CAPÍTULO 5. MITRÍDATES: UN

ENEMIGO PARA TODAS LAS

ESTACIONES

Luchó contra los mejores generales de su época… siempre tenía la moral alta, y era indomable en la desgracia. Incluso cuando era derrotado, intentaba cualquier cosa para dañar a los romanos.

Apiano, Mitridatica, 16 (112)

Mientras otros rivales desafiaron al creciente Imperio de Roma durante años, o incluso décadas, Mitrídates luchó contra soldados cuyos padres eran niños cuando comenzó su larga guerra. Durante casi medio siglo, Mitrídates mantuvo a raya a los romanos mediante su habilidad militar, astucia política y pura suerte.

Hijo de su tiempo, Mitrídates hablaba con fluidez una docena de idiomas, era un maestro de la intriga política y un experto en venenos. Era rey del Ponto, uno de los mayores reinos de los muchos en los que se había desmenuzado Asia Menor después de la caída del Imperio Seléucida. El sexto monarca que llevaba ese nombre, se le conoce a veces como Mitrídates VI Eupator, o «Mitrídates el Grande». Mitrídates significa «don de Mitra», un dios solar que, irónicamente, acabó convirtiéndose en el dios preferido de los soldados romanos en el siglo II d. C.

Aunque aseguraba descender de Darío, rey de Persia, e incluso de Alejandro Magno, la familia de Mitrídates procedía probablemente de una dinastía persa originaria de la ciudad persa de Cius, en el norte de Asia Menor. Mitrídates Ctestes (o «el Fundador») abandonó los conflictos de la política local de Cius y huyó al Ponto, que por entonces era un remanso político bajo el laxo y débil control del Imperio Seléucida, y allí consiguió en poco tiempo crear un reino y una dinastía. Tras su muerte en el año 266 a. C, su hijo Ariobarzanes amplió rápidamente el reino con el importante puerto de Amastris, en el Mar Negro.

El antiguo geógrafo Estrabón era originario del Ponto, y su descripción nos muestra una tierra de contrastes. Los marinos griegos habían fundado ciudades costeras y controlaban un intenso comercio con el mundo mediterráneo, mientras que las cadenas montañosas que se extendían por el interior del territorio desde la costa albergaban fértiles valles y montañas en donde vivían tribus salvajes que aún desafiaban el poder de Roma trescientos años después. Las cadenas montañosas se cruzaban con las líneas de comunicación entre el este y el oeste y, en consecuencia, el Ponto estaba formado por ciudades-estado casi autónomas, confederaciones de pueblos y entidades feudales. El reino contaba con sacerdocios poderosos, sobre todo el del dios nacional y protector de la casa real, el dios del fuego iranio Ahuramazda en su advocación helenística de Zeus Stratios.

El clima templado y húmedo del Ponto favorecía la existencia de gran cantidad de olivos, madera y cereales, a lo que había que añadir la riqueza mineral en cobre, plata y hierro -de hecho, una antigua tradición creía que en esta región se descubrió por primera vez cómo se podía fabricar el acero-. Los recursos naturales abundantes y una población eminentemente campesina que no tenía excesiva necesidad de un gobierno central hicieron del Ponto un lugar capaz de resistir cualquier gran invasión recibiendo un daño mínimo; además, los resistentes pueblos de las montañas ofrecían excelentes guerreros.

Ponto era un reino muy apetecible, y la competición por hacerse con su corona solía ser muy intensa. Aproximadamente en el año 120 a. C, Mitrídates Evergetes, padre de Mitrídates el Grande, fue asesinado por sus consejeros más cercanos. Puesto que era el hijo mayor, aunque sólo tenía once años, Mitrídates ascendió al trono como Mitrídates VI. En realidad, el poder lo ejerció su madre, que gobernó apoyándose en una precaria alianza con algunos de los consejeros que habían asesinado a su esposo.

Mitrídates se encontraba en una posición muy delicada. La facción de la nobleza que apoyaba a su hermano menor conspiraba para que su reinado fuera lo más breve posible, y tampoco estaba seguro de poder contar con el favor de su madre. Según la leyenda, por aquella época Mitrídates comenzó a tomar dosis homeopáticas de veneno con la intención de desarrollar una resistencia al mismo. Fingiendo una adicción a la caza, consiguió apartarse del centro regio de Amaseia y pasó la mayor parte de su adolescencia en las regiones más salvajes y remotas de su reino.

Cuando regresó al seno de su familia convertido ya en un hombre, Mitrídates dispuso de inmediato el asesinato de su madre y su hermano menor, a lo que siguió una purga entre la nobleza. Durante los años que pasó en aquel exilio autoimpuesto quizá también forjó la idea de vengarse de Roma por haberse anexionado la región de Frigia que dependía del Ponto.

A continuación, el joven rey se dispuso a ampliar su reino por medio de la conquista. Ponto había dominado durante mucho tiempo a los estados vecinos de Capadocia y Paflagonia, pero en los últimos tiempos ambos se habían aliado con Roma. Así pues, Mitrídates se dirigió hacia el norte y el este en lugar de hacia estos estados. Dirigidos por dos generales competentes, Diofanto y Neoptolemo, sus ejércitos conquistaron a los escitas y extendieron su reino, casi alrededor de toda la orilla norte del Mar Negro, hasta las fronteras de Macedonia. Entre los pueblos conquistados se encontraban los sármatas, una tribu cuyos jinetes con armadura constituyeron una valiosa adquisición para el ejército póntico.

Para unos bárbaros que admiraban la capacidad física, Mitrídates era un rey formidable. Era extraordinariamente alto, y poseía una fuerza suficiente para controlar un carro tirados por dieciséis caballos. Disfrutó de muy buena salud durante casi toda su vida, a pesar de que le hirieron varias veces, una de ellas un centurión romano que se encontró junto al rey mientras éste perseguía a los romanos que se habían dado a la fuga; en otra ocasión recibió una herida debajo del ojo que le curaron los miembros de la tribu escita de los agaros. Puesto que los agaros empleaban serpientes venenosas para realizar sus curas, el tratamiento resultaba casi tan peligroso como la herida recibida.

Grecia y Asia Menor en tiempos de Mitrídates. Las civilizadas ciudades griegas de Asia Menor padecían la dominación romana y su agobiante sistema fiscal, y vieron en Mitrídates a un libertador. En la cima de su poder, pareció incluso que sería capaz de arrebatar a los romanos el control de Grecia.

Mitrídates dirigió entonces su atención hacia el sur, obligando al pequeño y vulnerable estado de Armenia Menor a convertirse en una satrapía (estado cliente) virtual, y haciéndose con el control de su valioso puerto de Trapezonte (moderna Trebisonda). Tampoco se olvidó Mitrídates de Armenia, pues entregó a su hija Cleopatra para que se casase con Tigranes, el monarca armenio. Luego reclamó la soberanía de Paflagonia, alegando que ésa había sido la intención de su difunto padre, aunque se echó atrás cuando intervino Roma, y trasladó sus miras al cercano reino de Capadocia. Quizá ya había estado allí antes, pues una tradición asegura que viajó de manera anónima por la región en los últimos años del siglo II a. C. para observar la situación por sí mismo (y ejecutó a su esposa, que había intentado envenenarlo a su regreso).

Como ocurría en la mayoría de reinos de Asia Menor, las querellas dinásticas en Capadocia eran constantes y caóticas. La casa gobernante debía su nombre a Ariarates, que había creado su reino separándose del Imperio Seléucida, y sus sucesores siempre habían sido fieles a Roma. La viuda de Ariarates V había gobernado desde el 130 a. C. tras dar muerte a sus cinco hijos para conservar el poder. Cuando la nobleza forzó la sucesión de Ariarates VI, éste fue asesinado por un tal Gordio, que rápidamente cayó bajo el control de Mitrídates. Tras el asesinato de Gordio, su viuda Laodice, hermana de Mitrídates, gobernó en nombre de su hijo pequeño Ariarates VII, una situación que no agradó ni a los capadocios ni a Nicomedes, el rey del vecino reino de Bitinia, y obligó a Mitrídates a emplear varias veces su ejército para mantener su hegemonía en el Ponto.

Nicomedes apeló a Roma, y bajo la protección de ésta los capadocios expulsaron a las marionetas de Mitrídates e instalaron en el trono a un noble llamado Ariobarzanes. Puesto que no deseaba arriesgarse a un enfrentamiento directo con Roma, Mitrídates lo intentó por una vía más sutil, e invitó a su suegro Tigranes a invadir Capadocia. Amablemente, el ejército armenio conquistó Capadocia, Ariobarzanes huyó y se nombró rey a un pelele póntico. Roma respondió enviando como embajador al prometedor y ambicioso Lucio Sila, que consiguió hábilmente la restauración de Ariobarzanes en el trono, con lo que desbarató los planes de Mitrídates. Tanto para los romanos como para Mitrídates estaba claro que en el futuro el conflicto sería inevitable.

La ocasión se presentó un año después, cuando falleció Nicomedes de Bitinia. Respaldado por el ejército póntico, Mitrídates colocó en el trono bitinio a un pretendiente llamado Sócrates. Luego, dando muestras de su impresionante insistencia, Mitrídates invadió Capadocia y ejecutó a Ariobarzanes. No fue una coincidencia el hecho de que, justo en aquel momento, Italia estaba siendo sacudida por la peligrosa e incómoda revuelta de los aliados italianos contra Roma.

No obstante, cuando Roma protestó, Mitrídates depuso dócilmente a sus marionetas de Capadocia y Bitinia. Esta aquiescencia desagradó enormemente al avaricioso M. Aquilio, presidente de una comisión enviada a restaurar a los monarcas legítimos. Aquilio quería una guerra y obtener un botín en el Ponto, así que animó a los bitinios para que provocaran a Mitrídates mediante una serie de rápidos ataques de saqueo. Mitrídates protestó amargamente ante el senado romano pero, en vista de la inacción romana, se decidió a atacar él mismo a los salteadores bitinios, e inició así la primera guerra Mitridática (89-85 a. C).

Aquilio y sus aliados aprovecharon una oportunidad para invadir el Ponto, pero Mitrídates estaba preparado y los esperaba. Ayudado por su general Arquelao, derrotó a los romanos y bitinios en batalla y los rechazó en completo desorden hacia su provincia de Asia. Oprimida por administradores romanos corruptos y codiciosos recaudadores de impuestos, la población de esta provincia se rebeló alegremente y puso la provincia en manos del Ponto. Aquilio fue capturado y paseado por la región atado a un burro. Luego Mitrídates entregó a Aquilio el oro que éste tanto había codiciado, pero fundido y vertido por su garganta.

Aunque las ciudades griegas saludaron a Mitrídates como un salvador, el rey del Ponto sabía que la lealtad de sus nuevos súbditos era voluble. Para mantenerlos ligados a él, Mitrídates envió órdenes secretas para que cualquier romano o italiano que fuera hallado en sus tierras fuera asesinado. En un solo día (conocido como las «Vísperas asiáticas») murieron más de 80.000 romanos e italianos. Apiano nos ofrece una espeluznante descripción:

En el templo de Ártemis de Efeso, los fugitivos que apelaban a la ley de santuario ante la estatua de la diosa fueron empujados al exterior y asesinados. En Pérgamo, utilizaron arqueros para dispararles mientras seguían aferrados a las estatuas. Los adramytines persiguieron a aquellos que se internaron en el mar y les dieron muerte, ahogando a continuación a sus hijos. […] los canuios […] mataron primero a los niños en presencia de sus madres, luego a las madres y, por último, a sus maridos. Por la forma en que actuaron, estaba claro que la gente de la provincia no actuó únicamente por temor a Mitrídates, sino también por odio a los romanos.

Apiano, Mitridática, 4 (23)

Mitrídates poseía una flota, según se dice, de más de 300 naves, lo que superaba con creces la exigua presencia naval romana en el Egeo. Pronto consiguió conquistar las islas excepto Rodas, que mantuvo su lealtad a Roma a pesar de un intenso asedio. La mayor parte de las fuerzas pónticas marcharon a Grecia al mando de Arquelao, y parecía que se iba a repetir la victoria de Asia Menor. El gobernador romano de Macedonia estaba ocupado con una invasión bárbara, y en el año 88 a. C. Aristón, tirano de Atenas, abrió sus puertas al ejército póntico. Eubea cayó poco después y el ejército de Mitrídates avanzó hacia Beocia. La población de Thespies resistió y, mientras intentaban superar este revés, los pónticos se enteraron de la llegada de un ejército romano compuesto por cinco legiones a las órdenes del mismo Sila que había devuelto su trono a Ariobarzanes cinco años antes.

Los romanos avanzaron sobre Atenas. Arquelao dirigió una defensa heroica y, cuando vio que su causa estaba perdida, evacuó a su ejército por mar y marchó a Tesalia, donde unió sus fuerzas con la de otro ejército póntico que avanzaba desde el norte comandado por Arcadas, un hijo de Mitrídates. En el año 86 a. C. el ejército combinado del Ponto se enfrentó a los romanos en Queronea. La falange póntica, compuesta en su mayor parte por esclavos liberados de las ciudades griegas, combatió de manera heroica; por otra parte, la caballería romana se vio completamente desconcertada por una carga de los carros escitas surgidos de entre las líneas pónticas. No obstante, la habilidad de Sila como general, y la disciplina de las legiones romanas, provocaron primero la pérdida de confianza de sus enemigos y, a la postre, su derrota. Lo que siguió a continuación fue una masacre que destruyó cualquier esperanza póntica de mantener una presencia constante en Grecia.

Mitrídates ya había demostrado que estaba dotado para el mando y era implacable en la victoria. Entonces dio pruebas de ser resuelto en la derrota. Rápidamente armó otro ejército para enfrentarse a las fuerzas romanas que habían desembarcado en Asia comandadas por Fimbria, un general sin escrúpulos que había asesinado al comandante nombrado por Roma. Fimbria derrotó a este nuevo ejército dirigido por otro hijo de Mitrídates, y puso cerco a Pérgamo, con lo que forzó al rey póntico a escapar por barco. Lúculo, almirante de Sila, había posicionado su flota con la idea de capturarlo, pero Fimbria pertenecía a una facción romana que se oponía a Sila; así pues, en lugar de compartir el éxito de la derrota de Mitrídates, Lúculo prefirió permanecer ocioso mientras escapaba. Bendecido por nacimiento con la fortaleza y la buena aptitud, Mitrídates añadió entonces la última cualidad necesaria para oponerse a Roma durante mucho tiempo: la buena fortuna.

Esta buena fortuna resultó aún más pronunciada cuando aumentaron los problemas domésticos de Sila. La competencia por dirigir la campaña contra Mitrídates había sido tan intensa entre la élite romana sedienta de gloria que la única forma que encontró Sila para resolver la cuestión fue conducir primero su propio ejército contra la misma Roma. La ira que había provocado esta acción se desbordó en un golpe contra Sila, y ahora éste debía regresar a Roma, donde había sido declarado fugitivo y enemigo público.

Mitrídates también tenía problemas internos, tanto con sus súbditos ex romanos que pretendían volver a su antigua lealtad como con sus conquistas más recientes alrededor del Mar Negro. En el año 85 a. C. envió legados a Sila para recordarle que el Ponto había sido en su día aliado de Roma. Mitrídates proponía renovar esta alianza con Sila para derrotar a sus enemigos dentro del país. Como respuesta, Sila comentó: «Es una pena que haya hecho falta la muerte de 170.000 de tus hombres para que te acordases de nuestra amistad». A continuación, invitó a Mitrídates a retirarse de todas sus conquistas, disolver la flota y pagar una indemnización de 2.000 talentos. Arquelao, jefe negociador de Mitrídates, envió los detalles a su señor a través de un mensajero, prefiriendo permanecer como huésped de su enemigo antes que exponer personalmente las condiciones al rey.

Pero Mitrídates era una persona realista, y sabía que incluso este tratado podría ultrajar a aquellos que recordasen a las 80.000 víctimas romanas e italianas. En una paz que se improvisó en Dárdano en el mes de agosto de aquel año, Sila consiguió que se aceptaran sus condiciones, y Mitrídates recibió el dudoso título de «Amigo y Aliado del Pueblo Romano». Dárdano fue, sencillamente, una tregua, de forma que ambos bandos pudieron ocuparse de cuestiones más urgentes antes de regresar a su inacabado conflicto.

Tras librarse de la presión de Roma, Mitrídates restableció el orden en sus provincias rebeldes. Su hijo Mitrídates Filopater fue enviado como regente a las tribus del Mar Negro, pero no cumplió con su misión correctamente, y fue llamado a la capital y ejecutado. En el año 83 a. C. Mitrídates se estaba preparando para partir él mismo con un gran ejército cuando resultó evidente que los romanos tenían ganas de pelea. Murena, el comandante romano, se había ofendido por la lenta retirada de Capadocia del ejército de Mitrídates y, olvidándose por completo del tratado de paz, se dispuso a expulsar al rey por la fuerza.

Mitrídates y su general Gordio organizaron una enérgica defensa, y Murena fue obligado a retroceder. Cuando Mitrídates se preparaba para continuar la caza, una orden terminante de Sila detuvo el conflicto y obligó a una paz llena de resentimiento. Mitrídates se apropió de una porción de Capadocia en compensación por el perjuicio sufrido, y Ariobarzanes reanudó sus varias veces interrumpido reinado sobre el resto del territorio.

Se organizó una nueva expedición contra los rebeldes del norte, y Mitrídates envió a otro de sus hijos, Machares, para que se hiciese con las riendas de la situación. Un avance mal calculado que pretendía ampliar la frontera norte del reino resultó un fracaso en el que se produjeron numerosas bajas. Mientras su ejército se recuperaba, Mitrídates regresó a la diplomacia. Otra orden perentoria de Sila le obligó a retirarse a regañadientes de toda la Capadocia, y además el senado se negó a ratificar la paz de Dárdano.

Un posible aliado contra el senado romano era Sertorio, un general romano que estaba enfrentándose al régimen de Sila desde España. Mitrídates cortejó al rebelde como a un aliado pero, fuesen cuales fueran sus desacuerdos con el senado, Sertorio era un romano, y rechazó de plano traicionar a su país. Lo máximo que pudo obtener Mitrídates fue una oferta para reconocer sus pretensiones sobre Capadocia, a condición de que el rey ayudara a Sertorio contra los partidarios de Sila en Roma. Mitrídates tuvo mayor fortuna a la hora de encontrar aliados en Cilicia, una región montañosa en el sur cuyos hombres eran expertos marinos y piratas.

Con la llegada de noticias sobre la muerte de Sila en el año 78 a. C, Tigranes de Armenia volvió a invadir Capadocia, llevándose deportados casi a un cuarto de millón de ciudadanos para poblar su nueva capital. Poco después, aproximadamente en el año 75 a. C, murió el rey de Bitinia, y Roma aprovechó la oportunidad para anexionarse todo el reino. Mitrídates no estaba dispuesto a quedarse mirando de brazos cruzados mientras sus mayores enemigos se apoderaban del Mar Negro, de manera que rápidamente invadió Bitinia y, mientras se encontraba todavía en esa campaña, lanzó un nuevo ataque contra Capadocia, de donde se había retirado entonces Tigranes.

Roma necesitó varios meses de feroces intrigas políticas antes de que se decidiese entregar el mando de las operaciones contra Mitrídates a Lúculo, el mismo general que había permitido que el primero se le escapara de entre los dedos hacía casi una década. Otro golpe de suerte para Mitrídates fue que Lúculo se había hecho cargo de los soldados del difunto Fimbria -unos hombres con una tradición de indisciplina que, con bastante justificación, sentían que ya llevaban demasiado tiempo de servicio de armas-. Los hombres de Fimbria colmaron las mejores expectativas de Mitrídates, moviéndose tan a regañadientes y tan lentamente que Mitrídates tuvo tiempo de volverse contra un colega de Lúculo, a quien derrotó después de obligarle a presentar batalla. Para empeorar todavía más las cosas, la flota póntica aumentó este éxito al capturar sesenta barcos romanos. Espoleado por estos éxitos, Mitrídates se apresuró a tomar el puerto de Cícico. Lúculo, que finalmente había conseguido poner en marcha a sus hombres, salió en su búsqueda. El romano pretendía atrapar a Mitrídates entre la ciudad y su ejército mientras éste se entretenía intentando formar Cícico para intentar escapar a través de su puerto. Y podría haberlo conseguido de no ser porque las noticias de que Lúculo ya estaba en camino animaron a los habitantes de Cícico a sostener una defensa desesperada.

Aunque apremiado por los romanos, Mitrídates mostró todo su poder continuando con el asedio incluso después de que las enfermedades hicieran estragos entre su ejército y la escasez de suministros forzase a sus hombres al canibalismo. Se produjo un último intento desesperado por tomar la ciudad, pero fracasó, y Mitrídates acabó levantando el asedio protegido bajo una tormenta de nieve. Lúculo lo persiguió, y dio muerte a decenas de miles de soldados pónticos mientras intentaban cruzar los ríos que bajaban muy crecidos, y todavía más cayeron en manos de los habitantes de Cícico que salieron en tropel de la ciudad en pos de sus antiguos sitiadores. Mitrídates consiguió escapar por barco con los restos de su ejército, aunque su flota también sufrió pérdidas debido al mal tiempo. El propio Mitrídates debió ser rescatado de un naufragio por unos piratas cilicios aliados.

En el año 73 a. C, con su ejército hecho jirones y sus aliados tambaleándose, Mitrídates se lanzó personalmente a la defensa de su reino. Pidió ayuda a Tigranes, y probablemente también a los partos. Envió un embajador para atraerse a su bando a los escitas por medio del soborno, e hizo llamar a su hijo que se encontraba en el norte. La caballería estaba casi intacta a pesar del desastre de Cícico, y fue enviada entonces a hostigar a los romanos que se aproximaban. Las ciudades que se encontraban en la línea de avance de los romanos contaban con poderosas guarniciones, y habían recibido la orden de resistir tanto tiempo como les fuera posible. Así pues, Mitrídates se enfrentó al reto de una invasión con el tipo de capacidad y resolución que los romanos tanto admiraban en sí mismos.

Sin embargo, Armenia dio muestras de flaqueza, y el embajador enviado a los escitas se apresuró a huir con el oro, pese a lo cual, en la primavera del año 72 a. C. el Ponto estuvo tan preparado como le fue posible para el asalto de los romanos. Demasiado astuto para enfrentarse directamente a éstos, Mitrídates se concentró en cortar las líneas de abastecimiento de Lúculo. Tuvo algunos éxitos hasta que su caballería realizó un imprudente ataque contra un convoy romano en un valle demasiado estrecho para que sus caballos pudieran maniobrar correctamente. Los escasos restos de la derrota llevaron consigo el pánico al campamento de Mitrídates, especialmente cuando comunicaron que Lúculo les estaba pisando los talones.

Mitrídates intentó retirarse, pero esto consiguió únicamente precipitar el derrumbamiento de su ejército, y él mismo corrió peligro de ser capturado hasta que -por suerte o por astucia- uno de los asnos que cargaba el tesoro regio perdió su carga. Recoger y dividir este tesoro retrasó a los codiciosos soldados fimbrianos con mayor eficacia que cualquier falange, aunque no fue suficiente para salvar al ejército póntico de verse finalmente dividido en varias partes. Esperando el inminente final de Farnaceia, la ciudad que albergaba su harén, Mitrídates ordenó que matasen a todas sus mujeres para evitar que cayeran en manos de los romanos. El propio Mitrídates se vio obligado a huir a Armenia.

Durante los cinco años siguientes, hasta fines del 68 a. C. Mitrídates fue un prisionero a merced de su yerno Tigranes. No participó activamente en la resistencia contra el avance romano sobre Armenia, aunque puede que se consolara con la decidida defensa que sus fortalezas ofrecieron al invasor romano, prolongándose en algunos casos hasta dos años después de su exilio. Pero la fortuna no había abandonado a Mitrídates. Igual que los macedonios de Alejandro, tampoco los soldados de Lúculo mostraron mucho entusiasmo por conquistar el Oriente. Después de muchos años de campañas ininterrumpidas, los fimbrianos sencillamente se negaron a seguir combatiendo. De un plumazo, Lúculo se quedó sin ejército.

Tímidamente, con un puñado de sus propios soldados y un contingente armenio que le prestó Tigranes, Mitrídates se dispuso a reclamar su reino. El talento romano para el mal gobierno del Oriente llevó a sus ciudadanos a ofrecerle una entusiasta bienvenida, y sus mercenarios tracios, que se habían pasado a los romanos, regresaron entonces al bando de su antiguo señor. Mitrídates aseguró aún más su posición apoderándose de la fortaleza que albergaba los suministros romanos para el siguiente invierno, y derrotando cómodamente a las fuerzas romanas que intentaron evitarlo. Con Ariobarzanes (una vez más) en Capadocia tras escapar de Tigranes, y el Ponto otra vez seguro, Mitrídates volvió al punto donde todo había empezado. En palabras de Cicerón, «logró más después de su derrota de lo que se había atrevido a soñar antes de ella».

Las repercusiones se hicieron sentir en Roma. Lúculo fue sustituido en el año 66 a. C. por un poco escrupuloso pero brillante Pompeyo, que tiempo después se convertiría en enemigo de Julio César. En Roma, Cicerón había forzado el nombramiento de Pompeyo al recordar que los pasados desplantes de Mitrídates todavía seguían sin castigo.

Aquel que ordenó que asesinaran a nuestros ciudadanos todavía no ha pagado adecuadamente por su delito. Ha permanecido en su trono durante veintidós años, y no se ha escondido en Ponto o en Capadocia, sino que, desde sus propios dominios, se ha abalanzado sobre los de nuestros súbditos, pavoneándose a la vista de toda Asia.

Cicerón, A favor de la Ley Manilla, 3.7

Pompeyo había recibido poderes y competencias casi imperiales para resolver asuntos en Oriente. Comenzó con su habitual energía estableciendo una alianza con Partía que obligó a Armenia a abandonar el bando póntico. Pompeyo también comunicó a Mitrídates que estaba dispuesto a considerar el establecimiento de negociaciones si éste le entregaba a los desertores italianos y romanos que se le habían unido. Una de las razones por las que Pompeyo quería a estos desertores era que, debido a las turbulencias políticas de Roma, los desertores eran tan numerosos que podían constituir el núcleo central del ejército de Mitrídates.

Utilizando la misma estrategia defensiva de antaño, Mitrídates se replegó al interior del Ponto, donde había repartido su tesoro entre varios castillos, y desde donde hostigó a los romanos con su caballería. Como ocurriera años atrás, la estrategia funcionó hasta que los romanos tendieron una trampa a la caballería y la destruyeron. Mitrídates quedó arrinconado en su fortaleza de Dasteira, pero engañó a los romanos esquivando su vigilancia y escapando con su ejército. Pero, igual que ocurrió con su huida de Cícico, los romanos lo alcanzaron y destruyeron su ejército, aunque el rey logró escapar a lugar seguro.

Esta vez no se podía esperar la ayuda de Armenia, cuyo rey -bajo la presión de los partos- se había visto obligado al final a someterse a Pompeyo. Al escuchar estas noticias, Mitrídates juró que él no haría lo mismo «mientras fuese Mitrídates». Así pues, la guerra se prolongó hasta el año 64 a. C. Desde el punto de vista práctico, el vencedor fue Pompeyo, pero no habría paz mientras Mitrídates siguiera vivo. Tal como Cicerón aseguró al pueblo romano, «resulta difícil expresar con palabras hasta qué punto nos odia la población de Asia por la incompetencia y avaricia de aquellos que hemos enviado para gobernarla». Mientras esta gente viese en Mitrídates a un libertador, éste tendría una oportunidad.

Pompeyo sabía que Mitrídates se había retirado hacia el Mar Negro. Ocupado en otros proyectos, Pompeyo bloqueó las salidas de aquel mar, y confió en la diplomacia para que las tribus del norte entregaran a Mitrídates. El rey tenía casi sesenta y ocho años, y debía guardar cama a menudo a causa de una úlcera de estómago. Sin embargo, tras entrar en la región casi como un fugitivo, se hizo con el control mediante la pura fuerza de personalidad. Apiano comenta casi con admiración:

Aunque había perdido a tantos hijos, castillos, e incluso todo su reino, y aunque él mismo no se encontraba en condiciones para guerrear, sus planes no poseían ni rastro de la humildad que uno habría esperado de su situación […] no había nada humilde o desdeñable en él, ni siquiera en la desgracia.

Apiano, Mitridática, 15 (109)

Lo que planeaba este viejo refugiado era nada menos que invadir y conquistar Italia. Consciente de que su tiempo se acababa, exigió un último esfuerzo a su pueblo. Se expropiaron las provisiones, se recaudaron impuestos abusivos y se realizaron levas forzosas. Al final, Mitrídates reunió una flota y un ejército de unos 36.000 hombres con los que pensaba marchar a lo largo del Danubio, traspasar los Alpes Cárnicos y penetrar en Italia.

Este plan se encontraba en el límite entre la audacia y la locura, y fue demasiado para las tropas. Sospechaban, con razón, que Mitrídates solamente pretendía morir luchando en un último impulso quijotesco frente al enemigo. Entonces el viejo rey, siempre rápido a la hora de descubrir traiciones, desbarató una conspiración en la que el principal implicado era su propio hijo, Farnaces. Por una vez, el hombre que había ejecutado a tantos de su propia sangre dudó, y Farnaces no le dio una segunda oportunidad. En el año 63 a. C, lideró una rebelión del ejército y arrinconó a Mitrídates en su ciudadela de Panticapeo.

Éste se dio cuenta de que la partida llegaba a su final. Intentó quitarse la vida tomando veneno: lo que sólo pudo hacer después de que accediese a que también sus dos hijas pudieran suicidarse. Las hijas murieron rápidamente, pero Mitrídates, después de años tomando pequeñas dosis de veneno, apenas notó sus efectos, a pesar de dar un enérgico paseo a lo largo de las murallas para que el veneno corriese por todo su cuerpo. Finalmente, acudió a su guardaespaldas celta. Apiano nos ofrece esta imaginativa interpretación de sus últimas palabras:

Mátame, y sálvame de ser paseado en un triunfo romano. Durante mucho tiempo he sido señor de un gran reino, y ahora ni siquiera puedo envenenarme a mí mismo. […] Tendría que haber sabido que el veneno más mortal en cualquier palacio real es la deslealtad de soldados, hijos y amigos.

Apiano, Mitridática, 16 (111)

El traidor Farnaces hizo lo que Mitrídates había supuesto, y entregó su cuerpo a los romanos. Consciente de que la importancia de un conquistador estaba ligada a la de sus enemigos derrotados, Pompeyo saludó a Mitrídates como el mayor monarca de su época, y su cuerpo fue enterrado con todos los honores.