron al emperador Valente que les concediera santuario dentro de sus fronteras.

Los movimientos de Alarico y sus godos, comenzando en el Danubio, lugar de nacimiento de Alarico, y terminando en Sicilia, donde murió. Tras la muerte de Alarico, los godos se trasladaron a la Galia e Hispania.

Valente permitió a los visigodos que se trasladaran a las regiones despobladas de Macedonia superior, con la intención de que actuaran allí como parachoques contra sus salvajes primos de fuera del Imperio. Sin embargo, según la versión de Jordanes, un historiador godo de época posterior:

Pronto se vieron afligidos por el hambre y la necesidad, como sigue ocurriendo hoy en día al pueblo que habita el país. Aquellos que gobernaban a los godos como si fueran sus reyes, Fritigern, Alateo y Safrac, comenzaron a desesperar de la condición de su anfitrión, y pidieron a Lupicino y Máximo, los comandantes romanos, que abrieran un mercado. Pero ¿acaso hay algo que pueda detener a los hombres si se guían por un infausto amor por el dinero? Los administradores, dejándose llevar por su codicia, les vendieron a precios muy elevados no sólo terneras y corderos, sino incluso los cadáveres de perros y animales contaminados, de manera que un esclavo podía cambiarse por un rebanada de pan o diez libras de carne.

Jordanes, 26. 134

La codicia y estupidez de los funcionarios romanos locales provocaron que los godos abandonaran su fidelidad al Imperio. Cuando Valente reunió un ejército para sofocar la revuelta, los godos cayeron sobre él en Adrianópolis en agosto del 378 d. C.

Apenas quedó con vida un tercio del todo el ejército [romano]. Nunca, salvo en la batalla de Cannas, hubo una matanza tan destructiva.

Amiano Marcelino, 31. 14

Lo que hizo que esta derrota fuera aún más catastrófica fue que aquellos hombres exterminados constituían prácticamente el último ejército que poseía Roma. A partir de aquel momento, Roma dependió de sus aliados (foederati) y de mercenarios para su defensa.

Alarico tenía unos diez años cuando tuvo lugar la batalla de Adrianópolis. Su presunto lugar de nacimiento fue la isla de Peuce («isla del abeto»), en la desembocadura del Danubio. Su familia, los Baltos (literalmente, «calvos») sólo estaban por detrás de los Amales en su consideración y dignidad entre el pueblo godo, y puede que Fritigern, el líder que condujo a los godos a establecerse en Macedonia, perteneciera a su familia.

Durante la juventud de Alarico, el líder godo Atanio firmó la paz con el emperador Teodosio de Constantinopla. Los godos volvieron a unirse al Imperio bajo la condición de que pudieran combatir a las órdenes de sus propios comandantes y con su propia organización militar. Igual que muchos otros jóvenes de los pueblos bárbaros aliados de Roma, Alarico fue enviado a Constantinopla, en parte como rehén, y en parte para que adquiriera una educación militar. En Constantinopla. Alarico trabó por primera vez contacto con Estilicón, el general que, aunque perteneciente a la tribu bárbara de los vándalos, fue el último gran defensor de Roma.

En el año 394 d. C, Teodosio envió a Alarico y a Estilicón al oeste para negociar con el pretendiente Egnatio, una marioneta del líder franco Arbogasto. Esperando la llegada de Teodosio, Egnatio y Arbogasto se habían refugiado en los Alpes orientales cerca del río Frígido. Un ataque frontal contra su posición resultaría casi un suicidio y, sin embargo, eso es exactamente lo que Estilicón y Teodosio exigieron que hicieran los godos. Los godos combatieron con gran fiereza, pero, como era de suponer, fueron rechazados y sufrieron numerosas pérdidas.

A pesar de este revés, la hábil subversión del enemigo, combinada con una oportuna tormenta, supuso que la victoria cayese del lado de Teodosio. Egnatio perdió la vida y Teodosio celebró un triunfo en Roma, donde nombró a su hijo Honorio emperador de Occidente bajo la protección de Estilicón. Alarico y sus hombres fueron recompensados por sus esfuerzos, pero Alarico sospechaba que, en el mejor de los casos, sus hombres habían sido sacrificados sin piedad y, en el peor, asesinados conscientemente.

En el 395 d. C. murió Teodosio, y su imperio se dividió entre sus hijos, Honorio en Occidente y Arcadio en Constantinopla. Alarico se había sentido menospreciado por Teodosio, y Honorio le mostró aún menos consideración. Alarico no recibió el mando supremo al que había aspirado, y sus godos no recibieron los honorarios que solían acompañar cualquier cambio de emperador.

Las señales de alarma de desastre inminente eran muy claras. Alarico estaba indignado y se mostraba dispuesto a rebelarse. Los dos nuevos emperadores eran débiles e incompetentes y sus primeros ministros se detestaban mutuamente. Según el historiador Zósimo, Estilicón y su homólogo oriental, Rufino, eran igualmente corruptos.

Por eso en sus respectivas ciudades [Roma y Constantinopla] la iniquidad de cualquier clase estaba a la orden del día. El dinero fluía a las arcas de Rufino y Estilicón procedente de todas direcciones; mientras, por otro lado, la pobreza se apoderaba de los hogares de aquellos que una vez habían sido ricos. En realidad, los emperadores no sabían qué estaba ocurriendo. Fue como si asumieran que todo lo que ordenaban Rufino y Estilicón se hacía por medio de la fuerza de alguna ley no escrita. Ambos amasaron una inmensa fortuna…

Zósimo, Historia Nova, 5. 130

Según Zósimo, Rufino se dio cuenta rápidamente del desafecto de Alarico, y le provocó para que se rebelara.

Mientras Rufino estaba maquinando estas malvadas conjuras, descubrió que Alarico se había vuelto sedicioso y rebelde. [Alarico] estaba disgustado porque no se le había confiado el mando de otras fuerzas militares aparte de los bárbaros que le había asignado Teodosio cuando le ayudó a derrotar al pretendiente Egnatio. Por eso Rufino envió mensajes secretos a Alarico, animándole a que pusiera a sus bárbaros y a los guerreros aliados de cualquier otra nación fuera del servicio romano, pues podría conquistar todo el país [de Italia] por sí mismo.

Zósimo, Historia Nova, 5. 133

Los godos de Alarico pensaban lo mismo. Según Jordanes, «preferían esculpir un reino para ellos mismos antes que permanecer en un somnoliento sometimiento hacia otros». Subieron a Alarico en un escudo y le proclamaron rey de la nación libre de los godos. Fue una innovación, pues los godos habían sido gobernados hasta entonces por «jueces», miembros de las principales familias elegidos como líderes guerreros o para resolver disputas.

Al principio, el esquema de Rufino pareció salir al revés de lo planeado. Alarico condujo a su nación contra Constantinopla, bien fuese por una persistente lealtad hacia Honorio, o bien por la atracción que sobre los mercenarios ejercían las mayores riquezas del imperio oriental. Sin embargo, Alarico hubo de enfrentarse a la evidencia de que no tenía nada que hacer si intentaba asediar la magníficamente defendida ciudad de Constantinopla.

Rechazado en Constantinopla, Alarico saqueó todo el camino desde allí a Tesalia, y se internó en Grecia, conquistando antiguas y orgullosas ciudades como Esparta, Corinto y Argos. Atenas se libró del saqueo, probablemente porque se rindió con prontitud, aunque Zósimo nos ofrece una versión más imaginativa:

Cuando Alarico avanzó con todas sus fuerzas contra la ciudad, vio a Minerva […] y a Aquiles de pie con gesto heroico, como cuando Homero lo describe combatiendo furiosamente contra los troyanos para vengar la muerte de Patroclo. Se apoderó de Alarico un temor reverencial ante esta visión, y abandonó su propósito de asaltar la ciudad. En lugar de ello, envió mensajeros con propuestas de paz. Fueron aceptadas y se intercambiaron juramentos. Alarico entró en Atenas con un número reducido de soldados, y allí fue agasajado con todas las atenciones posibles y se le dispensó gran hospitalidad; después de lo cual recibió algunos presentes y partió dejando la ciudad y el Ática sin recibir daño alguno. De este modo sólo se salvó Atenas…

Zósimo, Historia Nova, 5.134

Mientras residieron en las regiones alrededor del Mar Negro, los godos aprendieron el arte de la guerra de caballería de los escitas, y desde entonces la caballería pesada se había convertido en el arma favorita de los godos. Los jinetes godos utilizaban una lanza pesada llamada kontos y llevaban además varias jabalinas ligeras. Aunque es bastante improbable que los godos ya llevaran estribos en esta época (lo que hubiera conferido a sus lanzas una mayor eficacia), superaban claramente a la caballería romana. Había pocas unidades de infantería romana que tuvieran la disciplina y cohesión necesarias para resistir una carga goda y, una vez que rompían la formación, se convertían en presa fácil para los jinetes perseguidores.

Al no tener mucha impedimenta, la infantería de Alarico tenía mayor movilidad que su homónima romana. Los infantes godos llevaban cota de malla y a menudo llamativas capas y túnicas de colores. Su armamento era muy ligero y a veces combatían desnudos hasta la cintura. Las espadas eran populares tanto para el combate a caballo como a pie, y también se empleaba el hacha de combate, antigua arma favorita de los germanos, aunque la arqueología demuestra que la mayoría de estas hachas no eran de la variedad de doble hoja. La infantería contaba entre sus filas con arqueros que se convertían en eficaces luchadores de espada cuando se producía un combate cuerpo a cuerpo. Los escudos iban pintados con sencillos diseños en brillantes colores primarios, y contenían numerosas piezas procedentes de escudos romanos desguazados.

Soldado de infantería goda. La principal fuerza del ejército visigodo residía en su caballería pesada pero, puesto que el ejército tendía a vivir a costa de las tierras por las que pasaba, incluso la infantería era mucho más rápida y maniobrable que su oponente imperial.

Al no tener mucha impedimenta, la infantería de Alarico tenía mayor movilidad que su homónima romana. Los infantes godos llevaban cota de malla y a menudo llamativas capas y túnicas de colores. Su armamento era muy ligero y a veces combatían desnudos hasta la cintura. Las espadas eran populares tanto para el combate a caballo como a pie, y también se empleaba el hacha de combate, antigua arma favorita de los germanos, aunque la arqueología demuestra que la mayoría de estas hachas no eran de la variedad de doble hoja. La infantería contaba entre sus filas con arqueros que se convertían en eficaces luchadores de espada cuando se producía un combate cuerpo a cuerpo. Los escudos iban pintados con sencillos diseños en brillantes colores primarios, y contenían numerosas piezas procedentes de escudos romanos desguazados.

Los godos describían círculos alrededor del ejército que Rufino había enviado contra ellos. Nuestra información acerca de la campaña del Peloponeso es confusa, sobre todo porque los acontecimientos fueron confusos. Rufino intentaba constantemente someter a los godos por medio de la traición, mientras que los desafortunados griegos soportaban la guerra con destreza prometiendo lealtad a aquel bando que, a su entender, les sometería a un menor saqueo.

Rufino murió, no se sabe si a manos de sus propios soldados, presa de la frustración, o por las maquinaciones de Estilicón. Alarico aterrorizó Grecia durante dos años (395-396) hasta que Estilicón trasladó hasta allí tropas del imperio occidental y en poco tiempo lo empujó hasta las fronteras de Arcadia. Por un momento pareció que la carrera del rey godo había llegado a su fin.

Pero, de alguna manera, Alarico consiguió atravesar en barco el golfo de Corinto y escapar hacia el norte con su botín. Fue una brillante maniobra o, quizá, parte de un acuerdo secreto con Estilicón, y ni los historiadores antiguos ni los modernos están muy seguros de qué pensar al respecto. Sin duda, Alarico estaba profundamente involucrado en la secreta (y realmente bizantina) rivalidad entre los imperios occidental y oriental. A su regreso a Illyricum, Arcadio, el emperador oriental, nombró a Alarico, por alguna razón desconocida, prefecto de una gran parte de aquella importante provincia. De repente, una oscura intriga política había transformado al rey godo de un bárbaro saqueador en un alto dignatario romano.

Probablemente, el arquitecto de esta increíble metamorfosis fue Eutropio, el sucesor de Rufino, un personaje que, en todos los aspectos, era tan enrevesado como interesado. «Condujo al emperador como a una oveja», nos informa Zósimo con desprecio.

Eutropio estaba cegado de tal modo con las riquezas que se imaginaba a sí mismo por encima de las propias nubes. Envió emisarios a casi todos los países para que investigaran tanto los negocios públicos como las circunstancias de cualquier ciudadano particular. Y de ninguna de aquellas cosas dejó de obtener alguna ganancia.

Zósimo, Historia Nova, 5.139

Las relaciones entre Oriente y Occidente se estaban deteriorando rápidamente. En Constantinopla, Eutropio declaró enemigo público a Estilicón, y Alarico se convirtió en el instrumento para una próxima guerra contra Estilicón. Así, después de una adecuada pausa para reforzar sus filas con nuevos reclutas y su armamento con armas (estas últimas procedentes de las fundiciones imperiales que ahora estaban bajo su control), Alarico escuchó la voz del destino.

El poeta Claudiano nos cuenta que Alarico estaba paseando por un bosque sagrado cuando escuchó el susurro de una voz misteriosa. «No te demores más, Alarico, éste es el año para atravesar la barrera de los Alpes. Éste es el año en el que penetrarás en la propia ciudad.» La misteriosa voz también había inspirado a Radagaiso, otro líder godo, para que atacase Roma. Si los godos actuaron de acuerdo, sus ataques estuvieron pobremente coordinados. Radagaiso llegó a comienzos del año 402 d. C. y se encontró con Estilicón.

Cuando Radagaiso, rey de los godos, tras haberse establecido muy cerca de la ciudad, se acercó a los romanos con un ejército enorme y salvaje, fue derrotado en un solo día de una forma tan rápida y completa que ni un solo romano resultó herido, y mucho menos muerto, mientras que más de 100.000 de sus enemigos yacían muertos, y él [Radagaiso] y sus hijos fueron capturados y ejecutados con prontitud, sufrieron el castigo que merecían.

Agustín, La Ciudad de Dios, 23

Radagaiso era, como dice Agustín, «un adorador de demonios», pero Alarico era cristiano. En consecuencia, aplazó el saqueo del Piamonte para celebrar la Semana Santa de manera apropiada. Para su gran indignación, el menos escrupuloso Estilicón cayó sobre él con su ejército. Sorprendido en desventaja, los godos lucharon animosamente. Provocaron serias pérdidas a los romanos, pero se vieron obligados a retirarse. Estilicón los alcanzó en Verona y los expulsó al otro lado de los Alpes. Según una fuente de la época, Alarico tuvo que abandonar incluso a su esposa como prisionera de los romanos.

Aunque era un gran general, Estilcón era también un hombre realista. Los godos eran tan numerosos, y Roma se encontraba tan debilitada, que era necesario llegar a algún tipo de acuerdo. Además, las relaciones con Constantinopla estaban entonces tan envenenadas que quizá fuese necesario contar con Alarico para una guerra contra Arcadio. Aunque probablemente no era todavía un aliado formal del imperio occidental, Alarico dirigió su ejército hacia el este, a la región griega del Épiro. Estando allí durante el año 408 d. C, le llegó la noticia de que había muerto Arcadio y que, por tanto, su ejército podía detenerse.

Hombre muy rápido para aprovechar las oportunidades, Alarico reclamó una enorme compensación por los gastos de preparación de la guerra y por el botín al que entonces se vería obligado a renunciar. Para llamar la atención de los romanos, dejó el Épiro para trasladarse a la provincia de Noricum, cerca de Italia. Este gesto persuadió al emperador Honorio a abandonar su capital imperial de Milán y retirarse a las marismas impenetrables alrededor de Rávena, donde (según la opinión popular) podría continuar con su hobby de cría de gallinas sin verse molestado por los peligros y alarmas procedentes del mundo exterior.

Estilicón dirigió su atención al senado:

«Alarico ha pasado todo este tiempo en el Épiro para unirse a mí contra el emperador de Oriente, arrebatarle el gobierno de los ilirios y añadirlos a los súbditos de Honorio», dijo Estilicón. «Esto ya se habría hecho si no hubieran llegado las cartas del emperador.Honorio posponiendo la expedición a Oriente, a pesar de que Alarico había empleado mucho tiempo en su preparación.» […] En consecuencia, el senado decidió que Estilicón estaba siendo completamente razonable, y decretó la entrega de 3.000 libras de plata a Alarico para mantener la paz, aunque la mayoría de los senadores votó más por miedo a Estilicón que por su propio juicio o inclinación.

Zósimo, Historia Nova, 5.156

Los bárbaros del norte eran muy temidos y despreciados en toda Italia. Los italianos se apoyaban en estos foederati por seguridad, pero los consideraban inconstantes, violentos e indignos de confianza. Aquellos siglos de mala fe y tratados engañosos por parte de Roma habían provocado en gran medida la situación que estaba viviendo entonces. Persuadir al senado para que entregase a Alarico una gran cantidad de plata acabó con las reservas políticas de Estilicón de la misma manera que otra incursión bárbara y la invasión de un pretendiente al trono procedente del oeste disminuyeron aún más su prestigio.

Los enemigos del general se apresuraron a abalanzarse sobre él. Le dijeron a Honorio, que a veces parece haber sido incluso menos inteligente que sus gallinas, que Estilicón aspiraba al trono imperial, y le persuadieron para que firmara la sentencia de muerte del único hombre capaz de salvar el Imperio. Estilicón sirvió al Imperio hasta el final, ofreciendo dócilmente su cuello al verdugo para evitar una ruinosa guerra civil. El último gran general de Roma murió en agosto del año 408, y con el murió cualquier esperanza de conservar el imperio occidental.

La muerte de Estilicón fue la señal de inicio del pogromo de pueblos germánicos en Italia, y miles de mujeres e hijos de los foederati de Roma fueron masacrados por el pueblo que tantos impuestos había pagado para mantenerlos. Parece que nadie pensó en las obvias consecuencias de este acto, a saber, que ahora ya no habría nada que pudiera evitar que Alarico se abalanzara sobre Roma como un lobo sobre un rebaño de ovejas. En el año 408 su ejército estaba acampado a las puertas de la ciudad. Sus godos eran tan pésimos como siempre en la guerra de asedio, pero Alarico tenía tiempo para un cerco relajado, y el hambre conquistaría Roma para él.

Bloqueó las puertas alrededor de toda la ciudad y, teniendo el control del río Tíber, impidió la llegada de provisiones desde el puerto a la ciudad […]. Los romanos […] no recibieron ninguna ayuda y, tras consumir todas sus provisiones, al hambre le siguió, como era previsible, la peste, y todos los lugares se llenaron de cadáveres. No podían enterrar a los muertos fuera de la ciudad, pues el enemigo estaba en posesión de todas las vías de acceso, de manera que la ciudad se convirtió en su sepulcro.

Zósimo, Historia Nova, 5.164

El senado bramó, luego suplicó, y por último -cuando se extendieron por la ciudad los rumores sobre actos de canibalismo- preguntó a Alarico cuánto les costaría conseguir que se marchase. El precio era tan elevado que los sorprendidos emisarios preguntaron a Alarico qué pretendía dejarles. La respuesta fue corta y precisa: «Vuestras vidas». Finalmente, Alarico obtuvo 5.000 libras de oro, 30.000 de plata, 4.000 túnicas de seda y otras telas lujosas, y una enorme cantidad de pimienta, un producto de gran valor exportado desde la India y países aún más lejanos.

Alarico aceptó este soborno porque el saqueo de Roma expondría a su ejército a la peste que asolaba la ciudad. En cualquier caso, no deseaba la desaparición del Imperio Romano, sino un lugar de honor dentro del mismo para él y su pueblo. En numerosas ocasiones había declarado su amistad, llegando a insinuar incluso que renunciaría al enorme rescate pagado por los romanos a cambio de las tierras que se extendían desde el norte de Italia hasta el Danubio.

Las negociaciones fracasaron porque la corte de Honorio combinó la tradicional vena sangrieta romana con una nada romana incapacidad para hacer algo práctico. Había algunas razones de carácter político. El antibarbarismo galopante que había colaborado a precipitar esa crisis impedía ahora que la corte imperial hiciera cualquier concesión y, en todo caso, las concesiones sólo conseguirían espolear a Alarico para realizar mayores demandas. La muerte de Arcadio había facilitado cierto reacercamiento con el imperio oriental, y se esperaba que llegase ayuda desde Constantinopla.

Alarico se dispuso a romper esta situación de estancamiento. Volvió a Roma en el año 409 y, después de un asedio más breve, persuadió al senado para que depusiera a Honorio y colocara en su lugar a un emperador más cooperante. Este hombre fue Prisco Átalo, el prefecto de la ciudad. Por desgracia para Alarico, los romanos de África siguieron fieles a Honorio, y durante el siglo V d. C. África fue el principal suministrador de trigo de Roma. Con el arma del hambre en manos de Honorio, Alarico, un hombre realista, depuso a su marioneta y reabrió las negociaciones.

Ahora contaba con una nueva carta para emplear en esta partida, pues durante el segundo asedio había caído en sus manos Gala Placidia, la hermana del emperador. Hay que decir en honor a Alarico que no causó daño alguno a su valiosa rehén, fingiendo que era una invitada que permanecería junto a él hasta que se culminaran pacíficamente las negociaciones.

Para subrayar este aspecto, Alarico marchó hacia Rávena enviando mensajes de amistad por delante de su ejército. Fue ignorado por la corte de Honorio, que parecía decidida a no soportar su presencia en Italia. Los romanos se envalentonaron por la presencia en Italia de un tal Saro, un aristócrata visigodo de una familia tradicionalmente opuesta al clan balto de Alarico.

Mientras tanto, Alarico avanzó hacia Rávena para confirmar la paz con Honorio; pero el destino discurrió otro obstáculo que nadie podría haber esperado, y ni siquiera previsto, que pudiera ocurrir. Porque mientras Saro y un séquito bárbaro se habían establecido en Piceno, y no se habían aliado ni con el emperador ni con Alarico, Ataúlfo [uno de los godos de Alarico], que tenía una enemistad heredada con Saro por alguna antigua querella, condujo todo su ejército hasta el lugar donde se encontraba Saro. Éste contaba con sólo 300 hombres y no era rival para su enemigo. Así pues, tan pronto como lo vio aproximarse, cambió de opinión y huyó a refugiarse con Honorio, al que se unió ayudándole en la guerra contra Alarico.

Zósimo, Historia Nova, 5. 178

Alarico sólo fue consciente de este hecho cuando se encontraba a unos pocos kilómetros de Rávena. Las puertas de la ciudad se abrieron de repente, y los hombres de Saro lanzaron un feroz ataque contra la vanguardia de Alarico. Éste había esperado una conversación relativamente civilizada con la corte imperial, y dicho asalto repentino le cogió desprevenido. Para empeorar las cosas, un heraldo enviado por Honorio en ese momento insultó gravemente a Alarico en nombre de Saro. Resultaba bastante evidente que Honorio no iba a negociar. Con Rávena fuertemente amurallada y protegida además por impenetrables marismas, no les quedó a los godos más solución que marcharse.

En un ataque de furia, Alarico regresó a Roma, haciendo que esta desafortunada ciudad pagara los platos rotos por Honorio en Rávena. El tercer asedio fue todavía más breve que los anteriores. El senado realizó una desesperada y, en cierto modo patética defensa, pero fue en vano. La puerta Salaria se abrió para permitir la entrada del ejército invasor, puede que gracias a alguna treta oculta de Alarico, o bien por afán de venganza de algún siervo o esclavo. Podría ser incluso que algunos romanos, recordando los horrores de los asedios anteriores, y sabedores del resultado final del actual, decidieron sencillamente acelerarlo. Durante casi ocho siglos, ningún enemigo había hollado Roma con su pie. Ahora, la ciudad desde la que un día habían marchado las legiones a saquear casi cualquier capital en un radio de varios miles de kilómetros se enfrentaba a un saqueo.

Comparado con otros saqueos, el de Roma del 24 de agosto del año 410 fue un juego de niños. Aparte de un incendio en los jardines de Salustio, los romanos perdieron sobre todo su orgullo y sus posesiones. (La levedad de este saqueo explica por qué los bestias que sienten predilección por la destrucción sin sentido reciben el nombre de vándalos -que tiempo después saquearon Roma de forma mucho más destructiva- y no godos.)

Lamentablemente, nuestras fuentes son muy deficientes, pero probablemente el mejor relato es el de Procopio de Cesárea escrito aproximadamente un siglo más tarde.

Pero algunos dicen que Proba, una mujer de eminencia poco usual en riqueza y fama entre la clase senatorial romana, sintió lástima por los romanos que estaban siendo destruidos por el hambre y otros sufrimientos que soportaban; pues incluso se comían los unos a los otros; y viendo que les había abandonado cualquier buena esperanza, pues tanto el río como el puerto estaban controlados por el enemigo, dicen que ella ordenó a sus criados que abrieran las puertas por la noche […]

Y ellos [los godos] prendieron fuego a las casas que había junto a la puerta, entre las que se encontraba la casa de Salustio, que en tiempos antiguos escribió la historia de los romanos, y la mayor parte de su casa ha permanecido medio quemada hasta mi época; y después de saquear toda la ciudad […] se marcharon.

Procopio de Cesárea, Historia de las Guerras, 3. 2. 30-39

A pesar de la presunta buena conducta de los bárbaros, el saqueo de Roma debió de ser sucio y brutal. Sin embargo, Alarico cuenta con defensores, entre los que se cuenta Agustín de Hipona.

Y ahora estos miserables no dan gracias a Dios por su gran piedad […] que él habría decretado que si Roma era tomada, debería serlo por bárbaros que, a pesar de la práctica de todas las guerras que habían sucedido anteriormente, protegieron, por respeto a la cristiandad, a todos aquellos que buscaron refugio en lugar sagrado. Estos bárbaros eran firmes opositores de los demonios y los ritos de sacrificios impíos, de manera que parecía que mantenían con estos una guerra mucho más terrible que la que sostenían con los hombres. Así, el verdadero Señor y gobernante de todo azotó a los romanos con misericordia.

Agustín, La Ciudad de Dios, 23

Una historia popular de la época afirma que cuando Honorio escuchó las horribles palabras «Roma ha muerto», quedó horrorizado: «¡Pero si apenas hace una hora estaba comiendo de mi mano!». Para inmenso alivio del emperador, sus cortesanos le explicaron que la calamidad no le había sucedido a su gallina favorita, sino a la ciudad de la que había tomado su nombre. Esta inverosímil historia muestra la sensación predominante y justificada de que los gobernantes del imperio ni eran capaces ni estaban especialmente interesados en defender a sus súbditos.

La conmoción del desastre se extendió por todo el mundo romano. San Jerónimo, que por entonces se encontraba en Jerusalén, nos cuenta cómo se recibieron las noticias del hecho:

Llegó hasta nosotros un terrible rumor sobre ciertos acontecimientos en occidente. Nos decían que Roma estaba sitiada, y que la única salvación para sus ciudadanos era la que pudiesen comprar con su oro, y que, después de ser despojados de éste, fueron sitiados de nuevo, de manera que no sólo perdieron sus posesiones, sino también sus vidas. Nuestro mensajero transmitió las noticias con voz entrecortada, y apenas podía hablar debido a sus sollozos. La ciudad que había conquistado el mundo había sido capturada.

Jerónimo, Cartas, 127

De nuevo en Italia, los problemas de Alarico con el trigo le habían convencido de que la llave del poder imperial se encontraba en África. Pasó una semana despojando a Roma de cualquier cosa que se pudiese transportar, y a continuación se trasladó hacia el sur para reunir una flota con la que invadir África. Como podría esperarse de un pueblo del Danubio oriental, los godos eran unos mediocres marineros. La primera flota fue destruida por una tormenta, y antes de que Alarico consiguiese reunir otra, cayó preso de una repentina enfermedad y murió.

Que el conquistador de Roma no sobreviviera mucho tiempo a su impío asalto provocó una gran satisfacción en Rávena. Todavía más agradable fue la noticia de que el sucesor de Alarico, su cuñado Adolfo, había intentado abandonar Italia y había derrotado a los galos. Alarico fue enterrado con sus armas y su oro con todo el esplendor de los bárbaros.

En Cosenza, en la región de Calabria, se desvió el curso del río Busento mientras se depositaba a Alarico en su lecho. Cuando el río regresó a su curso original, Alarico se encontró a salvo de los vengativos romanos. Allí ha permanecido hasta ahora, a pesar de todos los esfuerzos de los cazadores de tesoros y arqueólogos.